Capítulo 3

Después de que el vendaval hubiera acelerado su avance, llegaron a Funchal un día antes de las tres semanas inicialmente previstas por Laurence. El dragón, situado en la popa, lo miraba todo con avidez desde el momento en que avistaron la isla. En tierra, causó sensación de inmediato; por lo general, no se veía atracar en el embarcadero a dragones a bordo de una pequeña fragata. Había una reducida multitud de espectadores congregados en los muelles cuando entraron en el puerto, aunque de ningún modo se acercaron demasiado a la embarcación.

El buque insignia del almirante Croft estaba en el puerto. El Reliant navegaba de forma nominal bajo sus órdenes. Riley y Laurence habían acordado en privado que los dos juntos le pondrían al corriente de lo insólito de la situación. El Commendable envió un mensaje transmitido mediante banderas de señales: «Capitán, acuda a informar», casi al mismo tiempo que echaban el ancla. Laurence se detuvo sólo un instante para hablar con Temerario, a quien aleccionó con inquietud:

—Recuerda, debes permanecer a bordo hasta mi regreso.

Aunque Temerario jamás le iba a desobedecer de forma voluntaria, cualquier novedad interesante le podía distraer y Laurence no confiaba en que el dragón fuese a permanecer en la nave cuando le estaba esperando todo un nuevo mundo por explorar.

—Te prometo que sobrevolaremos toda la isla a mi vuelta. Mira todo lo que quieras. Entretanto, el señor Wells te va a traer una ternera fresca y algún cordero, que nunca los has probado.

Temerario suspiró levemente, pero inclinó la cabeza.

—De acuerdo, pero date prisa —replicó—. Me gustaría volar hasta esas montañas y comerme uno de ésos —agregó sin perder de vista a los caballos de tiro de un carruaje cercano.

Los corceles patearon el suelo nerviosamente como si hubieran oído y entendido a la perfección sus palabras.

—Ah, no, Temerario. No puedes comerte cualquier cosa que veas en las calles —dijo Laurence alarmado—. Wells te traerá algo enseguida.

Atrajo la atención del tercer teniente, a quien le transmitió la urgencia de la situación; después de una última mirada dubitativa, bajó por la plancha y se reunió con Riley.

El almirante Croft los aguardaba con impaciencia. Al parecer, había oído parte del revuelo. Era un hombre alto y llamativo, especialmente por la notoria cicatriz y la mano falsa sujeta al muñón del brazo izquierdo; los dedos de hierro se movían gracias a una serie de muelles y gatillos. Había perdido la extremidad poco antes de su promoción al Almirantazgo, y había ganado mucho peso desde aquel momento. No se levantó cuando entraron en el gran camarote, se limitó a fruncir el ceño e indicar que se sentaran en las sillas con un movimiento del brazo.

—Muy bien, Laurence, explíquese. Supongo que todo este alboroto guarda relación con ese dragón salvaje que tiene ahí abajo.

—Señor, ése es Temerario, y no es salvaje —contestó Laurence—. Ayer hizo tres semanas desde que apresamos una nave francesa, el Amitié. Encontramos un huevo en su bodega. Nuestro cirujano tiene ciertas nociones de dracología, fue él quien nos avisó de que iba a eclosionar en breve, por lo que fuimos capaces de arreglarlo… Es decir, le puse el arnés.

Croft se levantó de un repentino salto y miró a Laurence con los ojos entrecerrados, y luego a Riley; sólo entonces se percató del cambio de uniforme.

—¿Qué? ¿Por su cuenta y riesgo? Y, por tanto, usted… Cielo santo, ¿por qué no encomendó esa tarea a uno de los guardiamarinas? —exigió saber—. Esto es llevar el deber muy lejos, Laurence. Que un oficial de la Armada elija pasar a la Fuerza Aérea es un asunto delicado.

—Señor, mis oficiales y yo lo echamos a suertes —continuó Laurence, conteniendo un estallido de indignación. No albergaba deseo alguno de que lo alabaran por su sacrificio, pero que le reprendieran por ello era pasarse de la raya—. Confío en que nadie cuestione mi dedicación al servicio. Sentí que sólo podría ser justo si también yo compartía el riesgo y no eludí esa posibilidad, aunque, llegado el momento, mi papeleta no salió elegida. El dragón estableció un vínculo conmigo, y no podíamos permitirnos el lujo de que rehusara el arnés de la mano de otro.

—¡Caray! —exclamó Croft, que se dejó caer sobre la silla con expresión huraña.

Golpeteó la palma de metal de la izquierda con los dedos de la derecha en un tic nervioso y permaneció sentado en un mutismo absoluto a excepción del débil tintineo de las uñas al entrechocar con el hierro. Transcurrieron largos minutos durante los que Laurence alternó entre imaginar el millar de desastres que Temerario podría ocasionar en su ausencia y la preocupación por lo que Croft pudiera hacer con el Reliant y Riley.

Al fin, el almirante dio un respingo, como si despertara, y agitó la mano buena.

—Bueno, de todos modos, debe de ser un buen botín. Difícilmente van a dar menos por una criatura domesticada que por una salvaje —concluyó—. En cuanto a la fragata francesa, supongo que será una nave de guerra, no un mercante, ¿verdad? En fin, parece tener muchas posibilidades. Estoy seguro de que la podremos aprovechar —agregó; al parecer había recuperado el buen humor.

Laurence se percató con una mezcla de alivio e irritación de que aquel hombre sólo había estado haciendo un cálculo mental de a cuánto ascendería su parte.

—Desde luego, señor. Es una nave en muy buen estado. Tiene treinta y seis cañones —apuntó con amabilidad mientras se callaba unas cuantas cosas que le podría haber dicho.

Nunca más iba a tener que informar a aquel hombre, pero el futuro de Riley seguía en el aire.

—¡Mmm! Ha cumplido con su deber, Laurence, estoy seguro, aunque perderle es una pena. Espero que le guste ser aviador —comentó Croft en un tono que daba a entender que suponía justo lo contrario—. No tenemos ninguna división de la Fuerza Aérea en la zona, y el buque correo sólo viene una vez por semana. Imagino que tendrá que llevarlo a Gibraltar.

—Sí, señor. Pero ese viaje deberá esperar hasta que sea adulto. Es capaz de permanecer en el aire alrededor de una hora, pero no me gustaría arriesgarlo a hacer un viaje largo, aún no —contestó Laurence con determinación—, y entretanto deberemos alimentarlo. Sólo hemos conseguido llegar tan lejos gracias a la pesca y, por supuesto, no puede cazar aquí.

—En fin, Laurence, eso no es problema de la Armada, seguro —replicó Croft; pero antes de que Laurence contestara, el almirante comprendió lo mal que sonaban sus palabras y lo arregló—. Sin embargo, hablaré con el gobernador. Estoy convencido de que se nos ocurrirá algo. Bueno, ahora debemos pensar qué hacer con el Reliant y, por supuesto, con el Amitié.

—Me gustaría señalar que el señor Riley ha estado al mando del Reliant desde que enjaecé al dragón y que lo ha gobernado excepcionalmente bien, trayéndolo sano y salvo a puerto a pesar de un vendaval de dos días —dijo Laurence—. Y también combatió con gran valor en la captura de la presa.

—Oh, sí, estoy seguro, estoy seguro —repuso Croft mientras volvía a mover los dedos—. ¿A quién ha puesto al mando del Amitié?

—A mi teniente primero, Gibbs —respondió.

—Sí, por supuesto —repuso Croft—. Bueno, usted mismo debe comprender que sería excesivo por su parte pretender colocar en ese puesto a su teniente primero y a su alférez de navío. No hay tantas buenas fragatas disponibles.

Laurence se contuvo a duras penas. Su superior estaba buscando a todas luces algún pretexto para quedarse con un chollo y concederlo a alguno de sus propios favoritos.

—Señor —replicó con frialdad—, no entiendo sus palabras. Espero que no esté sugiriendo que asumí la tarea de poner el arnés con el fin de generar una vacante. Le aseguro que mi único motivo fue lograr para Inglaterra un dragón muy valioso. Esperaba que Sus Señorías lo vieran de esa forma.

Insistió tanto como le fue posible a la hora de poner de manifiesto su propio sacrificio, bastante más de lo que le hubiera apetecido de no estar en juego el bienestar de Riley. Pero surtió efecto. El recordatorio y la alusión al Almirantazgo hicieron mella en Croft; al menos, carraspeó, canturreó, dio marcha atrás y los despidió sin mencionar otra vez la idea de privar a Riley del mando.

—Señor, estoy en deuda con usted —dijo Riley mientras caminaban juntos de vuelta al barco—. Sólo espero que no vaya a tener dificultades por haberle presionado de esa forma. Supongo que debe de tener mucha influencia.

En aquel momento, Laurence apenas cabía en sí de alivio, ya que habían llegado a la dársena del Reliant y el dragón aún seguía sentado en la popa del barco; en ese instante, se parecía a un matarife ensangrentado y la zona circundante al morro era más roja que negra. El gentío de observadores se había dispersado en su totalidad.

—Si hay algo de bueno en todo este asunto, es que ya no voy a tener que preocuparme mucho de las influencias. Dudo que representen mucha diferencia para un aviador —contestó—. Haga el favor de no preocuparse por mí. ¿Le importaría que fuéramos un poco más deprisa? Creo que ya ha terminado de comer.

Volar ayudó mucho a atemperarle los nervios. Era imposible permanecer enojado mientras toda la isla de Madeira se extendía ante él, el viento le alborotaba los cabellos y Temerario señalaba con excitación nuevos objetos de interés: animales, casas, carretas, árboles, rocas y cualquier cosa a la que le pusiera la vista encima. Desde hacía poco, había desarrollado una postura para volar con la cabeza vuelta parcialmente hacia atrás para poder hablar con Laurence incluso mientras volaban. De mutuo acuerdo, aterrizó en un camino vacío que discurría a lo largo del borde de un profundo valle; un denso banco de nubes se deslizaba por las verdes laderas del sur, ciñéndose al suelo de un modo muy peculiar, y se sentó a contemplar fascinado aquel movimiento.

Laurence desmontó. Todavía se estaba habituando a volar y le alegraba poder estirar las piernas después de una hora en el aire. Caminó por los alrededores durante un buen rato, disfrutando del paisaje. Pensó que al día siguiente se llevaría algo para comer y beber durante el vuelo. Le hubiera gustado tener ahora un bocadillo y un vaso de vino.

—Me gustaría comerme otro de esos corderos —dijo Temerario como si se hiciera eco de los pensamientos del jinete—. Son muy apetitosos. ¿Me puedo comer esos de ahí? Parecen incluso más grandes.

Un magnífico rebaño de ovejas pacía plácidamente en el extremo opuesto del valle, unas manchas blancas recortadas contra el verde.

—No, Temerario. Son ovejas, añojos —le contradijo Laurence—. No son tan buenos, y creo que son propiedad de alguien, por lo que no podemos llevárnoslos. Pero si te apetece venir aquí mañana, veré si puedo llegar a un acuerdo con el pastor para que te aparte uno.

—Me resulta muy extraño que el océano esté lleno de criaturas que uno puede comer a voluntad mientras que en la tierra parece que siempre hay que hablar con alguien —repuso Temerario, decepcionado—. No parece justo. Después de todo, el dueño no se las está comiendo y yo tengo hambre.

—A este paso, me temo que cualquier día van a arrestarme por enseñarte ideas sediciosas —comentó Laurence, divertido—. Pareces un verdadero revolucionario. Sólo debes pensar que tal vez el propietario del rebaño es el mismo tipo a quien le vamos a pedir que nos dé un cordero para tu cena de esta noche. Difícilmente podrá hacerlo si le robamos sus ovejas.

—Me gustaría comerme un buen cordero ahora —murmuró Temerario, pero no fue por ningún animal del rebaño y en vez de eso volvió a examinar el cielo—. ¿Me dejas que subamos por encima de esas nubes? Me gustaría ver por qué se mueven de esa forma.

Laurence contempló la ladera envuelta en un velo de nubes con gesto dubitativo, pero le disgustaba decirle «no» al dragón cuando no resultaba necesario; hacerlo ya era imprescindible con demasiada frecuencia.

—Podemos intentarlo si te apetece —contestó—, pero parece un poco arriesgado. Podríamos chocar fácilmente con la ladera de la montaña.

—Vale, aterrizaré debajo de las nubes y luego podemos subir a pie —dijo Temerario mientras se acuclillaba y bajaba el cuello hasta la altura del suelo para que el piloto pudiera volver a subir—. En cualquier caso, va a ser muy interesante.

Resultaba un poco extraño avanzar a pie en compañía de un dragón, y más aún dejarlo atrás; un paso de Temerario equivalía a diez de Laurence, pero el animal avanzaba despacio, interesado en mirar a uno y otro lado para comparar el nivel de la capa de nubes que cubría el suelo. Al final, Laurence se adelantó un poco y se dejó caer sobre la ladera para esperarle. Estaba muy a gusto a pesar de la densa niebla gracias a las gruesas ropas y el sobretodo impermeable que había aprendido a llevar siempre que volaba.

El dragón prosiguió subiendo a rastras y muy despacio por la colina. Interrumpía el escrutinio de las nubes una y otra vez para mirar una flor o un guijarro. Para sorpresa del jinete, se detuvo en un punto y sacó del suelo una piedra pequeña que llevó a Laurence —empujándola con la punta de la garra, ya que era demasiado pequeña para que la pudiera atrapar— con aparente entusiasmo.

Laurence la sopesó. Tenía casi el tamaño de su puño. Sin duda, resultaba curiosa: era pirita incluida en cristal de roca.

—¿Cómo has podido verla? —preguntó con interés; le dio la vuelta con las manos y la frotó para quitarle la suciedad.

—Sobresalía un poco del suelo y era brillante —explicó Temerario—. ¿Es oro? Me gusta su aspecto.

—No, es sólo pirita, pero es muy hermosa, ¿verdad? Supongo que eres una de esas criaturas acaparadoras —comentó Laurence mientras alzaba los ojos para mirar con afecto a Temerario. Muchos dragones sentían una fascinación innata por las joyas y los metales preciosos—. Me temo que no soy lo bastante rico para ser tu compañero y que no voy a poder darte un montón de oro sobre el que dormir.

—Te prefiero a ti antes que al montón de oro, incluso aunque sea muy cómodo dormir encima —replicó Temerario—. No me importa dormir en la cubierta.

Lo dijo con absoluta normalidad, no había el más mínimo indicio de que pretendiera hacer un cumplido. A continuación, siguió mirando las nubes. Laurence permaneció mirando hacia atrás con una sensación de asombro y extraordinario placer. Apenas podía concebir un sentimiento similar. El único paralelismo imaginable de su vida anterior sería que el Reliant hablara y le dijera que le había encantado tenerle como capitán. Un orgullo y afecto de inconcebible intensidad le embargaron, así como una intensa determinación de demostrar ser merecedor del elogio.

—Me temo que no puedo ayudarle, señor —contestó el anciano mientras se rascaba detrás de la oreja y se enderezaba tras el pesado libro que tenía delante de él—. Poseo una docena de libros sobre razas dragontinas y no puedo encontrarlo en ninguno de ellos. ¿Es posible que cambie la pigmentación cuando sea adulto?

Laurence torció el gesto. Aquél era el tercer naturalista que había consultado en la semana siguiente a la llegada a Madeira y ninguno de ellos había sido capaz de darle la más mínima ayuda al determinar la raza de Temerario.

—Sin embargo —continuó el librero—, puedo darle alguna esperanza. Sir Edward Howe, de la Royal Society, se encuentra en la isla tomando las aguas. Acudió a mi tienda la semana pasada. Creo que se ha instalado en Porto Moniz, en el extremo noroeste de la isla. Estoy convencido de que será capaz de identificar a su dragón. Ha escrito varias monografías sobre especies inusuales de América y Oriente.

—Muchas gracias, de verdad. Me alegra oírlo —respondió Laurence, radiante ante estas noticias.

El nombre de sir Edward le resultaba familiar. Se habían encontrado un par de veces en Londres, por lo que ni siquiera tendría que esforzarse en ser presentado.

Salió a la calle de buen humor, con un buen mapa de la isla y un libro de mineralogía para Temerario. Era un día estupendo y en ese momento el dragón permanecía tumbado en el prado que le habían reservado a cierta distancia de las afueras de la ciudad, tomando el sol después de un prolongado festín.

El gobernador había sido más complaciente que el almirante Croft, tal vez a causa de la ansiedad de la población al saber de la presencia en el centro del puerto de un dragón hambriento con demasiada frecuencia, y había abierto el tesoro público para alimentar a Temerario con una regular provisión de ovejas y reses. Éste se mostraba nada descontento ante el cambio de dieta, y continuaba creciendo. Era demasiado grande para caber en la popa del Reliant y prometía superar el tamaño de la embarcación. Laurence había alquilado una casita junto al campo a un módico precio, dado el súbito desinterés del propietario para quedarse por los alrededores. Los dos se encontraban de lo más tranquilos.

Lamentaba haber tenido que renunciar a la vida de a bordo cuando tenía tiempo de pensar en ello, pero ejercitar a Temerario exigía mucho trabajo y siempre podía acudir a la ciudad para las comidas. A menudo se reunía con Riley o algunos de sus oficiales; también había en la villa algunos otros conocidos de la Armada, por lo que era rara la tarde que pasaba solo. Las noches también le resultaban cómodas, incluso aunque estaba obligado a regresar pronto a la casa debido a la distancia. Había encontrado un sirviente local, Fernáo, un hombre completamente adusto y taciturno al que no le asustaba el dragón y que sabía preparar un desayuno y una cena aceptables.

Por lo general, Temerario dormía durante las horas de más calor mientras él se iba y se despertaba de nuevo al ponerse el sol; después de la cena, Laurence acudía a sentarse fuera y leía para él a la luz de un farol. Nunca había sido aficionado a la lectura, pero Temerario disfrutaba tanto de los libros que resultaba contagioso; Laurence sólo podía pensar en el probable placer del dragón con el nuevo libro, que profundizaba con detalle en las gemas y su extracción, a pesar de que el tema no le interesaba nada. No era la clase de vida que había esperado llevar, pero no había sufrido en modo alguno por su cambio de estatus, al menos por el momento, y el dragón se estaba revelando como una compañía singularmente buena.

Laurence se detuvo en una taberna y escribió una rápida nota a sir Edward en la que incluía su dirección, le explicaba con brevedad sus actuales circunstancias y le pedía permiso para visitarle. Escribió la dirección de Porto Moniz y luego la envió con el chico de correo, añadiendo media corona para que fuera más deprisa. Podía haber sobrevolado la isla con mucha mayor rapidez, por supuesto, pero no le apetecía caerle encima a alguien sin previo aviso con un dragón a la zaga. Podía esperar, aún le quedaba al menos una semana de libertad antes de que llegara una respuesta de Gibraltar con instrucciones sobre cómo presentarse al servicio.

Pero al día siguiente se esperaba al barco correo y eso le recordó que había omitido el cumplimiento de un deber: todavía no había escrito a su padre. No podía permitir que sus padres se enteraran de su nueva situación por boca de terceros o en las noticias de la Gazette, que seguramente lo publicaría; a regañadientes, se acomodó para escribir esa ineludible carta con una cafetera de café recién hecho.

No se le ocurría cómo explicarlo. Lord Allendale no era un padre particularmente cariñoso y sí de trato puntilloso. Apenas consideraba la Armada y el Ejército como alternativas a la Iglesia para un hijo menor echado a perder. Hubiera sentido tanto rechazo al saber que su hijo se alistaba en la Fuerza Aérea como si éste se hubiera rebajado a ser comerciante; no lo aprobaría ni le compadecería. Era muy consciente de que su progenitor y él discrepaban en el cumplimiento del deber. Por supuesto, su padre diría que el deber que tenía con su apellido era mantenerse bien lejos del dragón y desechar la infeliz idea de servir en la Fuerza Aérea.

Le asustaba más la reacción materna, ya que su madre le profesaba un sincero afecto y la noticia iba a hacerla muy desdichada. Además, ella también mantenía una relación muy cordial con lady Galman y lo que dijera en la carta llegaría a oídos de Edith. Pero no podía escribir en términos que la tranquilizaran sin provocar la ira extrema de su padre, por lo que se contentó con redactar una nota rebuscada y formal que exponía los hechos sin ningún tipo de aderezo y evitó cualquier expresión que pudiera interpretarse como una queja. Debía hacerlo de ese modo. Selló la carta poco satisfecho antes de entregarla en mano en el puesto de correos.

Regresó al hotel en el que había alquilado una habitación después de haber concluido aquella ingrata tarea. Había invitado a comer a Riley, Gibbs y otros conocidos en compensación por su hospitalidad de los primeros días. Aún no eran las dos y las tiendas estaban abiertas. Contempló los escaparates mientras caminaba para distraerse de sus elucubraciones en cuanto a la reacción de su familia y amigos más cercanos, y se detuvo ante el pequeño establecimiento de un prestamista.

La cadena dorada era ridículamente pesada. Se trataba de la clase de objeto que ninguna mujer llevaría y resultaba demasiado chillona para un hombre. Tenía unos gruesos eslabones cuadrados con discos llanos de los que pendían perlas diminutas de forma alterna. Pero supuso que debía de ser cara sólo por el metal y las gemas, probablemente más de lo que se podía permitir, ya que gastaba con cautela ahora que no tenía la perspectiva futura de ingresar su parte por las naves apresadas. En cualquier caso, entró a preguntar. En efecto, era muy cara.

—Sin embargo, señor, ¿tal vez le valdría eso? —sugirió el propietario mientras ofrecía otra cadena; se parecía mucho a la anterior, sólo que sin discos, y con los eslabones más delgados.

Costaba casi la mitad que la primera; seguía siendo cara, pero la aceptó y luego se sintió un poco más tonto al hacerlo.

De todos modos, aquella noche se la regaló a Temerario y le sorprendió un poco la jovialidad con la que éste la recibió. El dragón sujetó con firmeza la cadena y no la soltó bajo ningún concepto. Mientras Laurence le leía, la mantuvo al reflejo de la vela y la ponía en la dirección de la luz para admirar el destello del oro y las perlas. Cuando al fin se durmió, la conservó entrelazada entre las garras y al día siguiente obligó a Laurence a sujetarla bien al arnés antes de dar su consentimiento a volar.

Esta peculiar reacción hizo que recibiera con más alegría la cálida invitación de sir Edward, que le esperaba al volver del vuelo matinal. Fernáo salió a entregarle la nota al prado en cuanto aterrizaron y Laurence se la leyó al dragón en voz alta. El caballero los recibiría en cualquier momento que desearan acudir; le podrían encontrar a orillas del mar, cerca de las pozas que se formaban durante la bajamar.

—No estoy cansado —aseguró Temerario; sentía tanta curiosidad como Laurence por saber cuál era su raza—. Si quieres, podemos ir ahora mismo.

Había desarrollado una resistencia cada vez mayor. Laurence resolvió que podían pararse y descansar con tranquilidad si era necesario y volvió a encaramarse al arnés sin ni siquiera haberse cambiado de ropa. Temerario efectuó un esfuerzo inusual y la isla pasó fugazmente gracias al enérgico movimiento de sus alas mientras Laurence se pegaba a su cuello y entrecerraba los ojos a causa del viento.

Descendieron en espiral hacia la costa menos de una hora después de la salida y espantaron a los bañistas y vendedores de playa al aterrizar sobre la rocosa orilla. El aviador miró a su espalda consternado durante un instante, pero luego torció el gesto; si eran tan necios como para imaginar que un dragón debidamente enjaezado les iba a hacer algún daño, era culpa suya. Palmeó el cuello de Temerario mientras se desataba y se deslizaba hacia el suelo.

—Voy a ver si consigo encontrar a sir Edward. Quédate aquí.

—Lo haré —contestó el dragón distraídamente, quien ya estaba escudriñando con interés las profundas pozas rocosas de la orilla, que tenían extraños afloramientos de roca y aguas transparentes.

No resultó difícil localizar a sir Edward, que había observado al gentío dándose a la fuga y se aproximaba ya hacia él. Laurence recorrió cuatrocientos metros y no veía a nadie más. Se estrecharon las manos e intercambiaron las cortesías de rigor, pero ambos estaban impacientes por ir al asunto que realmente tenían entre manos. Sir Edward asintió con entusiasmo en cuanto Laurence aventuró la idea de caminar hacia donde se encontraba Temerario.

—Un nombre precioso y poco habitual —comentó sir Edward mientras andaban; sin saberlo, hizo que a Laurence se le encogiera el corazón—. A la mayoría les dan extravagantes nombres en latín, pero la mayoría de los aviadores que ponen el arnés a un dragón son mucho más jóvenes que usted y muestran cierta tendencia a darse humos. Resulta ridículo llamar Imperatorius a una criatura de dos toneladas. Vaya, Laurence, ¿cómo le ha enseñado a nadar?

Laurence miró sobresaltado y luego contempló la escena fijamente. En su ausencia, Temerario se había adentrado en las aguas y ahora estaba chapoteando.

—Cielos, no. Nunca le he enseñado a hacerlo —explicó—. ¿Cómo sé que no se va a hundir? ¡Temerario, sal del agua! —le llamó, algo angustiado.

Sir Edward contempló con interés al dragón mientras nadaba hacia ellos y regresaba a la orilla.

—¡Extraordinario! Supongo que las bolsas pulmonares que les permiten volar convierten a un dragón en un elemento flotante por naturaleza y al haber crecido en el océano, como es su caso, tal vez no ha desarrollado un temor natural al agua.

Aquella mención anatómica era un nuevo fragmento de información para Laurence, pero se guardó para un momento posterior las preguntas que de inmediato se le ocurrieron al ver que el dragón se les unía.

—Temerario, te presento a sir Edward Howe —dijo Laurence.

—Hola —saludó Temerario mientras miraba hacia abajo con el mismo interés con el que le observaban—. Encantado de conocerte. ¿Me puedes decir a qué raza pertenezco?

Sir Edward no pareció desconcertarse por aquella aproximación tan directa e hizo una reverencia en respuesta.

—Espero ser capaz de darte alguna información, por supuesto. ¿Puedo pedirte que seas tan amable de alejarte de la orilla, tal vez junto a ese árbol que ves por ahí, y estirar las alas para que podamos examinar mejor toda tu figura?

Temerario se dirigió hacia allí de buen grado y sir Edward observó sus movimientos.

Mmm. La forma en que sostiene la cola es muy rara y nada frecuente. Laurence, ¿dijo usted que el huevo se encontró en Brasil?

—Me temo que no puedo dar una respuesta exacta a eso —repuso Laurence al tiempo que estudiaba la cola del dragón sin ver nada inusual, aunque, por supuesto, él carecía de una base real sobre la que comparar. Temerario llevaba la cola erguida, lejos del suelo, y fustigaba el aire con elegancia al caminar—. Lo tomamos de una nave francesa que había recalado en Río de Janeiro muy recientemente a juzgar por las marcas de algunos de los toneles de agua, pero no puedo añadir nada más. Tiraron por la borda los diarios cuando los apresamos, y el capitán, por supuesto, se negó a revelarnos información alguna sobre el lugar donde se había descubierto el huevo, pero presumo que no debía de provenir de mucho más lejos dada la duración del viaje.

—Eso, sin lugar a dudas, es cierto —repuso sir Edward—. Hay algunas subespecies cuyos huevos tardan en madurar más de diez años, aunque la media normal son veinte meses. ¡Cielo santo!

Temerario acababa de desplegar las alas, que aún chorreaban agua.

—¿Sí? —preguntó Laurence expectante.

—Laurence, ¡Dios mío! Mire esas alas… —chilló sir Edward, que echó a correr literalmente por la orilla en dirección al dragón.

Laurence parpadeó y fue tras él, pero sólo lo alcanzó cuando estaba junto al costado del animal. Sir Edward acariciaba con delicadeza una de las seis nervaduras que dividían en partes las alas de Temerario, contemplándola con verdadera avidez. El dragón había estirado la cabeza para mirar, pero por lo demás permanecía inmóvil, sin importarle al parecer que alguien le tocara el ala.

—Entonces, ¿lo ha reconocido? —tanteó Laurence a sir Edward, que parecía notoriamente abrumado.

—¿Reconocerlo? Os aseguro que no, en el sentido que no había visto antes a ninguno de esta raza. A lo sumo habrá tres hombres en Europa que lo hayan hecho, pero me ha bastado una mirada para contar con suficiente material con que poder dirigirme a la Royal Society —respondió—. Las alas y el número de garras son irrefutables. Es un Imperial Chino, aunque no sabría decir con certeza de qué linaje. Vaya, Laurence, ¡menuda captura ha hecho!

El aludido contempló divertido las alas. Hasta ese momento no había reparado en que las nervaduras eran poco corrientes ni en las cinco garras de cada pata.

—¿Un Imperial? —repitió con una sonrisa vacilante.

Por un momento, se preguntó si sir Edward le estaba tomando el pelo. Los chinos habían criado dragones durante miles de años antes de que los romanos domesticaran las razas salvajes de Europa. Eran extraordinariamente celosos de su trabajo y rara vez permitían que abandonaran el país ni siquiera especimenes adultos de razas menores. Resultaba absurdo pensar que los franceses hubieran cruzado el océano Atlántico con un huevo de Imperial Chino en una fragata de treinta y seis cañones.

—¿Es una buena especie? —preguntó Temerario—. ¿Podré lanzar fuego por la boca?

—Adorable criatura, es la mejor de entre todas las especies posibles; sólo los Celestiales son más excepcionales y valiosos. Supongo que los franceses te hubieran empleado contra nosotros después de haberte enjaezado, por lo que podemos congratularnos de que no estés con ellos —dijo sir Edward—. Pero, aunque no lo descarto, me parece poco probable que seas capaz de arrojar fuego. Los chinos crían dragones ante todo por su inteligencia y armonía. Han alcanzado una superioridad aérea tan abrumadora que no necesitan buscar ese tipo de habilidades en sus linajes. Entre las especies orientales, los dragones japoneses son los que probablemente tengan más capacidades ofensivas especiales.

—Pues vaya… —contestó el dragón con desánimo.

—Temerario, no seas tonto. Estas noticias son más impresionantes de lo que nadie podía imaginar —le reprochó Laurence, que al fin empezaba a comprender; aquello había ido demasiado lejos para ser un chiste; no se pudo contener y preguntó—: ¿Está usted seguro?

—Sí —aseguró sir Edward mientras volvía a examinar las alas—. Basta observar la delicadeza de las membranas, la consistencia del color por todo el cuerpo y la coincidencia entre el color de los ojos y las manchas. Debería de haberme dado cuenta de que era un Imperial Chino de inmediato. Es imposible que proceda de la selva y no hay criador europeo capaz de conseguir un resultado tan exquisito —agregó—. Eso explica también lo de su capacidad para nadar. Si no recuerdo mal, los animales chinos sienten a menudo una gran inclinación por el agua.

—Un Imperial —murmuró Laurence mientras acariciaba maravillado la ijada de Temerario—. Es increíble. Tendrían que haberle enviado en un convoy, escoltado por la mitad de su flota, o enviar a un cuidador, en lugar de hacer lo contrario.

—Tal vez ignoraban qué se traían entre manos —repuso el caballero—. Los huevos de dragones chinos son notablemente difíciles de clasificar por la apariencia, si exceptuamos su textura de excelente porcelana. Por cierto, ¿no habrá guardado por un casual la cáscara del huevo? —preguntó.

—Yo no, pero tal vez algunos de mis marinos hayan guardado algún trozo —contestó Laurence—. Estaré encantado de hacer algunas indagaciones. Estoy en deuda con usted.

—En absoluto, soy yo quien queda muy obligado. ¡Pensar que he visto y he hablado con un Imperial Chino! —se inclinó ante Temerario—. En eso, seré único entre los ingleses, si bien es cierto que el conde de La Perouse reflejó en sus diarios que había hablado con uno en Corea, en el palacio del rey.

—Me gustaría leer eso —intervino Temerario—. Laurence, ¿puedes conseguir una copia?

—Lo intentaré, por supuesto —respondió el aviador—. Señor, le quedaría muy agradecido si me recomendara algunos textos de mi interés. Me alegraría obtener cualquier información de los hábitos y comportamientos de la especie.

—Bueno, me temo que escasean las fuentes valiosas. En breve, imagino que se va a convertir usted en el mayor experto de Europa —contestó sir Edward—, pero le prepararé una lista, por descontado, y poseo varios libros de texto que me encantaría prestaros, incluyendo los diarios de La Perouse. Si a Temerario no le importa aguardar aquí, podríamos regresar andando a mi hotel y recogerlos. Me temo que no iba a estar demasiado cómodo dentro de la villa.

—No me importa en absoluto. Seguiré nadando —respondió el dragón.

Después de haber tomado el té con sir Edward y haber recogido muchos libros en préstamo, Laurence encontró en la aldea a un pastor dispuesto a aceptar su dinero, de modo que podría dar de comer a Temerario antes de emprender el viaje de regreso. Sin embargo, se vio obligado a arrastrar a la oveja hasta la orilla él solo mientras el animal no dejaba de balar e intentaba alejarse mucho antes de que Temerario fuera visible. Tuvo que terminar llevándola a la fuerza y el animal se tomó cumplida venganza al defecarle encima antes de lanzarlo al fin frente al impaciente dragón.

Se lavó la piel y restregó la ropa con agua de mar lo mejor que pudo mientras Temerario se daba un festín. Luego, dejó a secar al sol sobre una roca las prendas húmedas mientras los dos se daban un baño. Laurence no era un buen nadador, pero podía adentrarse en aguas más profundas, donde el dragón podía nadar, siempre que lo tuviera cerca para agarrarse a él. El placer de Temerario en el agua resultaba contagioso y al final también Laurence se dejó llevar por las ganas de jugar, salpicándole y sumergiéndose debajo del agua para reaparecer frente a la otra ijada.

El agua estaba deliciosamente cálida y había muchas rocas salientes hasta las que podía llegar para descansar, algunas lo bastante grandes para que cupieran los dos. Habían transcurrido varias horas y el sol se hundía rápidamente en el horizonte cuando al fin condujo al dragón a la orilla. Sentía una alegría culpable por haber causado la ausencia de los demás bañistas. Le hubiera avergonzado que le vieran retozar como un chiquillo.

El sol les calentaba la espalda mientras cruzaban la isla de vuelta a Funchal, ambos desbordantes de satisfacción, con los valiosos libros envueltos en hule y sujetos con correas al arnés.

—Esta noche te leeré algunos pasajes de los diarios de La Perouse —anunciaba Laurence cuando una fuerte llamada de corneta que sonaba delante de ellos le interrumpió.

Temerario se sorprendió tanto que se detuvo en el aire y permaneció suspendido durante un momento. Luego, bramó en respuesta a esa llamada extraña y poco nítida. Se lanzó hacia delante y enseguida Laurence vio el origen del reclamo: un dragón gris claro moteado de manchas blancas en el vientre y estrías blancas en las alas, apenas visible en el manto de nubes. Estaba a bastante altura por encima de ellos.

Bajó en picado a toda velocidad y se puso en paralelo. Laurence vio que era más pequeño que Temerario, incluso al tamaño actual de éste, aunque se deslizaba en el aire más tiempo con un único batir de alas. El jinete lucía un uniforme de cuero gris a juego con la piel del dragón y una gruesa capucha. Se desabrochó varios broches de la misma y la retiró de forma que colgó sobre los hombros.

—Capitán James, a lomos de Volatilus, del servicio de reparto de despachos —se presentó, mirando a Laurence con abierta curiosidad.

Laurence vaciló. Esperaba una respuesta, por supuesto, pero dudaba sobre la forma correcta de presentarse, ya que oficialmente aún no le habían dado de baja en la Armada ni tampoco reclutado en la Fuerza Aérea.

—Capitán Laurence de la Armada de Su Majestad —contestó, aunque luego agregó—: a lomos de Temerario. En este momento estoy pendiente de destino. ¿Se dirige a Funchal?

—¿La Armada…? Sí, allí voy; y después de esa presentación espero que usted también —dijo James; tenía un rostro grande y agradable, pero la respuesta de Laurence le había hecho torcer el gesto—. ¿Qué tiempo tiene el joven dragón? ¿Dónde lo obtuvo?

—Llevo tres semanas y cinco días fuera del cascarón, y Laurence me ganó en una batalla —se adelantó a responder Temerario que, dirigiéndose al otro dragón, preguntó—: ¿Cómo conociste a James?

Volatilus abrió y cerró varias veces sus grandes ojos de color azul lechoso y dijo con voz clara:

—¡Me empollaron! ¡Nací de un huevo!

—¿Sí? —exclamó Temerario con aire vacilante, y volvió la cabeza hacia Laurence con aspecto sorprendido.

Rápidamente, éste negó con la cabeza para hacer que callara.

—Señor, podré responderle mejor en el suelo si desea preguntarme algo —replicó Laurence con cierta frialdad; había una nota autoritaria en la voz de aquel hombre que no le era agradable—. Temerario y yo debemos permanecer a las afueras del pueblo. ¿Le importaría acompañarme o le seguimos a su campo de aterrizaje?

James seguía mirando con sorpresa a Temerario y respondió a Laurence con algo más de calidez.

—Déjenos ir al suyo. En cuanto aterrice oficialmente, van a asediarme todos los que quieren enviar paquetes y no podremos hablar.

—Muy bien. Es un campo al suroeste de la ciudad —dijo Laurence—. Temerario, abre la marcha, por favor.

El dragón gris no tuvo dificultad alguna en seguirle, aunque Laurence llegó a pensar que Temerario intentaba distanciarlo en secreto. Era evidente que habían criado bien a Volatilus y habían tenido éxito en lograr que fuera veloz. Los criadores ingleses estaban muy capacitados para obtener resultados específicos con sus escasas especies, pero habían sacrificado la inteligencia de éstas en el proceso.

Tomaron tierra juntos levantando mugidos de ansiedad entre el ganado que habían enviado para la cena de Temerario.

—Temerario, pórtate bien con él —instruyó Laurence en voz baja—. Algunos dragones son cortos de entendederas, igual que las personas. Acuérdate de Bill Swallow, del Reliant.

—Ah, sí —replicó Temerario hablando también en voz baja—. Ahora lo comprendo. Seré prudente. ¿Crees que le gustaría comerse una de mis vacas?

—¿Querría comer algo? —le preguntó Laurence a James cuando ambos hubieron desmontado y se encontraron en el suelo—. Temerario ya ha comido esta tarde y podrían compartir una vaca.

—Vaya, es muy amable de su parte —contestó James, relajando su prevención de forma ostensible—. Estoy seguro de que te encantaría, ¿verdad, pozo sin fondo? —continuó afectuosamente mientras palmeaba el cuello de Volatilus.

—¡Vacas! —exclamó Volatilus, abriendo los ojos como platos.

—Acompáñame a elegir una. Podemos comer aquí —dijo Temerario al pequeño dragón gris, y se sentó para aferrar un par de vacas por encima del muro del redil.

Las depositó en una zona despejada del herboso campo y Volatilus trotó con entusiasmo para compartirlas cuando Temerario le hizo señas para que acudiera.

—Es extraordinariamente generoso por su parte y por la de su dragón —comentó James mientras Laurence le conducía a la casita—. Jamás he visto compartir comida a ninguno de los dragones grandes. ¿De qué raza es?

—No soy un experto en la materia, y nos llegó sin acreditación alguna de su origen, pero hoy mismo sir Edward Howe lo acaba de identificar como un Imperial —confesó Laurence con cierta vergüenza; parecía como si quisiera restarle importancia, pero por supuesto, era el hecho objetivo, y no podía eludir decírselo a la gente.

James trastabilló en el umbral al oír las noticias y estuvo a punto de caer encima de Fernáo.

—¿Está…? ¡Cielo santo, no bromea! —exclamó mientras recuperaba el equilibrio y entregaba al criado su sobretodo—. Pero ¿cómo lo encontró? ¿Cómo logró enjaezarlo?

Al anfitrión ni se le había pasado por la cabeza que el huésped pudiera interrogarle de esa manera, pero ocultó su parecer desfavorable sobre los modales de James. Seguramente, las circunstancias justificaban cierto margen de flexibilidad.

—Se lo contaré encantado —respondió mientras indicaba al invitado la dirección del salón—. De hecho, me gustaría oír su consejo sobre cómo he de proceder. ¿Le apetece un poco de té?

—Sí, aunque preferiría café si tiene —dijo James, que acercó un sillón al fuego y se retrepó en él, colgando una pierna del brazo—. Caray, es estupendo sentarse un minuto. Llevábamos siete horas de vuelo.

—¿Siete horas? Debe de estar destrozado —comentó Laurence sorprendido—. No tenía ni idea de que podían estar en el aire tanto tiempo.

—¡Válgame Dios! He soportado vuelos de catorce horas —dijo James—, aunque no lo intentaría con vuestro dragón. Si hace buen tiempo, Volly puede aguantar en el cielo batiendo las alas una sola vez por hora. —Dio un enorme bostezo—. Sin moverse, lo digo en serio. Aunque eso no vale con las corrientes de aire que soplan sobre el océano.

Fernáo acudió con café y té y se lo sirvió. Laurence describió brevemente la adquisición y el enjaezado de Temerario. James le escuchó con manifiesto asombro mientras se tomaba cinco tazas de café y devoraba dos platos de sándwiches.

—Como puede ver, soy algo parecido a una baja. El almirante Croft ha escrito un despacho al mando de la Fuerza Aérea de Gibraltar pidiendo instrucciones en lo que concierne a mi situación, las cuales espero que transporte usted, pero confieso —terminó— que agradecería si me dijera usted algo que me permitiera hacerme una idea de lo que me aguarda.

—Me temo que le pregunta a la persona equivocada —confesó James de buen humor después de haber vaciado una sexta taza—. Nunca he oído nada parecido a vuestra historia, y no le puedo dar otro consejo experto que el de que entrenen. Me asignaron al servicio de correos desde que tenía doce años y llevo a lomos de Volatilus desde los catorce, pero usted, a lomos de esa preciosidad, va a estar en lo más duro del combate. No obstante —agregó—, voy a acortar su espera. Me iré a toda prisa a la pista de aterrizaje, recogeré el correo y entregaré el despacho de su almirante hacia la noche. No me sorprendería que mañana, antes de la hora del almuerzo, tenga a un subcomandante pendiente de usted.

—¿Cómo?, ¿un sub qué…? —preguntó Laurence, forzado a preguntar con desesperación.

Con todo el café que había consumido, el habla de James se había avivado.

—Subcomandante —repitió James—. Aún no es aviador. Casi olvido que no estoy hablando con uno.

—Gracias, es un bonito cumplido —dijo Laurence, aunque en su fuero interno deseó que su interlocutor se hubiera esforzado más en recordarlo—, pero ¿no irá a volar esta noche, verdad?

—Por supuesto. No es necesario hacer noche aquí con este tiempo. Esos cafés me han devuelto la vida y Volly podría ir y volver volando a China después de comerse esa vaca. De todos modos, tendremos un lecho mejor en Gibraltar. Me marcho.

Después de efectuar aquel comentario, tomó el sobretodo del gabinete y salió del salón a grandes pasos, silbando, mientras Laurence, sorprendido, vaciló y lo acompañó con retraso.

Volly acudió junto a su jinete de un par de saltos, farfullando con excitación sobre vacas y «Temer», que era lo mejor que lograba pronunciar el nombre de Temerario. James lo acarició y subió encima.

—Gracias de nuevo. Os veré en alguna de mis rondas si entrenáis en Gibraltar —se despidió mientras agitaba una mano.

Sus figuras se empequeñecieron en el cielo crepuscular en medio del aleteo de unas alas grises.

—Le hizo muy feliz comerse la vaca —informó Temerario después de un momento mientras miraba a lo alto cerca de Laurence.

El antiguo marino se rio ante la parquedad del elogio y estiró la mano para frotar con suavidad el cuello.

—Lamento que tu primer encuentro con otro dragón no haya sido muy afortunado —dijo—. Pero él y James van a llevar a Gibraltar un mensaje del almirante Croft en que se nos menciona y en uno o dos días espero que te encuentres con otros que resulten más agradables.

Sin embargo, parecía que James no había exagerado en su estimación. Laurence acababa de salir hacia la ciudad cuando una gran sombra sobrevoló el puerto y al alzar la mirada descubrió a una enorme criatura de piel rojiza y dorada que pasaba por encima de su cabeza y tomaba tierra en el campo de aterrizaje sito en el extrarradio de la ciudad. Se dirigió de inmediato al Commendable con la esperanza de que hubiera algún mensaje para él y poco después, a mitad de camino, lo encontró un joven guardiamarina sin aliento que le informó de que el almirante Croft le había mandado llamar.

Dos aviadores le esperaban en el camarote de Croft: el capitán Portland, un hombre alto, enjuto, de facciones severas y nariz parecida a la de una tortuga «pico de halcón», lo que le hacía guardar cierta semejanza con un dragón, y el teniente Dayes, un joven de apenas veinte años, con una larga coleta pelirroja, cejas a juego y expresión poco amigable. La actitud distante estaba a la altura de la reputación de los aviadores y, a diferencia de Laurence, ninguno de los dos hizo ademán de saludarle con una inclinación.

—Bueno, Laurence, es un tipo muy afortunado —empezó Croft tan pronto como las forzadas presentaciones hubieron terminado—. Después de todo, vamos a tenerle de vuelta en el Reliant.

Laurence, que aún estaba evaluando a los aviadores, se detuvo al oír esto y dijo:

—¿Cómo dice?

Portland lanzó a Croft una mirada desdeñosa, ya que el comentario que terminaba de hacer había sido poco diplomático, si no ofensivo.

—Ha prestado un valioso servicio a la Fuerza Aérea, sin duda —dijo con fría formalidad mientras se volvía hacia Laurence—, pero espero no tener que pedirle que preste ese servicio por más tiempo. El teniente Dayes ha venido a relevarle.

Laurence miró confuso a Dayes, quien le devolvió la mirada con un punto de hostilidad en los ojos.

—Señor —dijo hablando con lentitud; pensaba con dificultad—. Tenía entendido que no se podía relevar al cuidador de un dragón; que debía estar presente desde el momento de la rotura del huevo. ¿Estoy equivocado?

—En circunstancias normales, tiene razón y es lo deseable —respondió Portland—. Sin embargo, en ocasiones el cuidador muere, por herida o enfermedad, y en más de la mitad de los casos somos capaces de convencer al dragón de que acepte a otro nuevo. En este caso, espero conseguirlo y que la juventud de Temerario —prosiguió, arrastrando el nombre con leve aire de disgusto— facilite el reemplazo.

—Ya veo —contestó Laurence.

No consiguió pronunciar ni una palabra más. Tres semanas atrás, la noticia le hubiera producido el mayor de los júbilos; ahora, por extraño que pareciera, le entristecía.

—Le estamos agradecidos, por supuesto —añadió Portland, tal vez sintiendo que necesitaba una respuesta más amable—, pero al dragón le irá mucho mejor en manos de un aviador adiestrado y estoy seguro de que la Armada no va a estar dispuesta a perder a un oficial tan abnegado.

—Es usted muy amable, señor —replicó Laurence ceremoniosamente con una inclinación de cabeza.

El cumplido no había sido espontáneo, pero vio que había hecho con sinceridad el resto de un comentario que tenía toda la sensatez del mundo. Sin duda, Temerario estaría mejor en manos de un aviador adiestrado, alguien que supiera manejarlo de forma adecuada, de igual modo que una nave estaría mejor en manos de un auténtico marino. Que Temerario hubiera acabado con él había sido un puro accidente y ahora que conocía la verdadera naturaleza del dragón, era aún más obvio que éste merecía un compañero con el mismo grado de destreza.

—Prefiere a un hombre entrenado en ese puesto, es lógico, claro, y me alegro de haberle sido de utilidad. ¿He de llevar al señor Dayes junto a Temerario ahora?

—¡No! —exclamó Dayes con acritud, sólo para enmudecer ante la mirada de Portland.

—No, gracias, capitán —respondió Portland con más amabilidad—. Al contrario, preferimos proceder exactamente como si el cuidador del dragón hubiera muerto para mantener el procedimiento lo más parecido a los métodos fijos que hemos aplicado para que la criatura se acostumbre al nuevo cuidador. Sería mejor que el dragón no volviera a verle nunca más.

Aquello supuso un revés. Laurence estuvo a punto de discutir, pero al final se calló y se limitó a hacer otra reverencia. Su único deber era retirarse si eso iba a facilitar el proceso de transición.

Aun así, era muy desagradable pensar que no iba a volver a ver a Temerario. Era su deber no despedirse ni pronunciar unas últimas palabras amables, sino limitarse a retirarse como un desertor. El pesar le abrumaba cuando abandonó el Commendable, y no se había disipado por la tarde. Se iba a reunir con Riley y Wells para cenar, que ya le esperaban en el salón del hotel cuando llegó. Hizo un esfuerzo por sonreír y dijo:

—Bueno, caballeros, después de todo, parece que no se van a librar de mí.

Parecían sorprendidos. Poco después, le felicitaron con entusiasmo y brindaron por su libertad.

—Son las mejores noticias que he oído en la última quincena —aseguró Riley al tiempo que alzaba la copa—. A su salud, señor.

Estaba claro que se comportaba con total sinceridad, a pesar de que lo más probable era que su regreso le costara el ascenso. A Laurence le afectó sumamente. Tomar conciencia de su sincera amistad alivió un poco el pesar y fue capaz de devolver el brindis con ademanes muy similares a los que acostumbraba.

—Parece que llevaron el asunto de forma más bien extraña —comentó Wells algo más tarde, frunciendo el ceño cuando Laurence contó el encuentro con una breve descripción—. Casi parece un insulto para usted, señor, y también para la Armada, como si un oficial de la Marina no fuera lo bastante bueno para ellos.

—No, no del todo —dijo Laurence, aunque en su fuero interno no se sentía muy convencido de su interpretación—. Estoy seguro de que tanto a ellos como a la Fuerza Aérea les preocupaba Temerario, y con toda razón. No se puede esperar que les entusiasme la idea de tener a un novato a lomos de una criatura tan valiosa. A nosotros también nos gusta ver a un oficial de la Armada impartir órdenes en un buque de primera.

Lo dijo tal y como lo creía, pero eso no le consolaba demasiado. A pesar de la excelente compañía y la buena comida, tomó conciencia del dolor de la separación a medida que avanzaba la velada; ya se había convertido en un hábito arraigado pasar las noches leyendo con Temerario, o hablando con él, o durmiendo a su lado, y aquella interrupción era dolorosa. Era consciente de que no estaba ocultando adecuadamente sus sentimientos. Riley y Wells le dirigían miradas ansiosas y hablaban más para cubrir sus silencios, pero no conseguía fingir el despliegue de júbilo que los hubiera tranquilizado.

Les habían servido el pudín y mientras Laurence se esforzaba por tomar un poco, un muchacho acudió a la carrera con una nota del capitán Portland para él en la que le pedía que acudiera a la casita a la mayor brevedad. Laurence se levantó de la mesa de un salto, se excusó con una explicación de pocas palabras y se precipitó a la calle sin esperarse a recoger el sobretodo. La noche de Madeira era cálida y no le importaba ir sin él, en especial después de haber caminado a buen paso durante unos minutos. Cuando, sofocado, llegó a la casita de las afueras, le hubiera gustado tener una excusa para quitarse el pañuelo de lazo que llevaba en el cuello.

Las luces interiores estaban encendidas. Le había ofrecido el uso de la casa al capitán Portland para comodidad suya, y la de Dayes al estar cerca del campo. Entró cuando Fernáo le abrió la puerta y encontró a Dayes sentado a la mesa con el rostro entre las manos, rodeado por varios jóvenes que lucían el uniforme de la Fuerza Aérea mientras Portland permanecía junto a la chimenea, contemplando el fuego con rígida expresión de reproche.

—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Laurence—. ¿Está enfermo Temerario?

—No —replicó Portland con aspereza—. Se ha negado a aceptar el reemplazo.

De pronto, Dayes se levantó bruscamente de la mesa y avanzó un paso hacia Laurence.

—¡Es intolerable! Un Imperial en manos de un zoquete sin formación de la Armada, un auténtico bobo… —gritó.

Sus amigos le contuvieron antes de que dijera otra inconveniencia, pero la expresión seguía siendo terriblemente ofensiva, y de inmediato Laurence echó mano a la empuñadura de su sable.

—Señor, defiéndase —dijo airadamente—, esto es demasiado.

—Alto ahí. No hay duelos en la Fuerza Aérea —dijo Portland—. Andrews, por amor de Dios, llévale a la cama y adminístrale un poco de láudano.

El joven que aferraba el brazo izquierdo de Dayes asintió y en compañía de los otros tres arrastró fuera de la estancia al teniente, que no dejó de forcejear, y dejaron solos a Laurence y Portland, además de Fernáo, que permanecía con rostro inexpresivo en un rincón, sosteniendo una bandeja con una licorera de oporto.

Laurence giró sobre sus talones en dirección a Portland.

—No puede esperar que un caballero tolere un comentario como ése.

—La vida de un aviador no le pertenece del todo. No puede permitirse arriesgarla sin sentido —replicó con voz cansina—. No hay duelos en la Fuerza Aérea.

La repetida afirmación tenía el marchamo de ley, y Laurence se vio obligado a ver un sentido de justicia en ella. Su mano se relajó mínimamente, aunque el arrebol de la ira no abandonó su rostro.

—En ese caso, señor, él ha de disculparse ante mí y la Armada. Era un comentario indignante.

—Y supongo —repuso Portland— que usted jamás ha efectuado ni escuchado comentarios igualmente ultrajantes, pero referidos a los aviadores o la Fuerza Aérea.

Laurence enmudeció ante la manifiesta amargura de la voz de Portland. Jamás se le había ocurrido que seguramente los aviadores oían ese tipo de comentarios y les ofendían. Ahora caía en la cuenta de lo violento que debía de ser aquel resentimiento, dado que el código del Cuerpo ni siquiera les permitía responder.

—Capitán —dijo al fin, con más sosiego—, si esa clase de comentarios se han hecho en mi presencia, le aseguro que nunca he sido responsable de los mismos y me he manifestado contra ellos con la mayor contundencia posible. Jamás he oído de buen grado palabras despectivas contra ninguna división de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, ni lo haré.

Ahora le tocó el turno de callar a Portland, que finalmente, aunque a regañadientes, dijo:

—Le he acusado de manera injusta. Me disculpo. Espero que también Dayes le presente sus disculpas cuando se encuentre menos consternado. No hubiera hablado de ese modo de no haber sufrido una decepción tan amarga.

—Deduzco de sus palabras que conocía el riesgo —aventuró Laurence—. No debería haber albergado unas expectativas tan elevadas. Seguramente esperaba tener éxito con un dragón recién salido del cascarón.

—Aceptó el riesgo —replicó Portland—. Ha empleado su derecho a un ascenso. No se le permitirá hacer otro intento a menos que se gane otra oportunidad bajo fuego enemigo, y eso es poco probable.

De modo que Dayes se encontraba en la misma posición que Riley había ocupado antes del último viaje, salvo que tal vez tuviera incluso menos oportunidad dado lo poco numerosos que eran los dragones en Inglaterra. Seguía sin poder perdonar el insulto, pero comprendía mejor la emoción y no podía sino compadecer al pobre diablo, que, al fin y al cabo, sólo era un muchacho.

—Entiendo. Estaré encantado de aceptar una disculpa —dijo; no se podía permitir llegar más lejos.

Portland parecía tranquilizado.

—Me alegro de oír eso —admitió—. Ahora creo que sería mejor que fuera a hablar con Temerario. Le ha echado de menos y creo que no le ha complacido que le pidieran que aceptara a un sustituto. Espero que mañana hablemos de nuevo. No hemos tocado su dormitorio, por lo que no necesita cambiar de habitación.

Laurence necesitaba algo de ánimo mientras, momentos después, se dirigía dando grandes zancadas hacia el campo. Pudo distinguir la mole de Temerario a la luz de la media luna conforme se acercaba. El dragón permanecía aovillado sobre sí mismo y casi inmóvil.

—Temerario —le llamó mientras cruzaba la puerta.

La orgullosa cabeza se levantó de inmediato.

—¿Laurence?

Era doloroso oír aquella nota de duda en su voz.

—Sí, aquí estoy —contestó Laurence, que cruzaba el campo en dirección al dragón a tanta velocidad que al final casi corría.

Temerario dobló las patas delanteras y le rodeó con las alas estrechándole con cuidado mientras entonaba un débil y profundo canturreo. Laurence le acarició el reluciente hocico.

—Dijo que no te gustaban los dragones y que querías volver a tu barco. —Temerario hablaba muy despacio—. Dijo que volabas conmigo sólo en cumplimiento del deber.

Laurence se quedó sin aliento de la rabia. La hubiera emprendido a puñetazo limpio con Dayes de haberlo tenido delante.

—Mentía, Temerario —aseguró con dificultad, medio ahogado por la rabia.

—Sí, eso pensé —dijo el dragón—, pero no era agradable de oír, e intentó tirar de mi cadena. Eso me enfureció. No se marchó hasta que le expulsé y entonces seguías sin venir. Pensé que él te impedía acercarte, pero no sabía dónde ir en tu busca.

Laurence se inclinó hacia delante y frotó la suave y cálida piel contra su mejilla.

—Lo siento mucho. Me persuadieron para que dejara de cuidarte y él tuviera la oportunidad de hacerlo por tu propio bien, pero debería haber adivinado la clase de tipo que era.

Temerario se mantuvo en silencio durante varios minutos mientras permanecían cómodamente juntos. Luego dijo:

—Laurence, supongo que ya soy demasiado grande para estar a bordo de una nave.

—Sí, mucho, salvo para un barco de transporte de dragones —contestó el marino ladeando el rostro, perplejo por la pregunta.

—Permitiré que alguien me monte si deseas volver a tu barco —aseguró Temerario—, pero a él no, por haberme mentido. No te obligaré a quedarte.

Laurence se quedó petrificado durante unos instantes con las manos aún en la cabeza de Temerario y el cálido aliento del dragón envolviéndole.

—No, compañero —repuso al fin en voz baja, consciente de que no decía más que la verdad—. Te prefiero a ti antes que a cualquier nave de la Armada.