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Caen y el monte Calvario

Durante la Operación Epsom, y después de ella, Montgomery siguió su política de informar lo menos posible a Eisenhower. «Ike parece mucho menos exultante estos días», escribió el asistente de Eisenhower en su diario.1 La «lentitud del ataque de Monty» era una de sus principales preocupaciones, y había hablado de ello con Churchill cuando la batalla estaba en su momento de mayor intensidad.

El segundo de Eisenhower, el mariscal del Aire Tedder, y el mariscal del Aire Coningham hablaron incluso de la posibilidad de relevar a Montgomery. Coningham, que estaba al mando de las Fuerzas Tácticas Aéreas de apoyo del XXI Grupo de Ejército, aborrecía a Montgomery desde la campaña del norte de África. Nunca había podido perdonar su obsesión por colgarse todas las medallas. Ahora estaba furioso por la pretensión de Montgomery de que su estrategia se desarrollaba de acuerdo con lo previsto, cuando era evidente que había fracasado al no conseguir tomar los terrenos que las fuerzas aéreas necesitaban para construir los aeródromos.

Los altos oficiales americanos comenzaban a mostrar su desdén por lo que ellos consideraban una cautela imperdonable en el frente británico. A 30 de junio el 2.° Ejército británico había sufrido 24 698 bajas desde que comenzara la invasión, mientras que los americanos habían perdido 34 034 hombres, casi un 50 por 100 más. (Las pérdidas alemanas durante ese mismo período fueron de 80 783 hombres). El número de bajas que se produjeron durante el propio Día D había sido muy inferior al esperado, pero a partir de ese momento la situación había degenerado rápidamente. Las bajas de la infantería británica superaban en un 80 por 100 la cifra calculada de antemano, y cada vez había menos reemplazos que devolvieran a las unidades su fuerza original.2

Además de detestar instintivamente cualquier pérdida importante a raíz de su experiencia en la primera guerra mundial, Montgomery creía tener una razón de mucho más peso para mantener una actitud de cautela en sus ofensivas. Pero no hablaba con Eisenhower de la falta de hombres. Los británicos temían perder prestigio y poder. A Churchill le preocupaba que el reconocimiento de la debilidad británica redujera su influencia sobre Roosevelt cuando llegara el momento de decidir el futuro de la Europa de posguerra. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo antes de que el XXI Grupo de Ejército de Montgomery se viera obligado a disolver la 59.a División con el fin de reforzar otras formaciones. Y en noviembre, para mayor consternación de Churchill, la 50.a División también tendría que ser desmantelada.

La reticencia de Montgomery a sufrir bajas en Normandía ha sido durante mucho tiempo objeto de numerosas críticas. Pero probablemente los errores sean más institucionales que personales. La desalentadora actuación de sus tres divisiones veteranas, la 7.a Acorazada, la 50.a Northumbrian y la 51.a Highland, puso de manifiesto el cansancio de la guerra que sufría buena parte del ejército británico. La aversión al riesgo se había convertido en un sentimiento generalizado, y raras veces se aprovechaban las oportunidades. Los repetidos fracasos en los intentos de romper el frente alemán alrededor de Caen fueron inevitablemente en detrimento de una actitud más agresiva. Cada vez más, el 2.° Ejército en Normandía prefirió confiar en el excelente apoyo de la artillería británica y en el poder aéreo aliado. La idea de que los proyectiles más explosivos salvaban vidas británicas se convirtió casi en una adicción. Pero ni que decir tiene que no salvaron vidas francesas, como demostraría de forma harto elocuente la siguiente ofensiva lanzada por Montgomery.

La batalla por la conquista de Caen comenzó el 4 de julio con la puesta en marcha de la Operación Windsor, consistente en un ataque preliminar de la 8.a Brigada de Infantería canadiense con el objetivo de tomar la localidad de Carpiquet y su aeródromo, al oeste de la ciudad. Carpiquet estaba defendida por un pequeño destacamento del enemigo más odiado por los aliados, la 12.a División Acorazada de la SS Hitlerjugend. Esta batalla, con el Regimiento de la Chaudiére, los Queen’s Own Rifles canadienses, el North Shore y los Winnipeg Rifles sedientos de venganza, sería una de las más encarnizadas de toda la campaña de Normandía.

El pueblo y el aeródromo estaban vigilados por apenas doscientos hombres del 26.° Regimiento de Granaderos Acorazados de la SS y cinco tanques Mark IV, que habían sido trasladados hasta allí de noche y que permanecían ocultos en los maltrechos hangares situados en el extremo sur de la pista aérea. Pero el arma más potente de los alemanes era una batería de cañones de 88 mm, que cubría el sector oriental del aeródromo. También había un batallón de artillería y varias baterías Nebelwerfer de la 7.a Brigada de Morteros.

Los canadienses atacaron a las 05:00 horas, apoyados por la artillería pesada del buque de guerra británico Rodney y el monitor, también británico, Roberts desde una distancia de 24 kilómetros. El pueblo fue bombardeado hasta quedar reducido a escombros. Muchos de los cincuenta y tantos SS-Panzergrenadier quedaron enterrados vivos. Cubiertos de polvo, algunos lograron salir del montón de escombros y de vigas que se les había venido encima. Prepararon rápidamente sus armas y empezaron a abrir fuego cuando el Regimiento de la Chaudiére inició el asalto. Pese a su inferioridad numérica, causaron numerosas bajas en las filas de los atacantes, pero a las dos de la tarde los restos de aquel pueblo estaban en manos de los canadienses. Los pocos prisioneros que se hicieron recibieron un trato brutal una vez concluidos los duros combates.

La artillería canadiense y los barcos de guerra también se habían dedicado a bombardear el propio aeródromo. El observador de artillería de la SS perdió la vida cuando fue agujereado por «un fragmento de veinticinco centímetros de longitud de un proyectil de artillería naval, que le quedó clavado en la espalda».3 Los Queen’s Own Rifies, apoyados por los Sherman del regimiento de blindados Fort Garry Horse, atacaron por el extremo oriental del aeródromo, pero los cañones de 88 mm alemanes, perfectamente colocados, forzaron la retirada de los tanques canadienses. Los soldados de infantería que consiguieron llegar hasta los hangares y el cuartel alemán tuvieron que pelear muy duro, pues los fanáticos y jóvenes Panzergrenadiere se habían instalado en bunkeres y túneles. En muchos casos, los soldados de infantería canadienses pasaban por posiciones alemanas ocultas sin advertirlas, tras lo cual eran abatidos por la espalda.

Los Winnipeg Rifles avanzaron por el extremo sur del aeródromo con el respaldo de otro escuadrón y de algunos tanques lanzallamas Crocodile de la 79.a División Acorazada. También se vieron sometidos a un fuego intenso. Las moaning minnies («minnies chillonas») de los Nebelwerfer y el batallón de artillería de la SS convirtieron el aeródromo en un escenario de muerte. Los Winnipeg Rifles y sus blindados se vieron obligados a retirarse y a buscar refugio en un bosquecillo fuera del perímetro del campo de aviación. Lo intentaron de nuevo por la tarde, pero para entonces la 12.a de la SS había trasladado más tanques hasta allí. Los alemanes habían interceptado las transmisiones por radio de los canadienses y sabían perfectamente cuál iba a ser su siguiente paso.

Aquella noche, tras un ataque infructuoso por parte de los cazabombarderos aliados, el I Cuerpo Acorazado de la SS envió al 1.er Regimiento SS-Panzergrenadiere de la Leibstandarte Adolf Hitler a reconquistar la localidad de Carpiquet.4 Los hombres de la 12.a División de la SS que habían sobrevivido en el aeródromo recibieron la orden de retirarse con sus heridos. Pero el ataque del 1.er Regimiento de Granaderos Acorazados fue contestado inicialmente por los disparos de su propia artillería, y luego por un bombardeo masivo por parte de los cañones canadienses y los barcos de guerra aliados. Según una fuente de su propio país, al anochecer los canadienses de origen francés del Regimiento de la Chaudiére perdieron los estribos y salieron a la caza de nazis, y degollaron a todos los que encontraron, «vivos, heridos y muertos». Los oficiales, pistola en mano, consiguieron al final controlar la situación. Uno de ellos escribió: «En el día de hoy ni un bando ni el otro ha hecho prisioneros».5

Los canadienses nunca lograron conquistar Carpiquet con el plan de la Operación Windsor. Responsabilizarían de su fracaso a la 43.a División británica por haber perdido la localidad de Verson, situada al sur del aeródromo, cuando fue atacada por parte de la 1.a División Acorazada de la SS Leibstandarte Adolf Hitler.6 Verson no volvería a estar en manos de los aliados hasta cuatro días más tarde, cuando se lanzó el gran ataque contra Caen.

Montgomery, perfectamente consciente de la exasperación que iba acumulándose en su contra en Whitehall, en el SHAEF y en el cuartel general del I Ejército de los Estados Unidos a las órdenes de Bradley, se dio cuenta de que no podía retrasar más el asalto a Caen.7 Tendría que lanzar un ataque frontal contra la ciudad. La ofensiva recibiría el nombre de Operación Charnwood. El 6 de julio, para reducir al máximo las bajas en el lado británico, decidió solicitar un bombardeo masivo por parte de la RAF con la finalidad de abrirles el paso, una posibilidad ya expuesta por Leigh-Mallory tres semanas antes. El 25 de junio Eisenhower ya le había dicho en una nota escrita lo siguiente: «Por favor, no dude en solicitar toda la ayuda aérea que pueda serle de utilidad. Cuando hay una oportunidad legítima, es nuestra obligación acosar al enemigo con todo nuestro potencial».8 Aquel mismo día también redactó una nota para Tedder pidiéndole que comprobara que estaba ofreciéndose apoyo aéreo «en toda su capacidad».9

El 7 de julio el propio Eisenhower acudió a una reunión en Bentley Priory convocada por Leigh-Mallory para valorar el plan. Por primera vez, ni el mariscal del Aire Harris, jefe del Comando de Bombarderos, puso objeciones. Se acordó que 467 aviones Lancaster y Halifax atacarían esa tarde el sector norte de Caen con bombas de explosión retardada. Los que se mostraron más escépticos, aunque ninguno de ellos estuvo presente en la reunión, fueron el segundo de Eisenhower, el mariscal del Aire Tedder, y el gran enemigo de Montgomery, el mariscal del Aire Coningham. Temían que el 2.° Ejército solicitara la ayuda de los bombarderos cada vez que quisiera lanzar una ofensiva, pero la adhesión de Eisenhower al plan los obligó a acatar lo acordado y guardar silencio.

Cuando a las 20:30 horas de aquella tarde las grandes formaciones de aviones Lancaster y Halifax aparecieron unidas en el cielo de Francia, los soldados de la infantería británica y canadiense salieron de sus trincheras de un salto y comenzaron a lanzar vítores. Las dotaciones de los tanques se subieron a las torretas de sus vehículos blindados para ver mejor aquel espectáculo. «Había nubes altas, y el sol parecía teñir de rojo [los Lancaster] por todo el cielo», escribió un oficial de artillería en su diario. «Una increíble barrera de fuego antiaéreo» se erigió desde las posiciones de las baterías alemanas. Los artilleros británicos y canadienses empezaron inmediatamente a abrir fuego contra ellas para ayudar a la RAF.10

«Pudimos apreciar cuándo los Lancaster soltaban sus bombas porque, de repente, se elevaban varios pies», cuenta un oficial médico. «Cada vez cruzaban la cortina de fuego antiaéreo más bombarderos», escribió el mismo oficial de artillería. «Una nube de humo empezó a levantarse encima del objetivo; era de un color blanco grisáceo sucio, y se deshacía en el noreste. «De vez en cuando, aunque no con mucha frecuencia, uno de nuestros aviones caía derribado. Por el norte, un Lancaster se precipitó en espiral, estrellándose por lo visto en el mar. Se abrieron varios paracaídas que fueron descendiendo poco a poco». Luego llegó otra oleada de bombarderos. «Las nubes del cielo de Caen se extendían al este y el sureste del horizonte. Entonces unos enfurecidos destellos empezaron a extenderse por esa misma zona mientras iba oscureciendo. ¡Qué podía animar más a nuestros muchachos!».11

Un oficial de la División Acorazada de la Guardia describió el bombardeo de Caen como «un espectáculo magnífico».12 La mayoría de los soldados que contemplaban ese espectáculo pensaban que la población civil había sido evacuada. «Me senté a fumar un cigarrillo junto a un río sin dejar de mirar las dos mil trescientas toneladas de bombas que caían sobre Caen a unos diez o doce kilómetros de distancia», escribió en una carta un comandante del batallón paracaidista canadiense que se encontraba al este del Orne. «¡Qué panorama tan fantástico! ¡Pobres malditos alemanes!».13

Aunque la mayoría de los hombres lanzaban vítores ante el espectáculo, a unos cuantos les asaltaron las dudas. «Lo malo», escribió un capitán de los Coldstream Guards, «era que, como soldado de infantería, uno pensaba: "¿Por qué diablos están arrasándola? De ese modo se facilita su defensa"».14 «Lo que veíamos era aterrador», contaba un miembro del Regimiento Somerset de Infantería Ligera. «La explosión de las bombas al impactar en la desolada ciudad levantaba lenguas de fuego amarillo, y el humo subía mezclándose con el polvo de los edificios devastados para formar una nube negruzca que se extendía rápidamente por el cielo del atardecer». Mientras duraron las incursiones aéreas, pudieron sentir a unos diez kilómetros de distancia «la tierra temblar bajo sus pies como gelatina».15

Si la tierra tembló a unos diez kilómetros de distancia, no es difícil imaginar la magnitud del bombardeo y sus efectos en la ciudad. Tiempo después se preguntó a un anciano cómo se habían vivido aquellas horas del 7 de julio. Tras pensarlo durante un rato, respondió lo siguiente: «Imagínese a una rata cosida en el interior de un balón de fútbol, un día [en el que se disputa] un partido internacional…».16

A las quince mil personas que se quedaron en Caen a pesar de las órdenes de evacuación de los alemanes se les puede perdonar haber creído que los bombarderos tenían como blanco el centro de la ciudad en vez de la zona periférica del norte. Al parecer, muchos pensaron que el antiguo castillo era el verdadero objetivo. Muchas ventanas ya sin cristales saltaron literalmente por los aires debido a los impactos de las bombas. Los que habían corrido a refugiarse al convento de Notre Dame de Bon Secours quedaron cegados por el polvo y pudieron sentir la acrimonia del humo en sus gargantas. «Tuvimos la impresión de que estaban zarandeándonos en un barco a punto de zozobrar y de hundirse en medio de una gran tormenta». La única vela que quedaba encendida se apagó por culpa de una onda expansiva. Con voz calmada, la madre superiora iba bendiciéndolos a todos «con una reliquia de la Veracruz».17

Cada vez que se derrumbaba uno de los edificios de las inmediaciones, los enfermos que yacían en las camillas reaccionaban al estruendo y a los temblores abriendo los ojos de par en par. Las monjas les daban de beber agua con una mano mientras que con la otra iban pasando las cuentas de sus rosarios, rezando cada vez más deprisa. El ama del párroco de St. Jean-Eudes le pedía entre sollozos que la confesara rápidamente mientras se la llevaban en camilla. «Padre, vaya al jardín. He enterrado allí una camisa y una docena de pañuelos para usted. De no haberlo hecho, seguro que los habría regalado».18

Cuando acabó el bombardeo, unos jóvenes voluntarios de defensa civil llegaron al convento e instaron a todo el mundo a abandonar de inmediato aquel lugar. Salieron por la única puerta que podía abrirse. La madre superiora encabezaba la comitiva por las Fossées Saint-Julien portando el ciborio sagrado, «una grandiosa procesión en un marco inolvidable bajo un magnífico cielo estrellado, en medio de incendios que despedían rojos destellos, de chispas que caían por todas partes y de bombas retardadas que seguían estallando».19 Guiados por un miembro de la Defensa Pasiva, tuvieron que saltar árboles enormes que habían sido derribados por las explosiones para llegar al Bon Sauveur. Un joven regresó al convento para protegerlo de posibles saqueadores, y escondió la gran imagen de plata de Nuestra Señora de La Délivrande.

Aquella tarde en Caen quedó prácticamente destruida la Universidad de la rue Pasteur. Algunas personas que, refugiándose en sótanos viejos, pensaron estar a salvo, fueron enterradas vivas: perdieron la vida más de treinta en la rue de Geóle, y otras cincuenta en un refugio de la rue de Vaugueux. Los oficiales británicos se horrorizaron al enterarse por su equipo de asuntos civiles que habían perecido seis mil personas, pero esta cifra habría representado casi la mitad de la población que se quedó en la ciudad.20 Otra cifra que se barajó por aquel entonces fue la de dos mil muertos. En realidad fueron casi trescientos cincuenta individuos los que perecieron,21 lo que sigue siendo una pérdida terrible considerando que más de tres cuartas partes de la población habían abandonado la ciudad y que la mayoría de los que se quedaron buscaron refugio en sótanos profundos.22

Los habitantes de Caen habían temido lo peor, tras oír hablar a los oficiales alemanes de que su ciudad iba a convertirse en una especie de «Stalingrado francesa». Pero sus ánimos se levantaron al ver claros indicios de que la Wehrmacht estaba preparando la retirada. El 26 de junio las tropas de la retaguardia comenzaron a abandonar la zona. La Gestapo se presentó de nuevo para destruir pruebas de la matanza perpetrada con los prisioneros de la Resistencia. Y el 6 de julio los ingenieros alemanes empezaron a demoler las instalaciones portuarias de Caen situadas a lo largo del canal de navegación. Ese mismo día la Feldkommandantur dio de nuevo la orden de evacuación a la población que seguía en la ciudad, pero una vez más apenas se hizo caso. En Caen sólo se dejó una pequeña formación de granaderos acorazados de la Hitlerjugend.

Los bombardeos fueron un desastre por partida doble. No consiguieron destruir las posiciones alemanas del norte de Caen, pero dejaron la ciudad desolada. El temor de la RAF a bombardear a los soldados británicos que aguardaban para seguir el avance hizo que se desviara al sur la línea de bombardeo, hacia el centro de la ciudad, salvándose así las posiciones alemanas. El error fue similar al cometido por los americanos en Omaha, cuando no atinaron en bombardear las defensas de la playa. Salvo Montgomery, pocos creyeron que los bombardeos habían sido realmente efectivos desde el punto de vista militar. Las únicas tropas que por lo visto sufrieron sus consecuencias pertenecían a un destacamento de la 16.a División de Campo de la Luftwaffe que había relevado a la 21.a División Acorazada cerca de Lebisey, así como dos tanques y una sección de morteros de la Hitlerjugend que se encontraban en los pueblos situados al norte de Caen. Pero lo peor de todo es que, como ocurrió en Stalingrado tras el bombardeo alemán, el ataque dejó la ciudad convertida en un amasijo de escombros y cascotes que impediría el avance de los vehículos aliados y ofrecería a los alemanes un terreno ideal para desarrollar su defensa.23 24 El general Eberbach describió la ciudad como «un montón de ruinas difícil de atravesar».25

Según se dijo, se decidió llevar a cabo el bombardeo a última hora de la tarde del día anterior a la ofensiva en previsión de condiciones climatológicas adversas al día siguiente. Pero los partes meteorológicos correspondientes al 8 de julio no respaldan esta explicación. E incluso teniendo en cuenta la posible efectividad de las bombas retardadas, lo cierto es que a los defensores alemanes se les dio todo el tiempo que necesitaban para reorganizarse. Las pérdidas que sufrieron las unidades británicas y canadienses que avanzaban hacia la ciudad fueron muy superiores a las esperadas, a pesar del fuego de la artillería pesada. La imagen de desolación en la que quedó convertido el bosque de Lebisey traía a la memoria la primera guerra mundial.

La Hitlerjugend salió de sus escondites subterráneos y sus bunkeres armada con lanzagranadas Panzerfaust para cargar contra los Sherman y los Crocodile a corta distancia. Los fusileros treparon a los árboles y se ataron a sus ramas. Al parecer, su principal objetivo eran los comandantes de los carros blindados que disparaban contra la infantería. La puntería de los granaderos acorazados de la SS era a todas luces mejor que la de los soldados de las divisiones de infantería alemanas ordinarias. Sólo ese día, el East Riding Yeomanry perdió a cinco de los comandantes de sus tanques y a un jefe de escuadrón por culpa de los francotiradores enemigos.

Los camilleros que trasladaban a los heridos a la retaguardia quedaron exhaustos. «Había todo tipo de casos», contaba un miembro de la 223.a Unidad Sanitaria de Campaña integrada en la 3.a División de Infantería británica. «Había piernas sin pies, rodillas sin rótula, hombros sin brazos. Recuerdo a un sargento mayor que llegó con media cabeza hecha trizas, pero seguía consciente, y el oficial médico me dijo: "Dale dos gramos de morfina, enseguida acabará con él". Pero no fue así. Y heridas en el pecho, horribles heridas en el pecho. Sólo aquel día atendimos a 466 heridos británicos y a 40 alemanes».26

En el puesto de socorro avanzado de la 210.a Unidad Sanitaria de Campaña, los médicos y el personal de enfermería también tuvieron que atender a un sinfín de hombres con distintos tipos de heridas. Entre ellos a «un grupo de muchachos aterrorizados y completamente desorientados; estaban conmocionados por la batalla, eran presa de la ansiedad y no paraban de dar alaridos en una esquina». «Varios soldados heridos de la SS fueron conducidos hasta allí; eran un puñado de tipos duros y sucios. Algunos habían actuado como francotiradores, encaramados a un árbol durante días. Un joven nazi tenía la mandíbula rota y estaba al borde de la muerte, pero antes de fallecer levantó la cabeza y musitó: "Heil Hitler!"».27

En los puestos de socorro de campaña los que estaban condenados a morir eran trasladados a otra tienda donde se les atiborraba de morfina. El personal sanitario comenzaba a preocuparse por la escasez de sangre para transfusiones. Los médicos se sentían horrorizados cuando comprobaban el absoluto desconocimiento que tenían los soldados de cómo debía moverse a los heridos. En muchas ocasiones era mejor que los que presentaban fracturas graves aguardaran allí donde estuviesen hasta la llegada de camilleros preparados y capaces de levantarlos sin causarles mayores daños. «Parecía que se hubieran olvidado todas las lecciones de la primera guerra mundial», escribió el mismo médico de la 210.a Unidad Sanitaria de Campaña. Al igual que sus exhaustos colegas, temía que sus opiniones sufrieran las consecuencias de la falta de sueño.

La «orden del Führer» de que Caen debía resistir a toda costa fue seguida a rajatabla a lo largo de toda la jornada del 8 de julio. Sólo al caer la noche el general Eberbach, ante la insistencia de Kurt Meyer, accedió por fin a que las maltrechas fuerzas de lo que quedaba de la Hitlerjugend se replegaran al sur de Caen, al otro lado del Orne. Pensó que aquella retirada podía justificarse ante el OKW porque se habían quedado prácticamente sin municiones y resultaba imposible llevar a cabo cualquier tipo de contraofensiva.

El 9 de julio la ciudad seguía cubierta por una capa de humo y de polvo. André Heintz fue despertado a las 05:30 por un compañero de la Resistencia. «¡Los alemanes se van!», le dijo. Vieron cómo los convoyes abandonaban la ciudad, pero los cañones británicos no abrieron fuego. Su jefe, el commandant Gilles, distribuyó las últimas metralletas Sten entre sus hombres y los envió en parejas hacia el norte para que fueran al encuentro de las fuerzas aliadas y les hicieran de guía. Heintz se puso su brazalete con la bandera tricolor de Francia y la Cruz de Lorena. De pronto, al ver a un soldado alemán cerca de lo que había sido la piscina universitaria, se lo quitó de inmediato. Pero el alemán estaba muerto; había quedado clavado en la misma posición en la que lo había alcanzado la onda expansiva de una bomba. Los primeros soldados que encontró reconocieron su brazalete y levantaron el pulgar en señal de aprobación.28

Fue tal la destrucción que ni siquiera con la ayuda de los mapas podían los británicos y los canadienses averiguar dónde estaban. La mayoría de las rutas eran intransitables, y había francotiradores aislados que permanecían ocultos. Una columna de vehículos blindados canadiense comenzó a bajar por la rue Saint Martin. El comandante, que había recibido la orden de atravesar la ciudad con la mayor celeridad posible y dirigirse a los puentes para velar por su seguridad, preguntó a un individuo: «¿Dónde está el río Orne?». El hombre se subió al vehículo blindado para guiarlo, pero una posición alemana que había más adelante abrió fuego contra la comitiva con sus ametralladoras y su batería antitanque. El vehículo blindado del comandante canadiense dio inmediatamente marcha atrás, y su guía francés tuvo que apearse de un salto y buscar amparo en un portal.29 La Hitlerjugend, que se había retirado por el único puente al sur del Orne que quedaba en pie en la ciudad, se preparó rápidamente para demolerlo y establecer sus posiciones defensivas. Obligaron a punta de pistola a los habitantes de la zona a cavar trincheras en los jardines del convento de las Hermanitas de los Pobres, y talaron los manzanos para crear un buen campo de tiro en el que instalar sus ametralladoras. Para poder defenderse mejor bloquearon los accesos a los sótanos con sacos de arena. El puente saltó por los aires en cuanto apareció el primer pelotón de los canadienses.30

En la otra punta de Caen, al norte de la ciudad, el grupo de asuntos civiles británico, a las órdenes del teniente coronel Usher, se vio obligado a abandonar sus vehículos. «Por fin», escribía uno de sus oficiales. «Entramos en Caen con un grupo de oficiales. El extremo norte de la ciudad parece que ha sido arrasado por completo. Sólo hay montones y montones de escombros, y reina un silencio mortal, roto sólo por los disparos ocasionales de alguna ametralladora».31

Un oficial de asuntos civiles comunicó a André Heintz que tenían la intención de establecer su cuartel general en el Hotel d’Angleterre. Heintz los guio hasta allí, a sabiendas de que el único testimonio que quedaba en pie de su anterior identidad eran los restos de un escudo real con el lema «Honi soit qui mal y pense». Tuvo la tentación de comentar que los británicos no habrían debido destruirlo, pero se reprimió. Sin embargo, al oficial inglés no le pasó inadvertida aquella macabra ironía. Se dejó guiar por Heintz hasta la única zona de la ciudad en la que había algunos edificios relativamente poco dañados, pero entonces preguntó si podrían tomar un baño. Heintz le contó que Caen se había quedado sin suministro de agua el 6 de junio, cuando se produjo el primer bombardeo. A pesar de las evidencias que los rodeaban, parecía que los liberadores seguían sin tener idea de lo que había sufrido la ciudad. Al día siguiente, un capitán canadiense pidió que le recomendaran un buen restaurante en Caen, pues estaba harto de comer las raciones del ejército.32

Algunos alemanes que habían quedado incomunicados se dedicaron a buscar entre las ruinas ropas de civil que les ayudaran a escapar. Otros, especialmente los Osttruppen, se lanzaron al saqueo. El commandant Gilles y un par de sus hombres descubrieron a dos jóvenes soldados de la SS que intentaban esconderse. Llenos de satisfacción, los entregaron a un grupo de militares canadienses en la rue de Bayeux. Había que andar con sumo cuidado en muchos lugares, pues la SS había dejado colocadas trampas explosivas.

La población civil comenzó a salir a las calles, incapaz de creer que los cuatro años de ocupación alemana habían llegado a su fin, pero al mismo tiempo temerosa de que la SS lograra recuperar la ciudad con una contraofensiva. Algunos franceses saludaban a los soldados aliados con verdadero entusiasmo y alegría, pero eran muchos más los que todavía parecían ausentes después de lo que habían vivido. «La mayoría de las mujeres lloraban amargamente», escribió un zapador británico, «llenas de dolor y de congoja. Permanecían obstinadamente junto a las ruinas de sus casas, tal vez para echar una última mirada a los que habían sido sus tesoros personales. En el suelo del jardín había un libro infantil; en vano, el viento pasaba sus páginas. En el interior de la casa, las puertas chirriaban, colgadas apenas de sus goznes; las mesas estaban en el mismo lugar en el que habían caído tras aquella primera gran explosión».33

Los equipos del coronel Usher se pusieron manos a la obra inmediatamente: comenzaron a despejar las carreteras con bulldozers y a crear un suministro de emergencia de aguas. Los servicios más básicos no quedarían restablecidos hasta septiembre. Un convoy de camiones del ejército cargados de alimentos estaba preparado para entrar en Caen. El barrido de minas fue una labor lenta y ardua, al igual que lo fueron las operaciones de rescate de los cadáveres que habían quedado sepultados bajo las ruinas de los edificios bombardeados. La peste que desprendían los cuerpos en descomposición era nauseabunda. De hecho, muchos de los habitantes de la ciudad, por hambrientos que estuvieran, no podrían ni ver durante largo tiempo un pedazo de queso Camembert en su punto por los terribles recuerdos que les evocaba su olor.

El 10 de julio se celebró una ceremonia para izar la bandera tricolor de Francia en la fachada de la iglesia de Saint-Etienne, en presencia de Monsieur Daure, el nuevo prefecto nombrado por el gobierno provisional del general De Gaulle. Por las mejillas de muchos de los asistentes corrieron las lágrimas. Tres días más tarde, el II Ejército Británico llevó a cabo en la Place Saint Martin lo que se suponía que era un desfile de la victoria. Una banda de escoceses comenzó a tocar sus gaitas mientras era izada otra bandera tricolor. La perplejidad en el rostro de los franceses era evidente. Nunca habían oído la Marsellesa al son de las gaitas.34

La Operación Charnwood había sido un éxito muy limitado, al permitir sólo la ocupación del norte de Caen. El 2.° Ejército no había conseguido asegurar el terreno suficiente para que pudiera continuar la concentración de fuerzas. El grueso de lo que debía ser el 1.er Ejército canadiense tuvo que esperar en Inglaterra. Washington y la prensa americana comenzaron a hacerse eco de la exasperación que se vivía en el cuartel general de Bradley y en el SHAEF. Muchos culpaban a Eisenhower de no haber sabido adoptar una postura más firme ante Montgomery.

El 10 de julio Montgomery celebró una reunión con Dempsey y Bradley en el remolque desde el que impartía sus órdenes. Con los británicos bloqueados en Caen, y con el 1.er Ejército de los Estados Unidos atascado en el oeste, en los pantanos y el bocage, eran muchas las cuestiones que debían tratarse. Montgomery indicó que Bradley estaba tratando de lanzar su ataque en un frente demasiado extenso. Que lo que tenía que hacer era concentrar las fuerzas. En consecuencia, Montgomery se convencería más tarde de haber sido el arquitecto original de la que iba a ser denominada Operación Cobra. Dempsey, aquella mañana, decidió que también necesitaba organizar una gran ofensiva, con el fin de abrir una brecha que permitiera llegar a Falaise. Como ése era el principal temor de los alemanes, su ataque obligaría además a las fuerzas blindadas enemigas a permanecer en el frente británico, que era lo que quería Montgomery. El esquema de este plan se convertiría en la llamada Operación Goodwood.

Por el momento, sin embargo, se intentaría de nuevo la conquista de la Colina 112, el elemento clave situado entre los ríos Odón y Orne que había sido abandonado en el curso de la Operación Epsom. Los combates por este punto estratégico fueron muy encarnizados. Los alemanes de la 9.a División Acorazada de la SS Hohenstaufen no tardarían en llamar a la colina Kalvarienberg, monte Calvario.35 Este nombre se debía a la Croix des Filandriers, monumento a la Crucifixión, que, a la vista de las circunstancias, adquiriría un nuevo significado.

El 10 de julio, a las 05:00, la 43.a División Wessex lanzó un ataque desde el valle del Odón contra la Colina 112, la llamada Operación Júpiter. Su comandante en jefe, el general de división G.I. Thomas, era un tipo «menudo, vehemente, de gran determinación, inflexible como artillero y con muy poco sentido del humor».36 Acababa de asumir el mando y estaba firmemente decidido a infundir nueva energía a sus hombres. Según parece, fue del agrado de muy pocos. A sus espaldas, los oficiales lo llamaban «Von Thoma». Una brigada tenía que atacar la Colina 112, mientras que otra, a su izquierda, debía avanzar hacia la localidad de Eterville.

En su camino a la Colina 112, la 129.a Brigada tuvo que avanzar de nuevo a través de los campos de grano salpicados de amapolas. Los lanzacohetes Nebelwerfer abrieron fuego. El sargento Partridge, del 4.° Batallón de Infantería Ligera Somerset, cuenta cómo, al oír el chirrido de las «minnies chillonas», «once hombres buscaron cobijo precipitadamente en los trigales. Sólo uno se quedó de pie». Cuando encontraban alemanes heridos en los trigales, poco podían hacer más que sacar el cerrojo a sus fusiles Mauser y arrojarlo lo más lejos posible.

Tras perder a casi todos sus efectivos, el pequeño grupo quedó inmovilizado en medio de los campos de cereal por el intenso fuego de la artillería alemana. Su comandante ordenó a Partridge que lanzara una granada de humo para poder seguir avanzando. Partridge pensó que aquella idea era una verdadera estupidez, pero obedeció. En cuanto arrojó el explosivo, el comandante se puso en pie de un salto antes de que se levantara la cortina de humo y fue alcanzado por un disparo. Con voz entrecortada exclamó: «Sargento Partridge», y murió. Partridge reunió a los cuatro hombres que quedaban, y juntos recularon arrastrándose entre los trigos, cavaron un hoyo y prepararon una taza de té que tuvieron que compartir.37

Mientras la 129.a Brigada avanzaba con dificultad por la Colina 112, la 130.a, situada a su izquierda, tomó Eterville y a continuación prosiguió su avance hacia la localidad de Maltot.38 El 7.° Batallón del Regimiento Hampshire y el 5.° Batallón de los Dorsets, con el apoyo de los carros de combate del 44.° Regimiento Real de Tanques, no tenían ni idea de lo que les aguardaba. El 502.° Batallón de carros acorazados pesados de la SS, equipado con tanques Tiger Mark VI, la máquina de guerra más grande y formidable que se había visto en el frente occidental, estaba concentrándose en el mismo lugar en el que se encontraban esas dos unidades aliadas. Incapaces de ver lo que había al otro lado, los Tiger de una compañía se abrieron paso a través del seto que tenían ante ellos y se encontraron cara a cara con cuatro Sherman. En un momento, los cañones de 88 mm de los Tiger convirtieron tres de los Sherman en un montón de chatarra en llamas. El cuarto Sherman pudo escapar dando marcha atrás a toda velocidad. Los Dorsets, que ignoraban que el otro batallón había emprendido la retirada, no tardaron en verse obligados a combatir casa por casa en el pueblo. Tras muchas penalidades, comenzaron a aprender que cuando se barría un edificio había que dirigirse inmediatamente a las dependencias de los pisos superiores. Si entraban en una granja e iban directamente a la huerta situada en su parte trasera, era fácil que los alemanes que estuvieran en los pisos altos les lanzaran granadas o explosivos por las ventanas.

A unos 2500 metros al oeste, la 129.a Brigada británica estuvo a punto de alcanzar la estrecha carretera que atravesaba la cima de la colina 112, pero la intensidad del fuego alemán obligó al maltrecho 4.° Batallón de Infantería Ligera Somerset a retroceder hasta la llanura desde su posición a mitad de camino. A las 17:00 horas, se lanzó a los del 5.° Regimiento de Infantería Ligera del Duque de Cornualles para que avanzaran entre los Somerset e intentaran alcanzar la cima. En su asalto, llegaron a un bosquecillo de castaños situado junto a la cresta de la colina. Allí fueron barridos por el fuego de las ametralladoras de las posiciones alemanas que se encontraban en la ladera opuesta, y a continuación sufrieron el ataque de los carros blindados. Parte de los de Cornualles emprendieron la retirada de manera precipitada y desordenada. Un oficial herido intentó detenerlos. «Lo habían herido en la mandíbula, por lo que le colgaba una parte del rostro, y empuñaba una pistola e intentaba gritar, pero sólo salían de su boca unos sonidos horribles».39 Mientras tanto, el oficial al mando de los Somerset y el comandante en jefe de la brigada, que intentaban mantener un aire de seguridad delante de sus hombres, se sentaron en su bastón-taburete en medio del campo para analizar la situación.

A pesar del fuego de los morteros y los francotiradores, los Somerset consiguieron resistir en «trincheras que abrieron raspando en aquella desnuda ladera al descubierto». Con los proyectiles de los morteros Nebelwerfer estallando continuamente por todas partes, a los ocupantes de sus carros de combate de apoyo no les quedaba más remedio que permanecer encerrados en el interior de sus vehículos. Pero un oficial tenía tantas ganas de hacer sus necesidades, que salió de un salto de su Sherman, agarró una pala que había detrás del tanque y echó a correr hasta llegar a un tanque que había quedado inutilizado allí cerca, donde pudo por fin bajarse los pantalones y evacuar. Por su parte, la artillería británica seguía acribillando la cumbre con sus disparos. «No quedó ni un palmo de tierra en el que las granadas no abrieran un boquete», escribió un miembro de la división de la SS Hohenstaufen.40 Cuando cayó la noche, los sargentos abanderados de todas las compañías subieron fiambreras con comida caliente y provisiones de cigarrillos a los soldados de infantería que se encontraban en las posiciones avanzadas. Por una vez, hubo más que suficiente para repartir porque «no se tuvo en cuenta el número de bajas». La única queja fue que el té sabía a petróleo.41

El 11 de julio, la salida del sol no mejoró la visibilidad debido a una bruma intensa, «eine Milchsuppe», como la describirían los de la Hohenstaufen. Pero en lo alto del cielo apareció un avión de observación de la artillería británica en el mismo momento en el que el 19.° y el 20.° Regimiento de Granaderos Acorazados de la SS iban a lanzar un ataque. Las dotaciones de sus tanques Tiger temieron lo peor. Se dieron cuenta inmediatamente de que el lugar más seguro en el que cobijarse era entre los enemigos. Cargaron contra las posiciones británicas, rodando por encima de sus trincheras. Con admiración no exenta de ironía, vieron cómo los ocupantes de los antitanques británicos trataban de apuntar contra ellos con sus ineficaces cañones. «¡Qué valientes son esos anglosajones!», comentó uno de los alemanes.42

Los monstruosos Panzer aparecieron de repente en medio de aquel banco de niebla. «Ante nosotros teníamos la escena soñada por cualquier Tiger», escribió un miembro de uno de los carros de combate. A menos de cien metros de distancia había un centro de reaprovisionamiento avanzado con camiones cargados de municiones y otros vehículos, entre ellos varios tanques. «Nuestro comandante gritó: "¡Perforadores de blindaje! ¡Abran fuego!"».43 Dos tanques Churchill que tenían delante comenzaron a dirigir las torretas hacia ellos, pero los Tiger dispararon de cerca y los hicieron saltar por los aires.

Ese día el general Eberbach comunicó al II Cuerpo Acorazado de la SS que la Colina 112 no podía perderse bajo ningún concepto. Se trataba de una Schlüsselstellung, esto es, una posición clave.44 Esta orden fue seguida de una sucesión de llamadas telefónicas con el fin de asegurar la reposición tanto de hombres como de pertrechos. Los Panzergrenadiere, apoyados por las compañías de tanque Tiger, resistieron en la colina durante toda la jornada.

Cuando ya hubo anochecido, la Compañía D de los Somerset recibió la orden de «infiltrarse en las posiciones enemigas». «No es difícil imaginar el sentimiento de desesperación que me invadió cuando llegó esa orden», escribió el sargento Partridge, que había asumido el mando de su unidad tras la muerte de su teniente el día antes. Se procedió a limpiar y preparar las armas y a distribuir municiones. A la 01:00, abandonaron sus trincheras y comenzaron a avanzar sigilosamente. Pero en cuanto llegaron a la alambrada de espino que los Panzergrenadiere de la SS habían colocado junto a la cima de la colina, una cortina mortal de fuego intenso cayó sobre ellos. Los soldados se tiraron al suelo. «Las balas trazadoras», contó el sargento Partridge, «dibujaban en el aire con cierta lentitud una trayectoria en arco, volando hacia objetivos preestablecidos que habían sido elegidos durante el día, y a los que ahora se disparaba según las "líneas fijadas"».45

Sus intentos de cortar la alambrada cesaron cuando a un jefe de sección se le ocurrió tratar de abrirse paso a través de ella. Una bala alemana hizo blanco en una granada incendiaria que llevaba en la bolsa de municiones. «Revolviéndose en la desesperación», escribió un cabo que presenció la escena, «comenzó a enredarse en la alambrada de espino y quedó colgado allí, como una almenara humana viviente que gritaba sin parar».46 El sargento Partridge oyó los «rugidos de angustia de aquel individuo: "¡Disparadme, disparadme!"».47 «Una sola bala certera de un oficial compasivo, pero evidentemente espeluznado», seguía contando el cabo, «acabó con el infierno de aquel pobre muchacho. Pero el horror no se detuvo allí, pues, una vez muerto, el fósforo prendió fuego a su cuerpo, a Dios gracias ya inerte».48 Todos los testigos de aquella escena decidieron no llevar nunca más granadas incendiarias en sus bolsas de municiones.

Se dio la orden de retirada, pero el horror todavía no había acabado para aquellos hombres. Algunos se perdieron en la oscuridad en el camino de regreso colina abajo, y fueron víctimas del fuego amigo cuando llegaron a las posiciones de otras compañías que no sabían quiénes eran. El cabo cuenta que la Sección 18 de la Compañía D se quedó sólo con nueve hombres de los treinta y seis que la componían. Uno de los supervivientes decidió pegarse un tiro en un pie porque ya no podía soportarlo más.

Pero la pesadilla de la Colina 112 aún no había terminado. Los británicos volvieron a conquistarla al día siguiente, y más tarde la SS la recuperó con una contraofensiva de sus Tiger. Tras las copiosas lluvias de la semana anterior, la temperatura había subido hasta alcanzar los 30 °C, y cualquier explosión levantaba grandes nubes de polvo. El bosquecillo de castaños había sido destruido por los proyectiles de la artillería británica que explotaban en el aire. Este tipo de munición era utilizada para provocar una lluvia de metralla sobre los defensores. En poco tiempo el bosquecillo quedaría reducido a un montón de tocones partidos y ramas rotas, y se convertiría en «un paisaje lunar», como dijo uno de los soldados alemanes de la SS.49 El 15 de julio el fuego de la artillería fue tan intenso que los Panzergrenadiere se vieron obligados a emprender la retirada y abandonar allí sus tanques Tiger.

Durante todo ese tiempo, la artillería del II Cuerpo Acorazado de la SS recurrió a la táctica alemana de lanzar intensas y repentinas cortinas de fuego contra las posiciones británicas situadas en la ladera norte del monte. Los artilleros de la SS, que ocupaban posiciones mucho más retrasadas, no sufrieron las mismas privaciones que los Panzergrenadiere. Por lo visto, los hombres de una batería del 9.° Regimiento de Artillería de la SS, integrada en la división Hohenstaufen, fueron adoptados por una joven francesa a la que llamaban «Mademoiselle Jeanette». Esta mujer solía llevarles comida todos los días a la línea de fuego.50

Más al este, la artillería alemana comenzó a bombardear la ciudad liberada de Caen. El 14 de julio sus proyectiles alcanzaron el Lycée Malherbe y el barrio de Saint-Étienne. Los que unos días antes habían rechazado el ofrecimiento de evacuación de los británicos, corrían ahora a los camiones. Una anciana monja benedictina, que no había puesto un pie en la calle desde su ingreso en el convento como novicia a comienzos de siglo, quedó asombrada al ver por primera vez un camión, pero mayor fue su excitación cuando tuvo que montar en uno de estos vehículos. Sin embargo, era terrible la situación de la población civil que había quedado atrapada detrás de las líneas enemigas y que se había refugiado en las húmedas cuevas próximas a la localidad de Fleury.51 Las tropas de la SS impedían su salida al exterior. La oportunidad de rescatar a toda esa gente no llegaría hasta bien entrado el mes.

En Caen, las autoridades francesas y los británicos de asuntos civiles estaban cada vez más preocupados por la posibilidad de que se declarara una epidemia de cólera. Tras la destrucción de la ciudad, los trabajos para reanudar el suministro de agua se revelaron mucho más arduos de lo que habría podido imaginar incluso el más pesimista. Los perros hambrientos también se convirtieron en una amenaza, y el prefecto emitió la orden de disparar a todos los canes abandonados que hubiera en las calles.52

Intranquilo por los escasos progresos realizados, el 2.° Ejército había comenzado por fin a destituir a los comandantes incompetentes o poco enérgicos. Una vez concluida la Operación Epsom, el general Pip Roberts, al frente de la 11.a División Acorazada, sustituyó a un jefe de brigada y a dos comandantes.

El 15 de junio Montgomery escribió una nota a Brooke sobre una de sus divisiones favoritas durante la campaña del norte de África: «Siento informarle que tras un análisis meticuloso, en opinión de Crocker, Dempsey y en la mía propia, la 51.a División [Highland] actualmente no —NO— sirve para el combate. No lucha con determinación y ha fracasado en todas las misiones que le han sido encomendadas».53 Montgomery destituyó a su comandante por su falta de arrojo y consideró incluso la posibilidad de mandar de vuelta a Inglaterra a toda la división para volver a entrenarla. La noticia de esta caída en desgracia corrió rápidamente entre los hombres del 2.° Ejército, y al poco tiempo se publicó una nota en la que se ordenaba a los oficiales que «no se critique a la 51.a División Highland».54 Por fortuna, su nuevo comandante en jefe, el general T.G. Rennie, reformó en poco tiempo esta unidad y volvió a levantar la moral de sus hombres.

Entre las bajas figuraban muchos jefes y comandantes. La 50.a División había perdido a dos generales, doce comandantes y un gran número de jefes de compañía. El mando de la 4.a Brigada Acorazada pasó al general Michael Carver, de sólo veintinueve años de edad, cuando su predecesor resultó herido. Entre los oficiales el número de bajas fue muy considerable. Los francotiradores alemanes podían identificarlos con facilidad por los caballetes de los mapas, que brillaban al sol. Su pérdida se convirtió en un círculo vicioso. Si por una parte los mejores suboficiales habían sido ascendidos para que se pusieran al frente de una unidad, por otra los demás solían demostrar falta de iniciativa. Esto obligaba a los oficiales a correr mayores peligros para conseguir que sus hombres se lanzaran al ataque, o a veces se veían obligados a mantenerse en pie entre ellos de manera evidente para que no cundiera el pánico.

Tal vez el ejemplo más extremo de este modo de actuación lo tengamos en el 6.° Batallón del Regimiento del duque de Wellington. En apenas un par de semanas, este batallón perdió a veintitrés oficiales y a otros trescientos cincuenta individuos entre suboficiales y soldados. Su nuevo oficial al mando informó a finales de junio de que tres cuartas partes de sus hombres eran «asustadizos» por culpa de los bombardeos, de que se habían producido casos de autolesión y de la existencia de un elevado número de bajas por estado de shock a causa de las bombas. «La situación empeora día a día, pues cada vez hay más bajas entre el personal clave… La capacidad de liderazgo de los suboficiales es escasa en la mayoría de los casos, y en consecuencia los oficiales recién nombrados tienen que exponerse muchas veces a mayores peligros para intentar cumplir los objetivos». Inquieto por el informe, Montgomery destituyó al nuevo oficial al mando que había sido demasiado claro y honesto, y disolvió el batallón.55

Normandía vino a corroborar lo que hasta entonces se había sospechado. En las tropas enzarzadas en batallas de desgaste por una cabeza de playa o por una cabeza de puente se dan muchísimos más casos de crisis nerviosa que en las que están en movimiento. Ni la retirada de un ejército derrotado produce tantos casos. El 13 de julio, la 21.a Unidad Sanitaria Ligera de Campaña comunicó al general Richard O’Connor, comandante en jefe del VIII Cuerpo, que «durante el período de cincuenta y cuatro horas que dio inicio a las 18:00 del 10 de julio de 1944, han llegado a esta unidad doscientos ochenta casos de agotamiento procedentes de la zona avanzada, y se opina que aproximadamente el 70 por 100 de ellos no habrían debido ser evacuados de sus unidades». Su cansancio físico no era superior al de cualquier otro herido en marcha, «y su ansiedad no era más que una aprensión normal ante el hecho de tener que entrar en combate».56

El general G.H.A. Macmillan, comandante en jefe de la 15.a División escocesa, informó poco después a O’Connor en los siguientes términos: «Acabo de organizar un Centro de Agotamiento Nervioso de la división». En total habían ingresado en él 151 hombres, 41 de los cuales pertenecían a un mismo batallón, «lo que pone de manifiesto que algo va mal por allí».57 El cuartel general de Macmillan emitió una orden para los oficiales médicos advirtiéndoles que debían «andar con mucho ojo y no retirar del frente a hombres a no ser que estén completamente seguros de la veracidad de su dolencia». El general sospechaba que los oficiales médicos, «sometidos a una gran presión por su exceso de trabajo», habían mandado a esos hombres de vuelta «simplemente para quitárselos de en medio». Los suboficiales que eran enviados a centros de agotamiento debían ser degradados automáticamente y convertirse en meros soldados rasos. Los mandos militares también estaban muy furiosos por las cuantiosas pérdidas de equipamiento debidas a soldados desmoralizados que abandonaban sus armas. Las deserciones y las ausencias sin permiso fueron en aumento. Al menos ciento cincuenta soldados de la 50.a División (Northumberland) fueron acusados de deserción en Normandía, tantos como en el conjunto formado por el resto de unidades del 2.° Ejército.58

La formación que se vio más afectada por la fatiga de combate fue la 43.a División Wessex, al mando del general Thomas, que había participado en las batallas para conquistar Maltot y la Colina 112. Las dotaciones de los tanques, en cambio, no sufrían tantas crisis. «El psiquiatra del cuerpo y comandante en jefe de la 21.a Unidad Sanitaria Ligera de Campaña confirma que apenas se dan casos fingidos de fatiga de combate entre los soldados de las divisiones acorazadas. En las unidades de infantería es donde más se da este tipo de delito. El número mayor de casos se ha dado en la 43.a División. En los tres o cuatro días anteriores y posteriores al 10 de julio ha habido en esa formación unos trescientos sesenta casos. Las unidades más afectadas han sido el 4.° [Regimiento] Dorset y el 7.° [Regimiento] Hampshire».59 El general O’Connor escribió a Thomas, hablándole de este «gravísimo delito» y ordenándole que dejara «bien claro que al que sea hallado culpable de fingir una dolencia clasificada en este apartado será procesado por [la Corte Marcial General de Campaña, Field General Court Martial] por deserción».60

Los soldados de infantería son los que parecen haber sufrido las consecuencias más devastadoras de los morteros y las baterías de Nebelwerfer alemanes, que concentraban sus disparos en el momento más inesperado. Un blanco errado por poco provocó no pocas conmociones en muchos hombres. En el cuartel general de la 129.a Brigada de Infantería, tres soldados, entre los que figuraba un sargento mayor, sufrieron un shock de combate a causa de los bombardeos de los Nebelwerfer. «En el curso de un ataque, dos de ellos no permanecieron atrincherados, sino que salieron corriendo sin dejar de gritar, "¡Sacadme de aquí!"».61 Otro factor que contribuía a esa sensación de desamparo y desorientación era la falta de información. En palabras de un soldado, sufrían de «ignorancia, de una ignorancia pasmosa y brutal. Nunca sabías dónde te encontrabas ni dónde estaba el enemigo, ni tampoco lo que se suponía que debías intentar conseguir».62

Parece que las dotaciones de los tanques no fueron tan propensas a padecer fatiga de combate, pero no sólo por la protección que representaba su vehículo blindado, sino también porque formaban parte de grupos bien cohesionados. La infantería británica, al igual que la americana, sufrió las consecuencias derivadas de la vulnerabilidad de sus reemplazos. El sistema británico no era más imaginativo que el americano. Un subalterno enviado como remplazo al Regimiento de Infantería Ligera Somerset tras quedar éste maltrecho durante la conquista de la colina 112 contaba cómo un bigotudo comandante se dirigía a los nuevos oficiales en su campamento de refuerzos instalado cerca de Bayeux en los siguientes términos: «Caballeros, su esperanza de vida desde el momento en que se unan a su batallón será exactamente de tres semanas».63