Capítulo 6

Le despertó el sol que entraba a raudales por las ventanas de la pared este. El olvidado plato frío le estaba esperando la noche anterior cuando al fin había subido a su dormitorio. Al parecer, Tolly había sido fiel a su palabra. Un par de moscas se habían posado sobre la comida, pero aquello no era nada para un marino. Laurence las había espantado de un manotazo y se había comido hasta las migajas. Sólo pretendía descansar un rato antes de la cena y de darse un baño. Se pasó casi un minuto parpadeando y mirando al techo antes de darse cuenta de que se le había hecho tarde.

Entonces, se acordó del adiestramiento y se incorporó con urgencia. Se había dormido con la camisa y los pantalones de montar puestos, pero por fortuna tenía una muda de cada, y su chaqueta estaba razonablemente limpia. Tenía que acordarse de encontrar un sastre en la zona al que le pudiera encargar otra. Se debatió un poco al ponérselas sin ayuda de un criado, pero se las arregló y se sintió presentable cuando descendió al fin.

La mesa de oficiales de alto rango estaba casi vacía. Granby no se encontraba allí, pero notó el efecto de su presencia en las miradas de soslayo de dos jóvenes que se sentaban juntos en la esquina desocupada de la mesa. Casi en un extremo de la habitación, un hombretón rechoncho de rostro rubicundo, sin chaqueta, comía a buen ritmo un plato lleno de huevos, morcilla y tocino. Laurence, con aire de inseguridad, miró a su alrededor en busca de un aparador.

—Buenos días, capitán. ¿Café o té? —preguntó Tolly, que estaba pegado a él, sosteniendo una tetera y una cafetera a la altura de su codo.

—Café, gracias —contestó Laurence con gratitud. Vació la taza y la extendió para que le sirviera más sin darle tiempo a que se alejara—. ¿Nos servimos nosotros mismos? —le preguntó.

—No. Ahí viene Lacey con huevos y tocino para usted. Si le apetece algo más, sólo tiene que pedirlo —respondió Tolly, que siguió su camino.

La sirvienta llevaba un grueso vestido hilado a mano. Dijo «buenos días», y a Laurence le pareció tan agradable ver un rostro amistoso que se descubrió devolviendo el saludo. Llevaba un plato tan caliente que humeaba, y no le importaron nada las convenciones sociales en cuanto probó el espléndido tocino, curado de una forma inusual y muy sabroso. Las yemas de los huevos eran de un naranja casi resplandeciente. Comió a toda prisa, con un ojo puesto en las áreas del suelo iluminadas por los haces de luz que penetraban por las altas ventanas.

—No se vaya a atragantar —dijo el hombre regordete, que le miró de arriba abajo—. Tolly, más té —bramó. Su voz era tan potente como para hacerse oír en medio de una tormenta—. ¿Es usted Laurence? —quiso saber mientras volvían a llenarle la taza.

El interpelado terminó de tragar y contestó:

—Sí, señor, pero usted me lleva ventaja…

—Me llamo Berkley —dijo el otro—. Escuche un momento, ¿qué clase de tonterías le está metiendo a su dragón en la cabeza? Mi Maximus ha estado rezongando toda la mañana algo de que quería bañarse y de que le quitara el arnés. Todo estupideces…

—No lo veo de ese modo, señor. Para mí, eso es preocuparme por la comodidad de mi dragón —contestó Laurence en voz baja, sujetando con fuerza los cubiertos.

Berkley le devolvió una mirada iracunda.

—¡Anda! Maldita sea, ¿sugiere que desatiendo a Maximus? Nadie ha lavado jamás a los dragones. No les importa ir un poco sucios, para eso tienen esa piel…

Laurence contuvo el genio y la lengua. Sin embargo, había perdido el apetito, por lo que depositó en la mesa cuchillo y tenedor.

—Evidentemente, su dragón está en desacuerdo. ¿Se considera usted mejor juez que él para determinar lo que le desagrada?

Berkley le puso cara de pocos amigos y luego soltó una risotada.

—Bueno, es usted un verdadero escupefuegos, no cabe duda. ¡Y yo que pensaba que los tipos de la Armada eran todos tan estirados y prudentes! —Vació la taza de té y se levantó de la mesa—. Le veré más tarde. Celeritas quiere evaluar cómo vuelan juntos Maximus y Temerario.

Saludó con un asentimiento, al parecer con sincera simpatía, y se marchó.

Laurence se quedó un poco perplejo ante aquel cambio de humor tan brusco. Entonces, se dio cuenta de que se iba a retrasar y no quiso dedicar más tiempo al incidente. Temerario le aguardaba con impaciencia. Laurence pagó entonces el precio de su virtud al tener que ponerle de nuevo el arnés, y estuvo a punto de llegar con retraso al patio a pesar de la ayuda de dos miembros del personal de tierra a los que hizo acudir.

Celeritas aún no había llegado al patio cuando ellos aterrizaron, pero poco después de su entrada, Laurence vio emerger al dragón de las aberturas talladas en la pared del risco. Evidentemente, aquéllos eran aposentos privados, tal vez para los dragones de más edad o mayor reputación. Celeritas desplegó las alas y sobrevoló el patio para aterrizar limpiamente sobre las patas traseras. Examinó a Temerario con gesto pensativo.

Mmm. Sí, excelente capacidad torácica. Aspira, por favor. Sí, sí. —Se apoyó sobre las cuatro patas—. Vamos a ver… Déjame echarte un vistazo. Da dos vueltas completas al valle, la primera vuelta en horizontal y la segunda en vuelo invertido. Ve a un ritmo cómodo. Pretendo evaluar tu forma de volar, no tu velocidad.

Le empujó con la cabeza con suavidad y Temerario saltó hacia atrás para subir a lo alto rápidamente.

—Con cuidado —gritó Laurence a la vez que daba un tirón a las riendas para recordárselo. Temerario voló a un ritmo más moderado a regañadientes. Planeó con facilidad para hacer los giros y luego los rizos. Celeritas lo llamó cuando regresaban de dar la segunda vuelta—. Ahora hazlo de nuevo, pero deprisa.

Laurence se pegó al cuello de Temerario cuando empezó a batir las alas a un ritmo frenético. Al pasar, el viento le silbó en los oídos con fuerza. Iba más rápido de lo que habían volado jamás, y resultaba estimulante. No pudo evitar proferir un pequeño chillido al oído del dragón cuando entraron en la curva a toda velocidad.

Se dirigieron de regreso al patio una vez completada la segunda vuelta. La respiración de Temerario apenas se había acelerado, pero un bramido estruendoso y repentino llegó de lo alto, y una enorme sombra negra les cayó encima cuando habían cruzado la mitad del valle. Laurence alzó la vista alarmado y vio a Maximus lanzándose en picado hacia su trayectoria de tal modo que creyó que les iba a embestir. Temerario se tensó y se detuvo bruscamente para mantenerse suspendido en el aire. Maximus pasó volando cerca de ellos para remontar el vuelo otra vez cuando estaba rozando el suelo.

—¿Qué diablos pretendía con eso, Berkley? —rugió Laurence con toda la fuerza de sus pulmones mientras se alzaba sobre el arnés. Estaba hecho un basilisco y agitaba las manos con que sujetaba las riendas—. Señor, va a explicarse ahora mismo o…

—¡Dios mío! ¿Cómo ha hecho eso? —le contestó Berkley con total normalidad, aunque a Laurence no le parecía haber hecho nada fuera de lo corriente. Maximus seguía volando con calma de vuelta al patio—. Celeritas, ¿has visto eso?

—Sí. Haz el favor de venir y aterrizar, Temerario —dijo Celeritas, llamándole desde el patio—. Se le han echado encima cumpliendo órdenes, capitán. No se sulfure —le explicó a Laurence en cuanto Temerario aterrizó limpiamente en el borde—. Es de vital importancia verificar la reacción natural de un dragón cuando se le sorprende desde arriba, desde donde no podemos ver. A menudo, es un instinto que no se puede superar con ningún tipo de entrenamiento.

Laurence seguía aún bastante agitado, al igual que Temerario, quien le dijo a Celeritas con tono de reproche:

—Ha sido muy desagradable.

—Sí, lo sé. También me lo hicieron a mí cuando comencé a entrenar —intervino Maximus con tono jovial, sin señal de arrepentirse—. ¿Cómo has conseguido quedarte suspendido en el aire de esa manera?

—Ni lo he pensado —respondió Temerario, que se había aplacado un poco—. Supongo que me limité a batir las alas de otro modo.

Laurence acarició el cuello de su dragón para confortarlo mientras Celeritas examinaba de cerca la articulación de sus alas.

—Había asumido que se trataba de una habilidad normal, señor. Entonces, ¿es algo inhabitual? —preguntó Laurence.

—Sólo en el sentido de que es la única vez que lo he visto en mis doscientos años de experiencia —contestó secamente Celeritas mientras volvía a sentarse—. Un Caza Alado puede describir círculos cerrados, pero no mantenerse inmóvil en el aire de esa manera. —Se rascó la frente—. Hay que pensar la forma de darle utilidad a esa habilidad; al menos podremos convertirte en un bombardero infalible.

Cuando entraron a cenar, Laurence y Berkley seguían hablando del asunto y de cómo abordar el modo de ajustar los movimientos de Temerario y de Maximus. Celeritas los había tenido trabajando el resto del día, explorando las capacidades de maniobra de Temerario y haciendo que ambos dragones se marcasen el ritmo el uno al otro. Laurence ya sabía que Temerario era extraordinariamente rápido y habilidoso en el aire, por supuesto, pero resultó un gran placer y una satisfacción oírselo decir a Celeritas y ver con qué facilidad dejaba atrás a Maximus, de más edad y envergadura.

Celeritas había sugerido que incluso sería posible doblar la velocidad de vuelo de Temerario si conservaba la maniobrabilidad al crecer, que tal vez fuera capaz de salir de la formación y hacer una carrera en solitario para bombardear y volver a su posición a tiempo para efectuar un segundo vuelo con el resto de los dragones.

Berkley y Maximus se habían encargado de mantener a Temerario volando en círculos alrededor de ellos durante bastante tiempo. Los Cobres Regios eran los dragones de primer orden de la Fuerza Aérea, y Temerario jamás igualaría a Maximus en fuerza pura y potencia, sin duda, por lo que no había ninguna justificación para tener celos. De todos modos, Laurence se inclinaba a interpretar la ausencia de hostilidad como una victoria después de la tensión del primer día. El propio Berkley gastaba un humor extraño; era algo mayor para ser un capitán recién nombrado y se comportaba de forma peculiar, normalmente con una imperturbabilidad extrema, rota por ocasionales estallidos.

Pero a pesar de su peculiar forma de ser, parecía un oficial serio y entregado a su trabajo, y bastante amigable. De pronto, mientras se sentaban en la mesa vacía a la espera de que se le unieran los demás oficiales, le dijo a Laurence:

—Va a tener que enfrentarse a los celos, por supuesto, ya que no ha tenido que esperar para obtener una recompensa como todos los demás. Me pasé seis años esperando a Maximus. Ha merecido la pena, pero de seguir él en el cascarón, no sé si hubiera sido capaz de no odiarle al verle hacer cabriolas en un Imperial delante de mis narices.

—¿Esperar? —preguntó Laurence—. ¿Le asignaron a Maximus antes de que eclosionara?

—Desde el momento en que el huevo estuvo lo bastante frío para poder tocarlo —contestó Berkley—. Tenemos cuatro o cinco ejemplares de Cobre Regio por generación. La Fuerza Aérea no deja al azar quién se ocupa de ellos. Estaba en tierra cuando dije «Sí, gracias», y me senté aquí a contemplar el huevo y dar clase a esos rapaces con la esperanza de que no tardara demasiado en salir, y vaya si tardó, por Dios.

Berkley soltó una risotada y vació su vaso de vino. Laurence ya se había formado una alta opinión de la destreza de Berkley en el aire después de su mañana de trabajo, y parecía en verdad la clase de tipo a quien se le puede confiar un dragón poco común y valioso. No había duda de que sentía un gran afecto por Maximus y lo demostraba de un modo campechano. Al separarse de Maximus y Temerario en el patio, Laurence no pudo evitar oír que le decía:

—Supongo que no me vas a dejar en paz hasta que te haya quitado el arnés también, ¡diantre! —exclamó mientras ordenaba a la dotación de tierra que se encargara de ello.

Maximus estuvo a punto de derribarlo al tocarle para hacerle una caricia.

Los demás oficiales comenzaron a desfilar por la habitación. Casi todos eran más jóvenes que él y Berkley. Sus voces alegres y agudas llenaron rápidamente de bullicio el salón. Laurence estuvo un poco tenso al principio, pero sus miedos no se materializaron. Unos cuantos tenientes lo miraron con desconfianza y Granby se sentó lo más lejos posible, pero otros muchos le prestaron muy poca atención.

Un hombre alto, rubio y de nariz aguileña dijo en voz baja:

—Con su permiso, señor.

Se deslizó en el asiento contiguo al de Laurence. Aunque en la cena todos los oficiales de alto rango llevaban chaquetas y lazos de nudo, el recién llegado contrastaba de manera notable por lucir un lazo hecho con esmero y la chaqueta sin arrugas.

—Capitán Jeremy Rankin a su servicio —dijo cortesmente al tiempo que le tendía la mano—. Creo que no nos conocemos.

—No. Llegué ayer mismo. Soy el capitán Will Laurence, a su servicio —respondió Laurence.

Rankin estrechaba la mano con fuerza y se comportaba de manera agradable y natural. Laurence encontró muy grato conversar con él y no se sorprendió al saber que era uno de los hijos del conde de Kensington.

—Mi familia siempre ha enviado al tercer hijo a la Fuerza Aérea, y en los viejos tiempos, antes de que se constituyese el Cuerpo, cuando los dragones estaban reservados a la Corona, el bisabuelo de mi bisabuelo acostumbraba a enviar a dos hijos —le explicó Rankin—. Por eso, no tengo dificultades en ir a casa. Seguimos manteniendo una pequeña base para las escalas. Iba allí a menudo, incluso durante mi adiestramiento. Es una ventaja. Me gustaría que tuviéramos más aviadores —agregó en voz baja, mirando alrededor de la mesa.

Laurence no deseaba decir nada que se pudiera interpretar como una crítica. Rankin podía insinuarlo al ser uno de ellos; sin embargo, si él hacía un comentario, sólo podría considerarse ofensivo.

—Debe de ser duro para los niños dejar el hogar a una edad tan temprana —repuso con más tacto—. En la Armada, nosotros… Es decir, la Armada no admite muchachos hasta los doce años, e incluso entonces se les envía a tierra entre viajes y pasan un tiempo en casa. ¿Y a usted qué le parece, señor? —añadió, volviéndose a Berkley.

Mmm —respondió Berkley mientras tragaba. Dirigió una mirada algo dura a Rankin antes de responder a Laurence—. No sabría decirle. Supongo que berrean un poco, pero se acaban acostumbrando y los tenemos todo el día de un lado para otro para que no sientan nostalgia de sus hogares.

Volvió a concentrar su atención en la comida sin hacer intento alguno de mantener viva la conversación y Laurence tuvo que volverse y continuar su discusión con Rankin.

—Llego tarde… ¡Vaya!

Era un joven espigado cuya voz aún no había cambiado, aunque era alto para su edad, quien se acercaba con prisa a la mesa presentando cierto desaliño. La mitad de su melena pelirroja se había salido de la trenza. Se detuvo de forma brusca al borde de la mesa; luego tomó asiento al otro lado de Rankin con lentitud y a regañadientes ya que aquél era el único sitio vacío. Era capitán a pesar de su juventud. Lucía una chaqueta con dos barras doradas en los hombros.

—¡Anda, Catherine! No, no, llegas a tiempo. Permíteme que te escancie un poco de vino —dijo Rankin.

Aunque ya había mirado al muchacho con sorpresa, Laurence pensó que había oído mal. Luego comprobó que no era así. El muchacho era en realidad una joven dama. Laurence miró a su alrededor sin comprender: no parecía preocuparle a nadie y desde luego no era un secreto. Rankin se dirigía a ella con amabilidad y tonos formales, sirviéndole de las fuentes.

—Permitid que os presente —agregó Rankin, volviéndose hacia el marino—. Capitán Laurence, de Temerario, miss… Oh, no, lo olvidaba, es decir, capitana Catherine Harcourt, de… esto… Lily.

—Hola —murmuró la joven sin levantar la vista.

Laurence notó cómo le enrojecían las mejillas. Ella se sentaba ahí con unos pantalones de amazona que mostraban la forma de sus piernas y una blusa sujeta sólo por un lazo en el cuello. Fijó su mirada en el recatado cogote de la joven y consiguió decir:

—A su servicio, miss Harcourt.

Al menos, sus palabras le hicieron alzar la cabeza.

—No, es capitana Harcourt —puntualizó.

Era pálida, y esa blancura exponía muy a la vista una miríada de pecas, pero estaba claramente resuelta a defender sus derechos. Lanzó a Rankin una mirada desafiante mientras hablaba.

Laurence había utilizado el tratamiento de forma automática, sin intención de ofender, aunque según parecía lo había hecho.

—Le pido perdón, capitana —apostilló de inmediato al tiempo que inclinaba la cabeza en señal de disculpa. Sin embargo, resultaba verdaderamente difícil dirigirse a ella de aquella forma; al pronunciarlo, el título se trababa en la lengua y le resultaba extraño. Temía que hubiera sonado forzado y artificioso—. No pretendía faltarle al respeto.

Ahora identificaba también el nombre del dragón. Aunque había muchas más consideraciones que hacer en lo concerniente a la inusual jornada de ayer, le vino a la mente aquel detalle y dijo con cortesía:

—Creo que tiene una dragona Largario.

—Sí, ésa es mi Lily —contestó.

—Tal vez no esté al tanto, capitán Laurence, de que los Largarios no aceptan cuidadores masculinos. Es una de esas raras singularidades suyas, a las cuales debemos estarles agradecidos, de lo contrario nos veríamos privados de tan encantadora compañía —dijo Rankin mientras hacía un gesto de asentimiento a la chica.

Había un timbre irónico en su voz que hizo torcer el gesto a Laurence. Era evidente que la joven se hallaba muy a disgusto y Rankin la hacía sentir peor. Había vuelto a agachar la cabeza y miraba su plato con los labios exangües y fruncidos por el descontento.

—Hace falta mucho valor por su parte para asumir tal deber, m… capitana Harcourt. Un vaso… esto es, un vaso a su salud —dijo Laurence, que después de corregirse en el último momento, hizo el brindis y tomó un sorbito.

No le parecía apropiado obligar a beber una copa entera de vino a una chiquilla.

—No más que el de cualquier otra persona —contestó en un hilo de voz; luego, con cierto retraso, tomó su propia copa y la alzó en correspondencia—. A la vuestra, quería decir.

Repitió en su fuero interno el nombre y el rango de la muchacha. Sería de mala educación volver a equivocarse de nuevo después de que ya le habían corregido una vez, pero era muy extraño que aún no confiara enteramente en sí mismo. Procuró mirarle sólo al rostro, y nada más. Le ayudaba un poco a cumplir ese propósito su aspecto aniñado, con el pelo recogido y tirante, así como las ropas masculinas que le habían llevado a confusión en un primer momento. Supuso que eso se debía a que se la obligaba a ir vestida de hombre, aunque eso no sólo le parecía vergonzoso, sino también ilegal.

Le hubiera gustado hablarle, aunque hubiera sido difícil no formularle preguntas, pero no podía llevar una conversación paralela a la de Rankin. Se permitió maravillarse en privado de sus propios pensamientos. Resultaba sorprendente pensar que todos los Largarios estaban capitaneados por mujeres. Después de estudiar la menuda figura de la muchacha, se preguntó cómo soportaba el trabajo. Él mismo se encontraba maltrecho y fatigado después de todo un día de vuelo, y aunque quizás un arnés adecuado disminuiría los esguinces, le resultaba difícil creer que una mujer se las pudiera arreglar un día tras otro. Aquello era una crueldad pero, por supuesto, no se podía prescindir de los Largarios. Eran probablemente los dragones ingleses más letales, sólo comparables con los Cobres Regios, y sin ellos las defensas aéreas de Inglaterra serían terriblemente vulnerables.

Su primera cena pasó de forma mucho más grata de lo esperado con aquella curiosidad ocupando su mente y la cortés conversación de Rankin. Se levantó de la mesa animado, a pesar de que la capitana Harcourt y Berkley se habían mostrado silenciosos y poco comunicativos durante toda la cena. Cuando ya estaban de pie, Rankin se volvió hacia él y le preguntó:

—Si no tiene ningún otro compromiso, ¿puedo invitarle a que se reúna conmigo en el club de oficiales para jugar una partida de ajedrez? Pocas veces tengo la oportunidad de jugar una partida, y confieso que he esperado con impaciencia aprovechar la ocasión desde que usted mencionó que jugaba.

—Le agradezco la invitación, y me supondría un gran placer también —contestó Laurence—, pero he de pedirle que me excuse por el momento. Debo ver a Temerario, y luego he prometido leerle.

—¿Leerle? —repitió Rankin con una expresión de diversión que no ocultaba su sorpresa ante semejante idea—. Su dedicación es admirable y totalmente natural en un cuidador novato. Sin embargo, permítame asegurarle que la mayoría de los dragones son capaces de arreglárselas por su cuenta. Conozco la costumbre de varios de nuestros compañeros capitanes de pasar mucho tiempo libre con sus monturas; me disgustaría que, siguiendo su ejemplo, llegara a considerarlo una necesidad o un deber por el que deba renunciar al placer de la compañía humana.

—Le agradezco la gentileza de su preocupación, pero le aseguro que se equivoca en mi caso —repuso Laurence—. Por mi parte, no podría desear mejor compañía que la de Temerario, y soy yo quien ha escogido mi compromiso con él, pero me encantaría reunirme con usted esta noche más tarde, a menos que deba levantarse pronto.

—Me alegra oír ambas cosas —respondió Rankin—. En cuanto a mi horario, en absoluto. No me estoy entrenando, por supuesto, sólo estoy aquí como mensajero, por lo que no necesito tener un horario de estudiante. Me avergüenza admitir que la mayoría de los días no se me ve el pelo por aquí abajo hasta poco antes del mediodía pero, por otra parte, eso me garantiza el placer de verle a usted esta noche.

Se separaron después de estas palabras y Laurence salió en busca de Temerario. Le divirtió sorprender acechando por la puerta del comedor a tres cadetes, el de pelo de color arena y otros dos, cada uno aferrando con firmeza un puñado de trapos blancos limpios.

—Señor —dijo el chico saltando en cuanto vio salir a Laurence—. ¿Va a necesitar más trapos para Temerario? —preguntó ansiosamente—. Pensamos que tal vez sí, de modo que trajimos algunos cuando le vimos comer.

—Un momento, Roland. ¿Qué crees que haces merodeando por ahí? —Tolly, que sacaba una carga de platos sucios del comedor, se detuvo a mirar a los muchachos que abordaban a Laurence—. Haríais mejor en no molestar a un capitán.

—No le molesto, ¿verdad? —preguntó el niño al tiempo que miraba esperanzado a Laurence—. Sólo pensé que tal vez le pudiéramos ayudar un poco. Después de todo, el dragón es muy grande, y Morgan, Dyer y yo tenemos nuestros cintos con mosquetones de muelle. Nos podemos anclar sin ningún tipo de problema —continuó muy serio mientras desplegaba un extraño arnés de cuya existencia Laurence no se había percatado antes.

Se trataba de un grueso cinto de cuero firmemente sujeto a la cintura con un par de correas que terminaban en lo que a primera vista parecía ser un gran eslabón de cadena hecho de acero. En un examen más detenido, Laurence vio que tenía una parte que se podía cerrar, por lo que el eslabón abierto se podía enganchar a cualquier cosa.

Irguiéndose, Laurence dijo:

—No creo que podáis sujetaros a las cinchas con esto, ya que Temerario aún no tiene un arnés de verdad. Sin embargo —agregó, ocultando una sonrisa al ver sus rostros alicaídos—, acompañadme y veremos qué se puede hacer. Gracias, Tolly —dijo, e hizo una señal con la cabeza al criado—. Los podré controlar.

Tolly no se molestó en ocultar una ancha sonrisa al oír aquello.

—Tiene razón —contestó, y continuó con sus quehaceres.

—Roland, ¿verdad? —le preguntó al muchacho mientras continuaba caminando hacia el patio con los tres niños al trote para seguir su paso.

—Sí, señor, la cadete Emily Roland a su servicio. —Se volvió hacia sus compañeros, ignorando de ese modo alegremente la sorpresa del rostro de Laurence—. Y éstos son Andrew Morgan y Peter Dyer. Todos llevamos tres años aquí.

—Sí, es cierto. A todos nos gustaría ayudar —afirmó Morgan.

Dyer, de menor edad que los otros dos y con ojos redondeados, se limitó a asentir.

—Muy bien —consiguió decir Laurence mientras lanzaba una mirada furtiva a la chica, que llevaba cortado el pelo estilo tazón, igual que el de los chicos; era baja y tenía una constitución robusta; su voz apenas era más aguda que las de los otros, por lo que su equivocación era lógica.

Ahora que disponía de un momento para meditarlo, tenía todo el sentido del mundo. La Fuerza Aérea entrenaría a unas cuantas chicas, por supuesto, en previsión de necesitarlas cuando los Largarios salieran del cascarón, y probablemente la capitana Harcourt era el fruto de aquel adiestramiento, pero no pudo evitar preguntarse qué clase de padres entregarían a una niña a la tierna edad de diez años a los rigores del servicio.

Salieron al patio, donde se encontraron con una escena de estruendosa actividad. Una gran confusión de alas y voces de dragón llenaban el aire. La mayoría, si no todos los dragones, acababa de llegar de alimentarse y en ese momento eran atendidos por su personal, muy ocupado limpiando los arneses. A pesar de las palabras de Rankin, Laurence apenas vio un dragón al que su capitán no estuviera acariciando la cabeza o hablándole. Evidentemente, aquél era el interludio habitual que los dragones y sus cuidadores tenían de asueto.

No vio a Temerario al primer golpe de vista. Después de buscarlo en el atestado patio durante unos segundos, comprendió que se había tumbado fuera de los muros, probablemente con el fin de evitar el ajetreo y el estrépito. Antes de salir en su busca, Laurence enseñó a Levitas a los cadetes. El pequeño dragón se había aovillado solo dentro de los muros del patio y contemplaba al resto de los dragones con sus oficiales. Aún llevaba arnés, pero éste tenía mucho mejor aspecto que el día anterior. Parecía que le habían sacado la mugre y lo habían frotado con aceite para que fuera más fino y flexible, y los aros metálicos de las cinchas estaban brillantemente pulidos.

Laurence intuyó que los aros tenían el propósito de ofrecer a los mosquetones un lugar al que engancharse. Aunque Levitas era pequeño en comparación con Temerario, seguía siendo una criatura enorme y Laurence estimó que podría soportar fácilmente el peso de los tres cadetes para el corto trayecto. Al dragón, impaciente y feliz por la atención recibida, los ojos le relucieron cuando Laurence formuló la sugerencia.

—Oh, sí, os puedo llevar sin problema —dijo mientras miraba a los tres cadetes, que le devolvieron la mirada con no menos entusiasmo.

Los tres se encaramaron con la agilidad de las ardillas y cada uno se sujetó de dos aros separados con un movimiento obviamente bien estudiado.

Laurence dio unos tirones a las correas para comprobarlas. Parecían bastante seguras.

—Muy bien, Levitas. Llévalos a la orilla. Temerario y yo nos reuniremos contigo enseguida —dijo a la vez que palmeaba la ijada del dragón.

Una vez que se alejaron, Laurence zigzagueó entre los demás dragones y se abrió camino hacia la puerta. Se detuvo en cuanto vio a Temerario; aunque costaba creerlo, el dragón tenía aspecto alicaído y guardaba una notoria diferencia con la actitud feliz que tenía al finalizar el trabajo de la mañana. Laurence acudió rápido a su lado:

—¿No te sientes bien? —le preguntó mientras examinaba las quijadas. El dragón estaba manchado de sangre y con restos de comida como siempre, parecía haber comido bien—. ¿Te ha sentado mal la cena?

—No, me encuentro perfectamente —respondió Temerario—. Es sólo que… Laurence, soy un dragón de verdad, ¿no?

Laurence le clavó los ojos. La nota de incertidumbre en la voz de Temerario era totalmente nueva.

—Tan verdadero como cualquier otro dragón de este mundo. ¿Qué diablos te hace preguntarme eso? ¿Alguien te ha soltado alguna inconveniencia al respecto?

Le invadió una ola de cólera sólo con pensarlo. Los aviadores podrían mirarle con recelo y decirle lo que les apeteciera, pero no iba a tolerar que nadie hiciera comentarios sobre Temerario.

—Oh, no —contestó Temerario, pero habló de tal forma que le hizo dudar—. Nadie ha sido cruel conmigo, pero no han podido evitar darse cuenta todos, mientras estábamos comiendo, de que no me parezco mucho al resto. Los demás tienen una piel de colores más brillantes que los míos, y sus alas no tienen tantas nervaduras. Además, todos tienen esa especie de caballón a lo largo de sus espaldas mientras que la mía es plana, y tengo más garras en las patas. —Se volvió y se examinó mientras enumeraba las diferencias—. Por eso, me miran de forma un poco rara, pero todos se han mostrado correctos. Supongo que eso es porque soy un dragón chino, ¿no?

—Sí, cierto. Recuerda siempre que los chinos se cuentan entre los criadores más reputados del mundo —contestó Laurence con firmeza—. En todo caso, los demás deberían mirarte como su ideal, y no al revés. Te ruego que no dudes de ti ni por un momento. Limítate a tener en cuenta lo bien que Celeritas habló de tu vuelo esta mañana.

—Pero no arrojo fuego ni escupo ácido —repuso Temerario, tumbándose otra vez, aún con cierto aire de decepción—, y no soy tan grande como Maximus. —Permaneció en silencio durante un momento y luego agregó—: Él y Lily comieron primero, los demás tuvimos que esperar a que terminaran y entonces se nos permitió cazar en grupo.

Laurence torció el gesto. No se le había ocurrido que hubiera una jerarquía entre los propios dragones.

—Amigo, jamás ha habido un dragón de tu especie en Inglaterra, por lo que aún no se ha establecido tu valía —contestó en un intento de hallar una explicación que consolara al dragón—. Además, tal vez guarde alguna relación con el rango de los capitanes: debes recordar que tengo menos antigüedad que el resto.

—Eso es una estupidez. Eres mayor que ellos y cuentas con mucha experiencia —replicó Temerario, cuyo descontento quedó ahogado por la idea de que fuera un desaire hacia Laurence—. Tú has ganado batallas y la mayoría de ellos siguen entrenando.

—Sí, pero eso era en alta mar; las cosas son muy diferentes en el aire —le atajó Laurence—, aunque es muy cierto que la antigüedad y el rango no garantizan ni la sabiduría ni la educación. Te ruego que no lo tomes como algo personal. Estoy seguro de que recibirás el reconocimiento que mereces cuando llevemos uno o dos años de servicio, pero por el momento, ¿has comido bastante? De lo contrario, podemos regresar a la zona de alimentación.

—No, la comida no escaseaba —contestó el dragón—. Logré atrapar a todos los animales que me apetecieron, y los demás no se interpusieron en mi camino en modo alguno.

Se sumió en silencio, aún con el ánimo sombrío. Laurence le dijo:

—Venga, vamos a darte un baño.

El dragón se entusiasmó ante la perspectiva, y su ánimo mejoró de manera notable después de pasar casi una hora jugando con Levitas en el lago y dejar que los cadetes le frotaran. Después, se acurrucó felizmente junto a Laurence en el cálido patio donde se sentaron juntos a leer. En apariencia, el dragón estaba mucho más alegre, pero Laurence aún veía que el animal observaba la cadena de oro y joyas y la tocaba con la punta de la lengua, un gesto que empezaba a reconocer como un signo de querer obtener respuestas. Intentó introducir afecto en su voz al leer y le acarició la pata delantera sobre la que estaba cómodamente sentado.

Mantuvo el gesto preocupado cuando aquella misma noche, más tarde, entró en el club de oficiales, lo cual fue en parte una ayuda, ya que el momentáneo silencio reinante en la habitación al entrar le molestó bastante menos de lo que lo hubiera hecho de otro modo. Granby permanecía en pie junto al pianoforte cercano a la puerta. Se llevó la mano a la frente de forma harto elocuente al saludarle y dijo «señor» cuando Laurence entró.

Había en su voz una peculiar nota de insolencia a duras penas contenida. Laurence eligió responder como si el saludo hubiera sido sincero y contestó «señor Granby» de buenos modos, con un asentimiento que hizo extensivo a toda la sala, y continuó caminando todo lo rápido que la prisa podía justificar. Rankin leía un periódico sentado junto a una mesita en un rincón de la estancia, al fondo. Laurence se reunió con él y poco después ambos habían preparado el tablero de ajedrez que Rankin bajó de una balda.

El zumbido de la conversación ya se había reanudado. Laurence observó la habitación entre movimiento y movimiento de piezas hasta donde le era posible sin llamar la atención. Ahora que prestaba más interés, también aquí vio a unas cuantas mujeres oficiales diseminadas entre el gentío. Su presencia no parecía imponer compostura a la mayoría de los asistentes. La conversación, aunque de tono afable, no era del todo refinada, y las interrupciones hacían que fuese ruidosa y confusa.

No obstante, había un claro sentido de compañerismo por doquier y no pudo evitar sentir un poco el deseo de pertenecer al grupo, cuya exclusión se debía en parte a ellos y en parte a él mismo al considerar que no encajaba allí, lo que le produjo una sensación de soledad, pero la superó fácilmente casi de inmediato; un capitán de la Armada debía estar acostumbrado a una existencia solitaria y a menudo sin la camaradería que él tenía con Temerario. Ahora, también podía buscar la compañía de Rankin. Volvió a concentrar su atención en el tablero sin mirar de nuevo a los demás.

Tal vez Rankin estuviera algo desentrenado, pero no le faltaba habilidad, y estaban bastante parejos, porque aquel juego no era uno de los pasatiempos favoritos de Laurence. Mientras jugaban, Laurence mencionó a su compañero que le preocupaba Temerario. Rankin le escuchó con pena y dijo:

—Es realmente vergonzoso que no le hayan dado preferencia a él. Es como se comportan en estado salvaje. Las especies más letales exigen los primeros frutos de la caza y las más débiles ceden. Lo más probable es que deba hacerse valer ante los otros para que le muestren más respeto.

—¿Se refiere a que realice algún tipo de desafío? Seguramente, eso no sea una buena política —respondió Laurence, alarmado por la idea misma; había oído las viejas historias de dragones salvajes luchando entre ellos y matándose unos a otros en tales duelos—. ¿Dejar que peleen con desesperación animales de tanto valor por tal nimiedad?

—Casi nunca degenera en una pelea de verdad. Conocen las posibilidades del otro. Le prometo que en cuanto se sienta seguro de su fortaleza, ni lo tolerará ni encontrará gran resistencia —sentenció Rankin.

Laurence no podía confiar mucho en aquello. Estaba seguro de que no era la falta de valor lo que impedía a Temerario imponerse a los demás, sino una sensibilidad más delicada, la misma que, por desgracia, le permitía sentir la falta de aprobación de los demás dragones.

—Me gustaría encontrar algún otro medio para tranquilizarle —repuso Laurence con tristeza.

Veía que en lo sucesivo cada comida iba a ser fuente de nuevo descontento para Temerario; no se podía evitar, a menos que le alimentara a horarios diferentes, y esto sólo le haría sentirse más aislado de los demás.

—Bueno, regálele alguna chuchería y se calmará —dijo Rankin—. Resulta sorprendente cómo les devuelve el ánimo; siempre que mi animal se enfurruña, le entrego una bagatela e inmediatamente todo vuelve a ser dicha, igual que una amante temperamental.

Laurence no logró reprimir una sonrisa ante lo absurdo de la jocosa comparación; luego, ya hablando en serio, dijo:

—Da la casualidad de que me proponía traerle un collar como el de Celeritas, creo que le haría muy feliz; pero supongo que no hay sitio alguno por los alrededores donde se pueda encargar esa clase de artículos.

—En todo caso, le puedo ofrecer un remedio para eso. Voy a Edimburgo con regularidad debido a mis obligaciones como correo; allí hay varios joyeros excelentes, algunos de los cuales incluso disponen de objetos ya preparados para dragones, debido a la abundancia en el norte de bases que se hallan a un vuelo de distancia. Estaré encantado de llevarle allí si desea acompañarme —dijo Rankin—. Mi próximo vuelo será este sábado, y le puedo traer de vuelta perfectamente a la hora de la cena si partimos por la mañana.

—Gracias, se lo agradezco mucho —contestó Laurence, sorprendido y agradecido a un tiempo—. Presentaré una petición de permiso a Celeritas.

El dragón instructor torció el gesto ante la petición que le formuló a la mañana siguiente y se aproximó a mirarle de cerca.

—¿Desea ir con el capitán Rankin? Bueno, éste va a ser el último día libre que tenga en mucho tiempo, porque ha de estar presente, y lo estará, cada segundo de los vuelos de entrenamiento de Temerario.

Se había mostrado casi violento en su reacción. Su vehemencia sorprendió a Laurence.

—Le aseguro que no tengo ninguna objeción —dijo mientras se preguntaba con asombro si el director de prácticas creía que pretendía eludir sus deberes—. Sin duda, no lo imaginaba de otra forma. Soy perfectamente consciente de la urgencia del entrenamiento. Si mi ausencia va a causar alguna dificultad, le ruego que no vacile en rechazar la petición.

Cualquiera que fuera el origen de su inicial desaprobación, aquella afirmación aplacó a Celeritas.

—Da la casualidad de que el personal de tierra va a necesitar un día para ajustar el nuevo equipo a Temerario y estará listo aproximadamente para esa fecha —comentó con tono menos severo—. Supongo que podemos prescindir de usted siempre y cuando Temerario no se ponga muy melindroso en cuanto a que le enjaecen sin estar usted presente; entonces, podrá ir a esa última excursión.

Temerario le aseguró a Laurence que no le importaba, por lo que el plan se hizo firme y, a partir de ese momento, el aviador pasó la mayor parte de las pocas tardes que quedaban tomándole medidas del cuello y también al de Maximus, al suponer que las dimensiones actuales del Cobre Regio podrían ser una buena referencia para las que Temerario podría alcanzar en el futuro. Fingió ante éste que todo aquello era para el arnés, porque quería que el regalo fuera una sorpresa y que al verlo se le pasara parte de aquella callada aflicción que aún perduraba, apagando el buen humor que solía tener.

Rankin miraba divertido los apuntes y dibujos de Laurence. Los dos tenían por costumbre jugar juntos al ajedrez por las noches y sentarse juntos durante las comidas. Por ahora, Laurence mantenía poca conversación con los demás aviadores. Lo lamentaba, pero veía poco sentido a intentarlo, ya que se sentía cómodo con su situación actual y, por otro lado, carecía de cualquier tipo de invitación. Le resultaba claro que Rankin estaba tan excluido de la vida social de los aviadores como él, quizás a causa de la elegancia de sus modales, y si ambos eran igual que dos parias por el mismo motivo, al menos podrían tener el placer de la compañía mutua como compensación.

Él y Berkley se encontraban durante el desayuno y en los entrenamientos todos los días. Siguió considerando al otro capitán un aviador astuto y un estratega del aire, pero permanecía en silencio tanto en la comida como en presencia de compañía. Laurence tampoco estaba seguro de desear alcanzar cierta intimidad con aquel hombre o de si un gesto en esa dirección sería bienvenido, por lo que se contentaba con ser educado y discutir de asuntos técnicos. Por ahora, se conocían de unos pocos días, sobraría el tiempo para tomarle mejor la medida al carácter de ese hombre.

Se había armado de valor para reaccionar debidamente ante su próximo encuentro con la capitana Harcourt, pero ella se mostraba tímida en su compañía, por lo que la veía casi siempre a distancia, aunque Temerario pronto estuvo volando en compañía de su dragón, Lily. Sin embargo, una mañana ella se encontraba sentada a la mesa cuando Laurence llegó a desayunar y, deseando mantener una conversación normal, le preguntó por qué había llamado Lily a su dragón, creyendo que podría ser un apodo, como el de Volly. Se sonrojó intensamente y contestó con frialdad:

—Me gusta el nombre. ¿Y cómo se le ocurrió el nombre de Temerario, si se puede saber?

—Para ser totalmente sincero, no tenía ni idea de cómo dar un nombre adecuado a un dragón ni había forma de poder averiguarlo en aquel momento —respondió Laurence, que tenía la impresión de haber cometido una equivocación; nadie había mencionado el nombre poco corriente del dragón hasta ese momento, y sólo ahora que ella le había empujado a hacer lo mismo supuso que tal vez había tocado alguna fibra sensible de la joven—. Lo llamé así en honor a un barco, el primer Téméraire capturado a los franceses. El único actualmente en servicio es una nave de noventa y ocho cañones y tres cubiertas, uno de nuestros mejores barcos de combate.

Pareció más relajada después de que él hubo hecho aquella confesión y dijo con más franqueza:

—Como ha revelado tanto, no me importa admitir que sucedió algo parecido en mi caso. No se esperaba que Lily eclosionara como pronto hasta al cabo de cinco años, y no sabía nada de nombres. Me despertaron en mitad de la noche en la base de Edimburgo y me hicieron volar en cuanto el huevo endureció. Apenas había conseguido llegar a las termas antes de que rompiera el cascarón. Me quedé boquiabierta cuando se me invitó a darle un nombre y, simplemente, no se me ocurrió ningún otro.

—Es un nombre precioso y le cuadra a la perfección, Catherine —intervino Rankin mientras se sentaba con ellos a la mesa—. Buenos días, Laurence. ¿Ha leído el periódico? Lord Pugh finalmente ha conseguido casar a su hija. Ferrold debe de estar pelado.

Aquel pequeño cotilleo se refería a personas que Harcourt no conocía de nada y la dejó fuera de la conversación. Sin embargo, antes de que Laurence pudiera cambiar de tema, ella se disculpó y se escabulló de la mesa. Perdía así la oportunidad de propiciar la relación entre ellos.

Los pocos días restantes de la semana previa a la excursión transcurrieron rápidamente. El entrenamiento consistió en todavía más pruebas sobre las habilidades voladoras de Temerario y probar de qué modo él y Maximus podían volar en la formación, que giraba en torno a Lily. Celeritas les había hecho dar incontables vueltas alrededor del valle de adiestramiento, otras intentando reducir el número de aleteos, otras intentando aumentar la velocidad, y siempre manteniéndolos alineados unos a otros. Pasaron una mañana memorable en vuelo invertido, cabeza abajo, al final de la cual Laurence se encontró mareado y colorado. El corpulento Berkley echaba chispas cuando bajó tambaleándose de lomos de Maximus después de la última vuelta, y Laurence se adelantó de un salto para facilitarle bajar al suelo cuando le fallaron las piernas.

—Gracias —dijo mientras tomaba el vaso de brandy que le ofreció Laurence, y lo sorbió; entretanto, Laurence se soltó el lazo del cuello.

—Lamento tener que someterlos a tanta presión —se disculpó Celeritas cuando Berkley aún no había dejado de jadear y seguía colorado—. Habitualmente, estas pruebas durarían en torno a medio mes. Tal vez les esté presionando demasiado al ir tan deprisa.

—Tonterías, me habré recuperado en un santiamén —replicó Berkley de inmediato—. Sé perfectamente que no podemos desperdiciar ni un segundo, Celeritas, así que no se retrase por mi culpa.

—Laurence, ¿por qué hay asuntos tan urgentes? —le preguntó Temerario aquella tarde después de haber comido, mientras volvían a tumbarse juntos fuera de los muros del patio para leer—. ¿Va a haber una gran batalla pronto? ¿Nos van a necesitar?

Laurence cerró el libro, dejando un dedo entre las páginas para indicar el lugar donde se había quedado.

—No. Siento decepcionarte, pero estamos demasiado verdes como para que nos destinen al lugar de mayor acción. Aun así, lo más probable es que lord Nelson no sea capaz de destruir la flota francesa sin la ayuda de una formación de Largarios, en este momento estacionados en Inglaterra. Nuestra tarea consistirá en reemplazarlos para que se puedan ir. Se va a producir una batalla realmente importante, y te aseguro que nuestra participación no va a ser de menor importancia aunque no intervengamos en ella de manera directa.

—Sí, aunque no parece muy emocionante —contestó Temerario—, pero tal vez Francia nos invada. —Parecía más esperanzado que cualquier otra cosa—. ¿Tendremos que luchar en ese caso?

—Esperemos que no —repuso Laurence—. Si Nelson destruye la flota francesa, echaría por tierra cualquier oportunidad de que el ejército de Bonaparte cruzase el canal de la Mancha. Aunque he oído decir que tiene miles de barcos para transportar a sus hombres, son sólo transportes, y la Armada los hundiría a cientos si intentaran cruzar sin la protección de la flota.

Temerario suspiró y metió la cabeza entre las dos patas delanteras.

—Vaya —dijo.

Laurence se echó a reír y le acarició el hocico.

—¡Menuda sed de sangre! —exclamó divertido—. No temas. Te prometo que vamos a ver mucha acción en cuanto haya concluido el adiestramiento. Para empezar, se está produciendo un gran número de escaramuzas sobre el canal, y luego, tal vez nos envíen en apoyo de alguna operación naval o a hostigar el transporte marítimo por nuestra cuenta.

Aquellas palabras alentaron mucho a Temerario, que, habiendo recuperado ya el buen humor, prestó atención al libro de nuevo.

Maximus y él pasaron el viernes haciendo una prueba de resistencia para determinar cuánto tiempo aguantaban en el aire. Los miembros más lentos de la formación iban a ser los dos ejemplares de Tanator Amarillo, por lo que, para la prueba, tanto Temerario como Maximus debían ajustar a ellos su ritmo, así que estuvieron dando vueltas y más vueltas alrededor del valle en un círculo sin fin mientras encima de ellos el resto de la formación llevaba a cabo las maniobras bajo la supervisión de Celeritas.

Una lluvia constante desdibujaba todo el paisaje de abajo en un monótono manto gris y hacía la tarea más aburrida. Temerario volvía la cabeza a menudo para preguntar de modo lastimero cuánto tiempo llevaban volando; por lo general, Laurence se veía obligado a informarle de que apenas había transcurrido un cuarto de hora desde la última vez que lo preguntó. Al menos él podía contemplar las vueltas y las bajadas en picado de la formación, cuyos vividos colores destacaban contra el pálido gris del cielo. El pobre Temerario, en cambio, debía tener recta la cabeza y aguantarla de forma lo más estable posible para mantener una postura de vuelo aerodinámica.

El ritmo de Maximus comenzó a decaer después de unas tres horas; cada vez aleteaba con mayor lentitud y avanzaba con la cabeza gacha. Berkley le hizo regresar y Temerario se quedó dando vueltas, completamente en solitario. El resto de la formación descendió al suelo describiendo una espiral. Laurence vio a los dragones saludar a Maximus con asentimientos de cabeza en señal de respeto. A semejante distancia no entendía las palabras, pero era obvio que todos los dragones conversaban animadamente entre ellos mientras sus capitanes se arremolinaban en torno a Celeritas para estudiar la valoración de sus movimientos. Temerario también los vio, emitió un débil suspiro, pero no dijo nada. Laurence se inclinó hacia delante y le acarició el cuello; se prometió traerle la más elegante de las joyas que encontrara en todo Edimburgo aunque tuviera que dejarse la mitad de su capital en el empeño.

Al día siguiente, Laurence salió hacia el patio a primera hora de la mañana para despedirse de Temerario antes de partir con Rankin. Se detuvo en seco al salir del vestíbulo. Un pequeño grupo del personal de tierra le ponía a Levitas el equipo. Rankin leía un periódico delante de él sin prestar apenas atención al proceso.

—Hola, Laurence —le saludó el pequeño dragón con júbilo—. Mira, éste es mi capitán. ¡Ha venido! Hoy volamos a Edimburgo.

—¿Ha hablado con él? —le preguntó Rankin al tiempo que alzaba la vista—. Veo que no exageraba, que disfruta en verdad de la compañía de los dragones. Espero que no acabe aburriéndose —continuó, dirigiéndose a Levitas—. Hoy me vas a llevar a mí y al capitán Laurence. Debes esforzarte por demostrarle lo veloz que eres.

—Lo haré, lo prometo —respondió enseguida el dragón, subiendo y bajando la cabeza con ansiedad.

Laurence dio una respuesta cortés y se encaminó a toda prisa hacia Temerario para ocultar su malestar. No sabía qué hacer. No había ninguna forma posible de evitar el viaje sin mostrarse verdaderamente insultante, pero se sentía casi enfermo. Durante los últimos días había comprobado en suficientes ocasiones la tristeza y desatención de Levitas. El pequeño dragón esperaba con ansiedad a un cuidador que no aparecía, y si él o el arnés había gozado de algo más que una limpieza por encima se debía a que Laurence había animado a los cadetes a verle y le había pedido a Hollin que continuara ocupándose del arnés. Descubrir que Rankin era el único responsable de semejante negligencia era decepcionantemente amargo; ver a Levitas pagar la mínima y fría atención de su jinete con tal servilismo y gratitud, penoso.

Al darse cuenta de la negligencia con que se ocupaba de su dragón, los comentarios de Rankin sobre los dragones tomaban un cariz de desdén que a oídos de un aviador sólo podían resultar extraños y desagradables. Su aislamiento entre sus compañeros oficiales era también un indicativo del buen juicio de los cuidadores. Cuando se presentaban, todos los demás aviadores tenían el nombre de su dragón en la punta de la lengua. Sólo Rankin había considerado más importante el apellido de la familia, dejando que Laurence averiguara por accidente que Levitas le estaba asignado. Pero él no se había dado cuenta de nada, y ahora se encontraba con que, de la forma más insospechada, había fomentado la amistad de un hombre al que jamás podría respetar.

Dio unas palmadas a Temerario y le susurró unas palabras tranquilizadoras dedicadas casi todas a su propio consuelo.

—Laurence, ¿qué te pasa? —preguntó preocupado el dragón, interesándose amablemente—. No tienes buen aspecto.

—Me encuentro muy bien, te lo aseguro —contestó, haciendo un esfuerzo para parecer normal—. ¿Estás totalmente convencido de que no te importa que me vaya? —inquirió con una débil esperanza.

—En absoluto. Estarás de vuelta por la noche, ¿verdad? —preguntó Temerario—. Ahora que hemos terminado de leer a Duncan, esperaba que tal vez me leyeras algo más sobre matemáticas. Se me ocurrió que sería interesante que me explicaras cómo podías determinar la posición cuando navegabas solo durante mucho tiempo gracias a la hora y algunas ecuaciones.

Laurence, que había entendido a duras penas los conceptos básicos de la trigonometría, abandonaría encantado el tema de las matemáticas.

—¡Faltaría más! Si quieres… —contestó, procurando que no se le notara la consternación en la voz—, pero se me había ocurrido que tal vez disfrutarías leyendo algo sobre dragones chinos.

—Ah, sí, eso también sería estupendo. Podemos leer eso a continuación —dijo Temerario—. Es realmente maravilloso la cantidad de libros que hay, y sobre tantas materias.

Si daba al dragón algo en lo que pensar y le quitaba la pena, estaba dispuesto a llegar hasta donde se lo permitiera su deficiente latín y leerle la versión original de los Principia Mathematica; por ello, se limitó a suspirar en su fuero interno.

—De acuerdo, entonces te voy a dejar en manos de la tripulación de tierra. Ahora la veo llegar.

Hollin lideraba el grupo. El joven había reparado tan bien el arnés de Temerario y había atendido a Levitas con tan buena voluntad que Laurence había hablado de él a Celeritas y le había pedido que le asignaran como jefe de los asistentes en tierra de Temerario. Le complacía que se lo hubieran concedido, ya que aquel paso suponía un avance de cierto significado donde antes había habido cierta incertidumbre. Saludó al joven con un asentimiento y le preguntó:

—Señor Hollin, ¿sería tan amable de presentarme al resto de los hombres?

Después de que se presentaran todos, Laurence repitió en silencio sus nombres hasta memorizarlos. Cruzó con ellos sus miradas uno a uno de forma intencionada y luego dijo con voz firme:

—Estoy seguro de que Temerario no os va a causar ninguna dificultad, pero confío en que le consultéis a la hora de efectuar los ajustes. Temerario, te pido que no vaciles en informar a estos hombres si notas la menor molestia o limitación de movimientos.

El caso de Levitas le había demostrado la evidencia de que algunos miembros del personal de asistencia podían descuidar el equipo del dragón asignado si el capitán no estaba atento; de hecho, poco más se podía esperar. Aunque no temía una posible negligencia de Hollin, quería advertir al resto de los hombres que no iba a tolerar ningún tipo de descuido en lo que concernía a Temerario. Si esa severidad le granjeaba la reputación de ser un capitán duro, que así fuera. Tal vez lo era en comparación con otros aviadores. No iba a renunciar a lo que consideraba su deber en aras de que le apreciaran más.

Le llegó un murmullo de «Muy bien» y «Lo que usted diga» como respuesta. Se las arregló para ignorar las cejas enarcadas y el intercambio de miradas.

—En ese caso, adelante —dijo con un asentimiento final.

Se alejó para unirse a Rankin con no poca renuencia.

Había desaparecido todo el gozo del viaje. Resultó extremadamente desagradable mantenerse al margen mientras Rankin se dirigía a Levitas con brusquedad y le ordenaba que se agachara de forma muy incómoda para que ellos subieran a bordo. Laurence se encaramó lo más deprisa que pudo e hizo todo lo posible por sentarse donde su peso causara menos dificultad al dragón.

Al menos, el vuelo fue breve. Levitas era muy rápido y el suelo pasó a sus pies a un ritmo increíble. Se alegró de que la velocidad de crucero hiciera prácticamente imposible la conversación y se las arregló para dar respuestas breves a los pocos comentarios que Rankin se aventuró a gritar. Aterrizaron en menos de dos horas desde la salida en un gran puesto amurallado que se extendía a la vista del imponente castillo de Edimburgo.

—Quédate aquí en silencio. Que a mi vuelta no me entere de que has molestado al personal de la base —ordenó con acritud Rankin a Levitas después de desmontar. Ató las riendas del arnés a un poste, como si el dragón fuera un caballo al que hubiera que amarrar—. Comerás cuando regresemos a Loch Laggan.

—No deseo molestaros y puedo esperar a comer, pero tengo un poco de sed —dijo el dragón en voz baja—. He intentado volar lo más rápido posible —agregó.

—El viaje ha sido muy rápido, Levitas, y te lo agradezco. Te darán de beber, por supuesto —intervino Laurence; aquello era más de lo que podía soportar—. ¡Eh, ustedes! —llamó a los miembros del personal de tierra que haraganeaban al borde del claro, ninguno de los cuales se había movido cuando aterrizó Levitas—. Traigan un bebedero ahora mismo y échenle un vistazo al arnés ya que se acercan.

Los hombres le miraron sorprendidos, pero se pusieron a trabajar ante la dura mirada de Laurence. Rankin no puso objeción alguna, aunque mientras subían la escalinata de la base y se adentraban hacia las calles de la ciudad le dijo:

—Veo que es demasiado bondadoso con los dragones. No me sorprende mucho al ser lo habitual entre los aviadores, pero he de decirle que considero bastante más adecuadas las medidas disciplinarias que los mimos que se ven tan a menudo. Levitas, por ejemplo, debe estar listo para un vuelo largo y peligroso. Por su bien, debe estar acostumbrado a vivir sin ellos.

Laurence advirtió lo embarazoso de la situación. Era el invitado de Rankin y tenía que volver a volar con él por la tarde. De todos modos, no se pudo contener y le contestó:

—No voy a ocultar mi afecto hacia todos los dragones. Hasta donde llega mi experiencia, los he encontrado agradables por igual y dignos de respeto. Sin embargo, estoy totalmente en desacuerdo con usted en que proporcionarles un cuidado habitual y razonable sea consentirlos en modo alguno. Siempre he considerado que los hombres soportan mejor las penurias y las penalidades cuando es necesario si previamente no se les ha sometido a ellas sin necesidad.

—Bueno, pero los dragones no son hombres, ya lo sabe. En todo caso, no voy a discutir con usted —dijo Rankin dándose por vencido.

Contra toda lógica, aquello hizo que Laurence se enojara más. Podría haber sido un hombre obcecado en una postura si hubiera estado dispuesto a defender su posición, pero era obvio que no era así. Rankin sólo tenía en consideración su propia comodidad y aquellos comentarios eran meros pretextos para justificar la negligencia con que se comportaba.

Laurence ya no soportaba la compañía de aquel aristócrata por más tiempo. Por fortuna, habían llegado a un cruce en el que sus caminos divergían. Rankin, debía efectuar su ronda por las oficinas militares de la ciudad; acordaron reunirse de nuevo en la base antes de salir y él se escabulló con sumo gusto.

Vagabundeó por la ciudad sin rumbo ni propósito durante la siguiente hora, sin más fin que aclarar su mente y sosegarse. No existía forma evidente de mejorar la situación de Levitas, y Rankin se había acostumbrado a la desaprobación. Entonces, recordó el silencio de Berkley, la evidente incomodidad de Harcourt, la forma en que le evitaban los demás aviadores y la desaprobación de Celeritas. Resultaba muy desagradable pensar que a sus ojos parecía un manifiesto partidario de Rankin y que aprobaba el comportamiento del aristócrata al haberse mostrado tanto en su compañía.

Esa era una de las razones por las que se había ganado las miradas despectivas de los demás oficiales. De nada servía decir que no lo sabía: debía haberlo sabido. En lugar de molestarse en aprender los métodos de sus nuevos compañeros de armas, se había arrojado felizmente a la compañía del único al que esquivaban y miraban con desaprobación. Resultaba difícil excusarse diciendo que no había tenido en cuenta una opinión unánime.

Se calmó con dificultad. No podía deshacer con facilidad el daño ocasionado durante unos días de irreflexión, pero podía y debía cambiar de comportamiento en lo sucesivo. Demostraría que no aprobaba ni practicaba aquella clase de negligencia si dejaba patente en cada momento su dedicación y esfuerzo a las necesidades de Temerario. Por cortesía y deferencia a aquellos aviadores con los que entrenaba, como Berkley y los demás capitanes de la formación, dejaría claro que ya no frecuentaba a Rankin. Poner en práctica esas medidas exigiría mucho tiempo hasta que lograra reparar su reputación, pero era todo cuanto podía hacer. Lo mejor era que las aplicara de inmediato y se preparara para mantenerlas durante mucho tiempo una vez tomadas.

Después de haberse dejado abrumar por sus recriminaciones, recobró la compostura y se apresuró hacia las oficinas del Royal Bank. Sus banqueros habituales en Londres eran los Drummonds, pero había escrito al agente que le gestionaba el cobro de las primas por los barcos capturados para que le remitieran su parte del Amitié a Edimburgo en cuanto supo que lo iban a destinar a Loch Laggan. Comprobó que habían recibido sus instrucciones y las habían obedecido, ya que lo condujeron a un despacho privado en cuanto se identificó y le saludaron con especial calidez.

El señor Donnellson, el banquero, respondió encantado a sus preguntas. Su parte del Amitié incluía una prima por Temerario del mismo importe que si se hubiera capturado un huevo sin eclosionar de la misma raza.

—La cifra exacta resultaba difícil de determinar, ya que ignoramos cuánto pagaron por el huevo los franceses, pero al menos se ha equiparado al valor de un huevo de Cobre Regio y me alegra informarle de que su veinticinco por ciento asciende a casi catorce mil libras —concluyó, dejando mudo a Laurence.

Después de haberse tomado un vaso de excelente brandy, Laurence vio detrás de aquella extraordinaria cifra el interesado esfuerzo del almirante Croft, pero difícilmente podía objetar algo. Después de una breve deliberación, firmó una autorización para que el banco invirtiera la mitad del dinero en fondos públicos y estrechó la mano del señor Donnellson con entusiasmo. Se llevó un buen puñado de billetes de banco y oro, así como una carta de crédito generosamente ofrecida para demostrar ante los comerciantes cuál era su capital. Aquellas buenas nuevas le devolvieron el ánimo en cierta medida y le permitieron comprar una gran cantidad de libros y examinar varias alhajas de gran valor, mientras imaginaba la felicidad de Temerario al recibir ambas cosas.

Al fin, se decidió por un amplio colgante de platino parecido a un peto, tachonado de zafiros alrededor de una única y enorme perla. La pieza estaba diseñada para abrocharla alrededor del cuello del dragón con una cadena que se podía alargar cuando creciera Temerario. El precio era exorbitante, pero aunque suponía un derroche de dinero, firmó el cheque impávido y luego esperó a que un muchacho certificara el importe en el banco para poderse llevar de inmediato la pieza envuelta, no sin ciertas dificultades debido al peso.

Dirigió sus pasos directamente al puesto aéreo, a pesar de que faltaba una hora para el momento concertado del encuentro. Levitas continuaba desatendido en la misma polvorienta pista de aterrizaje con la cola enroscada a su alrededor. Parecía cansado y solitario. Había un rebaño de ovejas encerradas en un redil contiguo al puesto. Laurence ordenó que mataran una y se la llevaran al dragón, con quien se sentó y habló en voz baja hasta la vuelta de Rankin.

El viaje de regreso fue algo más lento que el de la ida. Rankin habló con frialdad al dragón cuando tomaron tierra. Laurence colmó de elogios y palmadas a Levitas, sin importarle ya que pudiera parecer maleducado al hacerlo. No sirvió de mucho, y se sintió abatido al ver al pequeño Winchester acurrucarse silencioso en un rincón del patio después de que su cuidador hubiera entrado en el edificio. El Mando Aéreo había entregado Levitas a Rankin y Laurence carecía de autoridad para corregir al aviador, que tenía más rango que él.

El nuevo arnés de Temerario estaba cuidadosamente colocado sobre un par de bancos junto a un lateral del patio. La amplia abrazadera del cuello lucía su nombre con remaches de plata. El dragón volvía a estar sentado fuera, mirando el tranquilo valle del lago, que gradualmente se sumía en sombras conforme el sol vespertino se hundía en el oeste. Tenía ojos pensativos y un poco tristes. Laurence acudió a su lado de inmediato con los pesados paquetes.

El júbilo de Temerario al ver el colgante fue tan grande que sólo verlo le levantó también los ánimos al propio Laurence. El platino relucía deslumbrante sobre su piel oscura. Una vez que lo tuvo puesto, lo ladeó con un golpe de la pata derecha para contemplar la gran perla con enorme satisfacción. Sus pupilas se ensancharon enormemente para poder examinarla mejor.

—Me encantan las perlas, Laurence —dijo, acariciándole con agradecimiento—. Son preciosas, pero ¿no son demasiado caras?

—Cada penique invertido merece la pena por verte tan guapo —le aseguró Laurence; lo que realmente quería decir es que cada penique merecía la pena por verle feliz—. Me han entregado mi parte por la captura del Amitié, por lo que voy bien de dinero. La verdad es que todo esto es por ti, ya sabes, la mayor parte procede de la prima por haber arrebatado tu huevo a los franceses.

—Bueno, no tuve nada que ver, aunque me alegra mucho que fuera así —contestó Temerario—. Estoy seguro de que ningún capitán francés me hubiera gustado la mitad que tú. Laurence, qué contento estoy; ninguno de los dragones tiene nada que sea tan bonito.

Se abrazó a Laurence con un hondo suspiro de satisfacción.

Laurence se subió al pliegue del codo de una pata y se sentó a darle unas palmaditas y disfrutar de cómo Temerario se regodeaba con su pendiente. Por supuesto, algún aviador francés tendría ahora a Temerario si la fragata no se hubiera retrasado y la hubieran apresado. Laurence no se había detenido a pensar hasta entonces en lo que podría haber sucedido. Lo más probable es que aquel piloto estuviera maldiciendo la buena suerte que él había tenido. Sin duda, los franceses ya se habían enterado de la captura del huevo aun cuando ignorasen que del mismo había salido un Imperial y que lo habían enjaezado con éxito.

Alzó la vista para contemplar al dragón, que no dejaba de pavonearse, y sintió cómo se aliviaba el pesar y la ansiedad. En comparación con aquel infeliz aviador, no se podía quejar de lo que le había deparado aquel giro del destino.

—También te he traído algunos libros —anunció—. ¿Empiezo a leerte algo de Newton? He encontrado una traducción de su libro sobre principios matemáticos, aunque ya te aviso de que lo más probable es que sea incapaz de encontrar sentido alguno a lo que lea. Nunca se me dieron bien las matemáticas más allá de lo que mis profesores consiguieron hacerme comprender para la navegación.

—Por favor, lee —le animó Temerario, que apartó la vista de su nuevo tesoro durante un instante—. Estoy seguro de que juntos podremos desentrañar las dificultades, sean las que sean.