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La decisión

Southwick House es un grandioso edificio de estilo regencia, con una fachada de estuco y una entrada porticada. A unos ocho kilómetros al sur, la base naval de Portsmouth y los fondeaderos que se extendían más allá aparecían repletos de naves de distintos tamaños y tipos: grisáceos buques de guerra, barcos de transporte y centenares de lanchas de desembarco, todos ellos amarrados unos a otros. El Día D se había fijado para el lunes, 5 de junio, y las labores de carga ya habían dado comienzo.

En tiempos de paz, Southwick habría podido ser perfectamente el escenario de una de las fiestas de Agatha Christie, pero la Marina Real británica había tomado posesión de la mansión en 1940. Sus hermosos jardines de antaño y el bosque con los que éstos limitaban se veían asolados ahora por la presencia de un sinfín de barracones para soldados, tiendas de campaña y caminos de ceniza. Era el cuartel general del almirante sir Bertram Ramsay, comandante en jefe de las fuerzas navales para la invasión de Europa, así como el puesto de mando avanzado del SHAEF (Supreme Headquarters Alied Expeditionary Force, «Cuartel General Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas»). Las baterías antiaéreas situadas en las estribaciones de Portsdown tenían la misión de defender la zona, así como un arsenal naval a los pies de la montaña, de posibles ataques de la Luftwaffe.

El sur de Inglaterra había sufrido una ola de calor y la consecuente sequía. El 29 de mayo se habían alcanzado elevadas temperaturas, inusuales en esa época del año, pero el equipo meteorológico al servicio del cuartel general del general Dwight D. Eisenhower enseguida empezaría a inquietarse. El grupo estaba bajo las órdenes del Dr. James Stagg, un escocés alto y flaco, de rostro severo y con un acicalado bigote. Stagg, el máximo experto en meteorología del país en la vida civil, acababa de ser nombrado capitán de grupo de la RAF con el fin de que gozara de la autoridad necesaria en un ambiente militar poco acostumbrado a los intrusos.

Desde abril, Eisenhower había estado probando a Stagg y a su equipo exigiéndoles previsiones meteorológicas para tres días que debían consignarse todos los lunes para ser contrastadas posteriormente con la realidad. El jueves 1 de junio, un día antes del fijado para que los buques de guerra zarparan de Scapa Flow, en el noroeste de Escocia, las estaciones meteorológicas indicaron que se estaban formando áreas de depresión al norte del Atlántico. La marejada en el canal de la Mancha podía mandar a pique las lanchas de desembarco, por no hablar del pernicioso efecto que habría podido tener en los soldados apiñados a bordo de ellas. Las nubes bajas y la mala visibilidad suponían otra gran amenaza, pues las operaciones de desembarco dependían de la habilidad de las fuerzas aéreas y navales aliadas para hacer destruir la artillería y las posiciones defensivas de los alemanes en la costa. El embarque de los ciento treinta mil efectivos que formaban la primera tanda de la operación había comenzado y debía concluirse en dos días.

Stagg sufría en sus carnes la falta de acuerdo entre los departamentos meteorológicos de británicos y estadounidenses. Ambos recibían los mismos informes de las estaciones meteorológicas, pero los análisis que hacían de estos datos uno y otro departamento sencillamente no coincidían. Incapaz de admitir una cosa así, se vio obligado a decir al general de división Harold R. Bull, jefe auxiliar del Estado Mayor de Eisenhower, que «la situación es compleja y difícil».

«¡Por amor de Dios, Stagg!», exclamó iracundo Bull. «Resuélvalo mañana por la mañana antes de presentarse a la reunión con el comandante supremo. El general Eisenhower está preocupadísimo». Stagg regresó a su barracón, donde desplegó los mapas y volvió a consultar a los otros departamentos.1

Para Eisenhower había otras razones que provocaban ese «nerviosismo previo al Día D». Aunque aparentemente tranquilo, con aquella sonrisa franca con la que se dirigía y miraba a todo el mundo, independientemente de su rango militar, el general fumaba por entonces hasta cuatro cajetillas diarias de Camel. Encendía un cigarrillo, dejaba que se consumiera en un cenicero, se levantaba de un salto, daba vueltas y encendía otro. Ese estado de nerviosismo tampoco se veía favorecido por la constante ingestión de tazas de café.2

Posponer la invasión conllevaba un sinfín de riesgos. No se podía encerrar a los ciento setenta y cinco mil soldados de las dos primeras tandas de fuerzas invasoras en sus buques y lanchas de desembarco, en medio de la marejada, sin que perdieran su espíritu de combate. A los acorazados y a los convoyes que estaban a punto de bordear la costa británica para adentrarse en el canal de la Mancha no se les podría hacer dar la vuelta más de una vez sin que se vieran obligados a repostar. Y la posibilidad de que los aviones de reconocimiento alemanes los localizaran habría aumentado peligrosamente.

Mantener el secreto de la operación había sido en todo momento la principal preocupación. Buena parte de la costa meridional de Inglaterra estaba literalmente cubierta de campamentos militares de forma alargada, llamados «salchichas», en los que las tropas de la invasión permanecían supuestamente aisladas y sin contacto con el mundo exterior. Sin embargo, numerosos soldados habían conseguido pasar al otro lado de las alambradas para tomar una última copa en el pub o encontrarse con sus novias y esposas. La posibilidad de que, por una razón u otra, se produjeran infiltraciones era muy elevada. Un general estadounidense de las fuerzas aéreas había sido enviado a casa de forma deshonrosa por haber revelado la fecha de la Operación Overlord en el curso de una fiesta en el Claridge. Y ahora había surgido el temor de que en Fleet Street pudiera notarse la ausencia de los periodistas británicos que habían sido invitados para acompañar a las fuerzas invasoras.

Toda Gran Bretaña sabía que la llegada del Día D era inminente, y también lo sabían los alemanes, pero debía evitarse a toda costa que el enemigo se enterara de su fecha precisa y de dónde tendría lugar el ataque. Desde el 17 de abril se había impuesto una estricta censura en las comunicaciones de los diplomáticos extranjeros, y las salidas y entradas al país estaban sometidas a rígidos controles. Por fortuna, los servicios de seguridad británicos habían capturado a todos los agentes de Berlín que operaban en Gran Bretaña. La mayoría de estos agentes habían sido «engañados» para que transmitieran información errónea a sus supervisores. Este sistema llamado «doble equis», controlado por el Comité XX, tenía por objetivo provocar mucho «ruido» y confusión como uno de los aspectos fundamentales de la llamada Operación Fortitude («Fortaleza»). Fortitude fue la medida de diversión más ambiciosa de la historia de la guerra, un proyecto de mayor envergadura incluso que la maskirovka que por aquel entonces preparaba el Ejército Rojo para ocultar el verdadero objetivo de la Operación Bagration, la ofensiva militar de Stalin para rodear y aplastar en verano de 1944 el Grupo de Ejércitos Centro de la Wehrmacht en Bielorrusia.

La Operación Fortitude tenía varias facetas. Fortitude Norte, con formaciones falsas en Escocia creadas a partir de un «4.° Ejército Británico», fingía estar preparando un ataque contra Noruega para mantener en este país a las divisiones alemanas destacadas en él. Fortitude Sur, la de mayor envergadura, tenía por objetivo hacer creer al enemigo que cualquier desembarco en Normandía era una medida de diversión a gran escala para atraer a las reservas alemanas y alejarlas del paso de Calais. La verdadera invasión se suponía que iba a tener lugar durante la segunda quincena de julio entre Boulogne y el estuario del Somme. Un hipotético «I Grupo de Ejército de los Estados Unidos» a las órdenes del George S. Patton, el general más temido por los alemanes, se jactaba de contar con once divisiones en el sureste de Inglaterra. Una serie de aviones de cartón piedra y de tanques hinchables, además de doscientas cincuenta lanchas de desembarco falsas, contribuían a crear ese espejismo. Se habían creado formaciones inventadas, como la 2.a División Aerotransportada británica, junto con otras reales. Para aumentar el efecto de ese espejismo, dos cuarteles generales militares ficticios emitían constantemente mensajes por radio.3

Uno de los principales agentes dobles que trabajó para los servicios de inteligencia británicos en el marco de la Operación Fortitude Sur fue un catalán, Juan Pujol, cuyo nombre en clave era «Garbo».

Junto con su agente de los servicios de seguridad, construyó una red de veintisiete subagentes totalmente inventados y bombardeó la central de inteligencia alemana en Madrid con informaciones minuciosamente preparadas por Londres. Unos quinientos mensajes fueron emitidos por radio en los meses anteriores al Día D. Esos comunicados ofrecían una serie de detalles que poco a poco iban tejiendo el entramado con el que el Comité de la Doble Equis quería persuadir a los alemanes de que el gran ataque iba a tener lugar más adelante en el paso de Calais.4

También se idearon otras tretas con el fin de impedir que los alemanes desplazaran a Normandía tropas procedentes de otros lugares de Francia. La Operación Ironside tenía por objeto dar la sensación de que dos semanas después de los primeros desembarcos se lanzaría una segunda invasión en la costa occidental francesa directamente desde los Estados Unidos y las Azores.5 Para que los alemanes siguieran realizando conjeturas al respecto, y para impedir que desplazaran a Normandía la 11.a División Acorazada, que se encontraba cerca de Burdeos, una agente destinada en Gran Bretaña, que estaba debidamente controlada, llamada «Bronx», envió el siguiente mensaje cifrado a su supervisor alemán en el Banco Espirito Santo de Lisboa: «Envoyez vite cinquante libres. J’ai besoin pour mon dentiste». Esto significaba «que en torno al 15 de junio se llevará a cabo una operación de desembarco en el golfo de Vizcaya». La Luftwaffe, que evidentemente temía un desembarco en Bretaña, ordenó la destrucción inmediata de cuatro aeródromos situados cerca de la costa.6 Otro plan de diversión, la Operación Copperhead, se puso en marcha a finales de mayo cuando un actor que guardaba un extraordinario parecido con el general Montgomery, visitó Gibraltar y Argel, dando a entender que se preparaba un ataque contra la costa del Mediterráneo.

Bletchley Park, el complejo secreto situado a unos noventa kilómetros al noroeste de Londres dedicado a descifrar las comunicaciones enemigas codificadas, adoptó a partir del 22 de mayo un nuevo sistema de observación para la Operación Overlord. Sus expertos estaban preparados para descifrar cualquier cosa importante en el momento en que tuvieran noticia de ella. Gracias a esas interceptaciones «Ultra», también eran capaces de comprobar el éxito de la desinformación elaborada por el Plan Fortitude y transmitida por los principales agentes de la «Doble Equis», a saber, el citado Pujol, Dusko Popov (alias Triciclo) y Roman Garby-Czerniawksi. El 22 de abril se descifró en Bletchley un comunicado alemán que identificaba al «4.° Ejército», con su cuartel general cerca de Edimburgo y dos de sus cuerpos en Stirling y Dundee. Otros mensajes ponían de manifiesto que los alemanes creían que la División Lowland se estaba equipando para lanzar un ataque contra Noruega.7

Las decodificaciones Ultra revelaron en mayo que los alemanes habían realizado ejercicios de maniobras anti-invasión, basados en el supuesto de que los desembarcos aliados iban a tener lugar entre Ostende y Boulogne. Finalmente, el 2 de junio, Bletchley consideró que tenía los suficientes datos para emitir el siguiente comunicado: «Las pruebas más recientes indican que el enemigo supone que los aliados ya han finalizado todos los preparativos. Espera que un primer desembarco tenga lugar en Normandía o en Bretaña, y que a continuación se materialice el grueso de la operación en el paso de Calais». Parecía que los alemanes habían mordido el anzuelo creyéndose a pies juntillas la información difundida por la Operación Fortitude.8

A primera hora del 2 de junio Eisenhower se subió a una caravana, oculta en el parque de Southwick bajo redes de camuflaje. La llamaba «mi carromato de circo», y cuando no estaba en una conferencia o visitando a las tropas, intentaba relajarse leyendo novelas del oeste y fumando echado en su camastro.9

A las diez de la mañana de ese viernes, en la biblioteca de Southwick House, Stagg presentó a Eisenhower y a los demás comandantes en jefe allí reunidos los últimos partes meteorológicos. Debido a las continuas diferencias entre sus colegas, en particular los superoptimistas meteorólogos americanos del SHAEF, tuvo que adoptar una actitud deífica en sus manifestaciones. Stagg sabía perfectamente que en la reunión de la tarde debía dar una opinión firme sobre el empeoramiento de las condiciones climatológicas durante el fin de semana. La decisión de seguir adelante según lo previsto o posponer el comienzo de la operación debía tomarse de inmediato.

En el curso de aquella reunión, el comandante en jefe del aire, el mariscal sir Trafford Leigh-Mallory, trazó un plan «para establecer un cinturón de rutas bombardeadas a través de ciudades y pueblos que permita evitar o impedir el movimiento de las formaciones enemigas». Preguntó si tenía libertad de acción, «visto el número de bajas de civiles que se producirían». Eisenhower manifestó su aprobación por considerarlo «una necesidad operacional». Se decidió el lanzamiento de panfletos entre la población francesa para advertirla de lo que se avecinaba.10

La suerte que pudiera correr la población civil francesa era una más de las muchas inquietudes. Como comandante supremo, Eisenhower tenía que mantener un equilibrio entre las rivalidades políticas y personales, sin dejar de imponer su autoridad dentro de la alianza. Caía bien al mariscal de campo sir Alan Brooke, jefe del Estado Mayor Imperial, y al general sir Bernard Montgomery, comandante en jefe del XXI Grupo de Ejército, pero ninguno de estos dos militares británicos lo tenía en alta consideración como soldado. «No cabe duda de que Ike está dispuesto a hacer todo lo posible para que británicos y americanos mantengan unas relaciones fluidas —escribiría Brooke en su diario—, pero tampoco cabe la menor duda de que no sabe nada de estrategia y de que no es muy adecuado para el cargo de comandante supremo por lo que se refiere a la dirección de la guerra». Al concluir la contienda, Monty haría uno de sus característicos comentarios lacónicos y mordaces a propósito de Eisenhower: «Un buen tío, pero no un soldado».11

Ni que decir tiene que esas opiniones eran absolutamente injustas. Eisenhower demostró poseer un buen criterio en todas las decisiones clave relacionadas con el desembarco de Normandía, y sus habilidades diplomáticas lograron mantener unida una frágil coalición. Esto solo ya supuso una notable hazaña. Más tarde el propio Brooke reconocería que «la lente del nacionalismo distorsiona la perspectiva del paisaje estratégico».12 Y con nadie, ni siquiera con el general George C. Patton, resultaba tan difícil relacionarse como con Monty, que trataba a su comandante supremo con poquísimo respeto. En su primera entrevista llamó la atención a su superior por fumar en su presencia. Eisenhower era un hombre demasiado grande para tomar a mal ese tipo de cosas, pero muchos de sus subordinados americanos pensaron que habría debido mostrarse más duro con el británico.

El general Montgomery, pese a sus innumerables cualidades como soldado de gran profesionalidad y excelente preparador de tropas, sufría un narcisismo exacerbado, fruto seguramente de algún tipo de complejo de inferioridad. En febrero, hablando de su célebre boina, había hecho el siguiente comentario al secretario privado del rey Jorge VI: «Mi gorra vale por tres divisiones. Los hombres pueden verla a lo lejos. Y exclaman, "Allí está Monty", y entonces son capaces de luchar contra cualquiera».13 Puede decirse que su autoestima resultaba incluso cómica, y los americanos no eran los únicos que pensaban que su reputación había sido hinchada por una prensa británica que lo adoraba. «Monty —observaría Basil Liddell Hart—, probablemente goce de mucha más popularidad entre los civiles que entre los soldados».14

Montgomery tenía un talento de actor extraordinario que normalmente transmitía seguridad a sus hombres, aunque no siempre obtenía una respuesta apasionada. En febrero, cuando comunicó a los soldados del cuerpo de infantería ligera de Durham que iban a formar parte de la primera oleada invasora, se oyeron fuertes murmullos de queja. Acababan de regresar de combatir en el Mediterráneo, y se les había concedido sólo un breve permiso para visitar a los suyos. Consideraban que otras divisiones que no habían salido nunca de las islas Británicas debían ir en su lugar. «Otra vez esos malditos Durhams», fue el comentario con el que reaccionó el general. «Siempre tienen que ser ellos, esos malditos Durhams».15 Cuando Montgomery abandonó el lugar, se suponía que todos los soldados debían dirigirse a la carretera para saludarlo al pasar, pero nadie se movió. Esta circunstancia provocó mucho enfado y bochorno entre los oficiales de graduación superior.

Monty había tomado la determinación de que las tropas de veteranos sirvieran de estímulo a las divisiones que no habían entrado en combate, pero esta idea fue recibida con enojo por la mayor parte de sus hombres del desierto. Habían estado luchando durante cuatro años en tierras extranjeras y consideraban que ahora les tocaba combatir a otros, especialmente a los soldados de aquellas divisiones que todavía no habían sido enviadas a ninguno de los escenarios del conflicto armado. Varios regimientos del antiguo 8.° Ejército no habían tenido la oportunidad de reencontrarse con los suyos en los últimos seis años, y uno o dos de ellos habían estado fuera de Gran Bretaña incluso más tiempo. Su enojo y su resentimiento estaban fuertemente influenciados por los de sus esposas y novias.

La 1.a División de los Estados Unidos, llamada la «Gran Uno Rojo», también mostró su descontento cuando fue elegida para abrir camino en el ataque a una playa, pero su experiencia era imprescindible para la empresa. Un importante informe de evaluación emitido el 8 de mayo había considerado «inadecuadas» a prácticamente todas las demás formaciones americanas destinadas a la invasión.16 Los oficiales estadounidenses de mayor rango eran incitados a la acción, y las últimas semanas de adiestramiento intensivo no fueron desaprovechadas. Eisenhower se sintió animado ante el espectacular progreso de los hombres, y en su interior, agradecido por la decisión de posponer la invasión de comienzos de mayo a principios de junio.

Había otros asuntos que provocaban tensiones en la estructura de mandos aliada. El segundo de Eisenhower, el jefe del Aire, mariscal sir Arthur Tedder, aborrecía a Montgomery, pero a su vez no era en absoluto del agrado de Winston Churchill. El general Omar Bradley, comandante en jefe del 1.er Ejército de los Estados Unidos, perteneciente a una familia humilde de granjeros de Misuri, no tenía un aspecto muy marcial que digamos, con su «expresión de palurdo» y con sus gafas propiedad del Estado. Pero Bradley era «pragmático, ecuánime, aparentemente poco ambicioso, algo torpe, poco dado a extravagancias y a ostentaciones, y nunca sacaba a nadie de quicio».17 Era, además, un comandante astuto, movido por la necesidad de ver hechas las cosas que había que hacer. En apariencia era respetuoso con Montgomery, pero no habría podido ser más distinto de él.

Bradley se llevaba muy bien con Eisenhower, pero no compartía la tolerancia que mostraba su jefe con aquella bomba de relojería que era George Patton. De hecho, apenas podía ocultar la fuerte desconfianza que le suscitaba aquel excéntrico soldado de caballería sureño. Patton, un hombre temeroso de Dios, célebre por sus blasfemias, disfrutaba dirigiéndose a sus soldados en términos provocativos: «Ahora quiero que recordéis», les dijo en una ocasión, «que no ha habido nunca ningún cabrón que haya ganado una guerra muriendo por su país. Las guerras se ganan haciendo que los otros putos cabrones mueran por su país». No cabe duda de que sin el apoyo de Eisenhower en los momentos críticos, Patton jamás habría tenido la oportunidad de forjarse un nombre en la campaña que estaba por iniciarse. La habilidad de Eisenhower para mantener unido un equipo tan disparatado supuso un logro extraordinario.

La disputa más reciente, fruto de los nervios provocados por el Día D, la protagonizó el jefe del Aire, mariscal Leigh-Mallory. Leigh-Mallory, que «ponía a todo el mundo hecho una furia»18 y consiguió incluso sacar de quicio a Eisenhower, de repente se mostró convencido de que las dos divisiones aerotransportadas americanas que debían ser lanzadas en la península de Cotentin se enfrentaban a una matanza. Insistió una y otra vez en que se cancelara esta acción vital de la Operación Overlord, cuya finalidad era proteger el flanco occidental. Eisenhower le dijo que presentara por escrito todo lo que le preocupaba. Así lo hizo, y, tras considerar detenidamente sus propuestas, Eisenhower las rechazó con pleno apoyo de Montgomery.

Eisenhower, a pesar de su nerviosismo y de sus abrumadoras responsabilidades, supo adoptar inteligentemente una actitud filosófica. Había sido elegido para tomar las decisiones finales, de modo que debía tomarlas y asumir las consecuencias. Como bien sabía, casi había llegado la hora de pronunciarse sobre el asunto más grave. El destino de muchos miles de vidas de soldados dependía de su decisión. Sin decírselo ni siquiera a sus más estrechos colaboradores, Eisenhower preparó un escueto comunicado para ser utilizado en el caso de que la operación fracasara. «Los desembarcos en la zona Cherburgo-Le Havre no han podido consolidarse, y he retirado las tropas. Mi decisión de atacar en ese momento y en ese lugar se ha basado en la mejor información de la que he dispuesto. Las tropas de tierra, mar y aire han mostrado todo el coraje y la entrega que cabía esperar. Si hay que echar la culpa del fracaso de la empresa a alguien, es exclusivamente a mí».19

Aunque ni Eisenhower ni Bradley pudieran reconocerlo, de las cinco playas en las que iba a llevarse a cabo el desembarco, la que más dificultades iba a presentar sería Omaha. Un equipo británico de los COPP (Combined Operations Beach Reconnaissance and Assault Pilotage Parties, «Grupos de Operaciones Especiales de Reconocimiento y Asalto de Playas») había llevado a cabo un minucioso reconocimiento de este objetivo de la 1.a y la 29.a División de Infantería de los Estados Unidos. En la segunda quincena de enero, el submarino de bolsillo X-20 había sido conducido hasta las inmediaciones de la costa de Normandía por un arrastrero armado. El general Bradley había solicitado que, tras examinar las playas en las que iban a desembarcar las tropas británicas y canadienses, los COPP también hicieran un reconocimiento de Omaha para comprobar que el terreno tenía firmeza suficiente para el movimiento de los tanques. El capitán Scott-Bowden, zapador, y el sargento Bruce Ogden-Smith, de la Sección de Embarcaciones Especiales, se desplazaron a nado hasta la costa armados únicamente con un cuchillo y una pistola automática del 45. También llevaban una barrena de mano de casi medio metro de longitud y una bandolera con recipientes en los que depositar las muestras de suelo que fueran recogiendo. El mar estaba insólitamente en calma, y a punto estuvieron de ser descubiertos por los centinelas alemanes.

Al día siguiente de su regreso, Scott-Bowden fue llamado a Londres por un contraalmirante. Llegó a Norfolk House, en St. James’s Square, justo después de la hora del almuerzo. Allí, en un comedor alargado, con las paredes llenas de mapas cubiertos por cortinas, se encontró frente a seis almirantes y cinco generales, entre ellos el propio Bradley. Éste lo sometió a un minucioso interrogatorio acerca de la capacidad de resistencia de la playa. «Señor, espero que no le importe lo que voy a decir», dijo Scott-Bowden al general americano cuando ya estaba a punto de abandonar la reunión, «pero esa playa representa de hecho un adversario formidable y por fuerza será escenario de un gran número de bajas». Bradley, poniendo una mano sobre el hombro del zapador británico, murmuró: «Lo sé, muchacho, lo sé». Omaha era simplemente la única playa donde era posible desembarcar entre el sector británico, a la izquierda, y la playa Utah, a la derecha.20

En cuanto las tropas invasoras empezaron a embarcar, la población civil salió a la calle para despedirlas. «Cuando nos fuimos», escribiría un joven ingeniero americano que había sido alojado en casa de una familia inglesa, «lloraron como si fueran nuestros padres. Fue muy conmovedor para todos nosotros. Parecía como si la gente en general supiera muy bien lo que estaba ocurriendo».21

El secreto resultó, naturalmente, imposible de mantener. «Cuando pasamos por Southampton», recordaría un soldado de caballería británico perteneciente a un regimiento de las fuerzas blindadas, «la gente nos dio una maravillosa bienvenida. Cada vez que nos deteníamos nos ofrecían pastelillos y tazas de té, para consternación de la policía militar que escoltaba a la columna y que había recibido la orden estricta de impedir cualquier tipo de contacto entre la población civil y los soldados».22

La mayoría de las tropas fueron trasladadas en camiones del ejército, pero algunas unidades británicas hicieron el camino a pie, marchando al son de los clavos de sus botas que marcaban el paso al golpear en el asfalto de la carretera. Los ancianos, que observaban la escena desde sus jardines a menudo con lágrimas en los ojos, no podían dejar de recordar a los hombres de la generación anterior, marchando hacia las trincheras en Flandes. Los cascos eran de forma similar a los de entonces, pero los uniformes eran distintos. Y los soldados ya no llevaban puttees. En su lugar, usaban polainas de lona que hacían conjunto con el cinturón, el arnés, las cartucheras y la mochila. El rifle y la bayoneta también habían cambiado, pero no lo bastante para marcar una diferencia significativa.

Los soldados se habían dado cuenta de que el Día D debía de estar cerca cuando les fueron concedidos permisos de veinticuatro horas. Para los menos entusiastas aquella medida representaba una última oportunidad de desaparecer o de emborracharse. Se habían producido muchos casos de ausencia de soldados en las semanas previas a la invasión, pero los de deserción pura y dura habían sido relativamente pocos. La mayoría había regresado a su puesto para estar «con sus compañeros» cuando comenzó la invasión. Ni siquiera los oficiales más pragmáticos quisieron perder a esos hombres enviándolos a prisión. Dejaron que cada cual se redimiera en el campo de batalla.

Los soldados notaron que los oficiales se habían vuelto de repente mucho más solícitos con sus hombres. Se proyectaban películas en los campamentos cerrados. Las raciones de cerveza eran más generosas, y por los altavoces sonaba música bailable. Los más cínicos pronosticaban que aquel cambio repentino de los oficiales de intendencia, ahora tan espléndidos, era una señal de mal agüero. El poeta Keith Douglas, por aquel entonces un capitán de veinticuatro años del escuadrón de caballería de los Rangers de Sherwood, haría el siguiente comentario en una carta dirigida a Edmund Blunden, el poeta de la Gran Guerra: «He sido cebado para la matanza, y ahora estoy simplemente a la espera de que ésta comience». Douglas era uno de los hombres que sentía la llegada inminente de la muerte y hablaba de ello con sus amigos más íntimos. Resulta sorprendente comprobar cuántos de ellos acabarían teniendo razón, y por algún motivo semejante pensamiento se convirtió en una profecía irremediable. Douglas asistió a una procesión religiosa el último domingo. Luego dio un paseo con el capellán del regimiento, que recordaría que el joven poeta se había resignado a una muerte inminente y que no estaba deprimido por esa idea.23 En opinión de un oficial compañero suyo, su fatalismo se debía a la sensación de que había agotado su ración de buena suerte en la guerra del desierto.

Prácticamente todos detestaban aquella larga espera y deseaban que lo peor pasara pronto. «Todos están nerviosos y fingen que están tranquilos», comentaría un soldado de infantería estadounidense. «Las fanfarronadas son de ayuda», añadiría.24 Muchos pensaban en sus novias. Algunos se habían casado a toda prisa para asegurar a sus mujeres una pensión de viudedad si ocurría lo peor. Un soldado americano guardó toda su paga y la envió a un joyero para que su prometida inglesa pudiera elegir un anillo para la boda que celebrarían en cuanto regresara. Era un momento de intensas emociones personales. «Las mujeres que han venido a ver partir a sus hombres», comentaría un periodista poco antes del Día D, «casi siempre caminan hasta el final del andén siguiendo al tren en su marcha para despedirse con una primorosa sonrisa».25

Unos pocos hombres sucumbieron a la tensión. «Una noche», recordaba un integrante de la 1.a División de Infantería de los Estados Unidos, «uno de los soldados se colocó dos bandoleras de munición, se colgó sus granadas de mano, cogió un fusil y se largó. Nadie vio cómo lo hacía, pero cuando se dieron cuenta de lo sucedido, se formó un grupo de búsqueda. El grupo de búsqueda dio con él. El individuo en cuestión se negó a entregarse, y lo mataron. Nunca llegamos a saber si lo que quería era morir en la playa o si se trataba de un espía. Fuera lo que fuere, cometió una soberbia tontería. Dejó de ser un hombre que podía morir para convertirse en un hombre muerto».26 Tal vez tuviera una premonición de lo que les esperaba en Omaha.

Mientras se cargaban los tanques en las lanchas de desembarco y los hombres iban subiendo a bordo en aquella tarde del viernes, el capitán de grupo Stagg discutía de nuevo sobre la seguridad de las redes fijas de comunicación con los otros centros meteorológicos. Tenía que presentar un informe definitivo en la reunión convocada para las nueve y media de la noche, pero aún no se había llegado a un acuerdo. «De no haber sido por el peligro potencial que se corría, todo aquel asunto habría parecido una verdadera ridiculez. En menos de media hora esperaban de mí que presentara al general Eisenhower un previsión meteorológica "consensuada" para los cinco días siguientes que cubriera las horas del lanzamiento de la mayor operación militar de la historia: ni siquiera dos de los expertos que asistían a la reunión podían llegar a un acuerdo sobre el tiempo que iba a hacer durante las próximas veinticuatro horas».27

Estuvieron discutiendo y discutiendo hasta que se agotó el tiempo. Stagg fue a toda prisa a la biblioteca de la casa principal para presentar un informe a todos los jefazos de la Operación Overlord.

—Y bien, Stagg —dijo Eisenhower—, ¿qué noticias nos trae esta vez?

Stagg sintió la necesidad de seguir su propio instinto y pasó por alto las opiniones más optimistas de sus colegas americanos de Bushey Parle.

—Las condiciones climatológicas, desde las islas Británicas hasta Terranova, han cambiado considerablemente estos últimos días, y ahora no son nada halagüeñas —contestó.

Mientras iba dando detalles de la situación, unos cuantos altos oficiales contemplaban por la ventana la hermosa puesta de sol un tanto aturdidos[1].

Después de formularle una serie de preguntas relacionadas con el tiempo y el lanzamiento de los aerotransportados, Eisenhower intentó indagar más acerca de la situación previsible para los días 6 y 7 de junio. Según Tedder, se produjo una pausa significativa.

—Si respondo a esto, señor —contestó Stagg—, estaré haciendo conjeturas, no ejerciendo las funciones de su asesor meteorológico.28

Stagg y su homólogo americano, el coronel D.N. Yates, se retiraron, y al poco rato salió de la sala el general Bull para comunicarles que no habría ningún cambio de planes para las siguientes veinticuatro horas. Cuando regresaban a la tienda de campaña en la que dormían, los dos meteorólogos se enteraron de que los primeros barcos ya habían levado anclas. Stagg no pudo evitar recordar el chiste macabro que le hizo el teniente general sir Frederick Morgan, principal encargado de la planificación de la Operación Overlord en un primer momento: «Buena suerte, Stagg. ¡Ojalá no nos hable usted más que de pequeñas depresiones! Pero recuerde que lo colgaremos de la primera farola que encontremos si no interpreta correctamente los presagios».29

A primera hora de la mañana siguiente, sábado 3 de junio, las noticias no podían ser peores. La estación meteorológica de Blacksod Point, en Irlanda occidental, acababa de informar de un rápido descenso de los barómetros y de la presencia de vientos de fuerza seis. Stagg sintió «una especie de náusea física» al ver los mapas meteorológicos y el modo en que los equipos de expertos seguían analizando los mismos datos de distintas maneras. Aquella noche, a las nueve y media, fueron convocados él y Yates. Los dos hombres se personaron en la biblioteca, en cuyas estanterías no había ni un solo libro. Se dispusieron unas sillas del comedor formando arcos concéntricos: las de la primera fila, para los comandantes en jefe, y las de atrás, para sus jefes del Estado Mayor y altos oficiales subordinados. Eisenhower, el general Walter Bedell Smith, su jefe del Estado Mayor, y Tedder tomaron asiento de cara al auditorio.

—Caballeros —empezó diciendo Stagg—. Los temores que mis colegas y yo abrigábamos ayer en lo concerniente al tiempo para los próximos tres o cuatro días se han visto confirmados.30

A continuación, pasó a explicarlos pormenores de sus previsiones.

Ofreció un lúgubre retrato de mares agitados, vientos de tormenta de fuerza seis y nubes bajas. «Durante todo ese recitar», escribiría Stagg más tarde, «el general Eisenhower permaneció inmóvil en su asiento, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, apoyándola en una mano, y la mirada fija, clavada en mí. Por un momento todos los allí reunidos parecían aturdidos». No es de extrañar que Eisenhower se viera obligado a recomendar un aplazamiento provisional.

No fue una buena noche para Eisenhower. Su asistente, el comandante Harry Butcher, le hizo saber más tarde que Associated Press había emitido la siguiente noticia: «Las fuerzas de Eisenhower están desembarcando en Francia». Aunque la agencia de información dejó de difundirlo al cabo de veintitrés minutos, el comunicado había sido recogido por CBS y Radio Moscú. «Lanzó una especie de gruñido», comenta Buttcher en su diario.31

Cuando Stagg abandonó la reunión y se dirigió a su tienda a eso de la medianoche, tras oír que iba a posponerse provisionalmente el comienzo de la operación, le resultó extraño levantar la vista entre los árboles y comprobar que «el cielo estaba prácticamente despejado, y a su alrededor todo estaba tranquilo y en silencio».32 Stagg ni siquiera intentó dormir. Se pasó toda la madrugada escribiendo notas detalladas de lo que se había hablado. Las previsiones no eran mejores, a pesar de que el cielo siguiera estando despejado y apenas hubiera viento.

A las cuatro y cuarto de la madrugada del domingo 4 de junio; en el curso de una nueva reunión, Eisenhower tomó la decisión de mantener las veinticuatro horas de aplazamiento provisional de la operación que habían sido acordadas la noche anterior. Sin el pleno apoyo de las fuerzas aéreas, los riesgos eran excesivos. Se dio la orden de que regresaran los convoyes. Los destructores zarparon de inmediato navegando a toda máquina para reunir las lanchas de desembarco con las que no podía establecerse contacto por radio y conducirlas de nuevo a puerto.

Stagg, que se había acostado exhausto en su tienda de campaña, se sintió desconcertado cuando despertó y comprobó que el cielo seguía despejado y apenas hacía viento. No sabía cómo mirar a la cara a los demás oficiales durante el desayuno. Pero más tarde sintió cierto alivio cuando aumentó la nubosidad por el oeste y comenzó a arreciar el viento.

Aquel domingo fue un día de infinitas cuestiones. ¿Era realmente imposible mantener encerrados en sus embarcaciones a los miles y miles de hombres de la fase inicial de la invasión? ¿Y qué hacer con todos los buques que habían zarpado y que ahora habían recibido la orden de regresar? Iban a tener que repostar combustible. Y si el mal tiempo se prolongaba, las mareas no actuarían como estaba previsto.

En efecto, si las condiciones meteorológicas no mejoraban en cuarenta y ocho horas, la Operación Overlord debería ser aplazada dos semanas. Sería difícil mantener el secreto, y las repercusiones de todo ello en la moral de los hombres podrían ser nefastas.