Utah y las fuerzas
aerotransportadas
El amanecer del Día D trajo sólo un poco de claridad a las fuerzas aerotransportadas americanas dispersas por la península de Cotentin. Los elevados setos de los campos de Normandía les impedían orientarse bien. Para muchos, la luz del día significó por fin poder encender un cigarrillo sin temor a delatar su posición. También facilitó la tarea de localizar los contenedores y las cajas en los que iban los pertrechos. Un muchacho francés, con su carro tirado por un caballo, ayudó a un oficial del Estado Mayor de las fuerzas aerotransportadas en esa tarea. Los soldados alemanes también se aprovecharon de ese maná caído del cielo dentro de contenedores durante la noche. Se quedaron con un gran número de raciones K y de cajetillas de cigarrillos de los americanos.1
Los paracaidistas que habían sobrevivido al lanzamiento empezaron a formar grupos mixtos y a atacar los objetivos encomendados, aunque no podían comunicarse por radio con el cuartel general de su división. No obstante, se vieron beneficiados por la confusión mucho mayor reinante entre los alemanes. El corte de las líneas telefónicas por algunos grupos de paracaidistas y por la Resistencia había resultado una táctica muy valiosa. Las fuerzas alemanas que había en la península tampoco sabían muy bien cómo debían reaccionar. Desconocían dónde se concentraba el grueso de las fuerzas paracaidistas americanas, y carecían de liderazgo. El teniente general Falley de la 91 Luftlande-Division había muerto en la emboscada llevada a cabo cerca de su cuartel general, y el teniente general conde Karl-Wilhelm von Schlieben, comandante de la 709.a División de Infantería, seguía ausente de su puesto.
Schlieben había pernoctado en un hotel de Rennes antes de participar en los ejercicios de maniobras sobre el mapa del 7.° Ejército previstos para aquel día. El teléfono sonó a las 06:30 horas, despertándolo. «Las maniobras han sido suspendidas», le informó un oficial del Estado Mayor. «Se solicita que regrese a su unidad».2 Schlieben, dándose cuenta de que los aliados les habían tomado la delantera, ordenó a su chófer que cogiera la carretera que bordeaba la costa occidental de la península. El hombre condujo a toda velocidad y luego dobló hacia el interior, y únicamente se detuvo para recoger a un soldado alemán herido que encontraron junto a un seto al lado de la carretera. Schlieben podía oír un estruendo de cañones procedente del este.
Cuando a las seis de la mañana acabó el toque de queda, los civiles franceses comenzaron a salir de sus casas para averiguar qué había ocurrido aquella noche. En Montebourg, al norte de las principales zonas de lanzamiento, se reunieron en la plaza mayor, donde pudieron ver a unos «prisioneros americanos con el rostro tiznado» que eran vigilados por soldados alemanes. Los estadounidenses, guiñándoles un ojo, hicieron una «V» con los dedos en señal de victoria. Cuando se presentó el Ortskommandant, el alcalde no pudo resistir la tentación y le preguntó si ese día necesitaba mano de obra para plantar «espárragos de Rommel», las estacas que se colocaban para dificultar el aterrizaje de los planeadores. «No es necesario», respondió el oficial fríamente.3 Todos se dieron cuenta de que los alemanes estaban muy nerviosos.
La 82.a División Aerotransportada había tomado Sainte-Mére-Église, su primer objetivo, pero había caído en una zona muy próxima a la de las principales unidades de la 91.a Luftlande-Division, y sufriría numerosos contraataques. Su otro cometido era asegurar la línea que formaba el río Merderet con el fin de facilitar en el momento oportuno el avance del VII Cuerpo a través de la península. Resultó muy difícil, debido a lo dispersas que se encontraban sus unidades. Numerosos grupos reducidos de paracaidistas consiguieron abrirse camino y llegar al paso a nivel de la Fiére, siguiendo las vías del tren. El general de brigada James Gavin, el segundo al mando de la división, condujo a un grupo más nutrido de hombres hacia el sur para colaborar en el asalto a Chef du Pont y a su puente.
Cuando se logró establecer una pequeña cabeza de puente en esa localidad a orillas del Merderet, el cirujano del 508.° Regimiento de Infantería Paracaidista tuvo que ponerse a operar en pleno campo sin apenas recursos. Todo el equipo médico se había perdido en la operación de lanzamiento. «Un soldado tenía la pierna arrancada por la rodilla, y lo único que le quedaba era el tendón rotuliano colgando. Y yo lo tenía ahí, yaciendo en aquella zanja, y le dije, "Hijo, voy a tener que amputar toda la pierna, y deberás comportarte otra vez como un héroe, porque no tengo nada que pueda utilizar como anestésico". Y me contestó, "Adelante, doctor". Cuando corté el tendón rotuliano, ni siquiera dio un gemido».4
Otro oficial médico del mismo regimiento, que incluso había tenido que sostener en alto bolsas de plasma en medio del tiroteo, no tardó en caer prisionero. Los alemanes lo trasladaron al Feldlazarett, u hospital de campaña, que la 91 Luftlande-Division había instalado en el Cháteau de Hautteville, a unos ocho kilómetros al oeste de Sainte-Mére-Église. Los médicos alemanes lo trataron con cordialidad, y llevó a cabo su trabajo, asistiendo a paracaidistas americanos heridos, con la ayuda de un sargento alemán que era sacerdote católico en la vida civil.5
Aunque los estadounidenses eran superiores en número, la conquista del puente y la carretera de la Fiére fue una tarea muy ardua. Tomaron el objetivo, pero más tarde lo perdieron. La ubicación de las ametralladoras alemanas al otro lado del río era excelente. El propio río imposibilitaba que se pudiera rebasar sus posiciones por los flancos. La familia francesa que había salvado a tantos paracaidistas con su barca de remos había hablado a un oficial de las fuerzas aerotransportadas de la existencia de un lugar próximo por el que podía vadearse el Merderet, pero por alguna razón el militar en cuestión nunca llegó a pasar esa información. El vado sólo se aprovecharía más tarde, cuando otro soldado lo descubrió casualmente.6
Algunos de esos grupos que cayeron desperdigados lo hicieron en las zonas pantanosas de la margen izquierda del Merderet. Se encontraron con espesos setos de zarzas y espinos y con pequeños destacamentos alemanes cómodamente instalados en casas normandas cuyas gruesas paredes de piedra constituían verdaderas posiciones defensivas naturales. Una vez más, la falta de comunicación con el grueso de las fuerzas americanas en la margen derecha del río hizo imposible coordinar sus esfuerzos.
Mientras que la misión de la 82.a División Aerotransportada era retener el flanco occidental, la de la 101.a consistía en prestar ayuda en las operaciones de desembarco en Utah, en la costa oriental de la península. Ello incluía la eliminación de las baterías alemanas y la ocupación de las carreteras y los caminos que cruzaban los pantanos en la zona del interior de la playa. En Saint-Martin-de-Varreville el grupo a las órdenes del teniente coronel Cole ocupó la batería alemana allí existente, que encontraron abandonada. A continuación, tomaron el extremo occidental de la carretera que partía de la playa Utah y cruzaba la zona inundada. Otros grupos, por su parte, se encargaron de proteger el flanco norte llevando a cabo acciones de asalto, lo que convenció a los defensores alemanes de su situación de absoluto aislamiento e inferioridad numérica. Sin embargo, la ocupación de las carreteras del sur, que desde la playa conducían a Sainte-Marie-du-Mont y a Pouppeville, tuvo que posponerse debido a la posición privilegiada de las ametralladoras alemanas.
Además de asegurar las carreteras para que la 4.a División de Infantería pudiera avanzar desde la playa Utah a su llegada, la 101.a Aerotransportada tenía la misión de apoderarse de la esclusa del río Douve a su paso por La Barquette y ocupar dos puentes al noroeste de Carentan. Estas acciones permitirían más tarde que las fuerzas americanas lanzadas sobre Cotentin y la 29.a División, que debía avanzar desde Omaha, se reunieran. La sorpresa la darían las fuerzas alemanas destacadas en Saint-Cóme-du-Mont, entre Carentan y Cherburgo, cuyo elevado número las convertiría en la mayor amenaza en la zona.
Desde Carentan, el comandante Von der Heydte, que tres años antes había participado en la invasión por aire de Creta, había hecho avanzar a dos batallones de su 6.° Regimiento Paracaidista. Sus hombres, entre los más experimentados de las Fuerzas Paracaidistas de la Luftwaffe, resultarían unos adversarios formidables. Cuando amaneció, pudieron ver con asombro los numerosos paracaídas de distintos colores que yacían abandonados en los campos. Al principio se preguntaron si pertenecían a distintas unidades, aunque no tardaron en sacar sus cuchillos para cortarlos y hacerse con ellos bufandas de seda. Más tarde, el propio Heydte se adelantó aquella mañana para llegar a Saint-Cóme-du-Mont, donde se subió a la torre de la iglesia. Desde allí pudo ver la enorme armada que formaban los barcos aliados frente a la costa. Para los paracaidistas americanos, el ruido del bombardeo naval sobre la playa Utah supuso la primera garantía de que la invasión procedía de acuerdo con lo establecido. Pero con la pérdida de tanto equipamiento y tantas municiones en los lanzamientos, y la concentración cada vez mayor de fuerzas alemanas contra ellos, todo dependía de lo rápido que llegara la 4.a División de Infantería.
Los desembarcos en la playa Utah fueron los que salieron mejor, debido en gran medida a la buena suerte. Las fuerzas encargadas del bombardeo naval, al mando del contraalmirante Alan G. Kirk desde el crucero estadounidense Augusta, no eran menos potentes que las enviadas a Omaha. Kirk contaba con el acorazado americano Nevada, el monitor británico Erebus, los cruceros pesados estadounidenses Quincy y Tuscaloosa, el crucero ligero británico Black Prime y, para apoyo de proximidad, el crucero ligero británico Enterprise y doce destructores. En cuanto comenzó el bombardeo naval, la población civil francesa huyó de sus aldeas y buscó refugio en el campo para esperar, relativamente a salvo, el desarrollo de los acontecimientos.
El bombardeo, aunque no alcanzó a muchas posiciones de los alemanes, logró despejar buena parte de los campos de minas, en cuya efectividad había confiado el enemigo. Por su parte, los bombarderos medianos de la 9.a Fuerza Aérea soltaron sus cargas mucho más cerca del objetivo en Utah de lo que lo hiciera la 8.a Fuerza Aérea en Omaha, pero aun así su efecto sobre las posiciones alemanas fue mínimo. A los cohetes también les faltó precisión, pero parece que nada de eso importó.
Utah era responsabilidad del VII Cuerpo, a las órdenes del general de división J. Lawton Collins, un líder dinámico al que sus hombres apodaban «Lightning Joe» («Relámpago Joe»). El asalto estuvo encabezado por el 8.° Regimiento de Infantería, incluido en la 4.a División de Infantería del general Raymond O. Barton. La suerte desempeñó a todas luces un papel definitivo cuando la corriente empujó las lanchas de desembarco hacia el estuario del Vire. El 8.° de Infantería del coronel Van Fleet desembarcó a unos dos kilómetros al sur del lugar previsto, pero en un tramo de playa que estaba mucho menos defendido que el sector al que se suponía que debían haber llegado.
El estado más tranquilo del mar permitió también que no se perdiera ninguno de los tanques anfibios, con la excepción de cuatro de ellos que saltaron por los aires cuando la lancha de desembarco que los transportaba chocó con una mina. Uno de los tripulantes de esas lanchas los describiría como «unos monstruos marinos de apariencia misteriosa, que dependían de enormes globos de lona en forma de roscón para mantenerse a flote, subiendo y bajando en medio del oleaje y esforzándose por mantener su formación mientras nos seguían».7 De hecho, la escasa resistencia encontrada en la playa supuso que los tanques tuvieran pocos objetivos a los que atacar. Incluso el desembarco de la artillería se resolvió sin pérdidas. En total, fueron doscientas las bajas de la 4.a División de Infantería en el Día D, una cifra muy inferior a las setecientas provocadas por el ataque de un torpedero «S-boot» alemán durante el ejercicio de la Operación Tigre llevado a cabo en las costas de Slapton Sands, en Devon, en abril de ese mismo año.
El primer oficial de alto rango en poner pie en Utah fue el incontrolable general de brigada Teddy Roosevelt Jr., hijo de un antiguo presidente americano y primo de Franklin Delano Roosevelt. Teddy Roosevelt Jr. había apodado a su jeep con el nombre de «Rough Rider» («duro jinete») en honor a su padre. Al percatarse de que el 8.° Regimiento de Infantería había desembarcado en el lugar equivocado, decidió acertadamente que sería estúpido intentar trasladarse a la zona prevista. «¡Empezaremos la guerra desde aquí!», hizo saber.
Roosevelt, que en medio del fuego enemigo caminaba sin temor apoyado en su bastón, contaba con el afecto de los soldados, que apreciaban sus constantes bromas y chistes y su extraordinario arrojo. Muchos pensaban que en su fuero interno esperaba morir en el campo de batalla. Un comandante que desembarcó sin su vehículo fue caminando hacia la playa, donde lo primero que hizo fue buscar abrigo; entonces pudo ver al «general Roosevelt, sin hacer caso al tiroteo, paseando por el muro de la playa».8 El «general Teddy» también era famoso por su predilección por llevar la gorra verde oliva de tela en vez de casco, costumbre por la que a menudo fue objeto de censura por parte de otros generales, pues consideraban que daba mal ejemplo.
El ataque llevado a cabo en la playa Utah contra el fuego de fusiles y ametralladoras aisladas fue «lo más parecido a una guerra de guerrilla», como diría un oficial de la 4.a División.9 Un joven oficial encontró divertido que un coronel se le acercara en medio del tiroteo y le preguntara: «Capitán, ¿cómo diablos se carga este fusil?».10 A diferencia de Omaha, los alemanes no dispusieron de «fuego observado». En su lugar, se limitaron «a disparar a diestro y siniestro sobre toda la playa, siguiendo siempre un patrón distinto».11 Pero el hecho de que ese combate fuera relativamente fácil no significa que los hombres no estuvieran atentos a las trampas tendidas por el enemigo. Un soldado del 8.° Regimiento de Infantería recordaba que sus oficiales habían ordenado que dispararan a cualquier soldado de la SS que capturasen, puesto que eran individuos «en los que no se podía confiar» y era probable que ocultaran algún artefacto explosivo o alguna granada.12 Otro comentaba que «durante las reuniones informativas, nos comunicaron que cualquier civil que encontráramos en la zona de la playa y a cierta distancia tierra adentro debían ser tratado como soldado enemigo, disparado o acorralado».13
En menos de una hora, las playas quedaron limpias de alemanes, creándose así una especie de anticlímax. «Hubo menos nerviosismo de lo esperado y no demasiada confusión». En vez de ir abriendo pasos de cincuenta metros a través de los obstáculos, los ingenieros empezaron a despejar toda la playa al mismo tiempo. El contraste con Omaha no habría podido ser mayor.
El único factor común a las dos playas fue la supremacía aérea de los aliados. Para los soldados, la presencia de aviones Lightning, Mustang y Spitfire sobrevolándolos casi constantemente supuso una verdadera inyección de moral, aunque la aviación aliada no encontrara ningún aparato de la Luftwaffe al que atacar. Sólo fueron dos los aviones alemanes que consiguieron llegar hasta las playas el Día D, debido, principalmente, al enorme despliegue ofensivo que llevaron a cabo en el interior los aliados, dispuestos a atacar cualquier aparato aéreo que despegara. El gran alcance de los escuadrones de aviones Thunderbolt americanos que sobrevolaban las zonas del interior con el fin de atacar a los refuerzos y los tanques alemanes supuso que ese día sus pilotos encontraran, para su consternación, poquísimos objetivos en los sectores occidentales.
La frustración y el inevitable nerviosismo de ese histórico día dieron lugar a una propensión a apretar con facilidad el gatillo. La aviación aliada disparó contra camionetas francesas que funcionaban con carbón. En Le Molay, exactamente al sur de Omaha, los cazas americanos acribillaron un depósito de agua con proyectiles explosivos, tal vez pensando que se trataba de un puesto de vigilancia. El lugar se vio cubierto por un gran chaparrón que caía en todas direcciones hasta que se vaciaron los cuatrocientos mil litros del depósito.14 También por tierra y por mar las tropas mostraron una gran propensión a apretar el gatillo con facilidad. Varios aviones aliados fueron derribados por los de su propio bando, y al día siguiente un piloto americano, cuyo avión había sido derribado sobrevolando la playa Utah, fue acribillado a tiros de ametralladora por un nerviosísimo zapador mientras descendía en paracaídas.
Más allá del sector occidental de la península de Cotentin, los escuadrones de aviones Spitfire realizaban labores de patrullaje a unos ocho mil metros de altitud, mientras que los de los Thunderbolt P-47 lo hacían a menos de cinco mil. Su misión era proteger las patrullas antisubmarinas, que operaban en las rutas suroccidentales del canal, de los cazas alemanes, cuya base se creía que se encontraba en la península de Brest. Ignoraban que los aeródromos habían sido destruidos por la propia Luftwaffe por temor a una invasión en esa zona. En cualquier caso, los pilotos americanos y británicos estaban furiosos por la estéril misión encomendada, pues distaba mucho de lo que habían imaginado que iba a ser un combate directo sobre las playas.15
Otra misión muy alejada del verdadero servicio activo fue el lanzamiento desde bombarderos medianos de panfletos en los que se recomendaba a la población civil francesa que abandonara las ciudades y se refugiara en el campo. Este tipo de avisos también habían sido transmitidos por la BBC, pero muchas radios habían sido confiscadas y la mayoría de las zonas estaban sin electricidad.
Los dos primeros batallones de la 4.a División de Infantería empezaron su avance hacia el interior en cuanto la playa quedó asegurada. Un Sherman del 70.° Batallón de Tanques abrió fuego contra un fortín que protegía la carretera, e inmediatamente salieron de él con los brazos en alto los alemanes. El comandante de la compañía saltó de su tanque y se acercó a ellos, que empezaron a lanzar gritos. Tardó unos segundos en comprender que lo que le decían era Achtung! Minen!16 Rápidamente se puso a buen recaudo en el interior de su vehículo blindado y mandó llamar a los zapadores. Pero al día siguiente no tendría tanta suerte. Cuando su compañía de tanques avanzaba hacia el suroeste, en dirección a Pouppeville, unos paracaidistas heridos de la 101.a que pedían ayuda atrajeron su atención. El comandante salió de su carro blindado, llevando consigo el botiquín de primeros auxilios, pero cuando caminaba hacia ellos pisó una mina antipersona. Gritó a sus hombres que no se acercaran, pero éstos le lanzaron una cuerda y lo sacaron de allí con la ayuda del tanque. Luego le amputarían lo que quedaba de su pie izquierdo.
Fue inevitable que los civiles y sus propiedades sufrieran las consecuencias del avance de las tropas aliadas hacia el interior. Una compañía del 20.° de Artillería de Campaña, integrado en la 4.a División, sufrió un ataque procedente de los edificios de una granja. La viuda que vivía en esa propiedad les dijo que el «francotirador» era un jovencísimo soldado alemán que estaba en el granero completamente borracho. Los artilleros dirigieron uno de sus cañones hacia el granero. El primer disparo hizo que se declarara en él un incendio, y el joven alemán que seguía dentro se pegó un tiro.17
El relato de uno de los soldados resulta particularmente revelador. «Los franceses, por supuesto, vivían allí», contaba. «Nuestra presencia era para ellos una verdadera sorpresa. Supongo que no sabían en realidad cómo tomársela. Un hombre se puso a correr, y le gritamos que se detuviera. No lo hizo, y uno de los nuestros disparó contra él y lo dejó allí mismo. Recuerdo una casa en la que entraron dos de los nuestros y se pusieron a gritar, tratando de indicar a quien estuviera dentro que saliera de allí. No sabíamos ni una palabra de francés. No salió nadie. Con la culata de un fusil llamamos con fuerza a la puerta. Tiré una granada en la puerta, retrocedí unos pasos y esperé a que explotara. Entonces entramos. Había un hombre, tres o cuatro mujeres y dos o tres niños en aquella habitación. El único que había resultado herido era el anciano, que tenía un corte en la mejilla. Fue verdaderamente una suerte que ninguno de ellos muriera». Luego contaría cómo capturaron una colina con el apoyo de los tanques. «Fue muy duro. Y aquellos tipos [los alemanes] se vieron sorprendidos y se volvieron locos. Unos cuantos aún estaban en sus trincheras. Luego vi a otros que habían sido abatidos en las trincheras. No hacíamos prisioneros, y no hubo más remedio que matarlos, y lo hicimos, y yo nunca había disparado a alguien de esa manera. Hasta nuestro teniente lo hizo, y algunos de los suboficiales».18
En semejantes circunstancias, los franceses tenían que apañárselas lo mejor que podían. Dos oficiales americanos «pasaron por una pequeña granja en la que una mujer francesa bastante robusta estaba sacando a rastras de su casa el cadáver de un soldado alemán. De un empujón, lo arrojó al otro lado de la carretera que pasaba junto al seto. Nos saludó con la mano, dando a entender que le alegraba vernos, pero se metió de nuevo en casa, supongo que para limpiar tras la marimorena que se habría organizado en su interior».19 En la carretera que conducía a Sainte-Mére-Église otro americano vio «a un soldado alemán que yacía muerto, desnudo hasta la cintura y con la cara enjabonada para afeitarse».20 Estaba afeitándose cuando unos paracaidistas irrumpieron en el edificio y lo abatieron mientras intentaba huir. Detrás de la casa había una cocina de campaña, o Gulaschkanone como las llamaban los alemanes, con sus caballos de tiro todavía con las correas puestas y acribillados a balazos.
El encuentro más extraordinario que tuvo la 4.a División durante su avance para reforzar a las fuerzas paracaidistas fue el combate que protagonizó la infantería americana contra una unidad de la caballería alemana formada por antiguos prisioneros del Ejército Rojo. Los jinetes habían obligado a sus cabalgaduras a tenderse en el suelo para colocarse detrás de ellas y abrir fuego, táctica típica de la caballería. «Tuvimos que matar a casi todos los caballos», escribió un teniente poco habituado a ese tipo de combate, «porque los alemanes los utilizaban como parapeto».21
Algunas conversaciones mantenidas con los prisioneros provocaron otro tipo de sorpresas. Un alemán que había sido capturado se puso a hablar con un soldado americano de origen germano.
—Apenas queda nada en pie en Nueva York, ¿no?
—¿Qué quieres decir? —exclamó el americano.
—Bueno —replicó—. Todo el mundo sabe que ha sido bombardeada por la Luftwaffe.22
Los americanos irían descubriendo que muchos soldados alemanes se habían tragado sin rechistar todas las monstruosas falsedades que había puesto en circulación la propaganda nazi.
Los paracaidistas habían conseguido resistir a las contraofensivas alemanas en su cabeza de puente de Chef du Pont, en el río Merderet. Con sus bazucas lograron inutilizar dos tanques ligeros franceses pertenecientes al 100.° Batallón Acorazado. En otros lugares, particularmente en los alrededores de Sainte-Mére-Église, frenaron el avance enemigo con granadas Gammon, que se demostraron igual de efectivas.
El teniente general Von Schlieben, comandante en jefe de la 709.a División de Infantería, había abrigado la esperanza de que el estruendo de los tanques sembrara el pánico entre los americanos. Ordenó que ese batallón de tanques Renault dependientes de su división, que habían sido incautados a los franceses en 1940, maniobraran alrededor de las fuerzas americanas, pero cuando se aproximaron a éstas, los paracaidistas estadounidenses se dieron cuenta de la relativa facilidad con la que esos obsoletos vehículos blindados podían ser inutilizados con sus granadas Gammon. Sin embargo, los comandantes de las fuerzas aerotransportadas seguían mostrándose sumamente preocupados. Por un lado, sus hombres disponían de pocas municiones, y por otro, aún no sabían cómo iba desarrollándose la invasión de los soldados llegados por mar. La población civil francesa temía que los desembarcos acabaran fracasando como había sucedido con la incursión llevada a cabo en Dieppe en 1942, y que los alemanes volvieran para vengarse de todos aquellos que habían ayudado a los americanos. Incluso corrieron rumores de que la invasión había fracasado, de modo que cuando los Sherman y las primeras unidades de la 4.a División de Infantería comenzaron a encontrarse con los soldados de la 101.a Aerotransportada, el alivio fue considerable. El avance a través de las estrechas carreteras de la zona había sido lento, y tuvo que interrumpirse antes de que cayera la noche, pero al menos el flanco derecho entre Sainte-Mére-Église y los pantanos situados junto al mar había quedado asegurado por los regimientos complementarios de la 4.a División.
La zona próxima a les Forges, al sur de Sainte-Mére-Église, donde debía aterrizar parte del 325.° Regimiento de Infantería de Planeadores a las 21:00 horas, todavía no había sido asegurada convenientemente. Justo al norte conseguía aguantar un batallón de Osttruppen integrado por georgianos. Desplegados entre Turqueville y Fauville, en la carretera que iba desde Carentan hacia el norte, estos soldados impedían la llegada de refuerzos a las tropas cada vez más acorraladas que se encontraban en Sainte-Mére-Église, localidad que Schlieben pretendía reconquistar desde el norte. Cuando los sesenta aparatos del 325.° Regimiento de Planeadores comenzaron el descenso, las ametralladoras enemigas abrieron fuego intenso contra ellos. Durante los aterrizajes, se produjeron ciento sesenta bajas entre muertos y heridos, pero los que lograron sobrevivir lo hicieron con todo su equipamiento intacto y en perfectas condiciones físicas. Aquella misma noche entraron en acción: vadearon el Merderet y se dirigieron a nado a su margen izquierda para asegurar el cruce del río a su paso por La Fiére, en el sector oeste.23
Cuando los primeros americanos prisioneros atravesaron Carentan, el batallón de reserva del 6.° Regimiento Paracaidista de Heydte se quedó mirando a sus homólogos procedentes del otro lado del Atlántico, todos ellos de elevada estatura y con la cabeza rapada. «Parece que hayan salido realmente de Sing Sing», comentaban en tono jocoso los alemanes.24 Desde Carentan, los prisioneros fueron conducidos hacia el sur, a Saint-Lô, para ser interrogados en la Feldkommandantur, y a continuación trasladados a un campo de concentración, que apodaron «la Colina del Hambre», por la poca comida que recibían. La población civil francesa, que, por la frenética actividad de los alemanes, antes de que saliera el sol ya era perfectamente consciente de que había comenzado la invasión, observó la llegada de esos hombres con simpatía.
Los ciudadanos de Saint-Lô habían sentido un gran alivio el día anterior por la precisión demostrada por un caza americano en el bombardeo de la estación de ferrocarril. Un grupo de individuos que jugaban a las cartas había contemplado la escena «como si se tratara de una película», y se había puesto a aplaudir. «Estos pilotos amigos», escribió uno de ellos más tarde, «nos reconfortaron con la idea de que los aliados no se dedicaban a bombardear ciegamente objetivos en los que la vida de los civiles corriera peligro».25 Pero a las 20:00 horas del 6 de junio los bombarderos aliados comenzaron a arrasar esa localidad de manera sistemática, como parte de una estrategia destinada a bloquear los principales cruces de carreteras y retrasar así la llegada de refuerzos alemanes a la zona de invasión. Los avisos transmitidos por radio y los panfletos de los aliados no habían sido recibidos o no habían sido tomados en serio.
«Las ventanas y las puertas vuelan por toda la habitación», recordaría un habitante de la ciudad. «El reloj del abuelo se estrella contra el suelo; las mesas y las sillas danzan una especie de ballet». Las familias aterrorizadas buscaron refugio en los sótanos, y muchas personas quedaron enterradas vivas. Algunos veteranos de la primera guerra mundial se negaron a refugiarse bajo tierra. Habían visto a muchos compañeros morir asfixiados bajo la tierra de las trincheras bombardeadas. El polvo que se levantaba al derrumbarse los edificios hizo que el aire fuera irrespirable. Durante esa «noche de la gran pesadilla» los habitantes de Saint-Lô pudieron contemplar las siluetas de los chapiteles de su pequeña catedral envueltas en llamas. Algunos rompieron a llorar ante el escenario de su ciudad en ruinas.
Cuatro miembros de la Resistencia de Cherburgo fueron asesinados en la cárcel. El cuartel general de la Gendarmería, la Cáseme Bellevue, fue completamente destruido. Más de la mitad de las casas de Saint-Lô quedaron arrasadas. Los médicos y sus ayudantes poco pudieron hacer, e incluso se vieron obligados a desinfectar las heridas con Calvados. Acelerada por la vibración que producían los bombardeos, una mujer en avanzado estado de gestación rompió aguas y parió a su hija «en medio de aquel apocalipsis».26 En cuanto comenzó la incursión aérea, muchos salieron corriendo instintivamente para buscar refugio en el campo, en graneros y granjas.27 Cuando por fin reunieron el valor necesario para regresar a Saint-Lô, quedaron horrorizados al sentir el olor de los cadáveres enterrados aún bajo las ruinas. Habían muerto unos trescientos civiles. De repente fueron conscientes de que Normandía iba a ser el cordero ofrecido en sacrificio para la liberación de Francia.