La conspiración contra Hitler
Hay una teoría de la conspiración con la que los nazis pretenden explicar su derrota en Normandía, que comienza con el propio Día D. Los partidarios de Hitler siguen acusando al jefe del Estado Mayor de Rommel, el teniente general Hans Speidel, de haber impedido que las divisiones acorazadas contraatacaran a los británicos. Esta leyenda de una primera «puñalada trapera» en 1944 afirma que Hitler estaba despierto en la madrugada del 6 de junio, y que la demora en el despliegue de divisiones acorazadas no fue culpa suya. El Führer estaba seguro desde un principio de que la invasión iba a empezar por Normandía. Pero entonces Speidel, actuando en ausencia de Rommel, hizo todo lo necesario para sabotear la respuesta alemana. Esta versión absurda de los hechos, que pretende eximir de toda responsabilidad a Hitler y acusar de alta traición a oficiales del Estado Mayor alemán, está llena de lagunas y contradicciones.
Es verdad que durante mucho tiempo se estuvo urdiendo una conspiración contra Hitler en el seno del ejército, pero a fecha 6 de junio no había nada preparado. De modo que afirmar que Speidel estaba intentando manipular la actuación de la 12.a División Acorazada de la SS Hitlerjugend, y que retuvo a la 2.a y a la 116.a División Acorazada para dar un golpe de Estado en Francia justo en ese momento, es pura fantasía. No obstante, Speidel fue una figura clave en la conspiración que seis semanas más tarde dio lugar a la infructuosa explosión de una bomba en Prusia oriental.
Había otro tipo de oposición a Hitler que no creía en el asesinato del dictador. Esta oposición tenía como eje al propio Rommel, que quería obligar a Hitler a firmar la paz con los aliados occidentales[43]. Si se negaba a ello, le abrirían un proceso. Pero los tiranicidas del círculo del general de división Henning von Tresckow y el coronel conde Claus Schenk von Stauffenberg rechazaban esa posibilidad por considerar que estaba condenada al fracaso. La SS y el Partido Nazi habrían presentado su firme oposición. La situación habría podido acabar en una guerra civil. Sólo la repentina decapitación del régimen nazi mediante un golpe de Estado podría permitirles crear un gobierno que esperaban, con un optimismo ciertamente equivocado, fuera reconocido por los aliados occidentales.
Speidel conocía a Rommel desde los tiempos de la primera guerra mundial, cuando habían servido juntos en el mismo regimiento. Con motivo de su nombramiento como jefe del Estado Mayor de Rommel, el 1 de abril había sido convocado al cuartel general del Führer en el Berghof. Jodl le había dado instrucciones sobre la «misión de defender la costa a capa y espada», y le había comentado que Rommel era «propenso al pesimismo» a raíz de la campaña de África. Su misión era infundir ánimos a Rommel.1
Cuando Speidel llegó a La Roche-Guyon dos semanas después, Rommel habló con amargura de sus experiencias en África «y sobre todo de los constantes intentos de Hitler de hacer ver lo que no era». Añadió que la guerra debía «acabar lo antes posible». Speidel le habló entonces de sus contactos con el Generaloberst Ludwig Beck, antiguo jefe del Estado Mayor del ejército, y del movimiento de Resistencia en Berlín que estaba «dispuesto y decidido a acabar con el régimen actual». En conversaciones posteriores, Rommel condenaría «los excesos de Hitler y la absoluta anarquía que reinaba en el gobierno», pero aún se mostraba reacio a la opción del asesinato.
El 15 de mayo, Rommel asistió a una reunión secreta con su viejo amigo el general Karl-Heinrich von Stülpnagel, comandante militar de Bélgica y el norte de Francia. Aunque formaba parte del grupo conspirador contra Hitler, Stülpnagel era «un acérrimo antisemita».2 De no haberse pegado un tiro más tarde, es muy probable que al final de la contienda hubiera tenido que enfrentarse a las acusaciones de crímenes de guerra ante un tribunal por sus actividades en el frente oriental y por la persecución de judíos en Francia. Los dos estuvieron hablando de las «medidas que debían adoptarse inmediatamente para poner fin a la guerra y acabar con el régimen de Hitler». Stülpnagel sabía que no podían contar con el Generalfeldmarschall Von Rundstedt, aunque el «viejo prusiano» fuera perfectamente consciente de «la catastrófica situación» y detestara al «caporal bohemio». Pensaba que si se producía una sublevación, «el mariscal Rommel sería la única persona que gozaba del respeto incontestable del pueblo y las Fuerzas Armadas de Alemania, e incluso de los aliados».
Varios simpatizantes de la causa fueron visitando La Roche-Guyon, que se convirtió en un «oasis» para los integrantes de aquella resistencia.3 A finales de mes, el general Eduard Wagner del OKH [44] se entrevistó con Rommel para concretar los preparativos del grupo de resistencia en el seno del ejército. El escritor ultranacionalista Ernst Jünger, que prestaba sus servicios en el Estado Mayor de Stülpnagel en París, le ofreció sus ideas acerca de la paz que había que firmar con los aliados. Speidel regresó a Alemania a finales de mayo para reunirse con el antiguo ministro de Asuntos Exteriores, el barón Konstantin von Neurath, y con Karl Strölin, el alcalde de Stuttgart. Ambos creían que la participación de Rommel era esencial para ganarse la confianza del pueblo alemán, así como la de los aliados. Speidel creyó oportuno poner al general Blumentritt, jefe del Estado Mayor de Rundstedt, al corriente de las conversaciones.
Rommel y Speidel habían acordado una lista de posibles representantes para parlamentar con Eisenhower y Montgomery. Estaba encabezada por Geyr con Schweppenburg, que hablaba perfectamente el inglés, pero a raíz de su destitución se vieron obligados a considerar a otros candidatos. Propondrían la retirada de los alemanes de todos los territorios ocupados en el oeste, aunque la Wehrmacht mantendría un reducido frente en el este. Rommel insistía en que Hitler debía ser procesado por un tribunal alemán. No quería ser el líder del nuevo gobierno. En su opinión, este papel debía corresponderle al Generaloberst Beck o a Carl Goerdler, antiguo alcalde de Leipzig. No obstante, estaba dispuesto a asumir el mando de las Fuerzas Armadas.
Al parecer, fueron pocos los conspiradores que pensaron en algún momento que los aliados occidentales rechazarían su oferta, aun cuando hubieran estado en posición de hacerla. Sus propuestas incluían el reconocimiento por parte de los aliados de la anexión de los Sudetes por Alemania y del Anschluss con Austria, así como la aceptación del restablecimiento de las fronteras de Alemania de 1914. Alsacia y Lorena debían ser independientes. No tenían planes de restaurar una democracia plenamente parlamentaria; de hecho, parece que su solución consistía básicamente en una recuperación del II Reich, pero sin kaiser. Semejante fórmula habría sido acogida con incredulidad por los gobiernos americano y británico, así como por la inmensa mayoría de los alemanes.4
Speidel y Rommel comenzaron a sondear al ejército, a los cuerpos militares y a los comandantes de las divisiones. Los dos partidarios más evidentes, al mando de tropas de combate, eran el teniente general conde Von Schwerin, comandante el jefe de la 116.a División Acorazada, y el teniente general barón Von Lüttwitz, de la 2.a División Acorazada. Esta última era la unidad que se había hecho cargo de las enfermeras alemanas capturadas en Cherburgo que habían devuelto los americanos. Cuando más tarde Hitler se enteró de este contacto con el enemigo, se puso hecho una furia. Ya había empezado a sospechar que sus generales pudieran haber comenzado a negociar con los americanos los términos de una paz a sus espaldas.
Tras la humillante visita a Berchtesgaden realizada en compañía de Rundstedt el 29 de junio, Rommel llegó a la conclusión de que iban a tener que actuar. Hasta Keitel, el peor de los lacayos de Hitler, le hizo la siguiente confidencia en privado: «Yo también sé que ya no puede hacerse nada». Incluso dos altos oficiales de la Waffen-SS, Hausser y Eberbach, parece que llegaron a la conclusión de que era necesaria alguna forma de acción unilateral. A comienzos de julio, muy poco antes de la caída de Caen, el favorito de Hitler, el Obergruppenführer Sepp Dietrich, que estaba al frente del Cuerpo Acorazado de la SS, se presentó en La Roche-Guyon para preguntar qué iba a hacer el comandante en jefe en vista de la «catástrofe inminente». Según Speidel, Dietrich les aseguró que tenía a todas las unidades de la SS «absolutamente en sus manos». No está suficientemente claro hasta qué punto le fueron comunicados a Dietrich los planes previstos. Del mismo modo, el nuevo comandante en jefe del 7.° Ejército, el Obergruppenführer Hausser, también pronosticó el desastre.
El 9 de julio, el día en que los británicos y los canadienses entraron en Caen, el teniente coronel Cäsar Von Hofacker, primo de Stauffenberg, fue enviado por el general von Stülpnagel a París para entrevistarse con el mariscal Von Kluge. Kluge había estado en contacto con el grupo opositor del ejército alemán durante su etapa en el frente oriental, pero ahora prevaricaba. Hofacker era el principal contacto de Stülpnagel con los conspiradores de Berlín. En nombre de los integrantes del movimiento opositor, intentó convencer a Kluge de que pusiera fin a la guerra en el oeste lo antes posible mediante una «acción independiente». Los aliados no iban a negociar nunca con Hitler ni con ninguno de sus paladines, como, por ejemplo, Göring, Himmler o Ribbentrop; por lo tanto era esencial la destitución de los líderes nazis y que se produjera un cambio de gobierno. Le preguntó a Kluge durante cuánto tiempo podría resistir el frente de Normandía, porque de su respuesta dependían las decisiones que tomara la Resistencia en Berlín. «Dos o tres semanas como mucho», contestó. «Luego hay que esperar que se rompa y se produzca un gran avance que no seremos capaces de detener».
Rommel y Kluge se entrevistaron el 12 de julio para hablar de la situación militar y las consecuencias políticas. Rommel iba a sondear a los comandantes de su cuerpo por última vez, y luego prepararía un ultimátum que presentarían a Hitler. Mientras Rommel consultaba a los comandantes del cuerpo, Speidel fue a visitar a Stülpnagel que ya se estaba preparando para eliminar a la Gestapo y la SS en Francia. Dos días más tarde, Hitler se trasladó de Berchtesgaden a la Wolfsschanze en Prusia oriental.5 En el frente del este, la gran ofensiva del Ejército Rojo amenazaba peligrosamente en aquellos momentos a todo el Grupo de Ejército Centro. Se habían construido nuevos bunkeres, y en los bosques de los alrededores habían sido instaladas defensas antiaéreas mucho más potentes. Pero las obras no habían terminado, de modo que seguía habiendo en el lugar numerosos trabajadores de la Organización Todt.
Al día siguiente, Rommel escribió un informe de valoración del frente occidental para Hitler. En él avisaba de que los aliados no tardarían en romper las defensas germanas para plantarse rápidamente en la frontera alemana. El documento concluía con las siguientes palabras: «Debo pedirle, mein Führer, que saque usted sin demora las conclusiones pertinentes de esta situación. Rommel, mariscal del Aire». Cuando hubo entregado este mensaje para que se procediera a su envío, Rommel hizo el siguiente comentario a Spiedel: «Le he dado a Hitler otra oportunidad. Si no saca las conclusiones pertinentes, tendremos que actuar».6
El 17 de julio, en el curso de su entrevista en el cuartel general de la Panzergruppe West, Rommel preguntó a Eberbach cómo veía la situación cuando estuvieron a solas. «Estamos viviendo el abrumador desastre de una guerra en dos frentes», contestó Eberbach. «Hemos perdido la guerra. Pero debemos luchar y causar en las filas de los aliados occidentales el mayor número de bajas posible para llevarlos a un alto el fuego, y luego evitar que el Ejército Rojo pueda seguir su avance y entrar en nuestra Alemania».
«Estoy de acuerdo», respondió Rommel, «¿pero puede llegar a imaginarse al enemigo entablando negociaciones con nosotros mientras Hitler siga siendo nuestro líder?». Eberbach tuvo que darle la razón. «Así pues, las cosas no pueden continuar como están», siguió diciendo Rommel. «Hitler debe irse». El frente oriental necesitaba desesperadamente a las divisiones acorazadas. En el oeste, estas unidades se retirarían a la Línea Sigfrid mientras se intentaba negociar.
«¿No daría eso lugar a una guerra civil, que aún es peor que todo lo demás?», preguntó Eberbach.7 Ese era el gran temor de la mayoría de los oficiales. Les traía recuerdos del mes de noviembre de 1918 y las sublevaciones revolucionarias que se desencadenaron en Berlín y en Munich y del motín de la flota en Wihelmshaven. Una hora más tarde Rommel sufrió una fractura de cráneo en el curso de un ataque de Spitfires cerca de Sainte-Foy-de-Montgommery. No tenía ni idea de que se había planeado llevar a cabo un asesinato tres días después.
Hitler había sufrido con anterioridad otros atentados, pero la mala suerte había frustrado esas acciones[45]. Todas las veces escapó de una muerte segura por haber cambiado sus movimientos en el último momento, como si poseyera un sexto sentido innato. Pero los conspiradores se enfrentaban a un problema mucho más fundamental del que parecían no ser conscientes: ¿Cuál sería la actitud de los aliados?
Los británicos no estaban en absoluto convencidos de que la destitución de Hitler fuera una ventaja. La manera que tenía el Führer de dirigir los asuntos militares desde poco antes de la batalla de Stalingrado había resultado desastrosa para la Wehrmacht. Seis semanas antes del Día D, el XXI Grupo de Ejército resumía la posición británica en los siguientes términos: «Cuanto más tiempo siga ahora Hitler en el poder, mejores serán las posibilidades que tengan los aliados».8 Sin embargo, en junio se produjo un pequeño giro. «Los jefes del Estado Mayor», se comunicó a Churchill, «coincidían plenamente en que, desde un punto de vista estrictamente militar, era casi una ventaja que Hitler siguiera dirigiendo la estrategia alemana, vistos los disparates que ha cometido, pero desde un punto de vista más general, cuanto antes desapareciera, mejor».9 El Ejecutivo de Operaciones Especiales (SOE por sus siglas en inglés) tomó esta declaración como la luz verde para comenzar a planear la Operación Foxley, su propio intento de asesinar a Hitler.10 La idea era tender una emboscada al Führer cerca del Berghof, pero nunca se empezó a trabajar seriamente en este proyecto. En cualquier caso, Hitler ya había abandonado Berchtesgaden para no regresar nunca, pero lo más importante es que Churchill cada vez estaba más convencido de que Alemania debía ser derrotada en el campo de batalla. El primer ministro británico creía que el Armisticio de noviembre de 1918, y la consiguiente imposibilidad de ocupar Alemania, había ofrecido a los nacionalistas y los nazis la oportunidad de crear el mito de la puñalada trapera. Se habían convencido a sí mismos de que el ejército alemán había sido traicionado en el país por los revolucionarios y los judíos.11
En 1943, Stalin había anulado sus propios planes de asesinar a Hitler, aunque por razones muy distintas. Después de la victoria en Stalingrado, la Unión Soviética no había sufrido ninguna derrota, y el dictador georgiano empezó a temer de pronto que si Hitler desaparecía, los aliados occidentales podrían tener la tentación de llegar a una paz con Alemania de manera independiente. No hay prueba alguna de que se llegara a considerar esa idea, pero hasta el final de la guerra, Stalin, que tendía a juzgar a los demás por la forma que él tenía de comportarse, estuvo obsesionado con la idea de una Wehrmacht rearmada por la industria americana con el fin de dar un giro al victorioso avance del Ejército Rojo. En realidad, Churchill y Roosevelt estaban totalmente comprometidos con el principio de forzar la rendición incondicional de Alemania.
Puede considerarse que Stauffenberg, Tresckow y la mayoría de sus camaradas fueron unos verdaderos ingenuos al pensar que los aliados occidentales estarían dispuestos a entablar negociaciones tras la muerte de Hitler. Sorprendentemente, su plan y su manera de organizarse parecen propios de aficionados, sobre todo si se tiene en cuenta que hablamos de individuos preparados para desempeñar funciones en el Estado Mayor. Varios de ellos habían sido admiradores de Hitler desde los comienzos, hasta que se vieron obligados a enfrentarse con la realidad criminal del régimen. Pero nadie puede arrojar la menor sombra de duda sobre su coraje y capacidad de sacrificio. Anhelaban, en cierto modo, conservar su imagen idealizada de Alemania, una versión más elevada, y menos nacionalista, de la época guillermina anterior a 1914. Y tal vez esperaran salvar fincas familiares de la destrucción soviética, aunque probablemente se dieran cuenta de que ya era demasiado tarde. Su razón dominante, sin embargo, se había transformado en fuerza moral. Sabían que este acto tendría muy poco apoyo popular, de modo que ellos y sus familias iban a ser tratados como traidores por todo el mundo, no sólo por la Gestapo. Las posibilidades de éxito eran escasas. Pero como diría Stauffenberg, «como los generales no han hecho nada hasta el momento, ahora tienen que intervenir los coroneles».12 Era su deber intentar salvar el honor de Alemania y el ejército alemán, a pesar de correr el riesgo de sentar los cimientos para la posteridad de otra leyenda de una puñalada trapera.
Durante los interrogatorios a los que fue sometido por los oficiales de los servicios de inteligencia aliados al finalizar la guerra, el general Walter Warlimont describió los acontecimientos que ocurrieron el 20 de julio en Prusia oriental. La reunión celebrada al mediodía para analizar la situación se celebró como siempre en el alargado barracón de madera. Hitler llegó a eso de las doce y media. El interior de esa dependencia estaba vacío, con la excepción de unas sillas y una voluminosa mesa de roble de seis metros de longitud que se extendía prácticamente a lo largo de toda la sala. Entre los asistentes figuraban el mariscal Keitel, el Generaloberst Jodl, el general Warlimont, el general Buhle, el Gruppenführer Fegelein y los ayudantes de Hitler: el general Schmundt, el almirante Von Puttkamer y el teniente coronel Von Below.
El general Heusinger, en representación del jefe del Estado Mayor del ejército, había comenzado a hablar cuando entró Stauffenberg.
Stauffenberg era el jefe del Estado Mayor del Ejército de Reemplazo, el Ersatzheer. Según Warlimont, llevaba «un maletín sorprendentemente voluminoso»13 que colocó debajo de la mesa de roble, no lejos de Hitler, que daba la espalda a la puerta. Absorbidos por los temas que se trataban en la reunión, ninguno de los presentes se dio cuenta de que Stauffenberg abandonó la sala al cabo de unos minutos[46].
A las 12:50 «se produjo de pronto una horrible explosión que llenó prácticamente la sala de polvo, humo y llamas, e hizo saltar todo por los aires». Cuando Warlimont recobró el sentido, vio cómo sacaban a Hitler «por la puerta, con la ayuda de varios asistentes». Curiosamente las bajas fueron muy pocas, pues la onda expansiva fue absorbida por las ventanas y los finos tabiques. Hitler se había salvado porque Stauffenberg no había podido montar la segunda bomba y gracias a la voluminosa mesa de roble que se interpuso entre él y la bomba cuando se produjo la explosión.
En un principio, las sospechas recayeron en los trabajadores de la Organización Todt, pero ya a primera hora de la tarde, un sargento al servicio del Estado Mayor comentó que el coronel Von Stauffenberg había llegado con un maletín y se le había visto marchar sin él. Había tomado un avión de vuelta a Berlín.
Stauffenberg, convencido de que nadie había sobrevivido a la explosión, se había dirigido inmediatamente al aeródromo en automóvil. Mientras tanto, un confuso mensaje de un conspirador que se encontraba en la Wolfsschanze dejó en un terrible estado de incertidumbre a los generales conspiradores que aguardaban en Berlín. Se habían congregado en el Bendlerblock, el cuartel general del Ejército de Reemplazo en la Bendlertrasse. Nadie sabía con seguridad si la bomba había estallado o no, si Hitler seguía vivo o había muerto. El Generaloberst Friedrich Fromm, comandante en jefe del Ejército de Reemplazo, se negó a poner en marcha el golpe que respondía a la palabra en clave «Valquiria» hasta estar seguro de que Hitler estuviera muerto. Si el Führer seguía vivo, el golpe de Estado no tenía prácticamente posibilidad alguna de coronarse con éxito.
Para empeorar las cosas, no hubo ningún coche que aguardara en el aeropuerto de Tempelhof para recoger a Stauffenberg, lo que retrasó una hora más su llegada al Bendlerblock. El ayudante de Stauffenberg telefoneó directamente desde el aeropuerto para comunicar que Hitler estaba muerto. Stauffenberg también insistió en la veracidad de la noticia cuando por fin llegó al edificio berlinés, pero Keitel había telefoneado a Fromm para preguntarle por el paradero de Stauffenberg. Keitel había hecho hincapié en las heridas leves sufridas por el Führer. En consecuencia, Fromm se negó a seguir adelante con el plan, pero otros oficiales que participaban en la conspiración, no. Enviaron mensajes a distintos cuarteles generales comunicando la muerte de Hitler.
El plan consistía en aprovechar un mecanismo existente, concebido específicamente para sofocar una revuelta en Berlín contra el régimen de Hitler. Las autoridades alemanas temían que estallara una sublevación porque había «más de un millón de trabajadores extranjeros en Berlín, y si comenzaba una revolución, toda esa gente podría convertirse en una grave amenaza».14 La palabra en clave para poner en marcha este plan contrarrevolucionario era «Gneisenau». Parece que alguno de los que se encontraban en Bendlerblock ya había hecho saltar la alarma, tal vez a causa de la llamada telefónica realizada desde el aeropuerto de Tempelhof para comunicar que Hitler estaba muerto. Pues a las 15:00 horas, el comandante Otto Remer, al frente del Regimiento de la Guardia Grossdeutschland, fue convocado con la palabra en clave «Gneisenau» a las oficinas de otro alto oficial participante en la conspiración, el Generaloberst Paul von Hase, comandante militar de Berlín.
Exactamente a esa misma hora, la conspiración se ponía en marcha en París. Al general Blumentritt, jefe del Estado Mayor de Kluge, le comunicó uno de sus propios oficiales que Hitler había muerto en el curso de una «motín de la Gestapo».15 Blumentritt telefoneó a La Roche-Guyon para hablar con Kluge, pero le dijeron que éste se encontraba visitando el frente en Normandía. El general de división Speidel le pidió a Blumentritt que viniera de inmediato, pues Kluge iba a estar de vuelta aquella misma noche. Blumentritt, sin embargo, no sabía que el general Von Stülpnagel, el comandante militar, estaba despachando órdenes para que se procediera a la detención de todos los oficiales de la Gestapo y la SS de París.
Hubo tantos altos oficiales involucrados en la conspiración, y tan poca organización y comunicación efectiva, que la incertidumbre sobre la suerte de Hitler no haría más que provocar retrasos y aumentar la situación de caos. Cuando Remer llegó al despacho de Hase, percibió que el ambiente era muy tenso. Le dijeron que el Führer había muerto en el curso de un incidente, que había estallado una revolución y que «los poderes ejecutivos han sido trasladados al ejército».16 Remer más tarde afirmaría haber formulado una serie de preguntas. ¿De qué había muerto el Führer? ¿Dónde había estallado la revolución, pues no había visto nada extraño en el recorrido que había realizado por la ciudad para llegar hasta aquel despacho? ¿Eran los revolucionarios trabajadores extranjeros? ¿Por qué el poder ejecutivo había pasado al ejército en lugar de la Wehrmacht? ¿Quién iba a suceder a Hitler, y quién había firmado las órdenes de pasar el control al ejército?
Como cabe suponer, los conspiradores no se habían preparado para dar respuesta a este tipo de preguntas. Contestaron con evasivas e inseguridad. Remer comenzó a sospechar, pero seguía confundido. Regresó a su cuartel general y mandó llamar a sus oficiales. Les ordenó que establecieran un cordón de vigilancia alrededor de los edificios del gobierno de la Wilhelmstrasse. Sus sospechas fueron en aumento cuando se enteró de que un general destituido por Hitler había sido visto en Berlín. Más tarde recibió del general Von Hase la orden de detener a Goebbels. Remer se negó, pues Goebbels había sido el gran patrocinador de la división Grossdeutschland. Mientras tanto, un oficial, el teniente Hans Hagen, que recelaba incluso más que Remer de todo lo que estaba ocurriendo, había ido a ver a Goebbels para averiguar la verdad. Entonces Hagen convenció a Remer de que Goebbels, en su calidad de Reichskommissar de Defensa de Berlín, era su inmediato superior. Aunque el general Von Hase le había prohibido concretamente que visitara a Goebbels, Remer fue al Ministerio de Propaganda. Seguía confuso por todas aquellas historias contradictorias, y no se fiaba ciegamente de Goebbels.
«¿Qué sabe de la situación?», preguntó Goebbels.17 Remer contó lo que a él le habían contado. Goebbels le dijo que aquello no era cierto y se puso en comunicación con la Wolfsschanze. Al cabo de un momento se vio hablando con el mismísimo Hitler. La voz del Führer era inconfundible.
«Ahora tenemos a los criminales y saboteadores del frente oriental», le dijo Hitler. «Sólo hay unos cuantos oficiales involucrados, pero vamos a arrancar esa mala hierba de raíz. A usted le ha tocado ocupar una posición histórica. Su responsabilidad consiste en utilizar la cabeza. Usted estará a mis órdenes hasta que llegue Himmler para asumir el mando del Ejército de Reemplazo. ¿Me ha entendido?».
El mariscal Hermann Göring llegó también al despacho y preguntó qué había dicho el Führer. Remer se lo contó. Göring dijo que tenían que llamar a la SS. Remer contestó que era un asunto del ejército y que ellos se encargarían de ese trabajo. Cuando Remer salió de allí vio que un destacamento de carros blindados, que los conspiradores habían hecho venir desde el centro de adiestramiento de tanques de Döberitz, había llegado al Berlinerplatz. Habló con su oficial y asumió el mando de la formación. Tras ordenar deshacer el cordón de Wilhelmstrasse, dirigió a sus tropas a la Bendlerstrasse. La conspiración ya estaba condenada al fracaso en Berlín.
En Francia, mientras tanto, Kluge había llegado a eso de las ocho de la tarde a La Roche-Guyon, donde inmediatamente había convocado una reunión. Blumentritt sospechaba que Kluge tenía algo que ver en la conspiración simplemente porque se habían recibido dos llamadas telefónicas anónimas desde el Reich que preguntaban por él. Una de ellas la había hecho el general Beck, que en el último momento no consiguió convencerlo de que se adhiriera a la causa. En una conversación en privado con Blumentritt, Kluge insistió en que no había tenido conocimiento de nada relacionado con aquel «ultraje». No obstante, reconoció que un año antes había sido contactado por los conspiradores, pero que «al final» se negó a unirse a ellos.
A las 21:10, los centros de interceptación de Ultra captaron un mensaje del mariscal Von Witzleben, que irónicamente llevaba la marca de prioridad máxima «Führer-Blitz». Comenzaba así: «El Führer ha muerto. He sido nombrado comandante en jefe de la Wehrmacht, y también…».18 Aquí se interrumpió la transmisión. Treinta minutos más tarde, Kluge recibió un mensaje del OKW en Prusia oriental. «Hoy al mediodía se ha cometido un despreciable intento de asesinato contra el Führer. El Führer está perfectamente sano y salvo».19 Kluge ordenó rápidamente a Stülpnagel que dejara en libertad a todos los oficiales de la Gestapo y la SS que habían sido detenidos en París.
La confirmación de que Hitler estaba vivo hizo que los cobardes salieran huyendo inmediatamente para esconderse, aunque más tarde no lograrían salvarse de la Gestapo. La noticia de que Himmler había sido nombrado comandante en jefe del Ejército de Reemplazo fue recibida con horror por los oficiales del ejército, que a veces solían llamarlo el Unterweltsmarschall, el «mariscal del infierno».20 Al mismo tiempo fue emitida una orden por la que el saludo convencional militar debía cambiarse ahora por el «saludo alemán» del partido nazi.
Sin saber que Kluge ya había ordenado a Stülpnagel que pusiera en libertad a sus prisioneros, Himmler mandó a la jefatura superior de la SS que telefoneara a Sepp Dietrich. Se le ordenó que se preparara para marchar sobre París con la 1.a División Acorazada de la SS Leibstandarte Adolf Hitler21 Al parecer, Himmler desconocía que esta unidad estaba enzarzada en una gran batalla y no podía por ningún concepto abandonar la cota de Bourgébus en un momento tan delicado. También desconocía que el «fiel discípulo» de Hitler, Sepp Dietrich, se había transformado, en palabras de Eberbach, en «prácticamente un revolucionario[47]». 22
Mientras tanto en Berlín reinaba el caos en el Bendlerblock. El Generaloberst Fromm, en un vano intento de quedar libre de toda sospecha, ordenó la detención y el juicio sumarísimo de cuatro de los oficiales involucrados en el atentado por un tribunal militar. Permitió al Generaloberst Beck que se quedara con su pistola, siempre y cuando la utilizara inmediatamente para pegarse un tiro. Tal vez porque le temblara la mano, Beck se disparó dos veces en la cabeza. La primera bala le rozó el cráneo, pero la segunda lo hirió gravemente. Fromm, exasperado, ordenó a un sargento —aunque algunas versiones dicen que fue a un oficial— que lo rematara.
Los cuatro oficiales, incluido Stauffenberg que intentó asumir toda la responsabilidad del atentado fallido, fueron ejecutados en el patio del Bendlerblock a la luz de los faros de un automóvil. Un destacamento de hombres de Remer, que acababa de llegar, fue el pelotón de fusilamiento. Cuando le llegó el turno, Stauffenberg, iluminado por los faros, gritó: «¡Larga vida a la sagrada Alemania!».23 Fromm, desesperado como siempre por salvar el pellejo, pronunció un grotesco discurso sobre sus cadáveres, cubriendo de elogios al Führer y acabando con un triple «Sieg Heil!».24
En Francia el mariscal Von Kluge ordenó la detención de Stülpnagel a las 01:25 horas de la mañana del 21 de julio. Aquella tarde, Stülpnagel fue introducido en el automóvil que iba a trasladarlo a Berlín para ser interrogado por la Gestapo. Debido a su rango, el escolta que lo acompañaba no le había retirado la pistola. Cuando el vehículo hizo un alto en el camino, presumiblemente para que sus ocupantes pudieran orinar, Stülpnagel intentó suicidarse, pero sólo consiguió que los ojos se salieran de la fosa orbitaria. Fue conducido a un hospital en Verdún, donde le colocaron unos vendajes para que pudiera seguir viaje hasta Berlín; en la capital alemana sería juzgado y ejecutado en la horca. A las 22:15 se emitió el siguiente comunicado: «El comandante militar de Francia, el general Von Stülpnagel, ha sufrido una emboscada y ha sido herido por los terroristas».25
La noticia del intento de asesinato «cayó como una bomba», en palabras del teniente general Bodo Zimmermann, uno de los altos oficiales del Estado Mayor de Kluge.26 «Como ocurre con cualquier acontecimiento repentino e inesperado, al principio se produjo una cierta parálisis». Para la mayoría de los oficiales la «cuestión candente» era la siguiente: «¿Qué dicen y hacen los hombres en el frente? ¿Seguirán resistiendo?». Cuando se tuvo conocimiento del atentado en una Kampfgruppe de la 21.a División Acorazada cerca de Troarn, los rumores «corrieron como la pólvora por toda la columna».27 No obstante, «en el frente se siguió combatiendo como si nada hubiera ocurrido».28 La «gran tensión emocional de la batalla» hizo que la noticia sólo afectara al soldado medio, «en el límite de su conciencia… el soldado de combate estaba en otro mundo». El general Eberbach, por otro lado, diría más tarde que quedó «muy sorprendido» por «la indignación y la rabia» que el intento de golpe de Estado había provocado «no sólo entre las divisiones de la SS, sino también entre algunas divisiones de infantería».29 La mayoría de los oficiales no podían creer que los conspiradores hubieran sido capaces de romper su juramento de lealtad al Führer.
Eberhard Beck, que formaba parte de la 277.a División de Infantería, recordaría qué ocurrió cuando la noticia llegó a su batería de artillería. «Nuestro encargado de comunicaciones oyó por la radio que se había producido un atentado contra Adolf Hitler. Su muerte habría supuesto para nosotros un verdadero punto de inflexión, pues teníamos muchas esperanzas de que esta guerra absurda llegara a su fin». El jefe de su batería, el Oberleutnant barón Von Stenglin, se acercó y nos dijo que el atentado había fracasado. Hitler estaba vivo.
Se había dado la orden de que, a partir de aquel momento, todos los soldados debían adoptar el «saludo alemán» (el saludo nazi), en vez del militar. Stenglin indicó claramente cuáles eran sus simpatías cuando «saludó tocándose la visera con la mano, al modo militar». Beck contaría que todos sus compañeros estaban decepcionados por el fracaso del atentado. Al cabo de unos días, la aviación aliada sobrevoló las líneas alemanas para lanzar panfletos de propaganda. En estos opúsculos se daban detalles de la conspiración y el atentado con bomba, así como del nuevo decreto Sippenhaft de los nazis, en virtud del cual se ordenaba que se tomaran las medidas pertinentes de represalia contra las familias de los involucrados.30
La reacción de Stenglin y de Beck no fue en absoluto la general. La mayoría de los oficiales jóvenes se sintieron conmocionados y confundidos, pero prefirieron no seguir hablando del asunto. Por otro lado, los oficiales del Estado Mayor, como Zimmermann, se vieron abrumados por una «sensación de presión moral y preocupación». La noticia de que Stauffenberg había colocado la bomba y luego se había ido de allí dejó curiosamente muy perplejos a algunos de ellos. Un asesinato con pistola, durante el cual el homicida había sido abatido, les parecía mucho más acorde con el honor del cuerpo del oficial alemán. Sin embargo, lo que más les deprimía era que el atentado fallido ponía en manos de los fanáticos todo el poder y eliminaba cualquier posibilidad de alcanzar una paz de compromiso[48]. «Los más clarividentes», escribió Zimmermann, «pensaban que aquello era el principio del fin, una señal terrible. Los incondicionales pensaban lo siguiente: es bueno que los reaccionarios traidores hayan sido desenmascarados y que ahora podamos deshacernos de ellos».
En Londres se comenzó a abrigar la esperanza de que el atentado fallido «pudiera convertirse en la piedra proverbial que desencadena la avalancha».31 Pero el convencimiento de Hitler de que la providencia lo había salvado no hizo más que reafirmarlo en su idea de que era un verdadero genio militar, para desesperación de sus generales. Sin embargo, tenía razón en una cosa. Consideraba que una tregua con los británicos y los americanos, tal vez convenciéndolos incluso de unirse a una guerra contra la Unión Soviética, no era más que «una idiotez». Los conspiradores, decía, eran «increíblemente ingenuos», y su intento de asesinarlo «como una historieta del salvaje oeste».32
En los círculos nazis no pararon de florecer teorías de la conspiración durante los meses siguientes, una vez que comenzó a conocerse al nutrido número de oficiales participantes en la conjura y a sus simpatizantes. En total se detuvo a unas cinco mil personas. Esas teorías iban más allá de la idea de que Speidel había hecho deliberadamente un mal uso de las divisiones acorazadas el 6 de junio. Cuando por fin se dio cuenta de que la Operación Fortitude y la amenaza de un segundo desembarco en el paso de Calais no habían sido más que una trampa con excelentes resultados, la SS quedó convencida de que se había cometido una traición en el seno del Fremde Heere West, el departamento del servicio de inteligencia militar que se ocupaba de los aliados occidentales. Exigió respuestas a su pregunta: ¿cómo era posible que el servicio de inteligencia militar se hubiera tragado una mentira sobre todo un grupo de ejército que no había existido nunca? Los oficiales del Estado Mayor fueron sospechosos de haber inflado deliberadamente las fuerzas de los aliados, se les acusó de «falsificar la verdadera situación del enemigo».33
Durante el mes siguiente, la tensión existente entre la Waffen-SS y el Ejército alemán se haría cada vez más fuerte en los campos de batalla de Normandía. Como las raciones de comida se redujeron drásticamente debido a los ataques aéreos de los aliados contra los medios de transporte de aprovisionamiento, los grupos de forrajeadores de la SS se dedicaron al pillaje sin el menor escrúpulo, y amenazaron a los soldados del ejército que intentaran imitarlos.
La única cosa en la que el ejército y la Waffen-SS parecían coincidir en Normandía era su continua exasperación con la Luftwaffe. El general Bülowius, comandante en jefe del II Cuerpo Aéreo, consideraba sus comentarios totalmente injustos. Los aliados, debido a su supremacía aérea, interceptaban a sus aviones en cuanto éstos despegaban, y los bombarderos se veían obligados a soltar sus cargas mucho antes de alcanzar el objetivo previsto. Tenía que aguantar «los informes diarios del ejército, que llegaban incluso al cuartel general del Führer, en los que se decía que la Luftwaffe y la aviación brillaban por su ausencia». En consecuencia, era constantemente objeto de «muchos reproches y desagradables acusaciones» por parte de las altas esferas.34
Las tripulaciones de la Luftwaffe en Normandía estaban formadas por un puñado de ases de la aviación que habían conseguido sobrevivir, y una inmensa mayoría, que no era más que carne de cañón acabada de salir de la escuela de vuelo. El comandante Hans-Ekkehard Bob, jefe de un grupo de cazas con cincuenta y nueve victorias a sus espaldas, solía encontrarse en situaciones sumamente comprometidas, como, por ejemplo, la de ser perseguido por ocho o diez Mustang a la vez. Lograba sobrevivir utilizando sólo su destreza en el vuelo, haciendo malabarismos con su aparato, como, por ejemplo, virar y descender hasta casi rozar el suelo alrededor de bosquecillos y campanarios de iglesia. Sostiene que le fue de gran ayuda la intensa rivalidad existente entre los pilotos americanos, que intentaban desesperadamente abatirlo cortándose unos a otros el paso.
Como todos los aeródromos conocidos eran regularmente bombardeados y atacados por las fuerzas aéreas aliadas, los escuadrones de cazas se desplegaban hacia los bosques cercanos a un tramo recto de carretera, que podían utilizar como pista de despegue. Después de aterrizar tenían que desviarse hacia los árboles, donde los equipos de tierra aguardaban para cubrir los aviones con redes de camuflaje. Para este tipo de misiones, el Focke-Wulf 190, con su amplio tren de aterrizaje y su sólida estructura, resultaba mucho más idóneo que el Messerschmitt 109.
Como habían advertido Rommel y Kluge, las fuerzas alemanas de Normandía estaban a punto de llegar al límite de sus posibilidades. Sólo habían recibido un reducido número de hombres para reemplazar a sus bajas. «Unidades de urgencia», compuestas por administrativos y otros hombres catalogados en tono despectivo como «medio soldados», llegaron al frente para cubrir algunos de los huecos de las divisiones. Los alemanes no sólo perdían hombres por culpa de las acciones del enemigo. La escasez de raciones de comida debida a los ataques aéreos aliados dio lugar a deserciones, no sólo de polacos, Ostruppen, alsacianos y Volksdeutsche, sino también de alemanes nacidos en el territorio del Reich[49].
Algunos de esos desertores eran soldados que no creían en el régimen nazi o que simplemente detestaban la guerra. Un médico británico receló de la ayuda entusiasta de un joven recluta alemán que se había rendido. Al percibir esa desconfianza, el muchacho sacó una fotografía de su prometida y, mostrándosela, exclamó: «¡No, no! ¡No intento hacerle ninguna jugarreta! ¡Quiero vivir para volver a verla!».35
El teniente general von Lüttwitz, comandante en jefe de la 2.a División Acorazada, quedó estupefacto cuando tres de sus soldados austríacos desertaron, pasándose al enemigo. Advirtió a sus hombres que los nombres de todos los desertores serían publicados en su pueblo o ciudad natal para que se tomaran las medidas pertinentes contra sus familias. «Si alguien traiciona a su propio pueblo», anunció, «entonces su familia tampoco pertenece a la comunidad de la nación alemana».36 Lüttwitz podía haber apoyado la idea de enfrentarse a Hitler, pero no por ello dejaba de estar dispuesto a adoptar medidas propias de todo un nazi.
El trato dispensado a los soldados de la SS era incluso peor. En virtud de un decreto del Führer, los soldados de la SS podían ser acusados de alta traición si eran hechos prisioneros sin haber resultado heridos. Esta norma les había sido inculcada una y otra vez justo antes de la invasión. Por lo tanto, no es de sorprender que los británicos y los canadienses capturaran tan pocos hombres de la SS vivos[50]. Pero quizá la historia más espantosa relacionada con la disciplina de la SS sea la de un recluta alsaciano de la 1.a División Acorazada de la SS Leibstandarte Adolf Hitler. Un paisano suyo de la 11.a Compañía del 1.er Regimiento de la División de la SS Leibstandarte, que también había sido reclutado a la fuerza, desertó e intentó escapar escondido en una columna de refugiados franceses. Fue reconocido y detenido por miembros de su regimiento. El comandante en jefe de la compañía ordenó entonces a sus hombres que lo mataran a palos. Con todos los huesos hechos añicos, su cadáver fue arrojado luego a un hoyo que había abierto una bomba al estallar. El capitán señaló que aquello era una demostración de «Kameradenerziehung»,37 esto es, «enseñanza de la camaradería[51]».