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Ojo al canal

Mientras la Wehrmacht esperaba que se produjera la invasión, Hitler permanecía en Berghof, su residencia alpina de montaña situada encima de Berchtesgaden. El 3 de junio, mientras los barcos de los aliados cargaban, se había celebrado una boda en aquel entorno enrarecido. La hermana menor de Eva Braun, Gretl, se casó con el SS-Gruppenführer Hermann Fegelein, representante de Himmler en el cuartel general del Führer. Los invitados se pusieron sus mejores trajes y uniformes. La única excepción fue Hitler, que llevaba su habitual guerrera gris rata. Rara vez se vestía de gala, fuera cual fuera la ocasión. Asumiendo el papel de padre de la novia, Hitler no puso objeción a que se sirviera champaña en abundancia y permitió que la concurrencia bailara al son de una banda de la SS. Abandonó la fiesta pronto y dejó que los demás siguieran celebrando la boda hasta altas horas de la madrugada. Martin Bormann cogió tal borrachera de schnapps que tuvo que ser llevado a rastras hasta su chalet.

Hitler se sentía seguro. Deseaba que el enemigo llegara cuanto antes, convencido como estaba de que la invasión de los aliados sería aplastada en el muro Atlántico. El ministro de Propaganda del Reich, Josef Goebbels, suponía incluso que los aliados no se atreverían a cruzar el canal. Su gran eslogan en aquellos momentos era: «Se supone que van a venir. ¿Por qué no vienen?».1

Hitler había llegado a convencerse de que hacer que fracasara la invasión supondría obligar a británicos y a americanos a abandonar la guerra completamente derrotados. Entonces concentraría todos sus ejércitos en el frente oriental contra Stalin. No le importaban las bajas que pudieran sufrir los ejércitos alemanes en Francia en aquella batalla defensiva. Ya había demostrado lo poco que le interesaban las pérdidas de vidas humanas, incluso las de su propia formación de guardia, la 1.a División Acorazada de la SS Leibstandarte Adolf Hitler. No obstante, cada año enviaba a sus hombres los lotes de Navidad en los que había chocolate y schnapps, pero no cigarrillos, pues eran nocivos para la salud. Himmler tenía que suplir esa carencia con los recursos de la propia SS.2

El Muro Atlántico, que supuestamente se extendía desde Noruega hasta la frontera española, era más un triunfo de la propaganda para consumo interno que una realidad física. Hitler había caído una vez más víctima del autoengaño de su régimen. Se negaba a reconocer cualquier tipo de comparación con la Línea Maginot francesa de 1940, e incluso a escuchar las quejas de los responsables de las defensas costeras. No tenían suficiente hormigón para los bunkeres y las baterías, pues el propio Hitler había dado prioridad a los enormes refugios para submarinos. La Kriegsmarine había perdido la batalla del Atlántico, pero él seguía creyendo que la nueva generación de submarinos que estaba desarrollándose iba a destruir a la Marina de los aliados.

El comandante en jefe del Oeste, el mariscal Gerd von Rundstedt, consideraba el Muro Atlántico «simplemente un burdo farol».3 Como muchos altos oficiales, el anciano Rundstedt no olvidaba la máxima de Federico el Grande: «El que lo defiende todo no defiende nada». Creía que la Wehrmacht debía abandonar Italia, «ese espantoso país en forma de bota», y mantener una línea al otro lado de los Alpes. Tampoco estaba de acuerdo con la retención de tantas tropas en Noruega, cuya importancia estratégica consideraba «un asunto puramente naval[4]».

Casi todos los altos oficiales alemanes criticaban en privado la obsesión de Hitler con las «fortalezas». A los puertos de Dunkerque, Calais, Boulogne, Le Havre y Cherburgo, en la costa del canal, y Brest, La Rochelle y Burdeos, en el Atlántico, se les había designado a cada uno una Festung que debía resistir hasta el último hombre. Hitler se negaba también a contemplar la posibilidad de hacer intervenir a la división reforzada con base en las Islas Anglonormandas pues, juzgando a los británicos como si fueran él mismo, estaba seguro de que desearían recuperar el único pedazo de su territorio que había conseguido ocupar.

Hitler estaba convencido de que sus órdenes de levantar «fortalezas», en el este y el oeste, constituían la mejor forma de mantener a raya al enemigo y de evitar que sus generales permitieran la retirada. De hecho aquello supuso que las guarniciones —120 000 hombres en el caso del norte de Francia no estuvieran luego disponibles para ayudar a defender Alemania. Su política era contraria a cualquier principio tradicional del Estado Mayor del ejército alemán, que insistía en la flexibilidad. Y cuando Rundstedt señaló que con sus cañones y sus reductos de hormigón orientados al mar eran vulnerables a los ataques desde tierra, su observación «no fue acogida favorablemente».4

No obstante, incluso muchos oficiales experimentados, y no sólo los fanáticos de la Waffen-SS, miraban la inminente batalla con cierta confianza. «Considerábamos que el desembarco de Dieppe era una prueba de que podíamos repeler cualquier invasión», dijo más tarde el teniente general Fritz Bayerlein a sus interrogadores americanos. Se habían generalizado las ansias de enfrentarse directamente al enemigo sobre el terreno. «La guerra ha cambiado de cara de forma espectacular», escribía un teniente apenas cinco días antes de los desembarcos. «Ya no es como en el cine, donde los mejores sitios están detrás. Continuamos alerta y esperamos que lleguen pronto. Pero me preocupa que no vayan a venir y que, por el contrario, intenten acabar con nosotros simplemente por vía aérea». Dos días después de la invasión murió en el curso de los bombarderos de los aliados.5

La cuestión fundamental, por supuesto, era dónde iban a atacar los aliados. Los planes de contingencia alemanes habían considerado la posibilidad de Noruega y Dinamarca, e incluso la eventualidad de desembarcos en España y Portugal. Los oficiales del Estado Mayor del OKW (Oberkommando der Wehrmacht), examinaron cuidadosamente las posibilidades de ataque contra la costa mediterránea de Francia y contra el golfo de Vizcaya, especialmente contra Bretaña y también contra los alrededores de Burdeos. Pero las zonas más verosímiles eran aquellas que estaban al alcance de las bases aéreas de los aliados en el sur y en el este de Inglaterra. Ello significaba que el ataque podía tener lugar desde la costa de Holanda hasta cualquier punto del canal de la Mancha, hasta la altura de Cherburgo, en el extremo de la península de Cotentin.

El Führer había confiado la tarea de mejorar las defensas del canal al mariscal Erwin Rommel, comandante en jefe del Grupo de Ejército B. Rommel; otrora firme partidario de Hitler, había quedado desmoralizado al comprobar la superioridad aérea de los aliados en el norte de África. El enérgico general de acorazados, que se había convertido en todo un héroe nacional, llamaba ahora cínicamente a las hipnóticas arengas lanzadas por Hitler a los generales deprimidos «tratamientos de rayos de sol». Sin embargo, Rommel nunca desistió en sus intentos de mejorar las defensas de la costa.

El objetivo más evidente de todos era el paso de Calais. Ofrecía a los aliados la ruta marítima más corta, la mejor oportunidad de recibir apoyo aéreo constante, y una línea de avance directo hacia la frontera alemana, situada a menos de 300 km de distancia. Si tenía éxito, esta invasión aislaría a las fuerzas alemanas situadas más al oeste y rebasaría además las plataformas de lanzamiento de los V-1, que no tardarían en estar listas. Por todos estos motivos, las principales defensas de todo el Muro Atlántico habían sido concentradas entre Dunkerque y el estuario del Somme. Esta región era defendida por el 15.° Ejército.

La segunda zona de invasión más probable se situaba al oeste, en las playas de Normandía. Hitler empezó a sospechar que ése podría ser el plan aliado, pero pronosticó que la acción tendría lugar en ambos tramos de costa, para asegurarse de que luego pudiera jactarse de haber acertado. La Kriegsmarine, sin embargo, descartó extrañamente la costa de Normandía en la creencia de que los desembarcos sólo podrían hacerse con la marea alta. Este sector, que se extendía desde el Sena hasta Bretaña, quedó bajo la responsabilidad del 7.° Ejército alemán.

Rommel decidió establecer su cuartel general en el Cháteau de la Roche-Guyon, junto al gran meandro del río Sena, que marcaba el límite entre sus dos ejércitos. Con unos acantilados de caliza detrás y una fortaleza normanda en ruinas en las colinas situadas a su alrededor, el castillo tenía una espléndida vista del gran río a través de los parterres de un famoso jardín de hierbas. La portada renacentista añadida a las murallas medievales parecía perfectamente idónea como solar de la familia de La Rochefoucauld.

Con permiso de Rommel, el duque y sus parientes conservaron sus aposentos en el piso superior de la gran mansión. Rommel raramente utilizaba las estancias de representación, aparte del Grand Salon, con sus magníficos tapices de gobelinos. Allí era donde trabajaba, contemplando un jardín de rosas aún sin florecer. Su escritorio era la mesa en la que se había firmado la revocación del Edicto de Nantes en 1685, medida que había hecho que los antepasados hugonotes de muchos oficiales de la Wehrmacht fueran a buscarse una nueva vida en Prusia.

Rommel raramente pasaba las horas del día en el castillo. Por lo general se levantaba a las cinco, desayunaba con el teniente general Hans Speidel, su jefe del Estado Mayor, y luego salía inmediatamente a hacer viajes de inspección en su coche oficial Horch, acompañado sólo por una pareja de oficiales. Las reuniones de su Estado Mayor se celebraban por la tarde, a su regreso. A continuación, el mariscal cenaba frugalmente con su entorno más íntimo, a menudo formado sólo por Speidel y por el contralmirante Friedrich Ruge, su asesor naval y buen amigo suyo. Luego continuaba la discusión con ellos fuera, dando paseos bajo unos enormes cedros. Tenían mucho de lo que hablar en privado.

Rommel estaba exasperado por la negativa de Hitler a poner la Luftwaffe y la Kriegsmarine bajo un único mando centralizado para la defensa de Francia. Animado por Göring y el almirante Dönitz, Hitler prefería instintivamente mantener organizaciones rivales, a las que sólo él pudiera controlar desde arriba. Speidel sostenía que la Luftwaffe tenía cerca de trescientos cincuenta mil miembros del personal de tierra y de comunicaciones en el oeste, todos pertenecientes al imperio que se estaba construyendo Göring. Para empeorar las cosas, el mariscal del Reich se negaba a poner su cuerpo de artillería antiaérea al servicio del ejército, al que su aviación tampoco podría defender del ataque aéreo de los aliados.

Cada vez que Rommel se lamentaba de la inutilidad de la Luftwaffe, el cuartel general del Führer intentaba impresionarlo con la perspectiva de mil nuevos cazas a reacción e innumerables cohetes que obligarían a Gran Bretaña a ponerse de rodillas. El mariscal no sólo se negaba a creer esas promesas, sino que sabía que tenía las manos atadas desde el punto de vista operativo. Desde la batalla de Stalingrado, Hitler no había permitido que se llevara a cabo una defensa flexible. Había que retener cada palmo de terreno.

Speidel, miembro del movimiento de resistencia del ejército, recordaba que el propio Rommel citaba amargamente una frase escrita por Hitler en Mein Kampf, allá en la época de la República de Weimar: «Cuando el gobierno de una nación conduce a ésta a la catástrofe, cualquier hombre tiene no sólo el derecho, sino la obligación de rebelarse».6 A diferencia de Speidel y de los conspiradores de Berlín alentados por el coronel Claus Schenk conde Von Stauffenberg, Rommel no creía en el asesinato.

El anciano Rundstedt, por otra parte, aunque constantemente se refería en privado a Hitler como «ese cabo bohemio», nunca habría contemplado la posibilidad de una sublevación. Si otros hubieran eliminado a la «banda parda» nazi, él no se habría opuesto, pero desde luego tampoco se habría comprometido. Su ambigüedad era todavía más profunda. Rundstedt había aceptado enormes cantidades de dinero de Hitler y por consiguiente debía de sentirse obligado hacia él. Pero hasta Speidel infravaloraba lo bajo que podría llegar Rundstedt tras el fracaso del intento de revolución en contra de Hitler.

Rundstedt se había convertido en un figurón del ejército y de la nación casi como le había sucedido al mariscal Von Hindenburg tras la primera guerra mundial. Los británicos no consideraban que el «último prusiano» fuera más siniestro que un oficial reaccionario de la Guardia Real y no supieron apreciar que compartía muchos de los prejuicios criminales de los nazis. Rundstedt no había puesto nunca objeción alguna a los asesinatos en masa de judíos a manos de las SS Einsatzgruppen en el frente oriental. Además había hablado de las ventajas de utilizar mano de obra esclava rusa en Francia. «Si no hacen lo que se les manda», comentó, «se les puede pegar un tiro sin más».7

La consternación de Rundstedt ante la desastrosa forma de llevar la guerra de Hitler dio paso a un cinismo aletargado. Mostraba poco interés por la teoría de las tácticas de los acorazados y se consideraba por encima del feroz debate en torno a la mejor forma de hacer frente a la invasión. Ese debate se desarrolló principalmente entre Rommel, por una parte, que deseaba una defensa adelantada para derrotar a los aliados en cuanto se produjera el desembarco, y los dos defensores más acérrimos de un contraataque masivo con medios blindados, por otra: el coronel general Heinz Guderian, inspector general de las tropas acorazadas, y el general de las Panzertruppen, el barón Leo Geyr von Schweppenburg.

Geyr, antiguo agregado militar en Londres con cierto parecido físico con Federico el Grande, era bastante más culto que muchos contemporáneos suyos. Su arrogancia intelectual, sin embargo, lo llevó a crearse muchos enemigos, especialmente en el cuartel general del Führer y en la SS, que sospechaban de su lealtad al régimen. Como comandante en jefe del Grupo Acorazado Oeste, Geyr creía, lo mismo que Guderian, que debía reunirse un ejército de blindados en los bosques situados al norte de París, dispuesto a aplastar al enemigo y obligarlo a volver al mar.8

Rommel, que se había hecho famoso como audaz caudillo de las fuerzas acorazadas en 1940, había quedado luego fuertemente influenciado por las experiencias vividas en el norte de África. Y ahora que los aliados habían alcanzado una supremacía aérea total sobré el noroeste de Europa, creía que si las divisiones acorazadas eran mantenidas lejos del frente con el fin de llevar luego a cabo un contraataque, no lograrían nunca entrar en combate a tiempo para asegurar un resultado decisivo.9 Como era de prever, la consecuencia de la insistente injerencia de Hitler y de la confusa estructura de mando fue una mala solución de compromiso. Ni Geyr ni Rommel controlaban todas las divisiones acorazadas, pues Hitler sólo permitiría que fueran desplegadas cuando él diera su visto bueno.

Cada vez más convencido de que los aliados probablemente acabarían desembarcando en Normandía, Rommel visitó con frecuencia las defensas costeras de la zona. Pensó que la bahía alargada que los aliados habían designado playa Omaha era parecida a Salerno, donde habían desembarcado en Italia. Seguro de que el resultado final se habría decidido en los dos primeros días, Rommel se mostró incansable. En los bunkeres de hormigón se colocaron las torretas de los tanques franceses capturados en 1940. Recibieron el nombre de «Tobrouks», por la batalla librada en el norte de África. Se reclutaron operarios franceses y prisioneros de guerra italianos para erigir grandes postes con los que impedir el aterrizaje de los planeadores en la mayoría de los lugares identificados como probables zonas de aterrizaje por los oficiales paracaidistas alemanes. Esos bosques de palos recibieron el mote de «espárragos de Rommel».10

La energía del general en jefe del Grupo de Ejército provocó una sensación mixta en los comandantes de muchas unidades. El tiempo empleado en la mejora de las defensas había hecho que quedaran menos ocasiones de llevar a cabo entrenamientos. Había además escasez de munición para los ejercicios de alcance, circunstancia que tal vez contribuyera a la mala puntería en general de muchas unidades alemanas. Rommel insistió asimismo en que se aumentara de forma espectacular el número de campos de minas. Un oficial británico oyó decir más tarde a los prisioneros que muchos de los campos de minas falsos habían sido acotados por orden de los oficiales alemanes simplemente con el fin de impresionar a su exigente general en jefe. Los oficiales habían supuesto que el mariscal no se pondría a hurgar sobre el terreno para comprobar su autenticidad.11

En teoría el mando de Rundstedt incluía a un millón y medio de miembros de la Wehrmacht, aunque no tenía control sobre la Luftwaffe ni sobre la marina de guerra (Kriegsmarine). Las unidades del ejército, con 850 000 hombres en total, eran de calidad muy variada. De las treinta y seis divisiones de infantería, más de la mitad carecía de artillería transportada o móvil. Estas eran sobre todo las formaciones asignadas a la defensa costera. Algunas tenían incluso «batallones de oreja y estómago»,12 compuestos por soldados que habían sufrido heridas en el estómago o —concepto verdaderamente surrealista cuando se trataba de dar órdenes en combate— a hombres que habían perdido el oído.

Muchos alemanes incluidos en otras divisiones de infantería destinadas a Francia eran o relativamente viejos o por el contrario muy jóvenes. El escritor Heinrich Boil, a la sazón Obergefreiter («cabo primero») de la 348.a División de Infantería, señalaba: «Resulta realmente triste ver esas caras de niño con uniforme gris».13 La infantería se hallaba también perjudicada a consecuencia del envío de los mejores reclutas a la SS, a las divisiones de paracaidistas de la Luftwaffe o a los cuerpos acorazados. «Nunca se enviaban buenos reemplazos a las divisiones de infantería», observaba el general Bayerlein.14 «Ese es uno de los motivos de que las mejores unidades acorazadas tuvieran que permanecer en el frente durante un tiempo excesivo».

Las tropas del frente occidental estaban formadas también por reclutas originarios de Alsacia, Lorena y Luxemburgo, así como por todos los que eran definidos «Volksdeutsch». Entre éstos había hombres considerados de extracción germánica nacidos en Europa central, desde el Báltico hasta el mar Negro, aunque pocos de ellos hablaban o entendían la lengua alemana. También habían sido reclutados a la fuerza algunos polacos.

Casi una quinta parte de las tropas al mando del 7.° Ejército eran polacos de nacimiento, Osttruppen o tropas del este reclutadas entre los prisioneros de guerra soviéticos. Muchos se habían presentado voluntarios sólo para escapar al hambre o a las enfermedades en los campos de concentración alemanes. Su despliegue en el frente oriental no había tenido mucho éxito, de modo que el régimen nazi los había ido retirando gradualmente para incorporarlos en la ROA (Russkaya OsvoboditeTnaya Armiyd) o Ejército Ruso de Liberación del general Andrei Vlassov. La mayoría de ellos fueron enviados posteriormente a Francia. Fueron organizados en batallones, pero la actitud alemana frente a los Untermenschen eslavos no cambió demasiado. Como en los territorios ocupados de la Unión Soviética, a menudo fueron utilizados en operaciones contra los partisanos. Al mariscal Von Rundstedt le pareció bien la idea de que su presencia y su tendencia al pillaje habrían creado una «sensación de temor ante la invasión de Francia por el ejército soviético».15

A los oficiales y suboficiales alemanes que estaban a su mando les angustiaba pensar que, una vez iniciado el combate, sus propios hombres les dispararan por la espalda. Varios de esos soldados de las Osttruppen desertaron y se pasaron a los grupos de la Resistencia francesa. Muchos se rindieron a los aliados a la primera oportunidad, pero ese segundo cambio de bando no los salvaría de la venganza de Stalin al término de la guerra. En cualquier caso, los intentos alemanes de fortalecer la moral a través del odio a los aliados occidentales, die Plutokratenstaaten Amerika und England,16 resultaron un fracaso. Sólo un par de unidades, como, por ejemplo, el Ostbattalion Huber, combatirían de forma eficaz en la inminente batalla.

Para la población civil francesa, las Osttruppen constituían una visión insólita. Un ciudadano de Montebourg, en la península de Cotentin, localidad que sería testigo de durísimos combates, observó con asombro cómo un batallón de georgianos desfilaba por la calle mayor detrás de un oficial montado en un caballo gris. Cantaban una canción desconocida, «muy distinta de los habituales "Heidi-Heidi-Ho" que llevaban atronando nuestros oídos desde 1940».17

Los franceses, que a veces llamaban a los Volksdeutsch «alemanes de botín»,18 mostraron sobre todo su simpatía por los reclutas polacos. Una mujer de Bayeux oyó decir a los polacos del ejército alemán que desde Varsovia se había hecho correr en secreto la voz de que debían rendirse a los aliados tan pronto como les fuera posible, y a continuación pasarse al ejército polaco del general Anders, que luchaba al lado de los británicos. Esos polacos también extendieron rumores entre los franceses acerca de los campos de exterminio de la SS.

La existencia de estos campos no fue siempre creída, particularmente cuando las noticias iban acompañadas de detalles confusos, como, por ejemplo, la historia de que los cadáveres de los judíos eran convertidos en azúcar. Esos polacos pronosticaron además la suerte que aguardaría a su país a medida que fueran avanzando los ejércitos soviéticos. «Vosotros seréis liberados», decían a los franceses, «pero nosotros seremos ocupados durante años y años».19

En neto contraste con la debilidad de las divisiones de infantería se hallaban las divisiones acorazadas y las de granaderos acorazados de la Waffen-SS y del ejército. El teniente general Fritz Bayerlein, uno de los oficiales de Rommel desde la campaña del Norte de África, estaba al mando de la Panzer-Lehr-Division cuyos cuadros estaban formados por el personal procedente de los centros de instrucción de acorazados. Cuando asumió el mando, Guderian le dijo: «Con esta división sola debería usted arrojar a los aliados al mar. Su objetivo es la costa. No, no es la costa; es el mar».20

Otra de las divisiones acorazadas que combatirían en Normandía con todo su potencial fue la 2.a División Acorazada, al mando del teniente general barón Heinrich von Lüttwitz, individuo rechoncho que utilizaba monóculo. Rommel confiaba en él lo suficiente para entablar negociaciones con los aliados, si surgía la necesidad. La formación acorazada más próxima a la costa de Normandía era la 21.a División Acorazada, que intentaría cortar el paso a los británicos en el frente de Caen. Equipada con el tanque Mark IV, no ya con los modernísimos Panther o Tiger, una sexta parte de su personal estaba formado por Volksdeutsche. Según su comandante en jefe, el teniente general Edgar Feuchtinger, aquellos «apenas eran capaces de entender las órdenes y desde luego apenas eran capaces de hacerse entender por sus suboficiales y oficiales».21 Feuchtinger era un nazi convencido que había colaborado en la organización de la Olimpiada de Berlín de 1936. Despertaba poca admiración entre sus colegas, y además era un mujeriego empedernido. La noche de la invasión, se encontraba con su amante en París.

Los que combatieran en Normandía, especialmente en el sector británico, en el flanco oriental, en los alrededores de Caen, verían una de las mayores concentraciones de divisiones acorazadas de la SS desde la batalla de Kursk. Allí estarían la 1.a División Acorazada de la SS Leibstandarte Adolf Hitler, la 12.a División Acorazada de la SS Hitlerjugend, de la cual formaban parte las tropas más jóvenes y fanáticas; y más tarde, cuando fueran trasladadas del frente oriental, se sumarían a ellas la 9.a División Acorazada de la SS Hohenstaufen y la 10.a División Acorazada de la SS Frundsberg. Los carros blindados británicos se encontrarían también con dos batallones de tanques Tiger de la SS, con consecuencias devastadoras. Las fuerzas americanas situadas más al oeste se enfrentarían sólo a la 17.a División de granaderos acorazados de la SS Götz von Berlichingen, la más débil y la peor entrenada de todas las formaciones de la Waffen-SS existentes en Normandía, y a la 2.a División Acorazada de la SS Das Reich, que no tardaría en hacerse incluso más famosa por su brutalidad. Pero los americanos tendrían que vérselas sobre todo con divisiones de infantería. De éstas, las fuerzas más formidables serían las integradas en el II Cuerpo de Paracaidistas del general Eugen Meindl.

El comandante en jefe del LXXXIV Cuerpo de Ejército, que controlaba el sector de Normandía, era el general de artillería Erich Marcks, un líder muy respetado e inteligente. Delgado y nervudo, había perdido un ojo en la primera guerra mundial y una profunda cicatriz le cruzaba la nariz y la mejilla. Utilizaba lentes y, por si fuera poco, también perdió una de sus piernas al comienzo de la segunda guerra mundial. «Era de una sencillez espartana, propia de un viejo prusiano», escribía un oficial admirador suyo. En una ocasión en la que le sirvieron nata batida de postre, comentó: «No quiero ver esto nunca más mientras nuestro país esté muriéndose de hambre».22

En realidad Marcks era una excepción. Desde su derrota en 1940, Francia había sido considerada un «paraíso del conquistador», en palabras del jefe del Estado Mayor de Rundstedt, el general Günther Blumentritt.23 Como destino, el país representaba la antítesis total del frente ruso. De hecho, los oficiales solteros que gozaban de permiso en el frente oriental intentaban obtener autorización para ir a París, en vez de pasarlo en la austera Berlín, sometida a fuertes bombardeos. Preferían con mucho la perspectiva de sentarse al sol en las terrazas de los cafés de los Campos Elíseos, cenar luego en Maxim’s y después irse a los clubs nocturnos y a los cabarets.

Ni siquiera parecía preocuparles demasiado la idea de que los civiles ayudaran a los aliados. «Desde luego el enemigo estará bien informado, pues aquí resulta fácil el espionaje», escribía un oficial técnico de la 9.a División Acorazada de permiso en París. «Hay carteles por todas partes y en general las relaciones entre los soldados y el bello sexo son muy estrechas. He pasado aquí unos días maravillosos. Realmente tiene uno que ver París y disfrutar de ella, y me alegro de haber tenido la oportunidad de hacerlo. Aquí en París puedes tener de todo».24

Las formaciones trasladadas desde el frente oriental, especialmente las divisiones de la Waffen-SS, creían que los soldados destinados a Francia se habían vuelto blandos. «No han hecho nada más que vivir bien y enviar cosas a casa», comentaba un general. «Francia es un país peligroso, con su vino, sus mujeres y su clima agradable».25 Se pensaba incluso que los soldados de la 319.a División de Infantería destacados en las Islas Anglonormandas se habían extranjerizado debido a su mezcla con la población esencialmente inglesa. Eran apodados los «granaderos alemanes del rey».26 Los soldados rasos no tardaron en llamarla la «División Canadá», debido a que la negativa de Hitler a volver a desplegarlos significaba que probablemente acabaran en los campamentos de prisioneros de guerra canadienses.27

Los integrantes del ejército de ocupación alemán en Francia llevaban realmente una vida muy fácil. A ello había contribuido el comportamiento correcto hacia la población civil que les habían exigido sus superiores. En Normandía, sobre todo los campesinos deseaban simplemente que les dejaran vivir y trabajar tranquilos. Generalmente fue la llegada de unidades de la SS o de Osttruppen a un determinado lugar durante la primavera de 1944 la que dio lugar a algunos estallidos de violencia de borrachos, con tiroteos en las calles en plena noche, incidentes ocasionales de violación y frecuentes casos de robos y saqueos.

Muchos oficiales y soldados alemanes habían entablado relaciones amorosas con jóvenes francesas tanto en las provincias como en París, y para los que no tenían novia, había un burdel del ejército en Bayeux. En esta ciudad pequeña y tranquila se habían abierto además un cine militar, una clínica dental para soldados y otras instalaciones asociadas a la Maison de la Wehrmacht.28 Los soldados alemanes en Francia, especialmente los destinados a las ricas tierras agrícolas de Normandía, gozaban de otra ventaja. Los que se iban a casa de permiso se llevaban cajas de madera cargadas de carne y productos lácteos para sus familias, obligadas a sobrevivir con unas raciones cada vez más escasas. Cuando los ataques aéreos de los aliados contra las vías férreas se intensificaron en la primavera de 1944, los campesinos normandos encontraron cada vez más dificultades para comercializar sus productos. Ciertos soldados rasos alemanes llamados «Landser» y algunos suboficiales lograban cambiar su ración de cigarrillos por mantequilla y queso, que luego enviaban a Alemania. El único problema era que los ataques aéreos contra los mercancías hacían que la Feldpost resultara también poco fiable.

Poco antes de la invasión un suboficial mayor pasó una noche en un refugio subterráneo con el oficial al mando de su compañía, discutiendo cómo reaccionaría la gente en Alemania cuando llegara el momento. Sin embargo, a él le preocupaba otra cosa. «Tengo aquí más de cuatro quilos de mantequilla», escribía a su esposa Laura, «y me gustaría mandártelos en cuanto tenga la oportunidad». Presumiblemente no tuvo nunca esa oportunidad, pues unos días después dio su vida «por el Führer, el pueblo y el Reich de la Gran Alemania», según la fórmula habitual que el oficial de su compañía escribió en una carta de pésame a su viuda.29

Al preguntar un tendero francés a un soldado de la 716.a División de Infantería adscrito a la defensa de la costa cómo reaccionaría cuando se produjera la invasión, respondió: «Me comportaré como un mejillón».30 Muchos, sin embargo, pensaban en su deber como patriotas. «No te preocupes si en los próximos días no puedo escribirte tanto o estoy en combate», decía un suboficial mayor de la 2.a División Acorazada en una carta a los suyos. «Te escribiré con la mayor frecuencia posible, aunque esto se ponga echando chispas. No puede descartarse la posibilidad de que ahora den contra nuestra patria el gran golpe, con el que nuestros enemigos llevan soñando tanto tiempo. Puedes tener la seguridad de que resistiremos».31

Durante esos primeros días de junio, hubo numerosos indicios contradictorios de la esperada invasión. Según el contralmirante Ruge, asesor naval de Rommel, estaba descartado que se produjera un ataque inminente debido al estado del tiempo. Los meteorólogos alemanes, que carecían de la información de la que disponían los aliados gracias a las estaciones meteorológicas del Atlántico occidental, creían que las condiciones atmosféricas no serían adecuadas antes del 10 de junio.32 Rommel decidió aprovechar la ocasión para regresar a Alemania con motivo del cumpleaños de su esposa y para visitar a Hitler en Berchtesgaden y pedirle otras dos divisiones acorazadas. Es evidente que mostró una gran confianza en las predicciones de los hombres del tiempo, pues no podía olvidar que había estado ausente del Afrika Korps a causa de una enfermedad cuando Montgomery lanzó la batalla del Alamein, diecinueve meses antes. El coronel general Friedrich Dollman, comandante en jefe del VII Ejército, basándose también en las predicciones meteorológicas decidió realizar unos ejercicios de puesto de mando en Rennes el día 6 de junio.

Otros, sin embargo, parecían presentir que algo iba a suceder esta vez, a pesar de todas las falsas alarmas de la primavera. El 4 de junio, el Obersturmführer Rudolf von Ribbentrop, hijo del ministro de Asuntos Exteriores de Hitler, regresaba de un ejercicio de radio de la 12.a División Acorazada de la SS cuando su vehículo fue ametrallado por un caza de los aliados. Al día siguiente fue visitado en el hospital por un miembro de la embajada alemana en París. El diplomático dijo al marcharse que, según los últimos informes, la invasión debía comenzar ese día.

—¡Vaya! ¡Otra falsa alarma! —comentó Ribbentrop.

—El 5 de junio todavía no ha acabado —replicó el visitante.33

En Bretaña, el incremento de la actividad de la Resistencia despertó sospechas. Al noreste de Brest, un cargamento de armas para la red de resistentes de la comarca lanzado en paracaídas había aterrizado casi encima del cuartel general de la 353.a División de Infantería. «Sufrieron emboscadas varios correos y algunos soldados», y su comandante en jefe, el general Mahlmann, apenas logró sobrevivir a una emboscada con armas automáticas.34 Su asistente murió en el ataque y luego se comprobó que su coche oficial tenía veinticuatro agujeros de bala. Más tarde, el 5 de junio, fue asesinado el coronel Cordes, oficial al mando del 942.° Regimiento de Granaderos.35 El interrogatorio, sin duda brutal, al que fue sometido un miembro de la Resistencia capturado a comienzos de junio también dio resultados. Se dice que «realizó afirmaciones acerca del comienzo de la invasión dentro de unos días».36

El mal tiempo que hizo el 5 de junio no impidió la realización de unas maniobras con balas de fogueo en las calles de Montebourg, en la península de Cotentin, pero la Kriegsmarine decidió que esa noche no valía la pena enviar patrullas de vigilancia al canal. En consecuencia, las flotillas de dragaminas de la Marina Real británica pudieron avanzar en línea hacia la costa de Normandía sin que nadie en absoluto se diera cuenta.

A última hora de la tarde, un «mensaje personal» cifrado de la BBC a la Resistencia levantó sospechas. El cuartel general de Von Rundstedt pasó la información a las 21:15 a modo de advertencia general, pero sólo el 15.° Ejército en el paso de Calais puso en marcha el «Estado de Alerta II».37 En el castillo de la Roche-Guyon, el general Speidel y el almirante Ruge tenían invitados para cenar. Entre ellos estaba el escritor Ernst Jünger, nacionalista ardiente que últimamente se había integrado en la Resistencia alemana. La fiesta se prolongó hasta bastante tarde. Speidel estaba a punto de irse a la cama a la 01:00 de la madrugada del 6 de junio cuando llegaron los primeros informes que hablaban de desembarcos aerotransportados.38