Villers-Bocage
El 11 de junio, cuando la sangrienta situación de empate a la que se había llegado en el frente de Caen quedó patente, Montgomery decidió enviar hasta allí a sus dos «mejores colaboradoras» y ponerlas en marcha. La 7.a División Acorazada y la 51.a División Highland se habían distinguido cuando habían estado bajo su mando en el norte de África, pero en Normandía se llevarían una sorpresa brutal. La 51.a fue desviada al este del río Orne para preparar el gancho de izquierda que se pretendía asestar contra Caen, mientras que las Ratas del Desierto de la 7.a Acorazada debían organizar un gancho de derecha desde el flanco americano, cerca de Tilly-sur-Seulles.
Los escoceses de la 51.a Highland no creían que les hiciera falta disimular su verdadero potencial, pues, como dice la parábola, no se enciende una lámpara para ponerla bajo el celemín. Otras formaciones los denominaban los «Decoradores de Carreteras», pues en casi todos los cruces de caminos se veía un destacado letrero en el que aparecía la abreviatura «HD» (Highland Division) y una flecha. La 51.a cruzó el Orne para ir al encuentro de la cabeza, de puente que había conseguido la 6.a Aerotransportada. Al encontrarse en clara inferioridad en cuanto a número de hombres y de cañones, los paracaidistas se habían visto obligados a dar marcha atrás debido a los incesantes contraataques alemanes. Haciendo gala de un sorprendente aguante, hicieron frente a la Kampfgruppe de Luck, perteneciente a la 21.a División Acorazada, a la 711.a División de Infantería y a la recién llegada 346.a División, también de Infantería.
El 9 de junio, los paracaidistas habían repelido un ataque de los tanques y los granaderos acorazados de Luck en Escoville. Al día siguiente se produjo otro ataque cuando la 51.a División Highland empezó a tomar posiciones. Y el 11 de junio, cuando el 5.° Batallón Black Watch entró en acción, algunos de sus hombres fueron hechos prisioneros y ejecutados. La División Highland, que supuestamente debía avanzar directamente por el sur hasta Cagny, según el movimiento de pinza ideado por Montgomery, ni siquiera logró emprender la marcha. Parecía completamente desorientada por las pequeñas acciones violentas y las repentinas y mortales «andanadas» de los morteros y las cortinas de fuego de artillería, en las que los alemanes mostraban una enorme eficacia.
«La violencia de la artillería es una violencia fría, mecánica», escribía un Highlander, «pero sus consecuencias no pueden ser más personales. Cuando se está bajo su fuego, se siente uno el único objetivo. Todo ese veneno estridente y quejumbroso va dirigido contra uno mismo y contra nadie más. Te encoges en tu agujero, te conviertes en la cosa más pequeña a la que puedas imaginarte que vas a quedar reducido, y endureces los músculos en un lamentable intento de desafiar la mordedura aguda y ardiente de la metralla. Involuntariamente adopta uno la posición fetal, excepto en lo que a las manos se refiere, que se bajan para proteger los genitales. Ese instinto de defender el centro de la reproducción contra las fuerzas de la aniquilación era universal».1 Muchos recurrían a una letanía de juramentos repetitivos, una especie de mantra profano cuya finalidad era atenuar el temor.
El mismo soldado describe el colapso psicológico del miembro más belicoso de su compañía. Tuvo lugar en la bodega de una granja. Esta víctima de la fatiga de combate estaba encogida en el suelo, aullando y gimiendo. «Aquel soldado despejado y agudo se había convertido ahora en algo que resultaba a un tiempo lamentable y repugnante. Sus rasgos claramente dibujados y alerta se habían disuelto y casi borrado, los labios le colgaban, y la totalidad del rostro, sucio e hirsuto, parecía hinchado y estaba cubierto de lágrimas y mocos». Emitía una especie de balido y lloraba por su madre. Además de experimentar un sentimiento de desprecio ligeramente sádico, el espectador era «consciente de una especie de envidia por el muchacho que se había rendido impúdicamente al miedo».2
Los paracaidistas se mostraban displicentes con los regimientos escoceses implicados en la acción. «Lo que me chocó fue la 51.a División Highland», escribió un comandante del 1.° Batallón Paracaidista canadiense. «En tres ocasiones distintas nuestra división les arregló la situación. Tenías que haber visto a nuestros muchachos correr a ayudarles una vez y llamarlos cobardes hijos de puta cuando los escoceses tiraban sus armas y su equipo y salían corriendo».3 En el flanco izquierdo, el teniente coronel Otway, que dirigía el ataque contra la batería de Melville, tuvo que ponerse al frente de un batallón de la Black Watch porque el oficial que estaba a su mando «sufrió un ataque de nervios».4 Habían perdido doscientos hombres en la primera embestida.
El general Gale, al mando de la 6.a División Aerotransportada, se dio cuenta de que la localidad de Breville debía ser reconquistada a toda costa. Envió a su propio 12.° Batallón del Regimiento Paracaidista. Tras sufrir casi tantas bajas como la Black Watch, el 12.° Batallón tomó la localidad fuertemente defendida y el perímetro este del Orne quedó a salvo. Con la División Highland totalmente desmoralizada e incapaz de tomar ni siquiera Sainte-Honorine, el plan de Montgomery consistente en llegar hasta Cagny, a otros ocho kilómetros más al sur, quedó olvidado. Dadas las circunstancias, quizá tuviera incluso que dar las gracias a Leigh-Mallory, que redujo la envergadura de su plan. Lanzar a la 1.a División Aerotransportada en paracaídas en la llanura de Caen-Falaise y luego no ser capaz de llegar hasta ella sería sólo un preludio del desastre de Arnhem. Aunque de momento no dijo nada, el general Bradley vio con toda claridad el peligro que entrañaba utilizar tácticamente fuerzas aerotransportadas y no aprovechar luego la oportunidad durante la gran ofensiva.
Montgomery tenía grandes esperanzas en el gancho de derecha que pretendía propinar al enemigo desde el flanco de la 1.a División norteamericana. El teniente general sir Miles Dempsey, comandante en jefe del 2.° Ejército Británico, era más optimista. Dempsey era en muchos sentidos lo contrario de Montgomery en cuanto temperamento. Aunque llevaba el desafortunado apodo de «Niño Bonito», era un hombre modesto, tranquilo, con el rostro curtido, y el típico bigote militar. La primera vez que se lo presentaron, Patton escribió un comentario despectivo en su diario: «No tiene un aspecto muy impresionante, y lo he tomado por uno de esos hombres que dicen siempre que sí a todo».5 Lo cierto es que Montgomery insistía en dirigir el 2.° Ejército además del XXI Grupo de Ejército. Incapaz de delegar en nadie, Monty daba a menudo órdenes a los jefes de los distintos cuerpos pasando por encima de Dempsey. Éste no tuvo más remedio que aceptar su posición de enaltecido jefe del Estado Mayor. En muchos sentidos, este papel le iba a las mil maravillas. Aportaba un par de manos firmes. Su prodigiosa memoria se combinaba eficazmente con una extraña capacidad de visualizar un paisaje simplemente estudiándolo sobre el mapa. Además, nunca se quejaba cuando Montgomery se llevaba toda la fama.6
Dempsey había sido el principal responsable del plan del doble gancho contra Caen, así como de la operación llevada a cabo por los paracaidistas. Incluso antes de la invasión, había demostrado claramente que no estaba convencido de que Caen fuera a caer el primer día, y que dudaba de que la ciudad pudiera ser tomada por medio de un ataque frontal. No obstante, era consciente del peligro que acechaba si el frente se estancaba. El plan de Dempsey era básicamente sólido. Por desgracia, la 7.a División acorazada había desembarcado más tarde de lo previsto debido al mal tiempo. Luego la 50.a División y la 8.a Brigada Acorazada sufrieron un revés cuando avanzaban para asegurar el punto de partida del ataque en el valle del Seulles. Una repentina contraofensiva de la Panzer-Lehr-Division bloqueó la ruta, pero esta circunstancia ofreció también una oportunidad mejor. La 7.a Acorazada pudo rebasar por el flanco a la Panzer-Lehr-Division cruzando al sector americano cuando la 1.a División estadounidense avanzaba hacia Caumont, y luego dobló a la izquierda. Este movimiento le permitiría pasar por el hueco existente por detrás de la Panzer-Lehr-Division mientras ésta se ocupaba de la 50.a División.
El comandante al frente de la 7.a División Acorazada, el general Erskine, expresó una gran confianza en la oportunidad que se le ofrecía cuando Dempsey lo visitó en su cuartel general la mañana del 12 de junio. Bobby Erskine no creía que nada pudiera detener a su división. Los regimientos de caballería de las famosas «Ratas del Desierto» habían venido con su actitud más bien despreocupada a un campo de batalla muy distinto al que las había hecho famosas. A diferencia de los ondulados campos de grano del sector de Caen, aquél era el país del bocage, con senderos hundidos y elevados setos. «Te llevarás una buena sorpresa después de haber andado por el desierto», advirtió un soldado de los Sherwood Rangers a un amigo recién llegado. «En el desierto podíamos ver a aquellos maricones y ellos podían vernos a nosotros. Aquí ellos pueden vernos, pero que me den por culo si nosotros podemos verlos a ellos». Atacar a través de esos túneles verdes y frondosos, añadió, «le hace a uno sentir escalofríos».7 A pesar de los largos meses de entrenamiento para la invasión, ni británicos ni americanos estaban preparados para aquel terreno hermoso, pero claustrofóbico. Los setos de Normandía, que rodeaban los pequeños campos de cultivo y bordeaban todo tipo de caminos y sendas, eran por lo menos tres veces más altos que los ingleses y estaban en un pronunciado declive; además eran demasiado espesos para que incluso un tanque pudiera atravesarlos.
Dempsey dijo a Erskine que se abriera paso hasta Villers-Bocage mandando por delante al 11.° de Húsares, un regimiento acorazado de reconocimiento. Pero en vez de hacerlo así, Erskine lo utilizó para que le guardara el flanco. Semejante decisión se revelaría un error gravísimo. Erskine, que había pretendido lanzar el ataque veinticuatro horas antes, estaba impaciente. Y tenía buenos motivos para estarlo, tal como se habían desarrollado los acontecimientos. El retraso había sido culpa sobre todo de su superior, el teniente general Gerard Bucknall, comandante del XXX Cuerpo.
Aunque había causado buena impresión a Montgomery en Sicilia y en Italia, Bucknall no tenía mucha experiencia con blindados. Desde luego no causó buena impresión al mariscal Brooke, que dos meses antes de la invasión escribió en su diario la siguiente nota: «Bucknall era muy débil, y estoy bastante seguro de que no era demasiado apto para mandar un cuerpo de ejército».8 Su reputación se había visto reforzada por la toma de Bayeux, pero personalmente no era desde luego muy apreciado por los que lo conocían.9 Dempsey también tenía sus dudas al respecto, pero no hizo nada. Como diría el comandante de las fuerzas aerotransportadas americanas, el general Maxwell D. Taylor, entre los oficiales británicos de mayor graduación no hubo nunca la tradición de presionar realmente a sus subordinados. Los generales americanos pensaban que sus homólogos británicos eran demasiado corteses.10
El hecho de que Erskine no mandara un destacamento de reconocimiento por delante, en vez de utilizarlo para guardarle el flanco, dio lugar a una de las emboscadas más catastróficas de la historia del ejército británico. La 22.a Brigada Acorazada, capitaneada por su valeroso, aunque excéntrico comandante, el general Loony Hinde, avanzó a través del hueco que había sido identificado. Por la noche, la unidad que iba en cabeza, el 4.° Regimiento County of London Yeomanry (los Sharpshooters), ya había llegado a la carretera de Caumont, apenas a ocho kilómetros de Villers-Bocage. Los Sharpshooters permanecieron al acecho toda la noche en posición de defensa, junto con la compañía del 1.° Batallón de la Rifle Brigade integrada en su unidad.
Al amanecer, los Sharpshooters y su infantería bajaron por la carretera hacia su objetivo. Entraron en Villers-Bocage a las 08:00 del 13 de junio, y recibieron de la población local una acogida jubilosa. Los gendarmes del pueblo, luciendo sus uniformes de gala, tuvieron que apartar a la multitud que arrojaba flores a los tanques Cromwell y ofrecían sidra y mantequilla a modo de regalo a los ingleses.11 En medio de la alegría del momento, la toma de aquella estratégica localidad parecía demasiado fácil. Villers-Bocage, que domina el valle del Seulles y está apenas a dos kilómetros del río Odón, era una posición clave. A menos de veinte kilómetros al sur estaba el Mont Pincon, la cumbre más elevada de toda la región, mientras que Caen se encuentra unos doce kilómetros al este.
La única presencia enemiga que había sido detectada poco antes de que los ingleses entraran en el pueblo había sido un carro blindado alemán de ocho ruedas, pero había desaparecido antes de que el Cromwell más próximo pudiera girar su torreta. El general Hinde, que iba en un vehículo de reconocimiento, sabía que para retener la localidad de manera segura era preciso ocupar la altura situada al noroeste, denominada Colina 213. El oficial al mando de los Sharpshooters, el teniente coronel vizconde Cranley, quiso llevar a cabo un reconocimiento exhaustivo de la zona, pues habían sido avistados otros carros armados alemanes, pero Loony Hinde no estaba dispuesto a aceptar más retrasos. Así, pues, la unidad de reconocimiento de tanques ligeros Stuart no fue utilizada. Cranley envió por delante simplemente al Escuadrón A y, dejando en el pueblo al resto de los tanques, salió en un vehículo de reconocimiento a echar personalmente un vistazo a la Colina 213.
En un bosquecillo próximo a la carretera por la que subían los Cromwell, estaban escondidos cinco Tiger del 501.° Batallón de Tanques Pesados de la SS. Acababan de llegar al frente procedentes de Beauvais, al norte de París. El oficial que los comandaba era el Obersturmführer Michael Wittmann, famoso ya como «as de los blindados». Se le atribuían 137 tanques «cazados» en el frente oriental, y había recibido la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro con Hojas de Roble. Furioso por el bombardeo de las ciudades alemanas por los aliados, Wittmann había dicho a sus hombres: «Tenemos sólo un santo y seña: "¡Venganza!"».12
Los Tiger de Wittmann eran los primeros refuerzos enviados para rellenar el hueco existente en las líneas alemanas. Los primeros elementos de la 2.a División Acorazada llegarían a la zona ese mismo día. De hecho, el 11.° Regimiento de Húsares que cubría el flanco de la 22.a Brigada Acorazada identificó su llegada a través del primer integrante del grupo en ser capturado. Un sargento y un soldado del 11.° Regimiento estaban acechando a un francotirador cuando de pronto se vieron rodeados por una compañía de granaderos acorazados en semiorugas. Fueron conducidos a pie hacia la retaguardia, pero cuando nadie los veía, saltaron sobre su guardián, le quitaron el fusil y lo hicieron prisionero a su vez.13 La nómina del individuo en cuestión puso de manifiesto que pertenecía al 304.° Regimiento de Granaderos Acorazados. Aunque Ultra había advertido ya que la 2.a División Acorazada se acercaba, parece que esta prueba de su presencia en el flanco sur resultó una desagradable sorpresa para el general Erskine.
Al ver que el escuadrón de tanques Cromwell se detenía en aquel tramo de la carretera rodeado de empinados setos, Wittmann supo ver de inmediato la oportunidad. Algunos de los Sharpshooters que tripulaban los tanques habían bajado imprudentemente de ellos. Parece que este hecho llevó al artillero de Wittmann que estaba observando la escena por el visor a comentar que los ingleses se comportaban como si ya hubieran ganado la guerra. Sin aguardar a que se le unieran los demás Tiger, Wittmann salió del bosque, se lanzó a toda velocidad en paralelo a la carretera, y abrió fuego. El cañón de 88 mm de su Tiger destruyó un Cromwell tras otro. Los tanques Cromwell, mal diseñados, mal blindados y provistos de una artillería insuficiente, no tuvieron la menor oportunidad. Les costó trabajo incluso escapar del peligro retrocediendo, pues marcha atrás su velocidad era apenas de cuatro kilómetros por hora.
Tras sembrar el desconcierto entre el Escuadrón A que estaba en lo alto de la colina, el Tiger de Wittmann entró pesadamente en la población de Villers-Bocage. Aplastó a un vehículo de transporte ligero armado con fusil ametrallador de la Rifle Brigade y empezó a bajar por la calle mayor. Se ocupó en primer lugar de los tanques del cuartel general de los Sharpshooters, y luego se lanzó contra el Escuadrón B. Los tripulantes de muchos tanques habían bajado de sus vehículos y fueron incapaces de responder al ataque. Pero incluso los que lograron disparar directamente contra el Tiger comprobaron que su cañón de 75 mm, de baja velocidad de salida, resultaba muy poco eficaz. Wittmann regresó entonces a la Colina 213 para acabar el combate con el Escuadrón A y el destacamento de la Rifle Brigade.
Aquella tarde, Wittmann volvió a Villers-Bocage con los primeros elementos de la 2.a División Acorazada que llegaron a la zona. Esta vez los Sharpshooters y los cañones antitanque de la Rifle Brigade estaban preparados y el ataque fue repelido. Pero al general Erskine, que no había enviado apoyo suficiente por delante, le preocupaba ahora la amenaza que representaba la 2.a División Acorazada para su flanco sur excesivamente grande. En vez de reforzarla, decidió retirar a la 22.a Brigada Acorazada de la precaria posición que ocupaba. Cuando aquella tarde salió de la población, la artillería británica lanzó una espesa cortina de fuego para cubrir la retirada. Pero los tripulantes de muchos de los tanques que habían sido puestos fuera de combate tuvieron que escapar a campo través y volver a las líneas británicas a pie.
Hinde retiró a la 22.a Brigada Acorazada a una posición defensiva en la Colina 174, entre Tracy-Bocage y Amay-sur-Seulles. Bucknall, comandante en jefe del XXX Cuerpo, se mostró de acuerdo con la decisión, pero no hizo mucho por ayudar a sus hombres, excepto ordenar a la 50.a División que continuara atacando a la Panzer-Lehr-Division. No envió refuerzos de infantería para socorrer a la 22.a Brigada Acorazada, que se encontraba aislada entre la Panzer-Lehr-Division y la 2.a División Acorazada.
La tarde del 14 de junio, Erskine se vio obligado a retirar a todas sus tropas al puesto avanzado de Caumont. Los granaderos acorazados de la 2.a Panzer-Division atacaban siempre que podían. Un regimiento británico de artillería que de pronto se encontró en primera línea de fuego apenas logró repeler un asalto lanzando disparos al aire con sus cañones de veinticinco libras.14 La retirada de la 7.a División Acorazada contó con la ayuda inestimable de una devastadora cortina de fuego lanzada por la artillería americana que apoyaba a sus compatriotas de la 1.a División. Aquella noche los bombarderos de la RAF arrasaron literalmente Villers-Bocage. Los habitantes del pueblo que tan jubilosamente habían acogido a los Sharpshooters estaban ahora muertos, heridos o habían quedado sin hogar. La mayor parte de los supervivientes buscó refugio en los sótanos del castillo vecino, perteneciente al alcalde de la localidad, el vizconde de Rugey.
Auney-sur-Odon, importante cruce de carreteras situado a unos seis kilómetros al sur, también había sido arrasada en una serie de bombardeos de la RAF. El primer ataque había tenido lugar a la hora de misa. El cura, el abate André Paul, contó cómo el ruido de los motores de los aviones, seguido inmediatamente de unas explosiones que hicieron temblar los cimientos de la iglesia, sembró el pánico entre sus feligreses. Muchos intentaron agacharse y protegerse debajo de los reclinatorios. En cuanto cesó el ataque, el cura les dijo que abandonaran rápidamente el templo en pequeños grupos. Cuando salieron de la iglesia, se encontraron con una visión digna del juicio final. Las bombas habían desenterrado muchos esqueletos del cementerio de la iglesia. Las repetidas incursiones causaron la muerte de 161 aldeanos y dejaron todo el pueblo convertido en ruinas.15 Las tropas británicas se quedaron pasmadas al contemplar la escena cuando finalmente entraron en la localidad casi al final de la batalla de Normandía. La pequeña población de Tilly-sur-Seulles corrió una suerte muy parecida. Un médico del pueblo que se ocupó de atender a los civiles dijo que ni siquiera en Verdún había visto unas heridas tan horribles.
El 15 de junio, el día siguiente a la retirada de los británicos, un suboficial de la 2.a Panzer-Division encontró tiempo para escribir a casa. «El combate en el oeste ya ha comenzado y, como puedes imaginarte, no nos hemos librado, de modo que no queda mucho tiempo para escribir. Ahora es cuestión de todo o nada, es cuestión de la pervivencia o del ocaso de nuestra amada patria. La suerte que corra cada uno de nosotros, simples soldados, es bastante indiferente, lo fundamental es en todo momento que podamos obtener una paz justa y duradera. Pero desde luego somos también meras personas con deseos y ruegos a la Providencia, que desearíamos ver realizados, por mucho que a lo largo de la guerra hayamos aprendido a prescindir en numerosas ocasiones de todo lo que tenga que ver con la propia persona o con el propio futuro, y por mucho que a menudo hayamos transigido con la existencia; lo cierto es que se ve uno a sí mismo abrigando de nuevo deseos que, aunque podrían borrarse igual que la propia vida y desaparecer en la eternidad de la nada con el estallido de la próxima granada, mantienen viva la fe en nuestra supervivencia. Hemos iniciado el duelo más terrible».16
El intento británico de romper el callejón sin salida al que se había llegado en Normandía había fracasado de forma humillante. Podemos entretenernos enzarzándonos en las múltiples discusiones inútiles, que se han suscitado en torno al fiasco de Villers-Bocage. ¿Habrían sido distintas las cosas si los Sharpshooters ni hubieran tenido un retraso inicial y se hubieran establecido en la Colina 213 antes de que llegara Wittmann? ¿Por qué no mandó refuerzos Bucknall? ¿Y por qué no se envió por delante ninguna fuerza de reconocimiento a modo de parapeto? Lo importante es que la operación supuso no sólo un gran revés desde el punto de vista táctico, sino que fue un golpe demoledor contra la moral de la 7.a División Acorazada y del resto de los regimientos blindados británicos. Un oficial de inteligencia de la 7.a División Acorazada escribió en su diario unos días después que «en la Brigada 131 estaban dándose un montón de casos de neurosis de combate. La 7.a División Acorazada tiene muy buena reputación, pero ni la Brigada 22 ni la 131 son unidades de primera clase y tuvieron las cosas demasiado fáciles en Italia».17
Dempsey estaba furioso con la actuación de Erskine y la de la propia división. La 7.a Acorazada, escribió en agosto el sucesor de Erskine, había hecho «un papel muy malo en Normandía».18 Pero no a todos sus regimientos les fue tan mal. «Las famosas Ratas del desierto», escribió el nuevo oficial al mando de los Sherwood Rangers, «desembarcaron en Normandía con una reputación excepcional que, debemos reconocer, les costó trabajo mantener. Creo que puede decirse que la única unidad que había combatido con esta división continuamente desde su creación fue el 11.° Regimiento de Húsares, el más famoso de todos los regimientos blindados de reconocimiento, que se ganó una reputación incomparable que nunca perdió. Cuando el 11.° salía por delante, ningún enemigo podía acercarse a varios kilómetros de distancia sin ser visto y sin que se informara debidamente de su presencia».19
La terrible emboscada sufrida como consecuencia de que no hubiera unidad alguna de reconocimiento supuso desde luego un golpe tremendo. Pero el aspecto más inquietante de la batalla fue la incapacidad de los tanques Cromwell de poner fuera de combate a un carro blindado Tiger, incluso a una distancia mínima. Ya antes de la invasión habían corrido rumores acerca de la inutilidad de los tanques británicos. El coronel lord Cranley se había sentido en la obligación de advertir del asunto a los Sharpshooters, pero «no tenía sentido quejarse como si no pudiéramos utilizar otros, así que teníamos que hacer las cosas lo mejor que pudiéramos».20 El tanque Cromwell era rápido marchando de frente y tenía un perfil bajo, pero, debido a lo aplastado de su delantera, resultaba vulnerable y tenía un cañón muy poco eficaz. Patton hablaba en tono displicente tanto del Cromwell como del Churchill, e incluso los generales británicos eran conscientes del «defecto de diseño» del Cromwell.21
En una carta a de Guingand del día 12 de junio, Montgomery manifestaba su esperanza de desechar de inmediato cualquier idea relativa a la inferioridad de los tanques británicos, por mucho que fuera verdad. No quería que sus tropas acorazadas desarrollaran un «complejo de Tiger y Panther».22 Pero el propio Montgomery había criticado el diseño de los carros blindados británicos en agosto del año anterior, cuando dijo: «Los tanques alemanes nos superan».23 Pero intentar suprimir de un plumazo el problema casi un año después era ir en contra de la realidad. El cañón de 88 mm de los alemanes, instalado tanto en los tanques Tiger como en las baterías antiaéreas utilizadas contra objetivos terrestres, podía quitar de en medio a los blindados aliados antes de que éstos los tuvieran a tiro. En un tanque que fue volado cerca de Tracy-Bocage se encontró el diario de un oficial británico de la brigada de Hinde. La penúltima anotación, escrita el domingo 11 de junio, decía: «El escuadrón salió para intentar tomar una posición y tuvo que regresar rápidamente tras perder cuatro tanques. Después de cuatro años de preparativos para la invasión, ¿por qué nuestros vehículos son inferiores?».24
Orgullosos de su sofisticación tecnológica, los americanos quedaron pasmados al comprobar que incluso las armas alemanas de pequeño calibre, especialmente su ametralladora ligera, la MG 42, eran manifiestamente superiores. La reacción de Eisenhower al enterarse de hasta qué punto eran mejores los tanques alemanes no sería muy distinta de la Montgomery y su intento de borrar de un plumazo el asunto. Escribió inmediatamente al general Marshall y envió a Estados Unidos a un experto en carros blindados de alta graduación para que discutiera qué podía hacerse para mejorar su munición antitanque.25 Montgomery debería haber escrito a Churchill exigiendo un aumento masivo de la producción de tanques Firefly, provistos del excelente cañón de diecisiete libras. El primer ministro, antiguo soldado de infantería, habría hecho todo lo que estuviera en su mano para ayudar.
Justo antes de la operación de Villers-Bocage, Churchill se encontraba en un estado de efervescencia. Finalmente había viajado a Francia para efectuar su primera visita a la zona de la invasión y había recibido noticias halagüeñas de Stalin. «He recibido el siguiente aviso de U.J. [Uncle Joe[26]]» telegrafió a Roosevelt. «Y parece bueno. "La ofensiva de verano de las fuerzas soviéticas, organizadas de acuerdo con lo pactado en la Conferencia de Teherán, empezará hacia mediados de junio en uno de los sectores importantes del frente"».26 Era la confirmación de la Operación Bagration, quizá la ofensiva más eficaz de toda la guerra.
El 12 de junio, tras pasar la noche en su tren particular, Churchill embarcó en el destructor Kelvin, de la Marina de Su Majestad, en Portsmouth, acompañado del mariscal Smuts y del mariscal sir Alan Brooke. Cuando cruzaron el canal, Brooke anotó que pasaron «ante convoyes de lanchas de desembarco, dragaminas, secciones de rompeolas flotantes (Phoenix) remolcados, secciones de muelles flotantes (Whales), etc.». Avistaron la costa de Courseulles-sur-Mer a las 11:00. «La escena era indescriptible», escribió Brooke. «El mar estaba cubierto por doquier de barcos de todas las dimensiones y formas, y la actividad era continua. Pasamos ante filas de LST anclados y finalmente llegamos a "Gooseberry", esto es, una hilera de barcos hundidos en semicírculo que formaban una especie de puerto».27
El almirante Vian se reunió con ellos en su gabarra y luego todos se trasladaron a un DUKW que los condujo fuera del agua directamente hasta la playa. «Fue un momento maravilloso verme a mí mismo volviendo a Francia casi exactamente cuatro años después de ser obligado a salir de ella», escribió Brooke. «Volvían a mi cabeza oleadas de recuerdos de mi último viaje lleno de desesperación, de aquellos largos cuatro años de trabajo y angustia». El general Montgomery estaba esperándolos en la playa con una pequeña columna de jeeps. La numerosa comitiva subió a los vehículos y fue conducida a lo largo de la carretera de Bayeux hasta el cuartel general del XXI Cuerpo de Ejército, en la finca del castillo de Creully. Tras una reunión informativa típica de Monty, Churchill y su séquito se pusieron en marcha para visitar a Dempsey en el cuartel general del 2.° Ejército. La ruta seguida los llevó por campos que se habían librado de la destrucción. Churchill de volvió hacia Brooke y dijo: «Estamos rodeados de vacas gordas tumbadas en prados rozagantes con las patas cruzadas». Pero Brooke anotó también que «la población francesa no parece en absoluto contenta de vernos». Churchill oyó también contar anécdotas acerca de las mujeres francesas que hacían de francotiradoras. «Ha habido una notable cantidad de mujeres que tiraban contra nosotros y contra los americanos».28
Cuando finalmente regresaron a Courseulles, observaron una incursión fallida de bombarderos alemanes y a continuación subieron de nuevo en la gabarra del almirante Vian para dar una vuelta a lo largo de la costa. Churchill contempló extasiado cómo un monitor abría fuego con sus cañones de 14 pulgadas contra objetivos situados tierra adentro. Declaró que «nunca había estado en un buque de Su Majestad que estuviera atacando al enemigo» e insistió en subir a bordo. Por fortuna, anotó Brooke, resultaba demasiado difícil subir por la escalerilla y el entusiasmado primer ministro vio cómo se le negaba aquel «peligroso entretenimiento». Ello no impidió a Churchill jactarse falsamente ante Roosevelt en los siguientes términos: «Fuimos y les pegamos un zambombazo a los alemanes desde nuestro destructor, pero aunque estábamos a una distancia de unos seis mil metros no se dignó respondernos».29 Sin embargo, el primer ministro no estuvo totalmente lejos de la línea de fuego, ni siquiera cuando llegaron a Inglaterra. Aquella noche, a su regreso a Londres, cayeron las primeras bombas volantes V1.
Los buques de guerra de la Marina Real no cejaron en su bombardeo. El 13 de junio, el acorazado Ramillies, de la Marina de Su Majestad, tuvo que volver a Portsmouth para rellenar los depósitos.30 Y al día siguiente, una bomba del buque inglés Rodney mató al Brigadeführer Fritz Witt, comandante de la 12.a División de la SS Hitlerjugend, y a uno de sus oficiales de rango inferior en su puesto de mando. En su lugar asumió el mando el dinámico Panzer Meyer.
Aquella mañana del 14 de junio, el general De Gaulle, acompañado de un gran séquito de diecinueve personas, viajó a Portsmouth desde el Hotel Connaught de Londres en un convoy de seis automóviles. El comandante en jefe de las fuerzas de Portsmouth se presentó a saludarlo, aunque había llegado antes de hora en el King’s Stairs para embarcar. La espera, durante la cual se produjo la típica conversación banal —que nunca fue uno de los fuertes de De Gaulle—, se prolongó más de lo debido a causa del retraso del buque de la Francia Libre, el destructor La Combattante. Esta circunstancia, comentó el oficial de enlace británico, dio lugar a una «pequeña demostración de malhumor» por parte del general.31 El comandante en jefe había puesto a su disposición la gabarra del almirante, pero no era lo bastante grande para que cupiera todo su equipaje, sorprendentemente numeroso para lo que se suponía una excursión de un día, de modo que hubo que mandar llamar a una barca de escolta para que lo llevara. Evidentemente parte del séquito pretendía quedarse en Francia sin avisar a los británicos. «La bandera personal del general De Gaulle fue izada en el palo mayor en cuanto subió a bordo».
Cuando avistaron la costa francesa, uno de los integrantes del séquito dijo a su líder:
—¿Se le ha ocurrido pensar, mi general, que hoy hace cuatro años que los alemanes entraron en París?
—Bueno, pues se equivocaron —fue la inimitable respuesta que obtuvo.32
En la playa fueron recibidos por oficiales del Estado Mayor de Montgomery, que no podían dar crédito al tamaño del grupo y a la cantidad de equipaje que llevaban consigo. Montgomery había pedido a De Gaulle que no trajera a más de dos personas a almorzar, pero su petición fue tratada con un desprecio monárquico. A la hora de la verdad, sólo el general De Gaulle, el embajador francés Viénot, y los generales Koenig y Béthouart subieron a los jeeps suministrados por el XXI Grupo de Ejército. Los otros quince miembros del séquito y el equipaje tuvieron que esperar en la playa hasta que se encontraron medios de transporte para trasladarlos a Bayeux. De Gaulle intentó incluso en el último momento insistir para que los jeeps fueran conducidos por los chóferes franceses que había traído consigo.
El disgusto que producían a Montgomery los cigarrillos era bien conocido, pero, al parecer, De Gaulle y sus acompañantes llenaron de humo su caravana. Según el oficial de enlace de la Marina que los acompañaba, aquello «no contribuyó demasiado a congraciarlos con el propietario» del vehículo.33 Puede que el almuerzo resultara para Montgomery toda una ordalía diplomática, pero evidentemente tampoco agradó demasiado a De Gaulle. Sus acompañantes notaron que empezó a relajarse únicamente después, cuando los jeeps del XXI Grupo de Ejército los condujeron a Bayeux, donde debían reunirse con el resto del séquito. La noticia de la presencia de De Gaulle se propagó rápidamente. El cura de la localidad, el padre París, se presentó trotando en su caballo. Reprochó jovialmente al general no haber venido a estrechar su mano. De Gaulle bajó del jeep y abriendo sus brazos, que parecían interminables, dijo:
—Monsieur le curé, no estrecho su mano. Le doy un abrazo.34
En Bayeux, el general se dirigió a la subprefectura. Allí se entrevistó con el subprefecto, que acudió luciendo orgullosamente su faja tricolor. Para mayor espanto suyo, el funcionario recordó de repente que el retrato del mariscal Pétain seguía colgando de la pared. De Gaulle, que a menudo era muy quisquilloso, podía también erguirse majestuosamente por encima de las ofensas involuntarias. Continuó hablando con el funcionario visiblemente abochornado como si no hubiera pasado nada. Y también ese día De Gaulle dio muestras de su ingenio adusto cuando en medio de la multitud una anciana se confundió de saludo y exclamó:
—Vive le Maréchal!
Se cuenta que el general musitó a su acompañante:
—Otra que no lee los periódicos.
Por otro lado, puede que la mujer perteneciera a alguna familia de agricultores de fuera de la ciudad. El autor de la historia oficial de la guerra, el sargento Forrest Pogue, comprobó una y otra vez que los normandos de las zonas rurales odiaban a Laval, pero no a Pétain, y que sentían cierta desconfianza hacia De Gaulle.35
En cualquier caso, no cabe prácticamente duda de la calurosa acogida que tuvo De Gaulle en Bayeux. Este hecho era especialmente importante, pues el general tenía la intención de establecer de inmediato su propia Administración. De Gaulle no hizo mucho caso a la condición que había puesto Churchill a la realización de aquella visita, a saber, que no hubiera manifestaciones públicas. El general montó una plataforma improvisada en la plaza de la subprefectura y se dirigió a la multitud. Acabó su discurso con la siguiente declaración: «Le gouvernement francais salue Bayeux, la premiére ville francaise libérée». No se mencionó en ningún momento el hecho de que el gouvernement era provisoire. Luego se puso al frente de la multitud cantando la Marsellesa. La única nube en su horizonte era, según el informe que acababa de recibir Churchill, que la población parecía aceptar con toda satisfacción la moneda militar emitida por sus aliados y denunciada por el general como «une fausse monnaie».
De Gaulle prosiguió su viaje a Isigny y Grandchamp, pero llegó demasiado tarde al punto en el que debía embarcar para que La Combattante zarpara aquella misma noche. Aunque había sido advertido de que ningún barco podía abandonar el fondeadero durante las horas de oscuridad debido a la amenaza de los torpederos alemanes, De Gaulle se puso hecho una furia cuando las autoridades navales británicas negaron al capitán francés permiso para levar anclas, pero se mostró de muy buen humor por la acogida que había tenido. Según comentó el oficial de enlace británico, quizá el hecho de haber logrado «colocar» a cuatro miembros de su partido en Francia, «contribuyera a ese sentimiento de satisfacción».36 Montgomery, sin embargo, envió dos comunicados a Churchill. El primero decía que la visita de De Gaulle a su cuartel general había sido «un gran éxito», pero luego mandó otro en el que afirmaba sin aportar pruebas que la acogida del general en Bayeux había sido «definitivamente tibia». Añadía que De Gaulle había «dejado en Bayeux a un funcionario de la administración civil y a tres coroneles, pero no tengo ni idea de cuál es su función37 [27]».
La actitud de Roosevelt hacia el líder del Gobierno Provisional no había cambiado, ni mucho menos. Ese mismo día telegrafió a Churchill: «En mi opinión, deberíamos hacer plenamente uso de cualquier tipo de organización de influencia que pueda tener hasta el momento en la medida en que sea posible sin imponérselo como gobierno al pueblo francés por la fuerza de las armas y sin dar reconocimiento a sus hombres como Gobierno Provisional de Francia».38
Churchill, que había estado considerando la posibilidad de reconocer a De Gaulle como jefe del Gobierno Provisional, mantuvo también una actitud implacable a raíz de la pelea que tuvo con el general por su negativa a enviar oficiales de enlace franceses. Justo antes de su visita a Francia escribió a Eden en los siguientes términos: «No hay ni rastro de generosidad en este hombre, que sólo desea presentarse en esta operación como el salvador de Francia».39 La prensa británica y la mayoría de los diputados del Parlamento, por otra parte, apoyaban con fuerza a De Gaulle. Esa misma mañana The Times había calificado de «intolerables» las relaciones de los aliados con el Gobierno Provisional[28]. Pero para Churchill, las relaciones con «ese anglófobo obstinado, ambicioso y detestable» se habían convertido en un asunto que podía obligarlo a presentar su dimisión. «Si la política seguida por el gobierno hasta el momento es atacada, lo contaré todo en el Parlamento. Puede que dé lugar a la formación de un nuevo gobierno, pues tengo la intención de contarlo todo y el Parlamento puede destituirme si lo desea».
Sin embargo, De Gaulle conseguiría muchas más cosas por medios encubiertos. Los oficiales que había dejado en Francia a modo de «Caballo de Troya», junto con otros que ya se habían reunido allí, convirtieron Bayeux en la capital de la Francia Libre.40 Los oficiales aliados no tardarían en descubrir que era más práctico colaborar con ellos e ignorar discretamente las instrucciones atrasadas que les mandaban los políticos de Londres.
Mientras que Bayeux era una ciudad de paz y de abundancia, Caen, la capital del Calvados, seguía sufriendo ignominiosamente como consecuencia de los bombardeos. La mañana del 9 de junio, un punto de referencia muy querido, el campanario de Saint-Pierre, fue abatido por una bomba del buque Rodney, de la Marina de Su Majestad. Le panorama est tout changé, escribía con tristeza un habitante de la ciudad.41 Los edificios fueron incendiados en el curso de otras incursiones aéreas, y la impresión que producía la lluvia bajo el cielo azul era en realidad la de plomo fundido cayendo de los tejados.
Los cirujanos y los médicos del Bon Sauveur estaban agotados de tanto trabajar. La llegada de heridos en ambulancia, en camilla, o, en una ocasión, en la trasera de un tanque alemán, era anunciada mediante silbatos. Como si de un hospital de campaña se tratara, había un médico encargado de realizar una primera selección inmediata y de decidir quién debía ser operado primero. La tensión que sufrían los cirujanos era enorme. Uno decía: «Sencillamente no puedo ver más sangre». Otro murmuraba: «Estoy agotado. Creo que si me trajeran otro herido, no podría operarlo». No sabían ni qué día de la semana era.42
Durante los primeros días, habían llevado al hospital desde Troarn a tres paracaidistas canadienses malheridos. Uno de ellos, un teniente, empezó a gritar cuando se dio cuenta de que el cirujano pretendía amputarle el brazo derecho. Se mandó llamar a un traductor, y el teniente explicó que era pintor. El cirujano accedió a hacer todo lo posible por salvar el brazo. El hombre estuvo a punto de morir durante la operación, pero se salvó gracias a una enfermera que se ofreció voluntaria para que le hicieran una transfusión de sangre.
Otro suceso que estremeció a todo el mundo en el Bon Sauveur se produjo cuando fue ingresado el propietario de un café con una herida de bala en un muslo. Trascendió que, estando borracho, había disparado a varios soldados de la Hitlerjugend que estaban saqueando su local, acción por lo demás bastante habitual. Mientras era operado por un cirujano, apareció un oficial de la SS armado con una metralleta. El militar empezó a golpear al paciente mientras estaba en la mesa de operaciones, preguntándole si había abierto fuego contra los soldados. El propietario del café no podía hablar y no respondió. El oficial de la SS lanzó una ráfaga de su metralleta contra su pecho y lo mató allí mismo, delante de todo el personal médico.43
Los cálculos del número de individuos que buscaron refugio en el Bon Sauveur y en la Abbaye aux Hommes son muy variados, y van desde los tres mil a los quince mil. La iglesia Saint-Étienne estaba también atestada de refugiados, que dormían sobre paja como «en la Edad Media».44 Se abrieron antiguos pozos, que eran el único suministro de agua disponible. Los hombres y mujeres jóvenes hacían las veces de forrajeadores, y salían a buscar comida en las despensas de las casas en ruinas o internándose en las zonas rurales, evitando las patrullas alemanas. Los animales muertos por la explosión de bombas y obuses eran despiezados para aprovechar su carne. Los productos lácteos eran fáciles de conseguir, pues los granjeros no podían mandar nada al mercado. En el principal refugio de la ciudad, al sureste del Orne, el convento de las Hermanitas de los Pobres, las quinientas personas acogidas casi sentían deseos de quejarse por la cantidad de mantequilla que contenía el pan. (En París, mientras tanto, la mantequilla alcanzaba precios astronómicos en el mercado negro). Fuera de esos refugios, Caen era una especie de siniestro depósito de cadáveres. Las ratas engordaban con los cuerpos enterrados entre las ruinas y los perros abandonados devoraban las piernas o los brazos que sobresalían entre los escombros.
En París, las autoridades de Vichy hicieron un esfuerzo por socorrer a Caen. Dos camiones cargados con alimentos y mantas y una cocina de campaña fueron enviados por el Secours National, bajo la dirección de monsieur Gouineau.45 El viaje fue muy azaroso. En Lisieux, los soldados alemanes estaban obsesionados con los «terroristas» de la Resistencia. Pegaron un tiro a un gendarme en la calle simplemente porque llevaba al cinto su pistola reglamentaria. Monsieur Gouineau, sabiendo que todos los bancos de Caen habían sido destruidos, tenía autorización para sacar cien millones de francos en Lisieux. No tuvo tiempo de contar el dinero, así que firmó el recibo a ciegas y prosiguió el viaje hacia Caen. Cuando aparecían en el cielo los cazas aliados ondeaban frenéticamente una bandera blanca y los aviones se alejaban.
Una vez entregados los víveres y el dinero, el viaje de vuelta resultó todavía más complicado. Consiguieron un salvoconducto de la Kommandantur del ejército alemán en Caen, pero les avisaron de que la SS no respetaba ese tipo de documentos. Y pasado Lisieux, una patrulla alemana abrió fuego contra el convoy pensando que los camiones pertenecían a la Resistencia. Monsieur Gouineau y varios otros individuos resultaron heridos. No obstante, se inició un envío de provisiones y en total fueron entregadas doscientas cincuenta toneladas de víveres.
Para los franceses que quedaron detrás de las líneas aliadas, la vida fue al menos un poco más fácil. En Lion-sur-Mer, un lugareño escribía: «Desde que han llegado, los ingleses vacían sus bolsillos de chocolate, caramelos y cigarrillos, que reparten a diestro y siniestro».46 Pero no había electricidad ni agua, excepto la de los pozos, y para comer, la gente tenía que abastecerse con los productos de sus pequeños huertos. Corrían todo tipo de rumores disparatados. Algunos creían que los tanques flotantes habían cruzado el canal solos, y otros estaban convencidos de que lo habían hecho por el fondo del mar, como si fueran submarinos provistos de oruga. A menudo las golosinas y los cigarrillos no eran regalados, sino cambiados por leche, huevos o carne de las reses muertas a consecuencia de las bombas. Rápidamente se impuso un sistema no oficial de trueque —«le troc»—, según el cual dos huevos equivalían a una lata de carne en conserva.47
Los cambalaches se extendieron con una rapidez pasmosa a otro tipo de productos. Un cirujano del 2.° Puesto de Socorro de Campaña anotó que el 7 de junio, «un alto oficial de la Policía Militar llegó en un jeep cargado de consuelos terapéuticos: chocolate del ejército, golosinas y cigarrillos para los heridos. A primera hora de la mañana la policía había entrado en un burdel instalado la misma tarde del Día D en plena playa por tres mujeres aprovechando una lancha de desembarco varada, y había confiscado el dinero del negocio».48 Los marineros británicos, a menudo borrachos, pero ansiosos por conseguir más alcohol, se ponían francamente pesados recorriendo la costa de casa en casa.
Uno de los primeros aeródromos provisionales construidos por los británicos con pistas de tela metálica fue el B25, a las afueras de Le-Fresne-Camilly. Los adolescentes, fascinados por todo tipo de quincalla militar, se congregaban para mirar y hacer amistad con los aviadores y los soldados. El 15 de junio, llegó una escuadrilla de aviones Typhoon para preparar un ataque contra el cuartel general de una unidad acorazada alemana, situado en un castillo cerca de Villers-Bocage. Cuando los pilotos aterrizaron, encontraron que el aeródromo estaba siendo bombardeado y tuvieron que meterse rápidamente en las trincheras. Los tripulantes de los Typhoons sabían cuánto los odiaban los alemanes, de modo que muchos de ellos llevaban un mono caqui para no ser linchados en caso de ser abatidos. Teniendo en cuenta la actitud de superioridad mostrada por los pilotos de la RAF hacia «los marrones», como llamaban a los soldados del ejército, resulta bastante irónico que copiaran su uniforme.
Los oficiales médicos hacían cuanto podían por los civiles que resultaban heridos. En un pueblo cerca de la estación de radar fortificada alemana de La Délivrande, explotó una bomba en el patio de la escuela. La hija del maestro, de dieciocho años, perdió el brazo a la altura del hombro. No había ningún médico a mano, pero «afortunadamente por la mañana los ingleses ocupan el pueblo y su primera preocupación es atender a los franceses heridos».49 El médico del batallón y sus dos asistentes se ocuparon de ella. La chica fue evacuada primeramente a un centro de selección de heridos en Hermanville y luego fue trasladada al otro lado del canal, para ser hospitalizada en Northwood, donde también fueron acogidos otros civiles franceses heridos.
Los temores que abrigaba Dempsey de que el frente se estancara resultaron exactos. Tras tomar Cambes, los Royal Ulster Rifles permanecieron en la localidad más de un mes. El teniente Cyril Rand, al mando de una unidad, describe la situación como un juego de «sillas musicales» en el que los bombardeos y las trincheras sustituyeran la música y las sillas. Su capellán, el padre John O’Brien, solía visitar las posiciones adelantadas con un poco de ron escamoteado al oficial de intendencia para echar una partida de póquer con los soldados en sus trincheras. O’Brien no paraba de atender a vivos y muertos. En uno de los breves servicios fúnebres realizados ante una tumba abierta, un oficial recién llegado casi se desmayó y cayendo de rodillas empezó a deslizarse hacia el interior de la fosa. El capellán lo agarró del uniforme y le dijo:
—No hay por qué tener tanta prisa. Todo a su tiempo.
El humor negro era prácticamente la única diversión que tenían a mano. Los Ulster Rifles llevaban consigo a un oficial de observación avanzada perteneciente a la Artillería Real. Sentía una especie de placer morboso en lanzar un par de bombas contra la posición alemana cada vez que veía a un soldado enemigo entrar en la letrina. Los Ulsters, que llevaban el uniforme totalmente embarrado, ansiaban tener la oportunidad de lavarse. Un día que estaba de retén, el teniente Rand se escabulló con la intención de tomar un baño improvisado en una casa abandonada. Se puso además una buena cantidad de agua de colonia de un frasco que encontró por allí. A su regreso, halló al general de brigada acompañado por el segundo al mando del batallón, que estaban pasando revista. El general continuó andando, aparentemente satisfecho, pero de pronto se volvió y echó una mirada extraña a Rand. El sargento de la unidad de éste murmuró a su oído:
—Creo que lo ha notado, señor.
—¿Que ha notado qué?
—Su olor, señor. Huele usted a casa de putas.50
La comida, cocinada habitualmente en una lata de galletas llena de tierra empapada en petróleo, era también sumamente monótona. Las raciones llegaban en paquetes para quince días y constaban de galleta dura, margarina, mermelada, surtido de verduras, pudding de carne y ríñones, latas de M&V (Meat and Vegetables, «carne y verduras»), pudding de ciruelas, papel higiénico, sopa, golosinas, cigarrillos (siete por persona al día), cerillas, y té instantáneo mezclado con leche en polvo y azúcar para ser preparado al momento. Había además bloques de harina de avena que se echaban en agua para hacer gachas para el desayuno, como única alternativa a las latas de tocino saladísimo y pegajoso y a los huevos en polvo. No es de extrañar que el cambalache de cualquier cosa por productos frescos se convirtiera en una obsesión.
La guerra de trincheras y la posibilidad totalmente arbitraria de encontrar la muerte que llevaba aparejada, dieron lugar a numerosas supersticiones. Casi no había nadie que se atreviera a tentar a la suerte diciendo que «cuando regresara a casa» iba a hacer esto o aquello. Para todos, excepto para los más entregados, la esperanza de que le «tocara una Blighty» —una herida que exigiera la evacuación a Gran Bretaña, pero no supusiera ninguna incapacitación— equivalía a soñar con que le cayera a uno la lotería. Una medalla estaba muy bien, pero todos preferían que fuera otro el que hiciera el papel de héroe, «ganando la guerra él solito». Los hombres deseaban simplemente volver a casa vivos.
En casi todas las unidades de infantería de la mayoría de los ejércitos de reclutas no había prácticamente más que un puñado de hombres dispuestos a asumir riesgos y lanzarse al ataque. En el otro extremo de la escala, solía haber un número parecido de individuos que hacían todo lo posible para evitar el peligro. La mayoría estaba entre uno y otro extremo, y simplemente seguía a los valientes, aunque, al tener que enfrentarse a un desastre repentino, podía también salir corriendo con los cobardes. El primer estudio del comportamiento de los hombres en el fragor de la batalla se llevó a cabo en Sicilia en 1943. Montgomery, horrorizado, rompió el informe temiendo el efecto que pudiera tener sobre la moral, y la carrera del oficial que lo escribió se vio perjudicada. Más tarde aparecieron nuevas evidencias que venían a respaldar sus tesis[29]. Incluso en el Ejército Rojo, los oficiales estaban seguros de que seis de cada diez soldados no disparaban nunca sus fusiles durante la batalla. Esta constatación indujo a un alto mando a proponer que se inspeccionaran las armas después de los combates y que todo aquel que tuviera el cañón de su fusil limpio fuera tratado como desertor.51
Este perfil de las unidades probablemente se viera reflejado también en las divisiones de infantería alemanas por debajo de la media, pero casi con toda seguridad no en la élite de las unidades de granaderos acorazados y de paracaidistas, o en la Waffen-SS, cuyos integrantes estaban muy bien adoctrinados. Estaban todos ellos convencidos de que el dominio de Alemania era justo y de la «victoria final». Su obligación era salvar a la patria de la aniquilación. Difícilmente podría estar más clara la diferencia entre los soldados de una democracia y los de una dictadura. No obstante, la moral del soldado alemán en Normandía era muy vulnerable. El Ministerio de Propaganda y sus propios oficiales habían hecho demasiadas promesas. Muchos habían visto la invasión como una oportunidad de saldar cuentas con los aliados por los bombardeos sufridos y en su aplastamiento la posibilidad de poner fin a la guerra.
«Todo el mundo está ahora pendiente del curso que siga ulteriormente la invasión», escribía el 6 de junio un Untersturmführer de la 9.a División Acorazada de la SS Hohenstaufen. «Cuando esta tarde escuché el primer parte por la radio, sinceramente me alegré mucho, pues gracias a esta medida parece que vamos a acelerar considerablemente el final de la guerra».52 La división de la SS Hohenstaufen formaba parte del II Cuerpo Acorazado de la SS, y estaba a punto de abandonar el frente oriental y ser trasladada a Normandía para contraatacar a los británicos. Cuatro días después, cuando quedó patente que los aliados se hallaban sanos y salvos en tierra, el mismo Untersturmführer escribiría: «Si el rechazo de la invasión no se produce con tanta rapidez como hoy se piensan muchos, cabe todavía tener cierta esperanza, pues se están haciendo cosas. Y todavía tenemos guardadas las acciones de represalia».53
Cada vez que una afirmación del Ministerio de Propaganda resultaba falsa, era sustituida inmediatamente por otra. El Muro Atlántico era inexpugnable. Los aliados no se atreverían nunca a llevar a cabo una invasión. La Luftwaffe y los submarinos iban a aplastar la flota invasora. Un contraataque masivo arrojaría de nuevo a los aliados al mar. Las armas secretas de represalia obligarían a Gran Bretaña a hincarse de rodillas pidiendo la paz. Nuevos cazas a reacción barrerían de los cielos a la aviación aliada. Cuanto más desesperada era la situación, más descaradas eran las mentiras. Los incesantes embustes de Goebbels servían como una especie de anfetamina moral para los soldados destinados al frente, pero cuando su efecto cesaba, los hombres quedaban verdaderamente agotados. Sobre todo entre los soldados de la SS, la fe se convirtió casi en una adicción. Pero serían muchos más los oficiales y los soldados alemanes corrientes y molientes para los que Normandía sería la culminación de todas las dudas personales que pudieran haber abrigado acerca del resultado de la guerra.