Capítulo 2

A la mañana siguiente, Laurence se despertó con el ruido que hacía Temerario revolviéndose en el catre; se había enredado con la tela por dos veces al intentar bajar al suelo. Laurence tuvo que descolgarlo para desenredarlo. La criatura rompió la tela desenrollada para salir siseando con indignación. Hubo que arreglarle y acariciarle para atemperar su mal humor, igual que a un gato ofendido, y entonces volvió a sentir apetito.

Por fortuna, los marineros habían tenido tiempo de pescar. Les había sonreído la suerte: habían conseguido dieciocho kilos de atún para el dragón, y aún quedaban huevos para el desayuno de Laurence, por lo que reservaron las gallinas para otro día. Temerario se las arregló para devorarlo todo y entonces, sintiéndose demasiado pesado para volver al catre, se dejó caer hinchado sobre el suelo, donde se durmió.

El resto de la semana transcurrió de forma similar. El dragón dormía excepto si estaba comiendo, y tragaba y crecía a una velocidad alarmante. Al final de la semana, ya no pudo permanecer bajo cubierta por más tiempo, ya que Laurence albergaba el creciente temor de que llegara a ser imposible sacarlo de la nave. Temerario ya pesaba más que un caballo de tiro y del hocico a la cola medía más que el bote del barco. Después de estimar su futuro crecimiento, resolvieron llevar a proa los víveres y ponerlo en cubierta, en popa, como contrapeso.

El traslado se hizo justo a tiempo. El dragón consiguió salir fuera del camarote con muchísima dificultad, con las alas fuertemente encogidas. Según las medidas tomadas por el señor Pollitt, había crecido treinta centímetros de diámetro de la noche a la mañana. Afortunadamente, cuando descansó en popa, su corpachón no obstaculizó el camino en exceso, y allí dormitó durante la mayor parte del día, agitando la cola de forma ocasional y estirándose un poco cuando la marinería se veía obligada a subir gateando por encima de él para poder hacer su trabajo.

Por la noche, Laurence durmió junto a él en cubierta, considerando que aquél era su sitio. No le suponía grandes penalidades cuando el tiempo era bueno. La comida le preocupaba cada vez más; deberían sacrificar al buey en un par de días, pero él devoraría eso y todo el pescado que consiguieran. El dragón podría acabar con todos los víveres de a bordo antes de que llegaran a tierra si su apetito seguía creciendo a ese ritmo, incluso aunque estuviera dispuesto a comer carne en salmuera. Tenía la impresión de que iba a resultar difícil imponerle raciones más pequeñas, y, en cualquier caso, eso supondría poner en peligro a la dotación. A pesar de que habían enjaezado a Temerario y, al menos en teoría, estaba domesticado, incluso en aquellos tiempos un dragón salvaje que se hubiera escapado del lugar de cría podía —y de vez en cuando así lo hacían— comerse a un hombre si no se le ofrecía nada más apetitoso. Y nadie había pasado por alto las miradas hambrientas del dragón.

Cuando la brisa cambió por vez primera a mediados de la segunda semana, Laurence lo sintió de forma inconsciente y se despertó antes del alba, unas horas antes de que empezase a llover. No se veían por ningún lado las luces de posición del Amitié. Las naves se habían separado durante la noche bajo el creciente viento. El cielo apenas clareó al amanecer y enseguida los primeros goterones comenzaron a golpetear contra las velas.

Laurence sabía que no debía hacer nada; si Riley tenía que dar órdenes alguna vez, era ahora. Se ocupó de mantener a la criatura tranquila y evitar que distrajera a los hombres. Le resultó difícil, ya que la lluvia despertó una gran curiosidad en el dragón, que mantuvo las alas extendidas para sentir en ellas el impacto de las gotas.

Ni el trueno ni el relámpago lo asustaron.

—¿Qué es eso? ¿Cómo funciona? —se limitó a preguntar, y se sintió decepcionado cuando Laurence no le dio una explicación—. Podríamos ir a echar un vistazo —sugirió, volviendo a desplegar las alas, sólo en parte, y dando un paso hacia la barandilla de popa.

Laurence se asustó. La criatura no había hecho intentos de volar después de aquel del primer día, ya que comer le preocupaba más, y aunque habían agrandado el arnés tres veces, nunca habían cambiado la cadena por otra más resistente. Ahora advirtió que los eslabones de hierro estaban tensos y empezaban a abrirse sin que el dragón apenas hubiera forzado la cadena.

—Ahora no, Temerario. Debemos dejar que los demás trabajen y observar desde aquí —contestó al tiempo que aferraba la correa lateral del arnés más cercana y trababa el brazo izquierdo, aunque comprendió, cuando ya era tarde, que su peso ya no iba a ser un impedimento para que echase a volar.

Al menos, si estaban juntos en el aire, podría convencer finalmente al dragón de que regresara a la nave. Aunque también se podía caer. Desechó el pensamiento en cuanto se le ocurrió.

Aunque pesaroso, gracias a Dios, Temerario se acomodó de nuevo y volvió a contemplar el cielo. Laurence miraba a su alrededor con la pretensión de pedir una cadena más fuerte, pero la tripulación estaba ocupada y no podía interrumpir su trabajo. En cualquier caso, se preguntaba si habría a bordo alguna que fuera algo más que un estorbo inútil. De pronto, había tomado conciencia de que el hombro de Temerario le sacaba cerca de treinta centímetros y que las patas traseras, no hacía mucho delicadas como el talle de una dama, ahora eran más gruesas que su muslo.

Riley daba órdenes a gritos a través de una bocina. Laurence hizo todo lo posible por no oírlas. No podía intervenir y sería desagradable escuchar alguna orden que no le gustase. Los hombres ya habían sobrevivido a terribles tormentas y conocían bien su trabajo. Afortunadamente, el viento no soplaba en sentido contrario, por lo que podían avanzar por delante del temporal, y habían recogido correctamente los juanetes de los mástiles. Todo iba bien por el momento, y más o menos seguían dirigiéndose hacia el este. Pero una impenetrable cortina de agua emborronaba el mundo y acortaba distancias con el Reliant.

La tromba de agua impactó contra la cubierta con el estrépito de una salva de cañonazos y le empapó el cuerpo de inmediato a pesar del chubasquero y el sueste[1]. Temerario resopló y sacudió la cabeza como si fuera un perro, despidiendo agua por todas partes, y se escondió y acurrucó debajo de sus alas, que había abierto a toda prisa. Laurence, todavía arropado contra el costado y aferrando el arnés, se encontró también a cubierto por aquella cúpula viviente. Resultaba extremadamente raro sentirse tan a gusto en el corazón de la tormenta. Aún podía atisbar a través de los huecos que dejaban las alas y sentía en el rostro una gélida salpicadura.

—El hombre que me trajo el tiburón ha caído al agua —anunció el dragón en ese momento.

Laurence siguió la dirección de la mirada de Temerario. A través de la tupida cortina del aguacero vio el borrón rojiblanco de una camisa a popa y un brazo agitándose a unos setenta grados a babor. Se trataba de Gordon, uno de los marineros que había ayudado en la pesca.

—¡Hombre al agua! —gritó al tiempo que hacía bocina con las manos para hacerse oír mejor, y señaló a la figura que se debatía en las olas.

Riley le dedicó una mirada angustiada. Arrojaron unos cuantos cabos, pero el marinero ya se hallaba demasiado lejos. La tormenta los empujaba y no existía la más mínima posibilidad de salvarlo con los botes.

—Se encuentra demasiado lejos para que lleguen los cabos —apuntó Temerario—. Iré por él.

Laurence se encontró colgando en el aire antes de poder oponerse. La cadena rota pendía libre del cuello del dragón junto a él. La atrapó con el brazo libre cuando se acercó y la anudó alrededor de las correas del arnés varias veces para impedir que sacudiera y golpeara el costado de Temerario como si fuera un látigo. Luego, se asió con todas las fuerzas en un intento de salvarse mientras las piernas colgaban en el aire sin otra cosa abajo que el océano, que le esperaba en el caso de soltarse.

El instinto los había empujado a lo alto, pero tal vez no fuera adecuado permanecer ahí. Temerario se veía forzado a alejarse hacia el este de la nave. Continuó luchando de frente contra el vendaval. Se produjo un espantoso momento de vértigo cuando dieron un tumbo al soplar una fuerte ráfaga de viento y, por un instante, Laurence creyó que estaban irremediablemente perdidos y que iban a caer sobre las olas.

—Con el viento —rugió con toda la potencia de que fue capaz su voz, muy desarrollada después de dieciocho años en el mar, con la esperanza de que Temerario pudiera oírle—. ¡Vuela a favor del viento, maldita sea!

Se le tensaron los músculos del cuello mientras Temerario se enderezaba y giraba rumbo este. De repente, la lluvia dejó de golpear el rostro del marino. Volaban a favor del viento a una velocidad vertiginosa. Laurence abrió la boca para respirar, los ojos le lloraban de lo deprisa que iban y tuvo que cerrarlos. Aquello superaba la experiencia de permanecer en el puente a una velocidad de diez nudos, suponía la misma diferencia que podía haber entre esta situación y encontrarse en el campo en un día tranquilo y soleado. Una risa alocada pugnaba por salir de su garganta, como la de un niño, hasta el punto de que apenas fue capaz de sofocarla para pensar con cordura.

—No nos podemos acercar a él en línea recta —gritó—. Debes ceñir por… Debes ir primero hacia el norte y luego hacia el sur, ¿lo entiendes, Temerario?

Si el dragón respondió, el viento se llevó la réplica, pero parecía haber captado la idea. De pronto, se orientó hacia el norte con las alas ahuecadas para recoger el viento; a Laurence le dio un vuelco el estómago similar al que sentía cuando navegaba en un bote de remos en medio de una fuerte marejada. La lluvia y el viento continuaban castigándolos, pero no con tanta dureza como antes. Temerario cambió de dirección y viró con la misma suavidad que un bote, zigzagueando en el aire y volviendo de forma gradual hacia el oeste.

A Laurence le ardían los brazos. Afianzó el derecho en la correa del pecho y abrió la mano para concederle un descanso. Vio a Gordon debatiéndose a lo lejos, primero cuando se acercaron y luego cuando pasaron por encima del barco. Por fortuna, el marinero sabía nadar un poco y, a pesar de la furia de la lluvia y el viento, la marejada no era tan fuerte como para arrastrarlo al fondo. Laurence contempló dubitativo las garras del dragón. Eran enormes. Si pretendía recoger a Gordon, la maniobra tenía las mismas posibilidades de matarlo que de salvarlo. Laurence tendría que posicionarse de forma que fuera él quien sujetara al desdichado marinero.

—Temerario, voy a recogerle. Espera a que esté listo, luego baja todo lo que puedas —gritó.

A continuación, descendió por el arnés despacio y con cuidado hasta colgar del vientre, sin dejar de mantener cruzado un brazo en una correa durante cada movimiento. Fue un avance aterrador, pero las cosas fueron más fáciles cuando llegó al vientre, ya que el cuerpo de Temerario le escudaba del viento y la lluvia. Se colgó de la amplia cincha que corría por la cintura del dragón. Por poco, daba de sí lo suficiente. Introdujo las piernas entre la cincha y el vientre del dragón una a una para poder tener libres ambas manos; luego, palmeó la ijada del dragón.

Temerario cayó en picado, como un águila. Laurence osciló al bajar, confiando en el acierto de la criatura, y levantó dos surcos en la superficie del agua durante un par de metros antes de alcanzar la ropa empapada y el cuerpo del marino. Lo agarró a ciegas nada más tocarlo y Gordon se aferró a él a su vez. El dragón volvió a ganar altura y se alejó con un furioso batir de alas; por fortuna, ahora podían avanzar a favor del viento, no contra él. El lastre de Gordon se hacía pesado en los brazos, hombros y muslos de Laurence, que tenía todos los músculos en tensión. La cincha le apretaba con tanta fuerza en las pantorrillas que ya no sentía las piernas por debajo de la rodilla, y tenía la desagradable sensación de que la sangre de todo el cuerpo se dirigía directamente al cerebro. Colgaron dando bandazos a uno y otro lado como un péndulo mientras el dragón regresaba al barco raudo como una flecha. Entonces, el mundo se inclinó peligrosamente a su alrededor.

Cayeron sobre la cubierta en un amasijo e hicieron estremecerse la nave. Temerario permaneció en pie de forma precaria sobre las patas traseras en un intento de plegar las alas y retirarlas del viento al tiempo que mantenía el equilibrio con los dos hombres colgando de la cincha del vientre. Gordon se soltó y se escabulló aterrado, dejando que Laurence se desatara por su cuenta mientras Temerario parecía a punto de caerle encima de un momento a otro. Los dedos agarrotados no eran capaces de soltar las hebillas, pero de repente apareció Wells cuchillo en mano y cortó la cincha.

Las piernas golpearon pesadamente en el suelo y sintió que la sangre volvía a circular por ellas. Asimismo, Temerario apoyó las cuatro patas junto a él, haciendo temblar toda la cubierta. Laurence yació de bruces jadeando, sin que por el momento le preocupara que la lluvia lo alcanzara de lleno. Los músculos se negaban a responderle. Wells vaciló. Laurence le indicó por señas que regresara a su trabajo y forcejeó por ponerse en pie. Las piernas le sostuvieron y el hormigueo producido al recuperar la circulación disminuyó cuando comenzó a andar.

El vendaval seguía soplando, pero la nave se había estabilizado y se deslizaba azotada por el viento con el velamen de las gavias cobrado con rizos, y en cubierta la sensación de caos había disminuido. Laurence dejó de prestar atención a la destreza de Riley con sentimientos enfrentados de orgullo y pesar, para convencer al dragón de que retrocediera hacia el centro de la popa de manera que su peso no desnivelase el barco. Lo consiguió justo a tiempo. Temerario bostezó de forma descomunal y escondió la cabeza bajo el ala, dispuesto a dormir sin que por una vez formulara su habitual petición de comida. Laurence se dejó caer lentamente en cubierta y se apoyó en el costado del dragón. El cuerpo le seguía doliendo profundamente a causa del esfuerzo.

Se mantuvo despierto por unos breves momentos más. Sentía la necesidad de hablar aunque notara la lengua espesa y adormecida a causa de la fatiga.

—Temerario —le llamó—, eso ha estado muy bien. Te has comportado con mucho valor.

El dragón asomó la cabeza y lo contempló, la línea de los ojos creció hasta ovalarse:

—Ah —dijo, parecía un poco inseguro.

Laurence tuvo que reconocer con una punzada de culpabilidad que apenas había dedicado una palabra amable al joven dragón. En cierto modo, podía ser cierto que toda su vida se hubiera desmoronado por culpa de la criatura, pero ésta sólo seguía su instinto y hacer sufrir al animal por ello no era nada noble.

Pero en ese momento estaba demasiado cansado para desagraviarlo de mejor modo que repetir:

—Muy bien hecho.

Y le palmeó el negro y pulido lomo. Aun así pareció funcionar, ya que, aunque Temerario no dijo nada más, se movió un poco y con timidez se aovilló en torno a Laurence, desplegando parcialmente un ala para protegerle de la lluvia. La furia de la tormenta quedó amortiguada bajo aquel dosel, y Laurence notó los fuertes latidos de su corazón en la mejilla. Al poco, se sintió confortado por el calor que desprendía el cuerpo del dragón; de pronto, cayó al suelo y se quedó dormido.

* * *

—¿De verdad cree que es seguro? —preguntó Riley con ansiedad—. Señor, estoy convencido de que podríamos coser una red. Tal vez sería mejor no seguir con esto. Laurence movió todo su peso y lo descargó sobre las correas que le envolvían cómodamente muslos y pantorrillas. No cedieron, ni tampoco la parte principal del arnés y se mantuvo equilibrado en su posición en lo alto del lomo de Temerario, justo detrás de las alas.

—No, eso no va a funcionar, y usted lo sabe. Esta nave no es un pesquero y no le sobran hombres. Podría suceder fácilmente que uno de estos días nos encontrásemos con un navío francés y, en ese caso, ¿dónde íbamos a estar?

Se inclinó hacia delante y dio unas palmaditas en el cuello del dragón, que había vuelto la cabeza hacia atrás para observar la reunión con interés.

—¿Estás preparado? ¿Nos podemos ir ya? —preguntó mientras apoyaba los cuartos delanteros en la barandilla. Los músculos ya se tensaban debajo de la piel lisa y en el tono de voz se evidenciaba una nota de impaciencia.

—¡Apártese, Tom! —exclamó Laurence apresuradamente mientras soltaba la cadena y sostenía la correa del cuello—. Muy bien, Temerario, vamos…

Estuvieron en el aire de un solo salto. Las anchas alas describieron grandes arcos a ambos lados del jinete y el corpachón se estiró y salió disparado hacia el cielo como una flecha. Laurence miró hacia abajo desde el hombro de Temerario. El Reliant ya había quedado reducido al tamaño de un juguete de niño que cabeceaba solitario en la vasta extensión del océano; incluso alcanzó a ver el Amitié a unos treinta kilómetros al este. El viento era fortísimo, pero las cinchas resistieron y de nuevo se encontró sonriendo como un idiota y comprendió que era incapaz de reprimirse.

—Seguiremos rumbo oeste, Temerario —dijo Laurence a voz en grito.

No deseaba acercarse demasiado a tierra y arriesgarse a un posible encuentro con una patrulla francesa. Una cincha rodeaba la parte más estrecha del cuello de Temerario por debajo de la cabeza, una cincha a la que habían sujetado las riendas para que Laurence pudiera indicar la dirección con mayor facilidad. En ese momento, consultó la brújula que había atado a la palma de la mano y dio un tirón a la rienda derecha. El dragón dejó de subir y giró de buen grado para estabilizarse después. Era un día límpido y despejado, con un moderado oleaje. Temerario batía las alas con menos rapidez ahora que no necesitaba ascender, pero devoraban los kilómetros incluso a ese ritmo y ya habían perdido de vista el Reliant y el Amitié.

—Ahí veo uno —anunció Temerario.

Bajaron en picado a mayor velocidad. Laurence sujetó las riendas con fuerza y contuvo un grito. No era lógico sentir un júbilo tan infantil. La distancia le indicó el alcance de la vista del dragón. Era una maravilla que avistara a las presas desde tan lejos. Apenas había pensado en ello cuando se produjo una enorme salpicadura. Temerario volvía a remontar vuelo chorreando agua y con una marsopa forcejeando en las garras.

Otro nuevo motivo de asombro: Temerario se detuvo y se mantuvo inmóvil en el aire para comer mientras batía las alas en perpendicular al cuerpo en arcos giratorios. Laurence no tenía ni idea de que los dragones pudieran llevar a cabo una maniobra semejante. No resultaba cómoda, ya que el dragón no era muy preciso en el control y oscilaba en el aire de forma errática, pero demostró ser muy práctica. Otro pez emergió a la superficie para alimentarse de los desechos conforme el dragón esparcía restos de vísceras sobre el océano y cuando terminó con la marsopa pudo atrapar de inmediato a dos grandes atunes, uno con cada pata, a los que también devoró, antes de dar cuenta de un enorme pez espada.

Después de haber metido el brazo debajo de la cincha del cuello para no salir disparado, Laurence quedó libre de mirar a su alrededor y saborear la sensación de ser el amo de todo el océano, ya que no se avistaba a otra criatura ni otra nave. No pudo evitar enorgullecerse por el éxito de la operación y la emoción de volar era extraordinaria. Se sentía completamente feliz siempre y cuando no pensara en el precio que había tenido que pagar por ello.

Temerario tragó el último trozo del pez espada y descartó la parte superior de las mandíbulas, puntiaguda y afilada, después de examinarla con curiosidad.

Cuando terminó de esparcir restos de vísceras sobre el océano, mientras batía las alas para ganar altura en el cielo, anunció:

—Estoy lleno. ¿Volamos un poco más?

Era una sugerencia tentadora, pero llevaban más de una hora en el aire y Laurence ignoraba cuál era la resistencia del animal.

—Volvamos al Reliant. Si te apetece, podremos volar un poco alrededor de la nave —contestó con pesar.

Entonces, sobrevolaron el océano a baja altura, cerca de las olas con las que el dragón jugueteaba alegremente de vez en cuando; las salpicaduras de agua le humedecían el rostro; el mundo parecía un borrón a aquella velocidad, salvo por la perenne presencia del dragón entre sus piernas. Sorbió grandes bocanadas de aire salado y se dejó llevar por el simple placer, deteniéndose sólo de forma ocasional para tirar de las riendas después de haber consultado la brújula, hasta que al fin regresaron al Reliant.

Finalmente, Temerario anunció que volvía a tener sueño, por lo que aterrizaron, aunque en esta ocasión todo fue mucho más elegante y la nave no se alteró, salvo por el hecho de que la línea de flotación se hundió un poco más en el agua. Laurence desató las correas de las piernas y descendió. Se sorprendió al comprobar lo dolorido que se sentía, pero comprendió de inmediato que era perfectamente normal que fuera así después de tanto montar. Riley acudió veloz a su encuentro con el alivio escrito con claridad en el rostro. Laurence asintió con la cabeza para tranquilizarlo.

—No hay de qué inquietarse. Se comportó magníficamente y me parece que no debe preocuparse de alimentarlo en el futuro. Nos las arreglamos bastante bien —dijo mientras acariciaba el costado del dragón.

Temerario, ya amodorrado, abrió un ojo e hizo un ruido sordo de complacencia antes de volver a cerrarlo otra vez.

—Me alegro mucho de oírlo —respondió Riley—, y no sólo porque esta noche tendremos una cena decente. Adoptamos la precaución de continuar con nuestros esfuerzos de conseguir comida en vuestra ausencia y tenemos un delicioso rodaballo que ahora podremos destinar a nuestra mesa. Con su consentimiento, tal vez invite a algunos miembros del comedor de oficiales.

—¡Por supuesto, con mucho gusto! —repuso Laurence, que estiraba las piernas para aliviar el agarrotamiento.

Había insistido en abandonar el camarote principal en cuanto Temerario se trasladó a la cubierta. Riley había accedido al fin, pero compensaba el sentimiento de culpabilidad por haber desalojado a su antiguo capitán invitándole a cenar prácticamente todas las noches. La tormenta había interrumpido esta costumbre, pero aunque se la hubieran saltado ayer, pretendían retomarla aquella noche.

Fue una cena opípara y alegre, en especial después de que la botella hubiera circulado unas cuantas veces y el guardiamarina más joven hubiera bebido lo suficiente para perder los modales en la mesa. Laurence tenía el don de la facilidad de palabra y su mesa siempre había sido un lugar alegre para los oficiales; las cosas continuaron igual: él y Riley estaban fraguando una verdadera amistad ahora que la barrera del rango había desaparecido.

Una reunión de aquella naturaleza tenía un marcado sabor informal, por lo que cuando Carver vio que era el único que había terminado, después de haber devorado su pudín más deprisa que sus superiores, se atrevió a dirigirse directamente a Laurence preguntando con timidez:

—Señor, si me permite el atrevimiento de preguntarle, ¿es cierto que los dragones pueden escupir fuego?

Laurence, muy a gusto después de haberse dado un festín de pasta de ciruelas, regada por varios vasos de buen Riesling, acogió la pregunta con buen humor.

—Eso depende de la raza, señor Carver —respondió al tiempo que depositaba el vaso en la mesa—. Sin embargo, tengo entendido que es una habilidad extremadamente inusual. Sólo he visto un caso con mis propios ojos: un dragón turco en la batalla del Nilo, y le puedo asegurar que me alegré muchísimo de que los turcos se hubieran puesto de nuestra parte cuando los vi en acción.

Todos los oficiales de la mesa se estremecieron y asintieron. Había pocas cosas más peligrosas para una embarcación que un fuego descontrolado en cubierta.

—Me hallaba a bordo del Goliath —dijo Laurence—. No estábamos ni a un kilómetro de distancia del Orient cuando la criatura se acercó como una antorcha. Habíamos barrido a cañonazos la nave enemiga y prácticamente habíamos liquidado a todos los tiradores de las cofas, por lo que el dragón pudo destruir el barco a placer.

Se sumió en el silencio al recordarlo: todas las velas ardían dejando un rastro de espeso humo negro; el gran alado de colores naranja y negro flotó suspendido en el aire y vertió más y más llamaradas por las fauces; sólo la explosión ahogó al fin el tremendo estruendo; el silencio había imperado durante cerca de un día después de todo aquello. Había estado una vez en Roma siendo niño y había visto en el Vaticano una representación del infierno por Miguel Ángel en la que los dragones quemaban con su fuego las almas de los condenados. Aquello se había parecido mucho.

Reinó un momento de silencio absoluto durante el cual la imaginación dibujó la escena para quienes no habían estado presentes. El señor Pollitt se aclaró la garganta y dijo:

—Por fortuna, creo que la habilidad para escupir veneno o ácido es más común entre ellos, y no es que no sean armas formidables por derecho propio.

—Dios santo, sí —contestó Wells a eso—. He visto cómo el ácido de dragón corroía toda la vela mayor en menos de un minuto, pero aun así, no le prendería fuego a la santabárbara ni la embarcación saltaría en pedazos bajo los pies.

—¿Temerario va a ser capaz de hacer eso? —preguntó Battersea, con los ojos abiertos como platos al oír esas historias.

Laurence dio un respingo. Se sentaba a la derecha de Riley, parecía que era él quien había invitado a cenar a los oficiales y, por un momento, casi había olvidado que era un huésped en su antiguo camarote y a bordo de su antigua nave.

Por fortuna, el señor Pollitt respondió y le concedió un momento para ocultar su confusión.

—Debemos esperar a desembarcar para identificarlo correctamente y responder a esa pregunta, ya que su raza es una de las que no describen mis libros. Incluso aunque sea de la especie adecuada, lo más probable es que no manifieste esa habilidad hasta que haya terminado de crecer, lo cual no va a suceder en meses venideros.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Riley levantando carcajadas de asentimiento.

Laurence se las arregló para sonreír y levantar un vaso en honor a Temerario con los demás comensales.

Más tarde, después de haber dado las buenas noches en el camarote, Laurence caminó con paso vacilante hacia la popa, donde el dragón yacía con solitario esplendor, ya que la tripulación había abandonado aquella parte de la cubierta conforme él había ido creciendo. Temerario abrió un ojo centelleante cuando Laurence se aproximó y alzó un ala invitándole a acercarse. Al marino le sorprendió el gesto, pero recogió su camastro y se sentó sobre él, apoyando la espalda sobre la ijada del dragón, que creó un espacio cálido y abrigado a su alrededor cuando volvió a bajar el ala.

—¿Crees que seré capaz de lanzar llamas o escupir veneno? —preguntó Temerario—. No estoy seguro de que sea así. Lo he intentado, pero no soplo más que aire.

—¿Nos has oído hablar? —preguntó Laurence, sobresaltado.

Los ventanales de popa habían permanecido abiertos y la conversación podría haber sido perfectamente audible desde cubierta, pero no sabía por qué no había caído en la cuenta de que el animal pudiera estar a la escucha.

—Sí —afirmó Temerario—. La parte que has contado de la batalla era muy emocionante. ¿Has tomado parte en muchas?

—Bueno, supongo —repuso— que no más que muchos otros compañeros.

Eso no era del todo cierto. Había participado en un número inusualmente grande de acciones de guerra, lo cual le había valido para figurar en la lista de ascensos a una edad bastante temprana, y se le consideraba un aguerrido capitán.

—Y así fue como te encontramos a ti cuando eras sólo un huevo. Estabas a bordo de una nave cuando la abordamos —añadió mientras señalaba al Amitié con el brazo, cuyos faroles de popa podían verse en aquel momento como dos puntos a babor.

Temerario contempló la nave con interés.

—¿Me obtuvisteis en una batalla? No lo sabía. —La información parecía complacerle—. ¿Nos veremos pronto en otra? Me gustaría contemplar una; estoy seguro de que podría ayudar incluso aunque todavía no sea capaz de lanzar llamaradas por la boca.

Laurence sonrió ante su entusiasmo. Los dragones tenían fama de poseer un espíritu belicoso; en parte, era eso lo que los hacía tan valiosos en la guerra.

—Lo más probable es que no una vez hayamos llegado a puerto, pero me atrevería a decir que luego las vamos a ver de sobra. Inglaterra tiene pocos dragones, así que lo más probable es que nos convoquen para los grandes momentos en cuanto seas adulto —respondió.

Contempló la cabeza de Temerario, que en ese momento apartaba la vista del mar. Aliviado de la acuciante preocupación de alimentarlo, Laurence podía pensar de otra manera sobre toda la fuerza que albergaban aquellos ijares; ya había igualado el tamaño de los adultos de otras especies y, a su parecer totalmente inexperto, de forma muy rápida. Su recurso iba a ser inestimable para la Fuerza Aérea y para Inglaterra, vomitara fuego o no. En su fuero interno pensó, no sin orgullo, que no existía riesgo alguno de que Temerario resultara ser asustadizo; si le aguardaba una tarea arriesgada, difícilmente hubiera podido pedir un compañero mejor.

—Cuéntame algo más de la batalla del Nilo —pidió Temerario al tiempo que bajaba la mirada—. ¿Fue sólo entre tu barco, el otro y el dragón?

—Oh, no. Participaron trece naves de guerra por nuestro lado apoyadas por ocho dragones de la Tercera División de la Fuerza Aérea y otros cuatro de los turcos —respondió Laurence—. Los franceses tenían diecisiete y catorce respectivamente, por lo que nos superaban en número, pero la estrategia del almirante Nelson los sorprendió por completo…

Temerario agachó la cabeza y se aovilló más cerca del marino, mientras escuchaba con los enormes ojos centelleando en la oscuridad, y de ese modo siguieron hablando en voz baja hasta bien entrada la noche.