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Con la Cruz de
Lorena a cuestas

Eisenhower no era en absoluto el único que se sentía abrumado por la envergadura de la campaña que estaban a punto de lanzar. Churchill, que siempre había mostrado sus dudas respecto al plan de invasión a través del canal de la Mancha, estaba entrando en un estado nervioso de optimismo irracional, mientras que el mariscal de campo sir Alan Brooke escribía en su diario que se tenía «una sensación de vacío en el estómago». «Cuesta mucho trabajo creer que en pocas horas empezará la invasión a través del canal. Me siento muy inquieto ante esta operación. En el mejor de los casos el resultado quedará muy, muy lejos de las expectativas de la mayor parte de la gente, esto es, de aquellos que no tienen ni idea de las dificultades que entraña. En el peor de los casos quizá acabe siendo el desastre más espantoso de toda la guerra».1

«Los británicos», comentaría un destacado oficial americano de plana mayor, «tenían mucho más miedo al fracaso».2 Y no era de extrañar después de tan largos años de guerra, con los amargos recuerdos de Dunkerque y la desafortunada incursión de Dieppe. Pero, independientemente de las razones que los movieran, estuvieron acertados cuando se negaron a invadir antes el continente. Era necesaria una superioridad realmente abrumadora, y el ejército estadounidense había recibido varias duras lecciones en el norte de África, Sicilia e Italia.

En una ocasión Churchill comentó que los americanos siempre tomaban la decisión acertada, aunque después de haberlo probado todo. Aun cuando esta observación de tono jocoso tal vez contuviera un elemento de verdad, lo cierto es que infravaloraba el hecho de que los americanos aprendían las lecciones con mayor rapidez que sus autoproclamados maestros del ejército británico. No tenían miedo a escuchar el parecer de brillantes hombres del mundo de las finanzas que ahora vestían uniforme y, sobre todo, no temían los experimentos.

Los británicos demostraron su genialidad en numerosos campos, desde el informático, que ayudó a descifrar los mensajes interceptados por Ultra, hasta el armamentístico, entre cuyas novedades figuraron los tanques anfibios y los barredores de minas del general de división Percy Hobart. Pero la jerarquía de su ejército seguía siendo fundamentalmente conservadora. El hecho de que esos tanques especiales fueran bautizados con el nombre de «Hobbart’s funnies» («gracias de Hobbart») ponía de relieve esa inimitable combinación de frivolidad y escepticismo británicos. El culto al aficionado de modales caballerosos, que tanto detestaba Montgomery, seguiría siendo un importante hándicap. No debe sorprender que los oficiales americanos consideraran a sus homólogos británicos «demasiado educados» y faltos de la necesaria implacabilidad, sobre todo en lo concerniente a la destitución de mandos incompetentes.

El propio Churchill era un gran aficionado de modales caballerosos, pero nadie podía acusarlo de carecer de energía. Se tomaba un apasionado interés por las operaciones militares, de hecho demasiado apasionado, a juicio de sus asesores militares. Una marea de ideas, en su mayoría totalmente impracticables, quedó plasmada en memorandos que producían en Whitehall gruñidos y suspiros. El general Pug Ismay, asesor militar de Churchill, tuvo que soportar la última inspiración del primer ministro en aquel momento históricamente simbólico. Churchill quería «desarrollar una especie de "Dunkerque al revés"» en la Operación Overlord, con pequeñas embarcaciones [civiles] desembarcando a soldados de infantería que siguieran y complementaran a las tropas de asalto unas vez despejadas las playas».3

La obsesión del primer ministro por estar cerca del centro de acción lo había llevado a insistir en que tenía que zarpar con la flota invasora. Quería observar el bombardeo de la costa desde el puente del crucero británico Belfast. No se lo advirtió a Brooke, a sabiendas de que éste lo habría desaprobado, e intentó justificar su exigencia aduciendo que ostentaba también el cargo de ministro de Defensa. Por fortuna, el rey intervino, y en una carta fechada el 2 de junio le dijo: «Querido Winston, es mi deseo instarte una vez más a que abandones tu idea de zarpar el Día D. Por favor considera mi posición. Soy más joven que tú, soy marino y, como rey, soy el jefe de los tres ejércitos. Nada me gustaría más que zarpar con ellos, pero he accedido a no hacerlo; ¿te parece justo que tú hagas precisamente aquello que tanto me habría gustado hacer?».4

Churchill, en una reacción «picajosa»5 al ver sus deseos frustrados, ordenó que su tren privado, en calidad de cuartel general móvil, estuviera cerca de Eisenhower. Brooke anotaría el siguiente comentario en su diario: «Mientras tanto Winston se ha subido a su tren y se dedica a visitar la zona de Portsmouth. ¡Se está convirtiendo en un verdadero pelmazo!».6 Hubo un momento estupendo la víspera del Día D. Llegó la noticia de que las fuerzas aliadas al mando del general Mark Clark estaban entrando en Roma. Pero Churchill iba a tener que volcar toda su atención en un problema casi insoluble. El general Charles de Gaulle, el líder de la Francia Libre que utilizaba la Cruz de Lorena como símbolo personal, había llegado a Londres aquella misma mañana. Los nervios propios de las horas previas al Día D combinados con las complicaciones políticas y el egocentrismo patriótico de De Gaulle iban a desembocar en una bronca explosiva.

El problema central de las relaciones con De Gaulle era fruto de los recelos de Roosevelt. El presidente de los Estados Unidos consideraba al militar galo un dictador en potencia. Esta idea se había visto estimulada por las opiniones del almirante Leahy, antiguo embajador estadounidense en la Vichy del mariscal Pétain, así como por las de diversas personalidades francesas en Washington, entre otras Jean Monnet, considerado posteriormente el padre fundador de la unidad europea.

Roosevelt llegó a sentir tanta aversión por la política de los franceses que en febrero sugirió un cambio de planes para las zonas de ocupación aliada en la Alemania de posguerra. Quería que los Estados Unidos se quedaran con la mitad norte del país, para poder reabastecerse por Hamburgo y no a través de Francia. «Tal como yo entiendo», escribiría Churchill en respuesta, «su propuesta se debe a una aversión a emprender una labor policial en Francia y al temor de que eso pudiera suponer el estacionamiento de fuerzas estadounidenses en ese país durante un largo período de tiempo».7

Roosevelt y, en menor medida, Churchill se negaban a reconocer los problemas de lo que el propio De Gaulle calificaba de «un gobierno insurreccional».8 El general francés no trataba simplemente de asegurar su propia posición. Necesitaba mantener unidas las facciones rivales para salvar su país del caos, o tal vez incluso de una guerra civil, tras la liberación. Pero el orgulloso y displicente De Gaulle, a menudo para desesperación de sus propios partidarios, parecía disfrutar de una manera casi perversa mordiendo las manos americanas y británicas que le daban de comer. Tenía una visión absolutamente francocéntrica de todo. Ello suponía un absoluto desdén por cualquier realidad inconveniente, en especial por todo lo que pudiera socavar la gloria de Francia. Sólo De Gaulle habría podido escribir una historia del ejército francés sin hacer mención alguna de la batalla de Waterloo.9

Durante la primavera, Churchill había hecho todo lo posible por suavizar la postura de Roosevelt, consciente de que los aliados tenían que colaborar con De Gaulle. Animó al presidente estadounidense a reunirse con el general francés. «Seguramente le haga mucho bien recibir de usted un trato paternal», escribiría, «y, de hecho, creo que sería de gran ayuda en todos los sentidos».10

Roosevelt accedió a reunirse con De Gaulle, pero insistió en que éste debía ser quien solicitara la entrevista. Cursar una invitación oficial habría supuesto reconocerlo como el verdadero líder de Francia. El presidente americano se mantenía firme en su idea de que los ejércitos aliados no estaban invadiendo Francia para colocar a De Gaulle en el poder. «No puedo, por ahora», escribiría, «reconocer ningún gobierno de Francia hasta que el pueblo francés tenga la oportunidad de elegirlo libremente».11 Pero como durante algún tiempo iba a ser imposible celebrar unas elecciones, ello habría supuesto que la administración de las zonas liberadas corriera a cargo del AMGOT (Alied Military Government of Occupied Territories, esto es, la Administración Militar Aliada de los Territorios Ocupados).

Este acrónimo representaba una verdadera afrenta tanto para De Gaulle como para el Comité Francais de Liberation Nationale (CFLN) establecido en Argel. El 3 de junio, un día antes de que De Gaulle volara a Gran Bretaña, el CFLN se autoproclamó Gouvernement Provisoire de la République Francaise. El anuncio en cuestión fue inmediatamente considerado por Roosevelt una provocación deliberada. El presidente americano ya había prohibido a Eisenhower mantener cualquier tipo de contacto con la Administración francesa provisional.12

A Eisenhower sólo se le permitía colaborar con el general Pierre Koenig, al que De Gaulle había nombrado jefe de la Resistencia, las llamadas Forces Francaises de l’Intérieur, o FFL. Pero, aun así, se dijo a Eisenhower que no confiara a Koenig los detalles de la invasión, pues éste habría tenido que informar de ello a sus jefes políticos. Tantas contradicciones dieron lugar a una situación «sumamente embarazosa», como reconocería el propio Eisenhower en un informe enviado a Washington. «El general Koenig se siente profundamente dolido por el hecho de que se le niegue incluso la información más genérica de las próximas operaciones, aun cuando en ellas se utilizarán unidades navales, aéreas y aerotransportadas francesas, y además se espera mucho de la actuación de la Resistencia francesa».13

Mientras tanto, Churchill había instado a Roosevelt a aceptar «un acuerdo de colaboración»14 con el comité francés, sobre todo porque los aliados necesitaban que la Resistencia trabajara para la invasión. También había contribuido a convencer a los americanos de que enviaran a Inglaterra la 2.a División Blindada de los franceses (la llamada 2ème DB, por División Blindé), a la que habían armado y equipado en el norte de África. A las órdenes del general Philippe Leclerc, formaría parte más tarde del 3.er Ejército de Patton durante la campaña de Normandía. Sin embargo, para sorpresa —y resignación— de los oficiales británicos, una de las primeras ceremonias que organizó la división de Leclerc a su llegada a Yorkshire fue una misa oficial en honor de Juana de Arco, a la que los ingleses habían quemado en la hoguera unos quinientos años antes.15

Por otro lado, se advirtió a las tropas aliadas que no ofendieran la sensibilidad de los franceses cuando desembarcaran. En un panfleto se les pedía que evitaran hacer referencia alguna a la humillante derrota sufrida por Francia en 1940. «Gracias a los chistes sobre el "Alegre Paguí", etcétera», añadía, «se ha difundido la falsa creencia de que los franceses son un pueblo alegre, frivolo, sin moral y con pocas convicciones. Y esto es especialmente falso en el momento actual». Pero es muy improbable que los comunicados oficiales tuvieran mucho efecto en unos hombres obsesionados por las excitantes especulaciones acerca de las «mademoiselles francesas».16

El gabinete de guerra de Churchill se dio cuenta de que había que invitar al líder francés a Gran Bretaña para informarle acerca del Día D. A pesar de «todos los defectos y disparates de De Gaulle», escribiría el primer ministro a Roosevelt, «últimamente ha mostrado indicios de querer colaborar con nosotros y, a fin de cuentas, es muy difícil mantener a los franceses al margen de la liberación de Francia».17 El presidente americano, no obstante, había insistido en que en «aras de la seguridad», De Gaulle debía permanecer en el Reino Unido «hasta que se efectúen los desembarcos de la Operación Overlord».18

La falta de seguridad de la Francia Libre no se debía a la infiltración de espías de Vichy en la red gaullista, sino a los primitivos sistemas de codificación franceses. La exasperación que reinaba en el SOE (Special Operations Executive, esto es, «Dirección de Operaciones Especiales»), sobre todo tras la masiva infiltración de agentes de la Gestapo en la Resistencia que se había producido un año antes, llevó al principal criptógrafo del SOE, Leo Marks, a presentarse en la sede de los gaullistas en Duke Streeet, en el centro de Londres. Allí pidió a los oficiales codificadores que prepararan el mensaje cifrado que quisieran. Cuando se lo entregaron, lo rompió en mil pedazos «para su asombro, en sus propias narices». «Esto no hizo que los británicos se granjearan las simpatías de los franceses», escribiría el historiador oficial con cierta amargura.19 Pero el orgullo galo seguía impidiendo que la Francia Libre optara por utilizar sistemas de codificación británicos o estadounidenses. Justo antes del Día D, «C», el jefe de los Servicios Secretos de Inteligencia, recomendó al primer ministro británico que se prohibiera a los franceses mandar mensajes por radio, y que sólo se les permitiera hacerlo por líneas de comunicación terrestres que fueran seguras.20

Churchill mandó dos aviones York de pasajeros a Argel para traer a De Gaulle y su séquito. Pero el general francés se mostraba reacio a ir a Inglaterra, porque Roosevelt no estaba dispuesto a hablar de la posibilidad de establecer un gobierno civil francés. El día 2 de junio el representante de Churchill, Duff Cooper, estuvo discutiendo durante una hora con De Gaulle sobre este asunto, intentando convencerlo de que depusiera esa peligrosa actitud suya de llevar las cosas hasta el límite. Si se negaba a acompañarlo, le dijo, estaría siguiéndole el juego a Roosevelt. Debía estar presente en Inglaterra en calidad de líder militar. Y sobre todo, le advirtió Duff Cooper, perdería finalmente la consideración del primer ministro británico, que llegaría a la conclusión de que el francés era un hombre imposible de tratar.21 De Gaulle sólo accedió a viajar a la mañana siguiente, cuando los dos Yorks ya estaban aguardándolo en el aeródromo, listos para emprender la primera etapa del viaje. Según De Gaulle, primero volaron hasta Casablanca, pero Duff Cooper escribió esos días en su diario que su primer destino fue Rabat, en el Marruecos francés, y que cenaron a bordo del avión, en lo que califica de «una situación bastante embarazosa», y que más tarde estuvieron paseando juntos durante una hora, «hablando de todo tipo de cosas excepto, para mi gran satisfacción, la situación presente».

Tras volar durante la noche, el avión que transportó a De Gaulle desde Rabat a Inglaterra aterrizó en Northolt a las seis en punto de la mañana del día 4 de junio. A pesar del secretismo con el que se ordenó que se llevara a cabo ese viaje, Duff Cooper se vio sorprendido a su llegada por la presencia de una nutrida guardia de honor en perfecta formación y una banda de la RAF que interpretó la Marsellesa cuando bajaron del avión. Una carta de bienvenida al más puro estilo churchilliano fue entregada a De Gaulle. «Querido general De Gaulle», decía. «¡Bienvenido a estas tierras! Están a punto de ocurrir importantísimos acontecimientos militares». A continuación el primer ministro británico lo invitaba a reunirse con él en su tren privado. «Si pudiera estar aquí a eso de la una y media de la tarde, me encantaría invitarlo a almorzar para luego dirigirnos al cuartel general de Eisenhower».22

Duff Cooper quedó perplejo cuando tuvo noticia del «cuartel general móvil» improvisado por Churchill en su tren, que al final encontraron aparcado en una pequeña estación ferroviaria próxima a Portsmouth. A su juicio, aquello era «una idea completamente absurda». Su desánimo fue aún mayor cuando vio al mariscal de campo Smuts, un sudafricano decididamente francófobo, entre los integrantes del séquito que acompañaba a Churchill. Luego el primer ministro británico inició la conversación con De Gaulle diciéndole que lo había traído a Inglaterra para que pronunciara un discurso por radio. Para empeorar las cosas, en ningún momento hizo referencia a la discusión sobre las cuestiones civiles de Francia, el asunto que más interesaba a De Gaulle.

El general galo montó en cólera cuando Anthony Eden, ministro de Asuntos Exteriores, recondujo la conversación a los temas de «política», que básicamente se reducían a uno, a saber, la continuada negativa de Roosevelt a reconocer a De Gaulle y su gobierno provisional. El resentimiento de éste era aún mayor debido al papel moneda de los aliados, que había sido impreso en los Estados Unidos y que circulaba entre los soldados. Dijo que esa divisa, que consideraba une fausse monnaie, «no era reconocida por el gobierno de la República bajo ningún concepto».23 Era un punto importante en el que, al parecer, no habían pensado ni las autoridades americanas ni las británicas. Si ningún gobierno estaba dispuesto a reconocer aquellos billetes de aspecto más bien insignificante —los soldados estadounidenses los comparaban con «cupones para cigarros»—, carecían por completo de valor.

Churchill se puso hecho una fiera y preguntó cómo iban los británicos a actuar al margen de los estadounidenses. «Vamos a liberar Europa, pero eso es porque los americanos están con nosotros. Así que esto debe quedar claro: cada vez que tengamos que decidir entre Europa y el mar abierto, siempre elegiremos el mar abierto. Cada vez que tenga que elegir entre usted y Roosevelt, siempre elegiré a Roosevelt». De Gaulle aceptó con desgana que las cosas tuvieran que ser así. Los ánimos se calmaron cuando se sentaron a la mesa. Churchill alzó su copa: «¡Por De Gaulle, que nunca aceptó la derrota!».24 Y De Gaulle respondió alzando la suya y brindando: «¡Por Gran Bretaña, por la victoria, por Europa!».

A continuación, Churchill acompañó a De Gaulle hasta Southwick House. Allí Eisenhower y Bedell Smith hicieron un breve resumen del plan de la Operación Overlord al líder francés. El general americano estuvo encantador y ocultó la angustia que lo invadía en aquellos momentos a causa del tiempo. Sin embargo, antes de que De Gaulle marchara, le mostró una copia del anuncio que iba a hacer al pueblo francés el Día D. Aunque había suavizado el tono perentorio de Roosevelt, su discurso no reconocía bajo ningún concepto la autoridad del gobierno provisional. Efectivamente, incluso advertía a los franceses que obedecieran las órdenes de los mandos aliados hasta que «los propios franceses elijan a sus representantes y su gobierno». Para De Gaulle aquello confirmaba sus peores temores de una ocupación anglosajona de Francia. No obstante, supo controlarse y se limitó a decir que «deseaba sugerir ciertos cambios en el mensaje del general Eisenhower».25 Este accedió a considerar sus sugerencias, pues tal vez aún habría tiempo para introducir algún cambio.

De vuelta en Londres, De Gaulle se enteró de que las modificaciones que había solicitado no iban a poderse aprobar a tiempo porque era necesario el visto bueno de los jefes del Estado Mayor conjunto. A raíz de este hecho, De Gaulle se negó a dirigirse por radio a los franceses a través de la BBC a la mañana siguiente detrás de Eisenhower y los líderes de otros países ocupados. También anunció que había ordenado a los oficiales de enlace franceses destinados a divisiones británicas y americanas no acompañar a esas tropas por no haberse llegado a acuerdo alguno en materia de administración civil. Cuando Churchill recibió esas noticias en el curso de una reunión del gabinete de guerra, se puso hecho una furia.

Aquella misma noche Eden y el emisario de De Gaulle, Pierre Viénot, se vieron obligados a realizar un sinfín de viajes diplomáticos entre los dos encolerizados líderes con el fin de reparar el daño causado. De Gaulle mostró toda su ira a Viénot y le dijo que Churchill era un «gánster». Luego Viénot se reunió con Churchill, que acusó al general francés de «traición en plena batalla». Quería meterlo en un avión y enviarlo de vuelta a Argel «encadenado, si es necesario».

A pesar de todos esos momentos de intenso dramatismo, el acontecimiento más importante de aquella noche del domingo, 4 de junio, tuvo lugar en la biblioteca de Southwick House. Por la tarde, Stagg y sus colegas habían observado que la borrasca que se aproximaba por el Atlántico había alcanzado unos niveles mayores de concentración, pero que también avanzaba con menor velocidad. Esto significaba que el mal tiempo dejaba un margen suficiente para proceder con la invasión. A las nueve y media de la noche empezó la reunión de los mandos, en la que se solicitó la presencia de Stagg. Pocos de los presentes se sentían optimistas. La lluvia y el viento golpeaban contra las ventanas, y todos podían imaginarse en qué condiciones se encontraban las decenas de miles de soldados que permanecían en las lanchas de desembarco y las naves ancladas a lo largo de la costa.

—Caballeros —dijo Stagg—, desde que presenté el pronóstico meteorológico ayer por la noche se ha producido una rápida e inesperada evolución en el norte del Atlántico.26

Iba a haber una breve mejoría a partir del lunes por la tarde. No es que fuera a hacer un tiempo ideal, venía a decir su mensaje, pero sería lo suficientemente bueno. A continuación le formularon numerosas preguntas al respecto y se abrió un intenso debate.

—Aclaremos un punto —dijo el almirante Ramsay—. Si la Operación Overlord comienza el martes, debo emitir un comunicado provisional a mis hombres antes de media hora. Pero si se ponen de nuevo en marcha, y luego tienen que dar otra vez media vuelta, no puede ni plantearse que continúen el miércoles.

Leigh Mallory expresó una vez más su preocupación por la visibilidad de sus bombarderos, pero Eisenhower se volvió hacia Montgomery, que vestía su característico uniforme no convencional, el jersey beige y los pantalones de pana abombachados.

—¿Ve alguna razón para que no comencemos el martes?

—No —contestó el general británico de manera enfática con su voz nasal—. Yo diría: ¡Adelante!

Fuera de la sala, en el vestíbulo, unos oficiales del Estado Mayor esperaban con fajos de órdenes listas para ser firmadas por sus jefes. Se habían preparado dos juegos distintos para las dos alternativas.

En la madrugada del lunes, 5 de junio, se conocieron más datos que venían a confirmar una mejora del tiempo. En la reunión celebrada por la mañana, Stagg pudo presentarse ante aquella audiencia intimidatoria con una actitud de mayor confianza y seguridad. La tensión reinante empezó a disminuir, y «el comandante supremo y sus colegas comenzaron a parecer otros hombres», escribiría más tarde. Eisenhower recuperó su sonrisa. Se discutieron nuevos particulares, pero todos estaban impacientes por marchar, y la sala no tardó en quedar vacía. Había mucho que hacer para que los cinco mil barcos de casi una docena de países distintos volvieran a zarpar y tomaran las rutas marítimas preestablecidas. En formación de columna, una flotilla de dragaminas de la Marina Real iría delante de ellos para abrir un amplio canal que condujera directamente a las playas. El almirante Ramsay estaba particularmente preocupado por la tripulación de esas vulnerables embarcaciones. Todos temían que se produjeran muchísimas bajas.

Una vez tomada la gran decisión, Eisenhower se dirigió al muelle de South Parade de Portsmouth para ver embarcar a las últimas tropas. «Hablar con los soldados siempre le levanta el ánimo», anotó su ayudante, Harry Butcher, en su diario.27 A la hora del almuerzo regresaron a la caravana de Eisenhower en Southwick Park, donde se distrajeron jugando a Hounds and Fox y luego a las damas. Butcher ya lo había dispuesto todo para que el comandante supremo, acompañado de unos periodistas, se dirigiera aquella tarde al aeródromo de Greenham Common para visitar a los hombres de la 101.a División Aerotransportada de los Estados Unidos. Estos soldados debían despegar a las once de la noche para llevar a cabo la misión que Leigh-Mallory había pronosticado que acabaría en desastre.

A diferencia de la infantería y de otros cuerpos que habían permanecido aislados por «murallas» de alambre de espino, las tropas aerotransportadas fueron conducidas directamente a los aeródromos desde los que debían despegar. La 82.a había permanecido estacionada en las inmediaciones de Nottingham, mientras que la 101.a había sido distribuida por los condados que rodean el oeste de Londres.

Durante cinco días habían estado acuartelados en hangares en los que se instalaron camas plegables dispuestas en hileras separadas por pequeños pasillos. Allí se dedicaron a montar y desmontar y a engrasar sus armas personales una y otra vez, así como a afilar sus bayonetas. Algunos habían comprado cuchillos de asalto en Londres, y otros se habían equipado con navajas de afeitar.28 Habían aprendido a matar a un hombre en silencio rajando la yugular y la caja laríngea. Su adiestramiento como soldados de una división aerotransportada no sólo había sido riguroso desde el punto de vista físico. Algunos de ellos habían sido obligados «a arrastrarse entre vísceras y sangre de cerdo como parte de su endurecimiento».29

Para que sus mentes no sufrieran los estragos de aquella espera agónica provocada por el aplazamiento de la operación, los oficiales instalaron varios gramófonos de los que se oían canciones como Walk Alone o That Old Black Magic. Instalaron asimismo proyectores para pasar películas, sobre todo de Bob Hope. Muchos paracaidistas también se dedicaron a escuchar el programa de Axis Sally [2] en Radio Berlín, Home, Sweet Home («Hogar, dulce hogar»), en el que se emitía buena música entre falsos mensajes de carácter propagandístico. No obstante, incluso cuando poco antes del Día D esta locutora proclamó en repetidas ocasiones que los alemanes estaban esperándolos, la mayoría de los hombres se tomaron a broma sus palabras.

Había también puestos de la Cruz Roja con café y donuts atendidos por jóvenes voluntarias americanas. En muchos casos éstas regalaban a escondidas a los soldados su ración de cigarrillos. La comida que se les daba, en la que no faltaban la carne, las patatas fritas y los helados, era un lujo que inevitablemente dio pie a la aparición de más chistes negros sobre soldados cebados para la matanza. En la zona de Nottingham, los de la 82.a Aerotransportada habían comenzado a apreciar el fish and chips de los británicos y a entablar buenas amistades con la población local. También se emocionaron al ver la gran cantidad de gente que salía a despedirlos, mucha con lágrimas en los ojos, cuando los convoyes de camiones llevaban a los paracaidistas a los aeródromos correspondientes.

Muchos hombres intentaban no pensar en lo que estaba por venir lanzándose frenéticamente al juego, al principio con la divisa de la invasión de aspecto harto dudoso, y más tarde con los dólares que ahorraban y con libras esterlinas. Jugaban a dados y a la veintiuna. Un tipo que ganó dos mil quinientos dólares, cifra considerable para la época, siguió jugando deliberadamente sin parar hasta perderlo todo. Le parecía que si guardaba aquel dinero las parcas decretarían su muerte.30

Algunos paracaidistas examinaban sus equipos principales y de reserva para comprobar que todo estuviera en orden. Otros escribían la última carta a su familia o a su prometida por si morían en la empresa. Varios soldados sacaron fotografías personales de sus billeteras y las pegaron en el interior del casco. Todos los documentos y efectos personales de la vida civil fueron recogidos y guardados hasta su regreso. Los capellanes celebraron servicios religiosos en una esquina del hangar, y los católicos tuvieron la oportunidad de confesarse.

En esos momentos de reflexión personal, los discursos de ánimo de algunos mandos de los regimientos no habrían podido resultar más chocantes. El coronel Jump («Salto») Johnson, al mando del 501.° Regimiento de Infantería Paracaidista, se plantó en el hangar montado en su jeep y se subió a la plataforma de calistenia. Johnson, que se había ganado su apodo por su constante deseo de saltar de cualquier artefacto que volara por los aires, llevaba un revólver con la empuñadura de nácar a cada lado de la cintura. Los dos mil hombres de su regimiento se reunieron a su alrededor. «Se percibía en el ambiente una curiosa sensación; el entusiasmo y los nervios por la batalla», señalaría un paracaidista.31 Tras una breve arenga para levantar la pasión marcial de sus hombres, Johnson de pronto se agachó y se sacó de la bota un gran cuchillo, blandiéndolo sobre su cabeza. «Antes de ver el amanecer de un nuevo día», dijo alzando la voz, «quiero clavar este cuchillo en el corazón del nazi más mezquino, sucio y asqueroso de toda Europa». Se oyó un clamoroso grito de entusiasmo, y los hombres levantaron sus cuchillos en respuesta.

El general Maxwell Taylor advirtió a sus hombres de la 101.a Aerotransportada que combatir de noche daría lugar a una gran confusión. Iba a resultarles difícil distinguir a los de su propio bando del enemigo. Por esa razón deberían combatir con cuchillos y granadas por la noche, y recurrir a las armas de fuego únicamente cuando ya hubiera amanecido. Según uno de esos hombres, «también dijo que si se hacían prisioneros, éstos representarían un estorbo para llevar a cabo nuestra misión. Teníamos que deshacernos de los prisioneros de la manera que consideráramos más conveniente».32

El general de brigada Slim Jim Gavin, de la 82.a Aerotransportada, tal vez fuera el más comedido en su alocución. «Soldados», dijo, «lo que vais a vivir los próximos días no lo cambiaríais ni por un millón de dólares, pero tampoco os gustaría repetirlo con mucha frecuencia. Para la mayoría de vosotros será la primera vez que entréis en combate. Recordad que estáis allí para matar, o los que moriréis seréis vosotros».33 Gavin causó una gran impresión entre sus hombres. Uno de ellos dijo que, después de aquel breve discurso pronunciado en tono pausado, «creo que lo hubiéramos seguido hasta el infierno». Otro comandante optó por adoptar tácticas de choque. A sus hombres, mientras permanecían en formación ante él, les dijo lo siguiente: «Mirad a vuestra derecha y a vuestra izquierda. Sólo uno de vosotros seguirá vivo después de la primera semana en Normandía».34

No cabe duda del alto nivel de motivación que reinaba entre la inmensa mayoría de los soldados de las divisiones aerotransportadas americanas. La manera más efectiva de imponer disciplina que tuvieron durante un tiempo los oficiales fue amenazar a los soldados con impedirles su participación en los lanzamientos de la invasión.

Los rituales de la víspera de la batalla incluyeron el afeitado de cabezas para facilitar a los médicos el trabajo en caso de herida en esa parte del cuerpo, pero varios hombres decidieron dejarse una franja central de pelo al estilo mohicano. Ello contribuiría a la idea que tenían los alemanes, influenciados por las películas de gánsteres de Hollywood y que luego extendieron los medios propagandísticos de la Wehrmacht, de que los soldados de las unidades aerotransportadas americanas eran reclutados en los penales más peligrosos de los Estados Unidos y procedían de la «übelste Untermenschentum amerikanischer Slums» («la peor especie de infrahumanos de los suburbios americanos»).35 Se pintaron, además, la cara de negro, sobre todo con el hollín de las estufas, aunque algunos utilizaron betún, y otros añadieron rayas de pintura blanca, en una especie de competición a ver quién conseguía que su cara pareciera «más feroz».

Sus trajes de paracaidista llevaban el emblema de su división en el hombro izquierdo y la bandera de los Estados Unidos en el derecho. Un soldado, que había recibido de un colaborador de la Cruz Roja dos cartones de cigarrillos Pall Mall de más, se metió uno en cada pernera. Pero para los que se vieron obligados a saltar sobre zonas anegadas, la opción de ese escondite debió de provocarles un disgusto añadido. Los soldados se ajustaban al máximo las botas, las correas y los tirantes, como si éstos formaran una especie de armadura que les sirviera de protección en el combate que estaba a punto de producirse. Los paracaidistas también fueron a por más munición: iban cargados hasta los topes. Su mayor temor era encontrarse con el enemigo y tener el fusil descargado. Llevaban cartucheras colgadas cruzando el pecho al «estilo Pancho Villa», cantimploras llenas hasta el borde y sacos con calcetines y mudas de repuesto. Los cascos de camuflaje con red tenían fijado en su parte posterior un botiquín que contenía vendas, ocho pastillas de sulfamidas y un par de dosis de morfina inyectable, «una primera contra el dolor, y una segunda para pasar a la eternidad».36

Los bolsillos y las riñoneras estaban llenos a rebosar, no sólo con los ciento cincuenta cartuchos de balas del calibre 30, sino también con barras de chocolate de la ración D de combate, que tenían una textura parecida a la del cemento poco antes de fraguar, y con una granada Gammon de fabricación británica, que contenía casi medio kilo de explosivo C2 en una especie de calcetín de algodón. Esta bomba improvisada podía resultar absolutamente efectiva incluso contra vehículos blindados (los paracaidistas la llamaban su «artillería de mano»), pero su popularidad se debía también a otras razones.

Con una pequeña cantidad de ese explosivo de ignición rápida podían calentarse en el interior del hoyo de protección una taza de café o su ración K de combate sin formar ni pizca de humo.

Las placas de identificación iban pegadas para que no hicieran ruido al golpearse unas con otras. En un neceser colgado del cuello llevaban, además de cigarrillos y encendedores, otros artículos de primera necesidad, como un kit de afeitado y de higiene corporal, pastillas para purificar el agua, veinticuatro hojas de papel higiénico, un libro de frases hechas en francés y un equipo de fuga consistente en un mapa impreso en un pañuelo de seda, una pequeña sierra para metales, una brújula y dinero en efectivo. La abundancia de todo este equipamiento asombraba a los humildes muchachos de origen rural, acostumbrados a improvisar y a arreglárselas de la mejor manera posible en casa.

En el primer puesto de esa lista de artículos de pequeño tamaño figuraban el instrumental para cavar trincheras y el arma personal del soldado, normalmente una carabina con un afuste, desmontado en parte, metido en una bolsa llamada el «estuche del violín», que llevaban atada con unas correas cruzando el pecho. Otros hombres iban armados con una metralleta Thompson. Las bazucas se llevaban desmontadas en sus dos mitades. Junto con varias granaderas con explosivos antitanque, iban depositadas en bolsas atadas a las perneras que se balancearían durante el descenso. Sólo estas bolsas solían pesar unos cuarenta kilos.

Los paracaidistas tenían sus propias supersticiones. Varios de ellos también vaticinaron su muerte. Un soldado recordaría a un «muchacho de cabello liso muy rubio» llamado Johnny. «Estaba allí, de pie, con la mirada clavada en el vacío. Me acerqué a él y le dije: "¿Qué ocurre, Johnny?". Él respondió: "No creo que salga vivo de ésta". Yo le dije: "Tranquilo, todo irá bien". Le di unas palmadas porque parecía realmente aturdido. Al final, fue uno de los primeros hombres que cayeron en Normandía».37

Cuando Eisenhower llegó a Greenham Common en su Cadillac oficial, seguido por una pequeña comitiva de periodistas y fotógrafos, intercambió unas palabras con los paracaidistas de la 101.a Aerotransportada del general Maxwell Taylor poco antes de que subieran a sus aviones. Debió de ser realmente difícil no recordar el horrible presagio de Leigh-Mallory de que casi todos aquellos hombres iban a perder la vida. No obstante, «la naturalidad y la cordialidad que [Eisenhower] mostró en su trato con los soldados»38 sorprenderían incluso a su ayudante. Un texano ofreció al comandante supremo un trabajo de vaquero para cuando acabara la guerra. Más tarde Eisenhower preguntó a los oficiales si entre sus hombres había alguno de Kansas. Esperaba que hubiera alguien de su ciudad natal, Abilene. Se mandó llamar a un soldado llamado Oyler para que se entrevistara con él.

—¿Cómo te llamas, soldado? —preguntó el general.

Oyler no respondía, parecía haberse quedado helado en presencia de Eisenhower. Sus amigos tuvieron que gritar su nombre para refrescarle la memoria. Eisenhower le preguntó de dónde era.

—Wellington, Kansas —contestó.

—¡Oh! ¡Eso está al sur de Wichita! —exclamó el comandante supremo, que a continuación le preguntó por su formación, su hoja de servicios y si tenía novia en Inglaterra.

Oyler fue relajándose y contestando a todas sus preguntas acerca del adiestramiento recibido y si creía que los demás miembros de su pelotón estaban preparados para entrar en combate.

—Ya sabes, Oyler, que los alemanes nos han hecho pasar un verdadero infierno durante cinco años, y ya ha llegado la hora de que lo paguen.

A continuación el general le preguntó si tenía miedo, a lo que Oyler le dijo que sí.

—Es natural. Sería de locos no tenerlo. Pero el truco consiste en tirar para adelante. Si te paras, si empiezas a pensar, pierdes el objetivo. Te desconcentras. Podrías convertirte en una baja. Lo ideal, lo perfecto, es seguir para adelante.39

Poder seguir para adelante, en ese momento, era el principal problema de los paracaidistas. Iban tan cargados de equipamiento, que se dirigían andando como patos a los aviones que los aguardaban alineados en la pista aérea.

Los equipos de tierra de sus Skytrains C-47 (los británicos los llamaban «Dakotas») habían trabajado muy duro. Todos los aviones de la invasión fueron pintados en el último momento con rayas negras y blancas en las alas y el fuselaje para que los barcos aliados pudieran identificarlos con menos dificultades. Algunos paracaidistas se impresionaron al verlos. «Quedamos endiabladamente sorprendidos cuando vimos aquellas rayas tan anchas pintadas en las alas y también en el fuselaje. Pensamos que en el aire parecerían patos a la espera de que cualquier artillero intentara probar suerte con ellos».40

El peligro del «fuego amigo» era una de las principales preocupaciones de los aliados, especialmente de las fuerzas aerotransportadas. Durante la invasión de Sicilia en julio de 1943, la artillería antiaérea de la Marina estadounidense había disparado tanto contra los aviones de transporte americanos como contra los que remolcaban planeadores. En su desesperado afán por escapar del fuego, los pilotos de los remolcadores habían soltado los planeadores, dejando que se estrellaran en el mar. En el desastre se perdieron más de doce aparatos. Esta vez, con el fin de evitar los vuelos sobre las flotas de la invasión, las rutas establecidas para los lanzamientos en la península de Cotentin conducirían a las dos divisiones aerotransportadas hacia el oeste, dibujando una curva, para luego alcanzar su objetivo sobrevolando las Islas Anglonormandas.

Muchos de aquellos C-47, llamados «albatros» por los paracaidistas, tenían nombres y símbolos pintados en la punta del aparato. Uno, por ejemplo, tenía dibujado un diablo sosteniendo una bandeja en la que aparecía una chica sentada en bañador, con la siguiente leyenda: «El cielo puede esperar» (Heaven can Wait). Otro avión tenía un nombre no tan alentador: Miss Carriage [3]

Los paracaidistas tardaron cuarenta minutos en subir a los aviones, pues debido al enorme peso que cargaban necesitaron ayuda para subir las escalerillas, casi como si fueran caballeros con armadura que intentaran montar a lomos de sus caballos. Y una vez a bordo, un buen número de ellos tuvo que bregar al poco tiempo contra un problema añadido: «la necesidad de orinar fruto de los nervios». Los pilotos de los escuadrones de transporte comenzaron a preocuparse cada vez más por el exceso de peso. Cada avión debía transportar a un «grupo» de entre dieciséis y dieciocho hombres totalmente equipados, de modo que insistieron en pesarlos. Cuando supieron el peso total que tenían que transportar, su preocupación fue aún mayor.

El primero en montar era un sargento que se colocaba en la parte delantera del avión, mientras que el comandante del pelotón era el último en hacerlo, pues sería el encargado de abrir la marcha. El sargento, que al final cerraría el grupo, era el que daba el «empujón» decisivo y se aseguraba de que todos hubieran saltado y ninguno se quedara paralizado. «Un soldado preguntó al sargento si era cierto que tenía la orden de disparar a quien se negara a saltar. "Eso es lo que me han ordenado", respondió. Lo dijo con tanta delicadeza que todo el mundo se quedó callado».41

El 505.° Regimiento de Infantería Paracaidista de la 82.a División Aerotransportada fue víctima de un terrible y desgraciado accidente durante las operaciones de carga. Una granada Gammon explotó dentro de un avión, matando a varios soldados y provocando un incendio. Los supervivientes fueron trasladados a un destacamento complementario. No estaba permitido que nada retrasara el horario programado para el despegue de los aviones aquella noche.

Los C-47, cargados hasta los topes, empezaron a rodar lentamente con los motores «gruñendo» por la pista de Greenham Common, en una secuencia aparentemente interminable. El general Eisenhower permanecía allí de pie, según parece con lágrimas en los ojos, saludando a los aviones de los paracaidistas de la 101.a División Aerotransportada que levantaban el vuelo.

Aquella problemática noche con De Gaulle, Churchill también pensaba en su poderoso aliado del este. Había intentado convencer a Stalin de que hiciera coincidir con la invasión de Normandía la ofensiva que había programado lanzar en verano. El 14 de abril le había transmitido el siguiente mensaje: «Le pedimos que nos informe, para poder hacer nuestros propios cálculos, sobre la envergadura de su proyecto».42

Un año antes Stalin había empezado a poner en duda que los aliados occidentales lanzaran alguna vez la invasión del norte de Europa, una iniciativa que venían prometiendo desde 1942. Churchill siempre se había mostrado favorable por una estrategia indirecta, o periférica, en el Mediterráneo, para evitar que se produjera otro baño de sangre en Francia semejante al que había acabado con los jóvenes de su generación. Al final, su decisión de posponer la invasión resultaría acertada, pero por otras razones. Los ejércitos angloamericanos simplemente no habían estado preparados, ni desde el punto de vista material, ni en lo concerniente al adiestramiento de sus hombres, para emprender una operación de esas características con anterioridad. Un fracaso habría sido catastrófico. Pero ninguna de esas excusas, o mejor dicho, ninguno de esos motivos reales habían servido para aplacar a Stalin, que se dedicó a recordar constantemente a sus aliados el compromiso que habían adquirido. «Nadie debería olvidar», escribiría en una nota a Churchill en junio de 1943, «que de todo esto depende la posibilidad de salvar millones de vidas en las regiones ocupadas de Europa occidental y Rusia y de reducir los enormes sacrificios que realizan los ejércitos soviéticos, en comparación con los cuales deberíamos considerar modestas las pérdidas de las tropas angloamericanas».43 Más de siete millones de soldados de las fuerzas armadas soviéticas habían perecido ya en la guerra.

En la Conferencia de Teherán celebrada el mes de noviembre, Roosevelt había dicho a Stalin, a espaldas del primer ministro británico y para mayor consternación de éste, que, además de desembarcar en Normandía, iban a invadir también el sur de Francia en el curso de la llamada Operación Anvil. Churchill y Brooke se habían opuesto a esta operación desde el primer momento en que los americanos comenzaron a soñar con ella. Anvil suponía dejar a los ejércitos aliados de Italia sin reservas ni recursos, lo que habría impedido hacer realidad el sueño de Churchill de avanzar hacia el norte de los Balcanes y Austria. Churchill había presagiado las consecuencias de los espectaculares avances del Ejército Rojo. Le horrorizaba la sola idea de una ocupación soviética de Europa central. Roosevelt, por su parte, estaba convencido de que encantando a Stalin, en vez de enfrentándose a él, la consecución de una paz duradera de posguerra era una posibilidad real. Esa paz estaría basada en el espíritu de la Organización de las Naciones Unidas que pretendía crear. El presidente estadounidense consideraba que Churchill se dejaba guiar demasiado por sus impulsos reaccionarios, tanto de naturaleza imperial como geopolítica. Creía que, una vez derrotada la Alemania nazi con la ayuda de los americanos, Europa sabría resolver sus propios problemas.

Durante la Conferencia de Teherán, Stalin se había sentido satisfecho de recibir las promesas más firmes hasta entonces de que la invasión a través del canal de la Mancha iba a tener lugar en primavera. Pero luego volvió a desconfiar cuando se enteró de que todavía no había sido designado el comandante supremo de la operación. Incluso tras el nombramiento de Eisenhower, Stalin siguió mostrándose escéptico. El 22 de febrero el líder ruso recibió un comunicado de Gusev, su embajador en Londres. «Hemos sabido por otras fuentes, principalmente a través de corresponsales ingleses y americanos, que la fecha para abrir el Segundo Frente que se estableció durante la Conferencia de Teherán probablemente se aplace de marzo a abril, o incluso a mayo».44 Y cuando Roosevelt por fin le escribió dándole la fecha, el ministro de Asuntos Exteriores de Stalin, Vishinsky, mandó llamar al encargado de negocios americano en Moscú para preguntarle qué significaba la «D» de «Día D».45

La víspera del comienzo de la gran invasión Churchill envió un mensaje a Stalin diciéndole que sentía que la deuda de sangre contraída por los aliados occidentales con el pueblo soviético por fin iba a quedar saldada. «Acabo de regresar de una visita de dos días al cuartel general de Eisenhower, donde he visto a las tropas embarcar… Muy a su pesar, el general Eisenhower se ha visto obligado a retrasarlo todo una noche, pero los partes meteorológicos pronostican una notable mejora del tiempo, y esta noche se pone en marcha la operación».46