Capítulo 5

El cielo de Loch Laggan rebosaba de nubes de color gris que volaban a baja altura y se reflejaban en las oscuras aguas del lago. La primavera aún no había llegado; una capa de hielo y nieve cubría la orilla, que aún conservaba las ondulaciones de arena amarillenta de una marea otoñal. La mañana, fría y despejada, olía a pino y madera recién cortada del bosque. Un camino de grava subía serpenteando desde la orilla septentrional del lago hacia el complejo de la base, y Temerario giró para seguirlo por el cerro.

Varios enormes barracones de madera estaban dispuestos unos junto a otros cerca de la cima hasta formar en una zona despejada un cuadrángulo abierto por delante; la mitad parecían establos. Había hombres trabajando con metal y cuero, se trataba obviamente del personal de tierra, responsable del mantenimiento del equipo de los aviadores. Ninguno de ellos alzó los ojos para mirar dos veces la sombra del dragón mientras cruzaba sobre su lugar de trabajo ni cuando Temerario sobrevoló el cuartel general.

El edificio principal era una de esas fortificaciones de aspecto medieval: cuatro torres desnudas unidas por gruesos muros de piedra que abarcaban un enorme patio por delante y una imponente casona achaparrada que se hundía directamente en la cima de la montaña y parecía provenir de ella. El patio estaba lleno hasta los topes. Un joven ejemplar de Cobre Regio, que doblaba el tamaño de Temerario, dormitaba despatarrado sobre las losas; justo detrás, sesteaban un par de Winchesters de colores marrón y púrpura, más pequeños aún que Volatilus. Tres Tanatores Amarillos de tamaño medio se apiñaban en un amasijo en el lado opuesto del patio, sus costados de estrías blancas subían y bajaban de forma acompasada.

Al desmontar, Laurence descubrió la razón por la que los dragones habían elegido ese sitio para descansar: las losas estaban calientes, como si las caldearan desde abajo. Temerario ronroneó de placer y se estiró sobre las piedras junto a los Tanatores en cuanto Laurence terminó de descargar.

Un par de sirvientes habían acudido a su encuentro y tomaron el equipaje de sus manos. Le condujeron a la parte posterior del edificio a través de un angosto corredor oscuro que olía a moho hasta desembocar en otro patio abierto que salía de la ladera de la montaña y terminaba sin ningún tipo de barandilla, cortado a pico hacia otro valle con pequeñas zonas nevadas. Había cinco dragones en el aire dando media vuelta en elegante formación, como una bandada de pájaros. En cabeza iba un Largario, reconocible al instante por las franjas blanquinegras que delimitaban sus puntiagudas alas naranjas, que a lo largo de su considerable longitud se iban oscureciendo hasta llegar a un azul intenso. Había una pareja de Tanatores a los flancos y al final volaban como si estuvieran anclados a ellos un Cobre Gris y a la derecha un dragón gris plateado moteado de manchas azules y negras, cuya raza Laurence no identificó de inmediato.

Aunque batían las alas a diferente ritmo, apenas cambiaron sus posiciones relativas hasta que el oficial de señales del Largario ondeó una bandera. Entonces, dejaron de aletear y, moviéndose con la gracia de unas bailarinas, invirtieron el sentido, de forma que el Largario pasó a ocupar el último lugar. En respuesta a otra señal que no vio, todos echaron las alas hacia atrás y avanzaron en vuelo invertido para realizar un rizo perfecto y volver a la formación original. Laurence vio enseguida que la maniobra hacía que la pasada del Largario cerca del suelo durase más tiempo y, entretanto, permanecía bajo la protección de la formación. El animal era la mayor amenaza ofensiva del grupo.

—Nitidus, aún haces muy despacio el rizo de la pasada. Prueba a cambiar a un ritmo de seis aleteos durante el mismo.

Por encima de su cabeza llegaba una voz grave y rotunda de dragón. Laurence se giró y a la derecha del patio vio encaramado a un afloramiento rocoso a un dragón de tonalidades doradas con las manchas de color verde claro de un Tanator y el borde de las alas de intenso naranja. No llevaba ni jinete ni arnés, a menos que mereciera tal nombre el enorme anillo dorado del cuello tachonado de piedras redondeadas de color verde.

Laurence le clavó los ojos. Lejos, en el valle, el ala repetía el movimiento del rizo.

—Mejor —gritó el dragón con aprobación. Luego ladeó la cabeza y miró hacia abajo—. ¿Capitán Laurence? El almirante Powys me anunció su llegada. Llega en buen momento. Soy Celeritas, el director de prácticas de la base.

Extendió las alas para impulsarse y luego se dejó caer con facilidad hacia el patio.

Laurence saludó de forma maquinal con una inclinación de cabeza. Celeritas era un dragón de peso medio que tal vez alcanzaría la cuarta parte del tamaño de un Cobre Regio y era más pequeño que Temerario en su actual estadio infantil.

Mmm —musitó mientras bajaba la cabeza para examinar a Laurence de cerca—. Tiene bastantes más años que la mayoría de los cuidadores, pero a menudo eso resulta bueno cuando debemos apresurarnos con un dragón joven, como me parece que es el caso de Temerario.

Alzó la cabeza y volvió a dirigirse a grito pelado hacia el valle.

—Lily, acuérdate de mantener el cuello recto en el rizo. —Se volvió hacia Laurence—. Vamos a ver. Tengo entendido que no ha demostrado ninguna capacidad ofensiva especial.

—No, señor —la respuesta y el tratamiento salieron de forma automática, el tono y la actitud eran acordes al rango declarado por el dragón, un hábito que había continuado, para su sorpresa—. Sir Edward Howe, que ha identificado su especie, era de la opinión de que resulta altamente improbable que las desarrollara, aunque no lo descartaba…

—Sí, sí —le interrumpió Celeritas—. He leído la obra de sir Edward. Es un experto en razas orientales y en esa materia confío en su juicio más que en el mío. Es una pena, ya que nos hubiera venido muy bien uno de esos escupidores de veneno o lanzatrombas. Nos hubiera sido muy útil contra un Flamme-de-Gloire francés. Pero tengo entendido que tiene cuerpo para el combate pesado, ¿no?

—En la actualidad, ronda las nueve toneladas, y eso que eclosionó apenas hace seis semanas —respondió Laurence.

—Bien, eso es estupendo. Podría doblar ese peso —dijo Celeritas. Se frotó la frente con el lado de una garra con gesto pensativo—. Bueno. Todo es como me han dicho. Excelente. Vamos a emparejar a Temerario con Maximus, el Cobre Regio que en estos momentos se adiestra aquí. Los dos juntos servirán de refuerzo libre a la formación en arco de Lily, que es la Largario de ahí arriba. —Indicó con un gesto a la formación que describía vueltas en el valle; Laurence, todavía atónito, se dio la vuelta para mirarla. El dragón prosiguió—: Por supuesto, he de ver a Temerario antes de determinar el plan específico de vuestra instrucción, pero necesito finalizar este entrenamiento y, de todos modos, no le va a ser posible demostrar ninguna de sus habilidades después del viaje. Pida al teniente Granby que le muestre el lugar y le guíe a los lugares de alimentación de los dragones. Lo encontrará en el club de oficiales. Vuelva mañana con Temerario una hora después del alba.

Aquello era una orden que exigía un acuse de recibo, por lo que Laurence ocultó su frialdad detrás del formalismo y contestó:

—Muy bien, señor.

Por fortuna, Celeritas no pareció percatarse, pues ya volvía a su altísimo mirador.

Laurence se alegraba de no saber la ubicación del club de oficiales. Tuvo la impresión de que se acostumbraría más fácilmente a una semana de silencio para poner en orden sus pensamientos que a los quince minutos de ajetreo que le llevó encontrar a un criado que le indicara la dirección correcta. Ahora le venía a la mente todo cuanto había oído sobre los dragones: que no servían de nada sin sus cuidadores, que un dragón sin enjaezar sólo valía para la cría. Ahora ya no le sorprendía nada aquella inquietud por parte de los aviadores. ¿Qué pensaría la gente si se enterara de que una de las criaturas, en teoría controlada por ellos, era quien entrenaba e impartía órdenes?

Por supuesto, considerado desde una perspectiva racional, Temerario le había dado pruebas de inteligencia e independencia desde hacía mucho. Pero éstas se habían desarrollado de forma gradual con el paso del tiempo, y había llegado a pensar de él que era un caso único sin extender dicha conclusión al resto de los dragones. Después de la primera sorpresa, aceptó la idea de tener a un dragón como instructor sin demasiada dificultad pero, sin duda, crearía un escándalo de dimensiones colosales entre quienes no habían gozado de esa experiencia personal.

No había pasado mucho tiempo desde que, poco antes de que la Revolución francesa volviera a sumir a Europa en la guerra, se formulara al gobierno la propuesta de sacrificar a todos los dragones desenjaezados en vez de obligar al erario público a soportar el gasto de alimentarlos para la crianza. El fundamento de esta posición se basaba en que no eran necesarios en aquel momento y que lo más probable fuera que la obstinación por mantener a dragones sin domesticar sólo perjudicase a los linajes de combate. El Parlamento había calculado un ahorro estimado en más de diez millones de libras anuales y la idea se sopesó muy seriamente hasta que se desestimó de repente sin dar ninguna explicación pública. Sin embargo, se rumoreaba que todos los almirantes de la Fuerza Aérea destinados en Londres se le habían echado encima al primer ministro y le habían informado de que la Fuerza Aérea en bloque se amotinaría si se aprobaba aquella ley.

Había oído antes esa historia sin creérsela, no en cuanto a la propuesta sino a la simple idea de que altos oficiales —en realidad, cualquier oficial— se comportaran de esa manera. La propuesta siempre le había parecido mal concebida, pero sólo era otra más de esas estupideces con poca visión de futuro tan comunes entre los burócratas, que preferían ahorrar diez chelines en lona de vela y arriesgar todo un barco valorado en seis mil libras. Ahora valoraba su propia indiferencia con un sentimiento de mortificación. Por supuesto que se hubieran amotinado.

Traspasó la entrada al club de oficiales sin prestar atención, aún sumido en sus pensamientos, y sólo atrapó la pelota que pasaba volando junto a su cabeza gracias a sus reflejos. Un grito en el que se entremezclaban júbilo y protesta se alzó de inmediato.

—Era un tanto claro. ¡Él no es de vuestro equipo! —se quejó un joven de pelo intensamente rubio que apenas acababa de abandonar la infancia.

—Tonterías, Martin. Claro que lo es, ¿verdad? —preguntó otro de los participantes, que acudió a recoger la pelota con una sonrisa de oreja a oreja.

Era un tipo alto y larguirucho de pelo oscuro y pómulos quemados por el sol.

—Eso parece —respondió Laurence divertido mientras le entregaba la pelota.

Estaba un poco sorprendido de encontrarse a un grupo de oficiales muy desaliñados practicando juegos de niños en el interior. Él iba vestido más formalmente que el resto por el solo hecho de llevar la chaqueta y el pañuelo de lazo del cuello; un par de ellos incluso se habían quitado del todo las camisetas. Habían empujado los muebles sin orden ni concierto a los rincones de la habitación y habían enrollado la alfombra para apartarla en una esquina.

—Teniente John Granby, pendiente de asignar —se presentó el hombre de pelo oscuro—. ¿Acaba de llegar?

—Sí. Capitán Will Laurence, de Temerario —contestó Laurence.

Se sobresaltó y se consternó al ver cómo la sonrisa desaparecía del rostro de Granby y se desvanecía la abierta simpatía.

—¡El Imperial!

El grito fue casi generalizado y al instante la mitad de los muchachos y hombres de la habitación desaparecieron para lanzarse como locos hacia el patio. Laurence, desconcertado, pestañeó detrás de ellos.

—¡No se preocupe! —El joven de pelo amarillo se acercó a presentarse e intentó tranquilizar a Laurence al verle alarmado—. Todos sabemos perfectamente que no se debe molestar a un dragón. Sólo han ido a echar una ojeada, aunque podría tener algún problema con los cadetes. Pululan por aquí alrededor de una docena y parece que les han encomendado la misión de hacernos la vida imposible. Soy el guardiadragón Ezekiah Martin. Ahora que le he dicho mi nombre, agradecería que lo olvidara.

Resultaba evidente que el modo de tratarse entre ellos era informal, por lo que Laurence difícilmente podía ofenderse, aunque no fuera ni de lejos algo a lo que estuviera acostumbrado.

—Gracias por el aviso. Iré a comprobar que Temerario no les molesta a ellos —contestó.

Le alivió no ver indicio alguno de la actitud de disgusto de Granby en el saludo de Martin. Deseó poder pedirle al más amistoso de los dos que le guiara. Sin embargo, no albergaba propósito alguno de desobedecer órdenes, ni siquiera las de un dragón, por lo que se volvió hacia Granby y le dijo ceremoniosamente:

—Celeritas me ha remitido a usted para que me muestre el lugar. ¿Sería tan amable…?

—Cómo no —respondió Granby intentando imitar su formalidad, que en él sonaba artificial y acartonada—. Por aquí, si hace el favor.

Laurence agradeció que Martin se uniera a ellos mientras Granby subía primero las escaleras. La fácil conversación del guardiadragón, que no decaía ni un segundo, hizo la atmósfera mucho menos incómoda.

—De modo que usted es el tipo de la Armada que robó un Imperial de las garras de los franceses. Cielos, es una historia famosa. Los gabachos aún deben de estar tirándose de los pelos y rechinando los dientes —comentó Martin exultante de alegría—. Tengo entendido que le arrebató el huevo a una nave de cien cañones. ¿Duró mucho la batalla?

—Me temo que las habladurías han magnificado mucho mis logros —respondió Laurence—. El Amitié no era un buque de guerra de primera, sino una fragata de treinta y seis cañones, y la mayoría de su dotación se estaba muriendo de sed. Su capitán ofreció una heroica resistencia, pero no tuvo ninguna oportunidad. La mala suerte y las inclemencias hicieron el trabajo por nosotros. Sólo puedo reclamar como mérito mío haber tenido suerte.

—¡Vaya! En fin, tener suerte tampoco es desdeñable. No llegaríamos muy lejos de no ser por ella —siguió hablando Martin—. ¡Pero bueno! ¿Os han puesto en esta esquina? El viento va a estar ululando a todas horas.

Laurence entró en la habitación circular de la torre y contempló complacido su nuevo alojamiento. A un hombre acostumbrado a lo limitado del camarote de un barco le parecía espacioso, y las grandes ventanas curvas, un gran lujo. Daban al lago, donde había comenzado a caer una fina lluvia. Un olor a frío y humedad entró de golpe cuando las abrió; no era tan diferente al del mar, a excepción de la ausencia de sal.

Habían apilado de cualquier manera las sombrereras debajo del guardarropa. Miró dentro con cierta preocupación, pero habían sacado sus cosas con bastante cuidado. Además de la sencilla pero espaciosa cama, completaban el mobiliario un escritorio y una silla.

—Me resulta perfectamente tranquila. Estoy seguro de que estaré muy cómodo —dijo mientras desabrochaba el tahalí y depositaba la espada encima de la cama.

No se sentía cómodo desprendiéndose de la chaqueta, pero al menos así tendría un aire más informal.

—¿Debo mostrarle ahora la zona de alimentación? —inquirió Granby con fría formalidad; era su primera aportación a la conversación desde que habían abandonado el club.

—Primero debemos enseñarle los baños y el comedor —intervino Martin—. Los baños son algo digno de ver —agregó dirigiéndose a Laurence—. Ya sabe, los construyeron los romanos. Son la razón por la que todos estamos aquí.

—Gracias, me encantaría verlos —respondió; no podía decir otra cosa sin pecar de grosero, aunque le hubiera encantado perder de vista al mal dispuesto teniente.

Granby podía ser maleducado, pero Laurence no albergaba la intención de caer en la misma conducta.

Cruzaron el comedor de camino. Martin, sin cesar su parloteo, le contó que los capitanes y los tenientes cenaban en la mesa redonda más pequeña mientras que los guardiadragones y los alféreces lo hacían en otra mayor de forma rectangular.

—Gracias a Dios, los cadetes entran y comen antes, ya que el resto nos moriríamos de hambre si tuviéramos que oírles berrear durante toda la comida. El personal de tierra cena después —concluyó.

—¿Nunca hacen las comidas por separado? —preguntó Laurence.

Un comedor común resultaba bastante extraño para los oficiales. Pensó con nostalgia que iba a echar de menos invitar a los amigos a su mesa. Había sido uno de sus mayores placeres, y más aún desde que ganaba suficiente dinero con las capturas de naves y podía permitírselo.

—Se envía una bandeja a quien enferma, por supuesto —respondió Martin—. ¿Tiene apetito? Supongo que no ha comido. Eh, Tolly —gritó. Un sirviente que cruzaba la habitación llevando un montón de manteles se volvió para mirarlos. Enarcó una ceja—. Este es el capitán Laurence. Acaba de aterrizar. ¿Puedes conseguirle algo o ha de esperar hasta la cena?

—No, no, gracias. No tengo hambre. Hablaba por pura curiosidad —dijo Laurence.

—Oh, no es problema —dijo el hombre respondiéndole directamente—. Me atrevería a decir que uno de los cocineros puede cortar un par de rebanadas y servirle algunas patatas. Le preguntaré a Nan. Está en la habitación de la torre del piso tercero, ¿verdad?

Saludó con la cabeza y continuó su camino sin esperar siquiera una respuesta.

—¡Listo! Tolly cuidará de usted —aseguró Martin, evidentemente sin tener la menor conciencia de haber hecho nada fuera de lo normal—. Es el mejor de todos. Jenkins nunca está dispuesto a hacer un favor y Marvell lo hubiera hecho, pero se habría estado quejando tanto tiempo que desearíais no habérselo pedido.

—Imagino que será difícil encontrar criados a quienes no les asusten los dragones —aventuró Laurence.

Empezaba a amoldarse al estilo informal que tenían los aviadores de dirigirse unos a otros, pero descubrir un grado de confraternización tan similar con un sirviente le había desconcertado de nuevo.

—Oh, no. Todos han nacido y crecido en los pueblos de los alrededores, por lo que están acostumbrados a los dragones y a nosotros —explicó Martin mientras cruzaban el gran salón—. Supongo que Tolly lleva trabajando aquí desde que era un crío. No se inmutaría delante de un Cobre Regio enrabietado.

Una puerta de metal cerraba la escalera que descendía hacia los baños; una ráfaga de aire caliente y húmedo salió y se convirtió en vapor en el frío moderado del pasillo cuando Granby la abrió de un tirón. Laurence siguió a los otros por la angosta escalera de caracol. Después de cuatro vueltas, desembocó abruptamente en una gran habitación con pocos muebles y baldas de piedra que sobresalían de las paredes en las que había pinturas desvaídas y desconchadas en algunas partes, evidentes reliquias de la época romana. En un costado había montones de mantas de lino; en el de enfrente, unos cuantos montones de ropas desechadas.

—Deje sus cosas en las baldas —animó Martin—. Los baños son un circuito, por lo que volveremos aquí al salir.

El y Granby ya se estaban quitando la ropa.

—¿Tenemos tiempo para bañarnos ahora? —preguntó Laurence un poco receloso.

Martin se detuvo en su intento de quitarse las botas.

—Esto sólo era un paseo, ¿no, Granby? No es como si hubiera necesidad de apresurarse. La cena no se va a servir hasta dentro de unas horas.

—A menos que tenga algo urgente que atender —dijo Granby a Laurence de forma tan poco cortés que Martin los miró sorprendido, como si acabara de darse cuenta en ese momento de la tensión existente entre ellos.

Laurence frunció los labios y se tragó unas duras palabras. No podía controlar a todos los aviadores hostiles a un miembro de la Armada, y en cierto modo comprendía el resentimiento. Tendría que salir adelante igual que si fuera un guardiadragón recién llegado a bordo.

—No, en absoluto —fue todo lo que dijo.

Laurence los imitó, salvo que dispuso las ropas con más cuidado en dos ordenados montones y depositó la chaqueta encima de ambos en lugar de arrugarla al doblarla, aunque no estaba muy seguro de por qué se tenían que desnudar para recorrer los baños.

Luego, salieron de la sala hacia la izquierda por un pasillo al término del cual cruzaron otra puerta metálica. Vio que servía para desvestirse en cuanto la traspasaron. La habitación siguiente estaba tan llena de vapor que apenas podía ver a más de un brazo de distancia, y nada más entrar empezó a chorrear. La chaqueta y las botas se hubieran estropeado y todo lo demás se hubiera empapado de haber entrado vestido. El efecto del vapor sobre la piel desnuda era muy agradable, le faltaba poco para quemar, y los músculos se relajaban después del largo viaje de una forma muy confortable.

La estancia estaba enlosada, con bancos que salían de la pared a intervalos regulares. Había unos pocos hombres más tumbados en medio del vapor. Granby y Martin saludaron a un par con sendos asentimientos de cabeza mientras se dirigían a la estancia oscura del fondo. Era una sala más calurosa, pero se trataba de un calor seco, y una piscina recorría la práctica totalidad de su extensión.

—Ahora estamos debajo del patio —dijo Martin a la vez que señalaba con el dedo— y por este motivo la Fuerza Aérea posee este lugar.

Había profundos nichos a lo largo del gran muro a intervalos regulares. Un enrejado de hierro forjado los separaba del resto de la habitación, dejándolos no obstante a la vista. La mitad de los huecos estaban vacíos, pero los demás estaban acolchados con telas; cada uno de estos nichos contenía un único y enorme huevo.

—Ya sabe, hay que mantenerlos calientes; ya que no podemos tener a los dragones ocupados en empollar los huevos, les permitimos que los entierren cerca de volcanes y otros lugares similares, tal y como harían si vivieran en la naturaleza.

—¿Y no hay espacio para hacer una cámara separada para ellos? —inquirió Laurence, sorprendido.

—Naturalmente que lo hay —espetó Granby con brusquedad.

Martin le lanzó una mirada e intervino veloz, antes de que Laurence pudiera reaccionar.

—Como ve, todos entramos y salimos de aquí bastante a menudo —dijo apresuradamente—, por lo que podemos darnos cuenta de si alguno de los huevos comienza a parecer un poquito más duro.

Laurence, que aún seguía conteniendo su mal humor, dejó pasar el comentario de Granby y asintió a Martin con un movimiento de cabeza. Había leído en los libros de sir Edward cuan impredecible era un dragón recién salido del huevo. Los criadores eran capaces de acortar muy poco el proceso de la incubación, que llevaba meses, o años en el caso de las especies más grandes, incluso a pesar de conocerlas de antemano.

—Creemos que el Caza Alado de ahí podría eclosionar pronto, eso sería memorable —continuó Martin mientras señalaba con el dedo un huevo dorado oscuro moteado de lunares de amarillo más brillante y contornos débilmente perlados—. Ése es el que puso Obversaria, la dragona insignia del canal de la Mancha. Fui alférez de banderas con ella nada más terminar mi adiestramiento. No hay criatura de su clase que la iguale en las maniobras.

Los dos aviadores contemplaron los huevos con expresiones de ansia y nostalgia. Cada uno de aquellos huevos representaba una rara posibilidad de promoción, incluso más insegura que el favor del Almirantazgo, que se podía buscar con halagos o ganar por el valor demostrado en el campo de batalla.

—¿Ha servido a bordo de muchos dragones? —le preguntó Laurence a Martin.

—Sólo en Obversaria y luego en Inlacrimas, que resultó herido en una escaramuza sobre el canal hace un mes, y aquí estoy, en tierra —contestó Martin—, pero se habrá recuperado para el servicio en un mes y obtuve un ascenso sirviendo a bordo de él, por lo que no me puedo quejar. Me acaban de hacer guardiadragón. Y Granby ha estado con más. Cuatro, ¿no es verdad? ¿Con quién estuviste antes de Laetificat?

—Excursius, Fluitare y Actionis —respondió Granby, escueto.

El primer nombre bastó. Laurence comprendió al fin y su rostro se endureció. Aquel tipo era probablemente amigo del teniente Dayes; en cualquier caso, ambos habían sido el equivalente a camaradas de a bordo hasta hacía poco y ahora le resultaba claro que el comportamiento ofensivo de Granby no respondía al resentimiento general de un aviador hacia un miembro de la Armada, sino también a una cuestión personal y, de ese modo, era una extensión del insulto original de Dayes.

Laurence estaba lejos de tolerar cualquier desaire por tal causa.

—Continuemos, caballeros —dijo con brusquedad.

No permitió nuevos retrasos durante el resto de la visita y dejó que Martin llevara el peso de la conversación como hasta el momento sin responder nada que revelase información alguna. Volvieron al vestidor tras completar el circuito de las termas y, después de que se hubieron vestido, Laurence dijo con voz tranquila pero firme:

—Señor Granby, ahora me va a llevar a la zona de alimentación y luego podrá irse. —Debía dejarle claro a aquel joven que no iba a tolerar la falta de respeto. Tendría que frenar a Granby si cometía otra tontería, y era mucho mejor que eso ocurriera en privado—. Señor Martin, le quedo muy agradecido por su compañía y sus explicaciones. Han sido de lo más valioso.

—No hay nada que agradecer —respondió Martin mirando alternativamente a Laurence y Granby con desconfianza, como si temiera que fuera a pasar algo si los dejaba a solas, pero Laurence había dejado clara su indirecta y, a pesar de la informalidad, Martin apreció que tenía casi la fuerza de una orden—. Supongo que los veré a los dos en la cena. Hasta entonces.

Laurence continuó en silencio junto a Granby hacia el área de alimentación, o más bien a un saliente desde el que se divisaba el final del valle de adiestramiento. La boca de aquel callejón sin salida natural se veía en el lejano confín del valle y Laurence alcanzaba a ver a varios pastores trabajando. Granby le explicó con voz inexpresiva que, cuando se les hacían señales desde el saliente, éstos recogían el número aproximado de animales para cada dragón y los enviaban al valle, donde cada uno los podía cazar y comer en tanto en cuanto no se desarrollara ningún vuelo de entrenamiento.

—Es bastante sencillo, o eso espero —dijo Granby, concluyendo con un tono que resultaba harto desagradable, otro paso más allá de la raya, tal y como había temido Laurence.

—Señor —le corrigió Laurence en voz baja. Granby parpadeó confuso durante un momento y Laurence repitió—: Es bastante sencillo, señor.

Esperaba que supusiera un aviso para Granby de cara a futuras faltas de respeto, pero de forma casi inconcebible, el teniente le replicó:

—No estamos en ningún acto oficial, sea lo que sea a lo que estuviera acostumbrado en la Armada.

—Estoy acostumbrado a la cortesía. Donde no la recibo, insisto al menos en obtener el respeto debido al rango —contestó Laurence sin contener ya su mal genio; lanzó una mirada feroz a Granby y sintió que le subían los colores—. Va a corregir el tratamiento de inmediato, teniente Granby, o por Dios que haré que le degraden por insubordinación. Dudo que la Fuerza Aérea se lo tome tan a la ligera a la luz de lo que se podría deducir de su comportamiento.

Granby se puso muy pálido. El arrebol sobresalió por encima de la piel quemada por el sol de los pómulos.

—Sí, señor —dijo, y de pronto se puso en posición de firmes.

—Retírese, teniente —ordenó de inmediato, y se dio la vuelta para mirar el campo con los brazos sujetos a la espalda mientras Granby se alejaba.

No quería ni volver a ver a aquel tipo.

Cuando se le pasó el arrebato de justa cólera, se sintió fatigado y abatido por haber sido tratado de semejante forma. Además, ahora debía atenerse a las consecuencias que sabía que traería el haber reprendido a aquel hombre. En el primer instante de su encuentro, Granby le había parecido bastante amigable y simpático por naturaleza, e incluso aunque no lo fuera, seguía siendo un aviador y él, un intruso. Los compañeros de Granby le apoyarían, por descontado, y su hostilidad hacia él haría más desagradable su situación.

Pero no había alternativa, no se podía tolerar una manifiesta falta de respeto, y Granby sabía perfectamente que su comportamiento era inaceptable. Laurence seguía alicaído cuando regresó al interior. Su humor mejoró sólo cuando descubrió al entrar al patio que Temerario se había despertado y le esperaba.

—Lamento haberte abandonado durante tanto tiempo —dijo Laurence al tiempo que se apoyaba contra su ijada y le daba unas palmadas, más para confortarse a sí mismo que para contentar al dragón—. ¿Te has aburrido mucho?

—No, en absoluto —dijo Temerario—. Se acercó mucha gente y estuvieron hablando conmigo. Algunos me tomaron medidas para un nuevo arnés. También he estado hablando con Maximus y me ha dicho que vamos a practicar juntos.

Laurence saludó con una inclinación de cabeza al Cobre Regio, que momentáneamente había abierto un ojo soñoliento al oír mencionar su nombre y que de inmediato lo volvió a cerrar.

—¿Tienes hambre? —preguntó Laurence después de volverse hacia Temerario—. Debemos levantarnos a primera hora para volar para Celeritas, el director de prácticas de la base —agregó—. Lo más probable es que no tengas tiempo de desayunar por la mañana.

—Sí, me gustaría comer —contestó Temerario, que no parecía nada sorprendido por tener a un dragón como director de prácticas.

Laurence se sintió un poco absurdo por su primera reacción de sorpresa ante la pragmática respuesta del dragón. Temerario, por supuesto, no veía nada extraño en aquello.

No se molestó en atarse del todo al arnés para el corto trayecto hasta el saliente, donde desmontó para permitir a Temerario cazar sin pasajero. El sencillo placer de verle remontar el vuelo y lanzarse en picado con tanta gracilidad le fue de gran ayuda para sosegar los pensamientos de Laurence. No importaba cómo reaccionaran los aviadores ante él, su posición estaba tan segura como ningún capitán de barco podía esperar. Había tenido experiencia a la hora de enfrentarse a hombres mal predispuestos si su tripulación llegaba a ese extremo, y el ejemplo de Martin al menos demostraba que no todos los oficiales iban a tener prejuicios contra él desde el principio.

Había otro motivo de consuelo. Laurence escuchó un murmullo entusiasta mientras Temerario caía en picado y levantaba del suelo una pesada vaca de pelaje enmarañado para luego sentarse a comérsela. Alzó la vista y vio asomar una hilera de pequeñas cabezas en las ventanas superiores.

—Ése es el Imperial, ¿verdad, señor? —le preguntó uno de los muchachos de pelo color arena y cara redonda.

—Sí, ése es Temerario —respondió.

Laurence siempre se había esforzado en la educación de los jóvenes a su cargo, lo que había permitido que su nave fuera considerada un lugar excelente para cualquier rapazuelo. Procedía de una familia numerosa y había tenido muchos camaradas en la Marina, por lo que había gozado de mucho trato con niños, con buenos resultados en su mayoría. A diferencia de muchos adultos, no se sentía del todo a disgusto en su compañía, incluso aunque fueran más jóvenes que la mayoría de sus guardiamarinas.

—¡Mira, mira, fantástico! —gritó otro más pequeño de pelo negro mientras señalaba con el dedo.

Temerario volaba casi rozando el suelo y recogía las tres ovejas que habían liberado para él antes de detenerse para volver a comer.

—Me atrevería a decir que tenéis más experiencia sobre el vuelo de dragones que yo. ¿Demuestra habilidad?

—Oh, sí —fue la respuesta general y entusiasta—. Los acorrala en un abrir y cerrar de ojos —contestó el muchacho de pelo color arena adoptando un tono profesional—, y se despliega bien, sin malgastar un batido de alas. Caray, es estupendo —agregó recuperando su condición de niño pequeño cuando el dragón echó las alas hacia atrás para atrapar la última vaca.

—Señor, aún no ha elegido a sus mensajeros, ¿verdad? —preguntó expectante el muchacho de pelo negro, lo cual despertó un clamor entre los demás.

Todos pregonaron su valía para que Laurence tuviera información suficiente cuando pidiera que asignaran a la tripulación del dragón a los cadetes más idóneos.

—No, e imagino que lo haré siguiendo el consejo de vuestros instructores —contestó con simulada severidad—, por lo que me atrevería a decir que deberíais prestarles toda vuestra atención en las próximas semanas. Listo, ¿ya has saciado el apetito? —preguntó cuando Temerario se reunió con él en el saliente, aterrizando al borde del mismo con un perfecto equilibrio.

—Oh, sí. Estaban muy ricas, pero estoy todo manchado de sangre. ¿Podemos ir a que me laves?

Laurence se dio cuenta tarde de que habían omitido ese detalle en la visita. Alzó la vista hacia los muchachos.

—Caballeros, he de pedirles una dirección para poder llevarle al lago a que se bañe.

Todos le clavaron las miradas con ojos redondos como platos.

—Nunca he oído que un dragón se bañe —apuntó uno.

—¿Se imagina intentando lavar a un Regio? —agregó el de pelo color arena—. Llevaría siglos. Por lo general, se lamen los hocicos y se limpian las garras, como los gatos.

—Eso no suena demasiado bien. Me gusta estar aseado aunque lleve mucho trabajo —dijo Temerario, que miraba a Laurence con desasosiego.

El contuvo una exclamación y dijo con serenidad:

—Lleva mucho trabajo, sin duda, pero así son muchas de las cosas que hay que hacer. Iremos al lago enseguida. Aguarda sólo un momento, Temerario. Voy a buscar algunos trapos.

—¡Yo le traigo algunos!

El chico de pelo color arena desapareció de las ventanas y el resto lo siguió de inmediato. Cinco minutos escasos más tarde, media docena de ellos irrumpió en el saliente con un montón de trapos mal doblados de cuya procedencia Laurence sospechó.

Los aceptó de todos modos y les dio las gracias con gravedad antes de encaramarse encima del dragón, tomó nota mentalmente del muchacho de pelo color arena. Tenía la clase de iniciativa que a él le gustaba y le pareció un oficial en potencia.

—Mañana podríamos traer nuestros arneses de fusilero para subir a bordo y ayudar —añadió el muchacho con expresión demasiado candida.

Laurence le observó y se preguntó si debería poner freno a aquel desparpajo, pero en el fondo le encantaba su entusiasmo, por lo que se contentó con responder con voz firme:

—Ya veremos.

Permanecieron observando en el saliente. Laurence vio sus ávidos rostros hasta que el dragón giró al llegar al castillo y los perdió de vista. Una vez en el lago, dejó que Temerario nadara para limpiarse la mayor parte de la sangre y luego lo secó con especial mimo. Para un hombre que había crecido pisando cubiertas fregadas a diario con arena resultaba vergonzoso que los aviadores dejaran que los dragones se limpiaran ellos mismos.

—Temerario, ¿te rozan? —preguntó al tiempo que tocaba las cinchas.

—Ahora menos —respondió volviéndose para mirar—. Mi piel se endurece cada vez más, y las muevo un poco cuando me molestan. Entonces, noto el alivio enseguida.

—Amigo, me he cubierto de oprobio —dijo Laurence—. Nunca debí dejártelo puesto. De ahora en adelante, no lo llevarás ni un instante más de lo necesario para que volemos juntos.

—Pero ¿no son obligatorias, como tus ropas? —inquirió el dragón—. No quisiera que nadie pensara que no estoy educado.

—Te pondré una gran cadena alrededor del cuello, y eso servirá —contestó a Temerario al pensar en el collar de oro que lucía Celeritas—. No voy a hacerte sufrir por una costumbre que hasta donde logro entender es pura pereza. Y tengo intención de quejarme en términos enérgicos al próximo almirante que vea.

Cumplió lo dicho y le quitó el arnés a Temerario en cuanto aterrizaron en el patio. El dragón miró con cierto nerviosismo a los demás dragones, que los habían observado con interés desde el momento en que regresaron, con Temerario aún goteando agua del lago. Ninguno de ellos parecía sorprendido, sólo curioso. Temerario se relajó por completo y se tumbó sobre las cálidas losas después de que Laurence le quitara la cadena de oro y perlas y la envolviera en torno a una de sus garras, como si fuera un anillo.

—Es más agradable no llevarlo puesto. No me había dado cuenta de cuánto molestaba —le confesó a Laurence en voz baja.

Se rascó en un punto oscuro de su pelaje donde el roce de una hebilla había aplastado varias escamas hasta hacer una callosidad.

Laurence se entretuvo limpiando el arnés y lo acarició en señal de disculpa.

—Te pido perdón —dijo con remordimiento mientras miraba la zona irritada—. Voy a intentar encontrar un emplasto para esas marcas.

—Yo también me quiero quitar el mío —gorjeó de repente uno de los Winchesters, que bajó de un salto del lomo de Maximus para aterrizar delante de Laurence—. ¿Lo hará usted?, por favor.

Laurence vaciló. No le parecía correcto tocar la criatura de otro hombre.

—Creo que el único que te lo puede quitar es tu cuidador —respondió—. No deseo ofenderle.

—No viene desde hace tres días —explicó el Winchester con voz triste y dejó caer la cabeza.

El Winchester tenía el tamaño de un par de caballos de tiro y su hombro apenas si sobresalía por encima de la cabeza de Laurence. Al examinarlo más de cerca, vio en la piel marcas con regueros de sangre seca. Su arnés, a diferencia del de otros dragones, no parecía especialmente limpio ni bien cuidado; había manchas y remiendos muy toscos.

—Acércate y deja que te eche un vistazo —dijo Laurence en voz baja mientras retomaba los trapos, aún húmedos con el agua del lago, y comenzó a limpiar al pequeño dragón.

—Gracias —dijo el Winchester mientras se inclinaba felizmente hacia la tela. Luego, añadió con timidez—: Me llamo Levitas.

—Yo soy Laurence, y él, Temerario.

—Laurence es mi capitán —dijo Temerario con un dejo de beligerancia en el tono de su voz y enfatizando el posesivo.

Laurence alzó los ojos hacia él con sorpresa e interrumpió el proceso de limpieza para dar una palmada al costado de Temerario, que se dejó caer y contempló con los ojos entrecerrados cómo el antiguo marino terminaba de limpiar al pequeño dragón.

—¿Quieres que averigüe qué le ha pasado a tu cuidador? —le preguntó a Levitas con una última palmada—. Tal vez no se sienta bien, pero estoy seguro de que se recuperará pronto.

—Oh, no creo que esté enfermo —contestó Levitas con aquella misma tristeza—. Pero la limpieza hace que ya me sienta mucho mejor —agregó mientras frotaba la cabeza contra el hombro de Laurence en gesto de gratitud.

Temerario emitió un murmullo de desaprobación y dobló las garras contra la piedra. Levitas voló directamente detrás de Maximus con un grito de alarma y se acurrucó de nuevo junto al otro Winchester. Laurence se volvió hacia Temerario y le dijo bajito:

—Vamos, ¿por qué esos celos? No te va a molestar que le limpie un poco cuando su cuidador no lo atiende.

—Eres mío —dijo con obstinación Temerario. Después de un momento, sin embargo, escondió la cabeza como si estuviera avergonzado y añadió con un hilo de voz—: Él sería más fácil de limpiar.

—No dejaría un centímetro de tu piel sin limpiar aunque tuvieras dos veces el tamaño de Laetificat —dijo Laurence—, pero tal vez vea mañana si a alguno de los chicos le gustaría lavarle.

—Oh, eso estaría bien —dijo Temerario, animándose—. No termino de comprender por qué no ha acudido su cuidador. Tú nunca te ausentarías tanto tiempo, ¿verdad?

—Nunca, a menos que me retuvieran por la fuerza —dijo Laurence.

Él mismo no lo entendía. Le parecía plausible que el hombre que enjaezaba a una criatura corta de luces no encontrara intelectualmente satisfactoria su compañía, pero lo menos que hubiera esperado era el afecto sencillo con el que James trataba a Volatilus, y aunque más pequeño, Levitas era sin lugar a dudas más inteligente que Volly. Tal vez eso explicara que hubiera menos hombres entregados al trabajo entre los aviadores que en las demás ramas del servicio, aunque dada la escasez de animales, era una verdadera lástima ver a un dragón reducido al abandono, lo cual forzosamente debía de afectar al rendimiento del animal.

Laurence se llevó consigo el arnés fuera del patio del castillo y se dirigió hacia uno de los grandes galpones donde trabajaba el personal de mantenimiento. Varios hombres seguían sentados enfrente de los barracones, fumando cómodamente, a pesar de ser ya última hora del día. Lo miraron con curiosidad, sin saludarlo, pero tampoco con una actitud hostil.

—Ah, usted debe de ser el cuidador de Temerario —dijo uno de ellos mientras extendía la mano para recoger el arnés—. ¿Se ha roto? Tendremos preparado un arnés como Dios manda para su dragón en unos cuantos días, pero entretanto lo podemos remendar.

—No, sólo necesita una limpieza —repuso Laurence.

—Aún no tiene un encargado de arneses. No nos pueden asignar como vuestro personal de tierra hasta que sepamos cómo se va a entrenar el dragón —explicó el hombre—, pero nos haremos cargo. Hollin, limpia un poco eso, ¿de acuerdo? —gritó para atraer la atención de otro hombre más joven que trabajaba una pequeña pieza de cuero dentro del barracón.

Hollin salió limpiándose la grasa en el mandil y tomó el arnés con unas manazas de apariencia capacitada.

—Enseguida lo tendrá. ¿Me dará algún problema el animal cuando se lo vuelva a poner?

—Eso no va a ser necesario, gracias. Está más cómodo sin arnés. Limítese a dejarlo junto a él —contestó Laurence con voz firme, ignorando las miradas que se ganaba con esas palabras—. Ah, el arnés de Levitas requiere también atención.

—¿Levitas? Bueno, hombre, yo diría que es su capitán quien debe hablar del tema con su tripulación —apuntó el primer hombre mientras chupaba la pipa con gesto pensativo.

Aquello era totalmente cierto. No obstante, era una respuesta decepcionante. Laurence dirigió una mirada prolongada y gélida, y dejó que el silencio hablara por él. El hombre se removió al sentirse algo incómodo bajo el escrutinio de aquella mirada.

—Si hay que reprenderles para que hagan su trabajo, se hace. Creía que tener la certeza de que el bienestar de un dragón corre peligro bastaría para que cualquier miembro de la Fuerza Aérea procurara remediar esa situación.

—Yo me encargaré cuando deje el arnés junto a Temerario —contestó apresuradamente Hollin—. No me importa. Es tan pequeño que lo haré en un periquete.

—Gracias, señor Hollin. Me alegra ver que no estaba en un error —dijo Laurence, que se dio la vuelta para regresar al castillo.

Escuchó murmurar a sus espaldas:

—Es una verdadera fiera. No me gustaría formar parte de su tripulación.

Oír ese comentario no resultaba nada agradable. Nunca le habían considerado un capitán duro y se enorgullecía de que su tripulación hubiera acatado sus órdenes más por respeto que por el miedo o la mano dura. La mayoría de su dotación estaba integrada por voluntarios.

También era consciente de que él había tenido su parte de culpa. En verdad, se había pasado de la raya al hablar con tal dureza del capitán de Levitas, y éste tendría todo el derecho del mundo a quejarse, pero Laurence no se arrepentía. Había desatendido a Levitas de forma flagrante y no había forma de conciliar su sentido del deber con dejar al animal abandonado en su malestar. Por una vez, la informalidad de la Fuerza Aérea podría jugar a su favor. La insinuación no se tomaría como una interferencia directa ni como un verdadero ultraje si había un poco de suerte, algo que hubiera sucedido si siguiera en la Armada.

No había tenido un primer día muy prometedor. Se sentía cansado y desanimado. No había nada realmente inaceptable como había temido, nada tan malo que resultara insoportable, pero tampoco nada fácil ni familiar. No podía sino añorar las reconfortantes restricciones de la Armada que habían rodeado toda su vida, y albergó el deseo imposible de que él y Temerario pudieran volver a la cubierta del Reliant, con el vasto océano a su alrededor.