A la mañana siguiente, Praecursoris ya se había ido. Lo enviaron a un transporte de dragones que zarpaba desde Portsmouth hacia la pequeña base de Nueva Escocia, desde donde lo llevarían a Terranova. Allí, por último, sería confinado en un criadero de reciente construcción. Laurence había procurado evitar ver de nuevo al afligido dragón, y la noche anterior había mantenido en vela a Temerario para asegurarse de que estuviese dormido cuando se produjera la partida.
Lenton había elegido el momento con sabiduría. El regocijo general por la victoria de Trafalgar aún duraba, y eso servía para contrarrestar de alguna manera las desdichas privadas. Ese mismo día los carteles anunciaron que en la desembocadura del Támesis se iba a celebrar un espectáculo de fuegos artificiales. Lily, Temerario y Maximus, los dragones más jóvenes de la base y, por tanto, los más afectados por lo ocurrido, fueron enviados como observadores por orden de Lenton.
Mientras presenciaba aquella brillante exhibición que alumbraba el cielo y escuchaba la música que llegaba desde las barcazas surcando el agua, Laurence se sintió muy agradecido a Lenton por lo acertado de su decisión. Los ojos de Temerario estaban dilatados de la emoción. Los brillantes estallidos de colores se reflejaban en sus pupilas y en sus escamas, y el dragón ladeaba la cabeza a uno y otro lado para oír con más claridad. Mientras volvían a la base sólo habló de la música, las explosiones y los fuegos.
—Entonces, ¿eso es un concierto como los de Dover? —preguntó—. Laurence, ¿no podemos volver otro día y ponernos un poco más cerca? Puedo sentarme muy callado para no molestar a nadie.
—Me temo que unos fuegos artificiales como ésos son para ocasiones especiales. En los conciertos normales sólo hay música —dijo Laurence, evitando una respuesta directa.
De sobra se imaginaba cómo reaccionarían los habitantes de la ciudad si un dragón aparecía entre ellos para asistir a un concierto.
—Oh —dijo Temerario, aunque no por eso se desanimó—. Aun así, me gustaría mucho ir. Esta noche no he podido oír la música demasiado bien.
—No sé si en la ciudad podrían construir algún alojamiento adecuado —respondió Laurence, a regañadientes. Pero por suerte tuvo una inspiración repentina y añadió—: A lo mejor puedo contratar a unos músicos para que vengan a la base y toquen para vosotros. Ésa sería una solución mucho más cómoda.
—Sí, es cierto, sería magnífico —dijo Temerario, emocionado.
Después, en cuanto aterrizaron todos, comunicó la idea a Maximus y Lily, que se mostraron tan interesados como él.
—Maldita sea, Laurence, debería aprender a decir que no —protestó Berkley—. Siempre nos está metiendo en líos absurdos. Ahora, a ver si algún músico quiere venir aquí, sea por dinero o por amor al arte.
—Por amor al arte tal vez no. Pero estoy seguro de que, a cambio de la paga de una semana y una buena comida, la mayor parte de los músicos se dejaría convencer para tocar en un manicomio —dijo Laurence.
—Me parece una buena idea —dijo Harcourt—. A mí también me gustaría. Sólo he ido a un concierto una vez, cuando tenía dieciséis años. Me tuve que poner una falda, y cuando no había pasado ni media hora, un tipo asqueroso se sentó a mi lado y empezó a susurrarme groserías, hasta que tuve que tirarle un puchero de café caliente entre las piernas. Me chafó el concierto, y eso que él salió corriendo de allí.
—¡Dios santo, Harcourt! Si alguna vez se me ocurre ofenderla, me aseguraré antes de que no tenga nada caliente a mano —dijo Berkley, mientras Laurence se debatía entre dos sensaciones desagradables, pensando en el insulto que había sufrido Harcourt y también en cómo había reaccionado en aquella ocasión.
—Bueno, hubiera podido pegarle, pero para eso habría tenido que levantarme. No tienen ni idea de lo difícil que es colocarte bien la falda cuando te sientas. La primera vez tardé cinco minutos en hacerlo —dijo ella, en tono razonable—, así que no me apetecía repetirlo todo de nuevo. En ese momento llegó el camarero, y pensé que eso sería más fácil, y además se trataba de una reacción más apropiada para una chica.
Todavía algo pálido por imaginarse la escena, Laurence les dio las buenas noches y se llevó a Temerario para que descansara. Volvió a dormir junto al dragón, en la pequeña tienda de campaña, aunque estaba convencido de que Temerario ya había superado su trauma. Como recompensa, a la mañana siguiente le despertó muy temprano. Temerario asomó uno de sus enormes ojos dentro de la tienda y le preguntó a Laurence si no le importaría ir a Dover para organizar el concierto ese mismo día.
—Me gustaría seguir durmiendo hasta una hora civilizada, pero como es evidente que eso es imposible, le puedo pedir permiso a Lenton —dijo Laurence, bostezando y arrastrándose fuera de la tienda—. ¿Te importa que desayune primero?
—Oh, claro que no —respondió Temerario con magnanimidad.
Rezongando un poco, Laurence se puso la chaqueta y caminó de vuelta al cuartel. Cuando se encontraba a medio camino del edificio, estuvo a punto de chocar con Morgan, que venía corriendo a buscarle. Laurence lo sujetó para que no se cayera y el muchacho, jadeante de emoción, le dijo:
—Señor, el almirante Lenton quiere verle. Y también ha ordenado que Temerario se ponga el arnés de combate.
—Muy bien —dijo Laurence, disimulando su sorpresa—. Vaya a decirles al teniente Granby y al señor Dulcia que se presenten enseguida, y después siga las instrucciones del teniente Granby. No hable de esto con nadie más.
—A la orden, señor —dijo el chico, y se fue hacia los barracones corriendo como una exhalación.
Laurence aceleró el paso.
—Entre, Laurence —respondió Lenton cuando llamó a la puerta.
Al parecer, todos los capitanes de la base estaban reunidos en su despacho. Para sorpresa de Laurence, Rankin estaba sentado de cara a los demás, junto al escritorio de Lenton. Por acuerdo tácito, ambos habían evitado dirigirse la palabra desde que el aristócrata llegó, trasladado de Loch Laggan. Laurence no sabía nada de sus actividades ni de las de Levitas. Era evidente que debían de ser más peligrosas de lo que había imaginado: un vendaje ensangrentado rodeaba el muslo de Rankin, y su ropa también estaba manchada. Su rostro afilado estaba pálido y tenía un rictus de dolor.
Lenton esperó a que la puerta se cerrara tras los últimos rezagados, y después empezó en tono sombrío:
—Es probable que ya se hayan dado cuenta, caballeros. Nos hemos apresurado al celebrar la victoria. El capitán Rankin acaba de regresar de un vuelo sobre la costa. Ha conseguido infiltrarse tras la frontera enemiga y ha podido ver en qué anda trabajando ese maldito corso. Pueden verlo por ustedes mismos.
Lenton deslizó sobre la mesa una hoja de papel, manchada de polvo y gotas de sangre, que aun así no impedían ver un elegante dibujo trazado con precisión por la mano de Rankin. Laurence frunció el ceño, tratando de adivinar qué era aquello. Parecía un buque de guerra, pero no tenía balaustrada en la cubierta superior, ni tampoco mástiles. Había unas gruesas vigas de extraño aspecto que sobresalían por ambos costados a proa y a popa, y no tenía portillas para los cañones.
—¿Para qué es esto? —preguntó Chenery, dando la vuelta al papel—. Pensaba que ya tenía barcos de sobra.
—Tal vez quedará más claro si les explico que había dragones transportando estas cosas sobre el suelo —dijo Rankin.
Laurence lo comprendió al momento. Las vigas estaban diseñadas para ofrecer un asidero a los dragones. Napoleón pretendía hacer volar a sus tropas por encima de los cañones de la Armada, mientras la mayor parte de la Fuerza Aérea inglesa seguía ocupada en el Mediterráneo.
Lenton dijo:
—No estamos seguros de cuántos hombres puede transportar cada uno…
—Discúlpeme, señor. ¿Puedo preguntar qué eslora tienen esas embarcaciones? —le interrumpió Laurence—. ¿El dibujo está a escala?
—Según mi apreciación, sí —dijo Rankin—. El que he visto suspendido en el aire llevaba dos Tanatores a cada lado, y entre ambos había sitio de sobra. Tal vez mida unos setenta metros de proa a popa.
—Entonces deben de tener tres cubiertas en el interior —concluyó Laurence con voz seria—. Si han instalado hamacas, cada uno puede alojar a dos mil hombres para un trayecto corto, siempre que no lleven provisiones.
Un murmullo de alarma recorrió la sala. Lenton dijo:
—Menos de dos horas para cruzar en cada viaje, incluso en el caso de que partan desde Cherburgo. Y Bonaparte tiene sesenta dragones, o más.
—¡Dios santo! ¡Puede hacer que aterricen cincuenta mil hombres antes de media mañana! —dijo un capitán al que Laurence no conocía, un hombre que había llegado hacía poco tiempo.
Todos estaban haciendo el mismo cálculo. Era imposible no echar un vistazo a la habitación y calcular las fuerzas de su propio bando: menos de veinte hombres, y la cuarta parte de ellos capitanes de mensajeros y exploradores cuyas bestias servirían de poco en combate.
—Pero debe de ser casi imposible manejar esta cosa en el aire. Además, ¿pueden los dragones levantar tanto peso? —preguntó Sutton, estudiando con atención el diseño.
—Probablemente los ha hecho construir con madera ligera. Al fin y al cabo, sólo tienen que durar un día, y no tienen por qué ser estancos —repuso Laurence—. Bonaparte tan sólo necesita que sople viento del este. Con esa forma tan estrecha deben de ofrecer muy poca resistencia. Pero serán muy vulnerables en el aire, y es de suponer que Excidium y Mortiferus vienen ya de regreso…
—Aún están a cuatro días de aquí, en el mejor de los casos, y Bonaparte ha de saberlo tan bien como nosotros —dijo Lenton—. Ha sacrificado prácticamente toda su flota y también la flota española para librarse de la presencia de nuestros dragones. No desperdiciará la oportunidad.
Todos captaron la verdad evidente de aquellas palabras. Un silencio grave y expectante cayó sobre la sala. Lenton bajó la mirada hacia su escritorio y después se puso en pie, con una lentitud que no le era propia. Laurence reparó por primera vez en lo canoso y ralo que tenía el cabello.
—Caballeros —se dirigió a ellos Lenton en tono formal—, hoy sopla viento del norte, así que, si Bonaparte prefiere esperar un viento más propicio, aún disponemos de un período de gracia. Todos nuestros exploradores patrullarán por turnos los alrededores de Cherburgo. Así al menos podremos recibir aviso con una hora de antelación. No es necesario decir que la superioridad numérica del enemigo será abrumadora. Haremos todo lo que podamos, y si no conseguimos detenerlos, al menos los retrasaremos.
Nadie habló. Después de unos instantes, el almirante añadió:
—Necesitaremos a todas las bestias pesadas o medianas. Actuarán de forma independiente y su misión será destruir las naves de transporte. Chenery, Warren, ustedes dos formarán con Lily a media ala, y dos de nuestros exploradores ocuparán los extremos. Capitana Harcourt, sin duda Bonaparte reservará algunos dragones para la defensa. Su misión será mantenerlos ocupados lo mejor que pueda.
—Sí, señor —respondió ella, mientras los demás asentían.
Lenton respiró hondo y se frotó la cara.
—No tengo nada más que decir, caballeros. Hagan preparativos.
No tenía sentido ocultárselo a los hombres. Los franceses habían estado a punto de capturar a Rankin en el viaje de vuelta y sabían ya que su secreto había salido a la luz. Con voz calmada, Laurence informó a sus tenientes y acto seguido les ordenó que hicieran su trabajo. Pudo ver cómo la noticia corría por las filas: los hombres se inclinaban para escuchar a los demás, sus gestos se endurecían al comprender lo que pasaba y las conversaciones insustanciales y cotidianas de cada mañana se interrumpían al momento. Laurence se sintió orgulloso al comprobar que incluso los oficiales más jóvenes se tomaban la situación con gran coraje y volvían al trabajo.
Aparte de las prácticas, era la primera vez que Temerario iba a utilizar el equipo completo de combate pesado. Para patrullar se usaba un correaje mucho más ligero, y en el enfrentamiento anterior el dragón llevaba puesto el arnés de viaje. Temerario se dejó hacer, muy tieso y sin moverse. Tan sólo giró la cabeza para observar emocionado cómo los hombres le ajustaban un arnés de cuero más pesado, con remaches triples, y empezaban a enganchar los enormes paneles de eslabones trenzados que le servirían de armadura.
Laurence llevó a cabo su propia inspección del equipo, y sólo entonces se dio cuenta de que Dulcia no estaba a la vista. Registró tres veces todo el claro antes de aceptar que realmente no estaba allí. Llamó al armero Pratt, que dejó de trabajar con las grandes placas protectoras que cubrirían el pecho y los hombros de Temerario durante la batalla para presentarse ante él.
—¿Dónde está el señor Hollin? —preguntó Laurence.
—Vaya, creo que no le he visto esta mañana, señor —contestó Pratt, rascándose la cabeza—. Pero anoche sí que estaba.
—Muy bien —dijo Laurence, despachándole—. Roland, Dyer, Morgan —llamó, y cuando los tres mensajeros acudieron, les ordenó—: Intenten localizar al señor Dulcia y díganle que le espero aquí enseguida, por favor.
—Sí, señor —respondieron casi al unísono, y tras una breve deliberación entre ellos, se alejaron corriendo en distintas direcciones.
Laurence siguió supervisando el trabajo de sus hombres, con el ceño fruncido. Se sentía atónito y disgustado al descubrir que Dulcia había abandonado su puesto, y más aún dadas las circunstancias. Pensó que tal vez se había puesto enfermo y había acudido al médico. Parecía la única excusa posible, pero en ese caso seguramente se lo habría contado a sus compañeros. Pasó más de una hora. Temerario ya tenía puesto todo el equipo y los miembros de la dotación practicaban maniobras de abordaje bajo la severa mirada del teniente Granby, cuando la joven Roland llegó corriendo al claro.
—Señor —dijo, jadeando y con gesto poco feliz—. El señor Dulcia está con Levitas, por favor, no se enfade —dijo de un tirón, sin tomar aliento.
—Ah —dijo Laurence, un tanto abochornado. No podía admitir ante Roland que había estado haciendo la vista gorda con las visitas de Dulcia, así que era natural que ella fuese reacia a delatar a un compañero aviador—. Tendrá que responder por ello, pero eso puede esperar. Vaya a decirle que se requiere su presencia enseguida.
—Señor, ya se lo he dicho, pero me ha contestado que no puede dejar a Levitas. También me ha dicho que viniera enseguida para decirle a usted que le pide que vaya a verle, si es posible —dijo ella a toda velocidad, y después se le quedó mirando nerviosa para ver cómo se tomaba aquella insubordinación.
Laurence la miró fijamente. No se explicaba el porqué de aquella insólita respuesta, pero tras reflexionar un instante, y conociendo la forma de ser de Dulcia, se decidió.
—Señor Granby —dijo en voz alta—, debo ausentarme un momento. Lo dejo todo en sus manos. Roland, quédese aquí y venga a avisarme si pasa cualquier cosa —le dijo a la mensajera.
Caminó con paso rápido, sin saber si debía enfadarse o preocuparse, reacio a exponerse a una nueva queja de Rankin, y aún más en las circunstancias presentes. Nadie podía negar que el hombre acababa de cumplir su deber con valentía, y ofenderle directamente después de aquello sería una grosería enorme. Pero al mismo tiempo, mientras seguía las indicaciones que le había dado Roland, Laurence no podía evitar sentir un gran enojo hacia él.
El claro en el que se encontraba Levitas era pequeño y estaba muy cerca del cuartel general, pues sin duda Rankin lo había escogido pensando en su propia comodidad y no en la del dragón. El suelo estaba muy descuidado, y cuando Laurence vio a Levitas descubrió que estaba tendido sobre un círculo de arena pelada y tenía la cabeza apoyada en el regazo de Dulcia.
—Bien, señor Hollin, ¿se puede saber qué pasa? —preguntó Laurence, en tono agudo e irritado. Después, al rodear el cuerpo del dragón, comprobó que tenía el costado y el vientre cubiertos de vendas empapadas de sangre negruzca. Desde el otro lado, no las había visto—. Dios mío —se le escapó.
Al escuchar a Laurence, Levitas entreabrió los ojos y los volvió hacia él con esperanza. Su mirada era vidriosa y brillante de dolor, pero pasado un instante, con un destello de reconocimiento, el pequeño dragón suspiró y los cerró de nuevo, sin pronunciar palabra.
—Señor —dijo Dulcia—. Lo siento, sé que tengo mis propios deberes, pero no podía abandonarlo. El médico se ha ido. Dice que ya no puede hacer nada más por él y que no durará mucho. Aquí no hay nadie, ni siquiera alguien que pueda traer agua. —Hollin hizo una pausa y luego repitió—: No podía abandonarlo.
Laurence se arrodilló junto a él y puso la mano en la cabeza de Levitas, rozándola apenas por temor a hacerle más daño aún.
—No —dijo—. Claro que no.
Se alegró de estar tan cerca del cuartel general. Había unos asistentes haraganeando junto a la puerta y comentando las noticias, así que los envió para que ayudaran a Hollin. Rankin se encontraba en el club de oficiales, donde era fácil de localizar. Estaba bebiendo vino, tenía mucho mejor color y se había cambiado las ropas manchadas de sangre por otras limpias. Lenton y dos capitanes exploradores estaban sentados con él, discutiendo las mejores posiciones para defender la costa.
Laurence se acercó y dijo con voz serena:
—Si puede andar, póngase de pie. De lo contrario, le llevaré yo mismo.
Rankin dejó el vaso en la mesa y le miró con ojos gélidos.
—¿Puede repetirlo, por favor? —dijo—. Supongo que está volviendo a entrometerse, como…
Sin prestarle atención, Laurence agarró el respaldo de su silla y empujó. Rankin cayó hacia delante, manoteando para tratar de sujetarse al suelo. Laurence le asió por el cuello de la chaqueta y tiró de él para ponerlo en pie, haciendo caso omiso de sus quejas de dolor.
—Laurence, ¿se puede saber qué…? —dijo Lenton, levantándose con gesto atónito.
—Levitas se está muriendo. El capitán Rankin desea despedirse de él —dijo Laurence, mirando a los ojos a Lenton mientras sujetaba a Rankin del brazo y del cuello—. Le ruega que le disculpe, señor.
Los demás capitanes, que se habían incorporado a medias de sus sillas, se le quedaron mirando. Lenton observó a Rankin y después volvió a sentarse con toda la intención.
—Muy bien —dijo, extendiendo la mano para agarrar la botella.
Los otros capitanes se sentaron también con gesto parsimonioso.
Rankin caminó a trompicones, sin intentar librarse de la presa de Laurence, aunque ofreció una débil resistencia por el camino. Al borde del claro, Laurence se detuvo y le miró de frente.
—Va a ser generoso con él, ¿me entiende? —le dijo—. Le va a dedicar todas las alabanzas que se merecía y que nunca le dijo. Va a decirle que ha sido bravo y leal, y mucho mejor compañero de lo que usted se merece.
Rankin no decía nada, sólo miraba a Laurence como si se tratara de un lunático peligroso. Laurence le zarandeó de nuevo.
—Por Dios, va a hacer esto y mucho más, y rece para que me dé por satisfecho con eso —concluyó en tono salvaje y tiró de él.
Dulcia seguía sentado, con la cabeza de Levitas en el regazo y un cubo a su lado. Estaba escurriendo agua de un trapo limpio en la boca entreabierta del dragón. Miró a Rankin sin molestarse en disimular su desprecio, pero después se inclinó sobre el dragón y dijo:
—Levitas, mira quién ha venido.
Levitas abrió los ojos, pero ya los tenía lechosos y no podía ver.
—¿Mi capitán? —dijo en tono inseguro.
Laurence empujó a Rankin y le obligó a arrodillarse sin miramientos. Rankin jadeó y se apretó el muslo, pero dijo:
—Sí, estoy aquí. —Levantó la mirada hacia Laurence, tragó saliva y añadió con torpeza—. Has sido muy valiente.
No había nada de natural ni de sincero en su voz, que no podía sonar más forzada. Pero Levitas sólo respondió, muy suavemente:
—Has venido…
Después lamió las gotas de agua que tenía en la comisura de la boca. La sangre seguía manando perezosa, lo bastante espesa para diferenciar los vendajes de ambos: los de Rankin estaban relucientes, y los del dragón, negros. Rankin se removió inquieto. Se estaba empapando las calzas y las medias, pero miró de nuevo a Laurence y renunció a levantarse.
Levitas suspiró tenuemente, y después incluso el débil movimiento de sus costados cesó. La mano encallecida de Dulcia le cerró los ojos.
Los dedos de Laurence seguían apretando el cogote de Rankin. Ahora le soltó por fin. Su rabia había desaparecido, sustituida por un silencioso aborrecimiento.
—Váyase —dijo—. Nosotros, los que le apreciábamos, nos encargaremos de todo, no usted. —Cuando Rankin salió del claro, ni se molestó en mirarle—. No puedo quedarme —le dijo a Dulcia con voz queda—. ¿Puede arreglárselas usted?
—Sí —dijo Hollin, acariciando la pequeña cabeza—. Con una batalla inminente no se puede hacer gran cosa, pero me aseguraré de que se lo lleven y lo entierren como es debido. Gracias, señor. Esto ha significado mucho para él.
—Más de lo que debería —repuso Laurence.
Durante un rato se quedó mirando a Levitas. Después, se dirigió al cuartel general y se presentó ante el almirante Lenton.
—¿Y bien? —preguntó Lenton, ceñudo, cuando Laurence entró en su despacho.
—Señor, pido disculpas por mi comportamiento —dijo Laurence—. Aceptaré de buen grado las medidas que usted juzgue oportuno tomar.
—No, no, ¿de qué me está hablando? Me refería a Levitas —dijo Lenton, impaciente.
Laurence hizo una pausa, y después dijo:
—Ha muerto. Ha sufrido mucho, pero al menos al final se fue en paz.
Lenton meneó la cabeza.
—Es una verdadera lástima —dijo, sirviendo sendas copas de brandy para él y para Laurence. Apuró su propia bebida de dos tragos y después exhaló un profundo suspiro—. Y el momento más desafortunado para que Rankin quede descabalgado —añadió—. En Chatham tenemos un Winchester que está a punto de eclosionar, antes de lo previsto. A juzgar por el endurecimiento de la cáscara, puede hacerlo en cualquier momento. He estado bregando para encontrar a alguien que pueda llegar a tiempo, sea digno de ese puesto y no le importe ser asignado a un Winchester. Ahora Rankin ha quedado libre y el hecho de haber traído la información le ha convertido en un héroe. Si no le envío a él y la bestia acaba sin arnés, tendremos que soportar las airadas protestas de toda su condenada familia, y probablemente una interpelación en el Parlamento.
—Preferiría ver a un dragón muerto antes que en sus manos —dijo Laurence, dejando su vaso con brusquedad—. Señor, si quiere a un hombre que honre al Cuerpo, envíe al señor Dulcia. Apostaría mi propia vida por él.
—¿Cómo? ¿El jefe de su dotación de tierra? —Lenton frunció el ceño, pensativo—. Es una idea, si es que de verdad lo considera apropiado para el puesto. Él no pensará que perjudica su carrera dando ese paso. Supongo que no es un caballero…
—No, señor, a no ser que por caballero se refiera usted a un hombre de honor y no a uno de alcurnia.
Lenton soltó un bufido.
—Bueno, no somos tan quisquillosos como para perder el tiempo pensando en eso —dijo—. Lo más probable es que Hollin responda bien. Si es que cuando se abra el huevo no estamos todos muertos o nos han hecho prisioneros.
Cuando Laurence le relevó de sus deberes, Hollin le miró con los ojos muy abiertos y preguntó con voz algo trémula:
—¿Mi propio dragón?
Tuvo que darse la vuelta y esconder la cara. Laurence fingió no darse cuenta.
—Señor, no sé cómo darle las gracias —dijo Hollin en susurros, para evitar que se le quebrara la voz.
—He prometido que honrará usted al Cuerpo. Procure no dejarme por mentiroso, y con eso quedaré satisfecho —repuso Laurence, tendiéndole la mano—. Debe partir cuanto antes. La eclosión se espera en cualquier momento. Hay un carruaje esperando para llevarlo a Chatham.
Con aspecto aturdido, Hollin estrechó la mano de Laurence, recogió la bolsa en la que sus compañeros del equipo de tierra habían empaquetado a toda prisa sus escasas pertenencias, y después dejó que el joven Dyer lo llevara hasta el carruaje que ya le estaba esperando. El personal no hacía más que sonreír y saludarle a su paso. Hollin tuvo que estrechar muchas manos, hasta que Laurence, temiendo que no llegara a ponerse en camino nunca, puso a todos a trabajar.
—Caballeros, el viento sigue soplando del norte —informó—. Vamos a quitarle algo de blindaje a Temerario para pasar la noche.
Temerario le vio irse con cierta tristeza.
—Estoy muy contento de que ese nuevo dragón esté con él, y no con Rankin. Pero ojalá le hubieran entregado antes a Levitas. A lo mejor Hollin habría evitado que muriera —le comentó a Laurence, mientras el personal trabajaba en él.
—No podemos saber lo que habría sucedido —dijo Laurence—, pero no estoy muy seguro de que Levitas hubiese sido feliz con el cambio. Hasta el último momento, lo único que quiso era el cariño de Rankin, por extraño que pueda parecer.
Esa noche, Laurence volvió a dormir con Temerario, refugiado entre sus brazos y envuelto en varias mantas de lana para protegerse de la escarcha de la madrugada. Despertó antes de que asomaran las primeras luces y descubrió que los árboles inclinaban sus copas desnudas alejándolas de la aurora: se había levantado un viento del este que soplaba desde Francia.
—Temerario —llamó con voz queda.
La enorme cabeza se alzó sobre él para olisquear el aire.
—El viento ha cambiado —anunció el dragón, y dobló el cuello para acariciar a su cuidador.
Laurence se permitió el lujo de descansar cinco minutos más, tumbado al calor de los brazos del dragón y con las manos apoyadas en las escamas suaves y estrechas de su nariz.
—Espero no haberte dado nunca motivo para ser infeliz, amigo mío.
—Nunca, Laurence —le respondió Temerario, en voz muy baja.
En cuanto Laurence hizo sonar la campana, la dotación de tierra acudió a toda prisa desde sus barracones. Habían dejado la armadura de cadenas en el claro, debajo de una lona, y Temerario había dormido por esta vez con el arnés pesado. No tardaron en equipar al dragón, mientras que al otro lado del calvero Granby revisaba las correas y mosquetones de cada hombre. Laurence dejó que le pasara la inspección a él también, y después se tomó unos instantes para limpiar y recargar sus pistolas y ceñirse la espada.
El cielo se veía frío y despejado, salvo por algunas nubes grises que desfilaban como sombras. Aún no había llegado ninguna orden. A petición de Laurence, Temerario lo encaramó sobre su hombro y se puso de pie sobre los cuartos traseros. Más allá de los árboles, el aviador alcanzó a ver la oscura línea del océano y las naves que se mecían en el puerto. Un viento fresco y salado azotó su cara.
—Gracias, Temerario —dijo, y el dragón volvió a ponerlo en el suelo—. Señor Granby, embarque a la tripulación —ordenó.
Cuando Temerario alzó el vuelo, el equipo de tierra le dedicó un ruidoso saludo más parecido a un rugido que a una aclamación. Laurence lo escuchó repetido a lo largo de toda la base conforme las demás bestias batían las alas hacia el cielo. Maximus, con su brillo entre rojizo y dorado, era una presencia enorme y deslumbrante que empequeñecía a los demás. Victoriatus y Lily también destacaban entre la multitud de pequeños Tanatores Amarillos.
La bandera de Lenton ondeaba sobre su dragona.
Obversaria, la Ninfálida Dorada. Tan sólo era un poco mayor que los Segadores, pero atravesó la multitud de dragones y se puso en cabeza con fácil elegancia, haciendo girar las alas casi de la misma forma que Temerario. Como a los dragones más grandes se les había ordenado actuar por su cuenta, Temerario no tenía por qué mantener la velocidad del resto de la formación, y no tardó en hacerse sitio junto a la cuña que encabezaba aquella fuerza.
El viento frío y húmedo azotaba sus rostros, y el grave silbido de su vuelo arrastraba lejos los demás ruidos, salvo los crujidos del arnés y el restallido coriáceo de las alas de Temerario, que en cada batida sonaban como una vela henchida por el viento. Nada más rompía el forzado y pesado silencio de la tripulación. Ya estaban a la vista del enemigo: a aquella distancia, los dragones franceses parecían una bandada de gaviotas o de pequeños gorriones, tal era su número y con tal sincronía aleteaban.
Los franceses mantenían una altura considerable, a unos trescientos metros sobre la superficie del agua, lejos del alcance de los cañones de pimienta más potentes. Bajo ellos se extendía una formación de velas blancas, hermosa e inútil: la flota del canal. Muchos barcos que habían probado fortuna en vano con sus disparos se veían coronados por guirnaldas de humo. La mayoría de las naves había tomado posiciones cerca de tierra, pese al terrible peligro que suponía acercarse tanto a una costa que quedaba a resguardo del viento. Así, si los franceses se veían obligados a tomar tierra junto al borde de los acantilados, aún podrían quedar a tiro de los largos cañones de la Armada, aunque fuera por un breve lapso.
Excidium, Mortiferus y sus respectivas formaciones volvían de Trafalgar a una velocidad frenética, pero nadie esperaba que llegaran antes del fin de la semana. No había un solo hombre entre ellos que no supiera al dedillo los números del contingente que los franceses podían reunir contra ellos. Racionalmente nunca habían tenido motivo para la esperanza.
Aun así, era muy diferente ver cómo esos miembros se convertían en alas y carne. Había doce transportes de madera ligera como los que había descubierto Rankin, cada uno llevado por cuatro dragones y defendido por otros tantos. En la guerra moderna, Laurence no había oído hablar nunca de una fuerza tan numerosa. Aquellas cifras eran más típicas de las cotizadas, cuando los dragones eran más pequeños y la tierra más silvestre, por lo que resultaba más fácil alimentarlos.
Al pensar en eso, Laurence se volvió hacia Granby y le dijo en tono tranquilo, lo bastante alto para que su voz llegara a los hombres:
—Alimentar a tantos dragones juntos requiere una logística que sólo puede ser viable durante un período de tiempo muy corto. Bonaparte tardará en intentarlo de nuevo.
Granby le miró durante unos instantes y después, con un respingo, se apresuró a contestar:
—Así es. Tiene usted razón. ¿No deberíamos permitir a los hombres un poco de ejercicio? Creo que disponemos de al menos media hora de gracia antes de encontrarnos con ellos.
—Muy bien —dijo Laurence, poniéndose en pie.
Aunque el viento soplaba con fuerza, apuntalado en sus correas se pudo dar la vuelta. A los hombres no les gustaba demasiado toparse con su mirada, pero lo cierto fue que causó efecto. Los hombros se irguieron y los susurros cesaron. Ninguno de ellos quería mostrar miedo o desánimo ante los ojos de su capitán.
—Señor Johns, cambio de posiciones, por favor —ordenó Granby por la bocina.
Al momento, los hombres del lomo y del vientre se apresuraron a intercambiar posiciones bajo la dirección de los tenientes. La dotación entró en calor al recibir el mordisco del viento y los rostros parecieron un poco menos atribulados. Tan cerca de otras tripulaciones no podían dedicarse a prácticas de artillería con fuego real; pero con un despliegue de energía encomiable, el teniente Riggs hizo que sus fusileros dispararan cartuchos de fogueo para soltar los dedos. Dunne tenía unas manos largas y finas, que ahora se veían blancas de frío. Mientras se esforzaba por recargar, el cuerno de pólvora se le resbaló de los dedos y estuvo a punto de caer por el costado del dragón. Collins consiguió recuperarlo inclinándose casi en ángulo recto fuera de la espalda de Temerario, apenas sujeto por una cuerda.
Al oír los disparos, Temerario volvió la cabeza para mirar, pero después la enderezó de nuevo sin mayor comentario. Volaba con facilidad, a un ritmo que podría haber sostenido durante casi un día entero. Su respiración no era trabajosa, ni siquiera se había acelerado. Su único problema era el exceso de entusiasmo: al ver a los dragones franceses más de cerca, se dejó llevar por la emoción y aceleró de golpe su vuelo. Pero un toque de la mano de Laurence le hizo retroceder de vuelta a la formación.
Los defensores franceses habían formado en una línea de batalla muy difusa. Los dragones más grandes volaban arriba y los más pequeños abajo, en una masa rápida y cambiante, formando un muro que protegía a las naves de transporte y a sus porteadores. Laurence pensó que si conseguían abrir brecha en aquella línea aún tendrían alguna esperanza. Los porteadores, la mayoría de los cuales eran Pêcheur-Rayé, una raza de tamaño mediano, estaban haciendo un gran esfuerzo. Sobrellevar la carga desacostumbrada sin duda hacía mella en él, y Laurence estaba convencido de que serían vulnerable ante un ataque.
Pero contaban con veintitrés dragones contra los cuarenta y tantos defensores franceses, y casi una cuarta parte de la fuerza inglesa estaba compuesta por Abadejos Grises y Winchesters, que no eran rivales contra los dragones pesados de combate. Atravesar su línea se antojaba casi imposible, y en caso de conseguirlo, los atacantes se encontrarían aislados y serían vulnerables a su vez.
A lomos de Obversaria, Lenton desplegó las banderas que daban la señal para atacar: «entablar contacto con el enemigo». Laurence sintió que el corazón se le aceleraba, con ese temblor nervioso que sólo desaparecería tras los primeros momentos del combate. Tomó la bocina y dijo:
—Elige tu objetivo, Temerario. Si consigues llevarnos hasta uno de esos transportes, mejor que mejor.
En la confusión de aquella enorme multitud de dragones, confiaba en el instinto de Temerario más que en el suyo propio. Si había algún hueco en la línea francesa, Laurence estaba seguro de que Temerario lo vería.
Por toda respuesta, el dragón se dirigió de inmediato contra uno de los transportes más apartados del centro de la formación, como si tuviera la intención de ir directamente a por él. Después, de repente, plegó las alas de golpe y se lanzó en picado, y los tres dragones franceses que habían cerrado filas frente a él se lanzaron en su persecución. Girando las alas, Temerario se detuvo a mitad de su vuelo mientras los otros tres pasaban de largo como una exhalación. Con apenas unas batidas de sus poderosas alas, el dragón empezó a subir, derecho hacia el vientre desprotegido del primer transporte, por el lado de babor. Laurence comprobó que la bestia de aquel flanco, una pequeña hembra Pêcheur-Rayé, estaba visiblemente cansada y aleteaba con gran esfuerzo, aunque aún seguía manteniendo un ritmo regular.
—¡Bombas preparadas! —gritó Laurence.
En el momento en que Temerario hacía una pasada junto a la Pêcheur-Rayé y lanzaba un zarpazo contra el costado de la dragona francesa, los tripulantes arrojaron sus bombas sobre la cubierta del transporte. Sobre el lomo de la Pêcheur sonó una detonación, y Laurence oyó un grito a sus espaldas. Collins levantó los brazos al cielo y quedó colgando inerte de su arnés, mientras su fusil caía a las aguas que se extendían bajo ellos. Momentos más tarde, su cuerpo lo siguió: estaba muerto, y alguien había cortado sus correas.
En el transporte no había cañones, pero su cubierta había sido construida con la inclinación de un tejado. Tres de las bombas rodaron antes de estallar, dejando un reguero de humo mientras caían sin haber cumplido si misión. Sin embargo, dos explotaron a tiempo. La nave entera se balanceó en el aire cuando la conmoción hizo que la Pêcheur perdiera el ritmo por un instante, lo que abrió una serie de boquetes en la tablazón del transporte. Laurence tuvo un atisbo de una cara pálida que le miraba desde el interior, manchada de polvo y con un gesto de terror inhumano. Después, Temerario viró hacia un lado y se apartó de allí.
Había sangre que caía goteando de algún lugar, un chorro fino y negro. Laurence se inclinó para comprobarlo, pero no vio ninguna herida. Temerario estaba volando bien.
—¡Granby! —gritó, señalando a la sangre.
—¡Es de sus garras! ¡De la otra bestia! —le gritó Granby un momento después, y Laurence asintió.
Pero no hubo ocasión para hacer una segunda pasada. Dos dragones franceses venían directamente hacia ellos. Temerario batió las alas y se elevó hacia el cielo a toda velocidad, seguido por las bestias enemigas. Ya habían visto su truco y se acercaron a él a un ritmo más precavido para no pasarse de largo.
—¡Media vuelta, directo hacia abajo y a por ellos! —le indicó Laurence a Temerario.
—¡Armas preparadas! —gritó Riggs a su espalda.
Temerario expelió una profunda bocanada y giró en redondo a mitad del vuelo. Sin tener que luchar ya contra la gravedad, se precipitó en picado hacia los dragones franceses con un feroz rugido. Su tremendo volumen hizo vibrar los huesos de Laurence, a pesar del ulular del viento en su rostro. El dragón que iba delante retrocedió con un chillido y enredó sus alas contra la cabeza del segundo.
Temerario pasó volando entre ambos, atravesando la humareda acre de los disparos enemigos, mientras los fusiles ingleses ladraban su respuesta. Varios de los adversarios muertos ya tenían las correas cortadas y se precipitaban al vacío. Temerario lanzó un zarpazo al pasar y abrió una herida en el costado del segundo dragón. Un chorro de sangre salpicó los pantalones de Laurence, que sintió su contacto cálido y febril contra la piel.
Mientras se alejaban, sus dos atacantes seguían esforzándose por enderezarse. El primero estaba volando muy mal y emitía agudos chillidos de dolor. Laurence miró hacia atrás y vio cómo el dragón volvía grupas hacia Francia: con tal superioridad numérica, los aviadores de Bonaparte no tenían por qué exigir más a los dragones heridos.
—¡Bravo! —dijo Laurence, incapaz de reprimir la alegría.
Su orgullo era evidente en su tono de voz, por absurdo que fuese permitirse esos sentimientos en el apogeo de una batalla tan desesperada. Tras él, los tripulantes prorrumpieron en vítores cuando el segundo dragón francés se alejó para buscar a otro adversario, sin atreverse a atacar él solo a Temerario. Éste se dirigió de nuevo hacia su objetivo original, irguiendo la cabeza con orgullo: por el momento, no había sufrido ni un rasguño.
Messoria, su compañera de formación, estaba atacando al transporte. La dragona y Sutton, su cuidador, habían adquirido una gran astucia tras treinta años de servicio, y la habían aprovechado para abrirse paso a través de la línea de batalla y proseguir el ataque contra la Pêcheur que, herida por Temerario, estaba ya debilitada. Una pareja de Pou-de-Ciels, de menor tamaño, estaba defendiendo a la Pêcheur. Juntos superaban el peso de Messoria, pero ella estaba recurriendo a todos los trucos que conocía y trataba de atraerlos para abrir un hueco por el que lanzarse contra la dragona francesa. De la cubierta del transporte salía más humo: era evidente que la tripulación de Sutton había conseguido alcanzarlo con unas cuantas bombas más.
Cuando se acercaron a Messoria, Sutton les indicó desde su lomo la maniobra «flanquear a babor». Messoria atacó a los dos defensores para atraer su atención, mientras Temerario se lanzaba hacia delante y clavaba sus garras en el costado de la Pêcheur, haciendo un ruido espantoso al desgarrar los eslabones de su armadura. La sangre brotó negra. La dragona rugió e instintivamente trató de arañar a Temerario en defensa propia, lo que hizo que una de sus patas delanteras soltara la barra. El transporte estaba asegurado al cuerpo del dragón por gruesas cadenas, pero aun así se escoró visiblemente hacia abajo, y Laurence oyó gritar a los hombres que iban dentro.
Temerario aleteó con rapidez y esquivó el golpe con un movimiento poco elegante, pero eficaz, sin apartarse apenas de la dragona. Sus zarpas volvieron a desgarrar la armadura y a herir a la Pêcheur.
—¡Lanzad una andanada! —rugió Bellows, y los fusileros acribillaron cruelmente la espalda de la bestia.
Laurence vio cómo un oficial francés apuntaba a la cabeza de Temerario. Disparó sus pistolas, y al segundo disparo el francés cayó agarrándose la pierna.
—¡Señor, permiso para abordar! —le dijo Granby.
Los tripulantes y fusileros que viajaban en la parte superior de la Pêcheur habían sufrido severas pérdidas. Su espalda estaba prácticamente despejada y la oportunidad era ideal. Granby ya estaba preparado con una docena de hombres, todos ellos con las espadas desenvainadas y las manos listas para abrir sus mosquetones.
Aquélla era la posibilidad que más horrorizaba a Laurence. Con una profunda desconfianza, dio la orden a Temerario e hizo que se pusiera junto al costado de la dragona francesa.
—¡Al abordaje! —gritó.
Al hacerle a Granby la señal de que tenía permiso para la maniobra, sintió cómo el estómago se le encogía. Nada podría haber sido más desagradable que ver cómo sus hombres llevaban a cabo aquel terrorífico salto sin arnés y se arrojaban de frente hacia los enemigos, mientras él mismo tenía que permanecer en su puesto.
Un terrible alarido sonó cerca de ellos. Lily acababa de rociar con ácido el hocico de un dragón francés, y éste, frenético de dolor, se estaba clavando sus propias garras, tirando de la carne primero a un lado y luego a otro. Temerario encorvó los hombros en un gesto de compasión, al igual que la Pêcheur. El propio Laurence dio un respingo al escuchar aquel sonido insoportable. Después el chillido se interrumpió de súbito. Un alivio deprimente: el capitán había reptado por el cuello para hundir una bala en la cabeza de su propio dragón y no tener que contemplar cómo la criatura agonizaba lentamente mientras el ácido le corroía el cráneo y se abría paso hasta el cerebro. Muchos de sus tripulantes habían saltado a otros dragones para salvarse; algunos de ellos incluso se habían lanzado sobre la espalda de Lily. Pero el capitán había sacrificado su oportunidad de hacerlo. Laurence vio cómo resbalaba por el costado del dragón y ambos se precipitaban juntos hacia el océano.
Se obligó a apartarse de la horrible fascinación de aquel espectáculo. La sangrienta lucha que se libraba sobre la espalda de la Pêcheur se estaba inclinando a favor de los ingleses, y Laurence pudo ver cómo dos de sus guardiadragones trabajaban sobre las cadenas que aseguraban el transporte a la dragona. Pero los problemas de la Pêcheur no habían pasado inadvertidos: otro dragón francés se acercaba a ellos a gran velocidad, y un puñado de hombres extraordinariamente valerosos había salido por los agujeros del transporte dañado y trepaba por las cadenas para llegar a la espalda de la Pêcheur y ayudar a los suyos. Bajo la mirada de Laurence, dos de ellos resbalaron sobre la cubierta inclinada y cayeron al vacío. Pero había más de una docena intentándolo, y si llegaban a su objetivo, las tornas de la batalla se volverían contra Granby y sus hombres.
En ese momento Messoria dejó escapar un largo y penetrante gemido de dolor. Laurence oyó cómo Sutton gritaba:
—¡Retrocede!
Messoria tenía un profundo corte en el esternón, del que manaba sangre oscura, y en el flanco se veía otra herida que ya le estaban cubriendo con vendas blancas. La dragona se dejó caer y viró, alejándose de allí y dejando a sus anchas a los dos Pou-de-Ciels que habían luchado contra ella. Aunque eran mucho más pequeños que Temerario, éste no podía enfrentarse a la Pêcheur si le atacaban desde dos direcciones a la vez. Laurence debía elegir entre ordenar el regreso del equipo de abordaje o abandonarlos a su suerte y rezar para que se apoderaran de la Pêcheur y se aseguraran de su rendición capturando con vida a su capitán.
—¡Granby! —gritó Laurence.
El teniente, sangrando por un corte en la cara, miró a su alrededor. Al ver la posición de Temerario, asintió con la cabeza y les hizo un gesto para que se alejaran. Laurence tocó el costado de su dragón y le dio una orden. Tras un último zarpazo que dejó al descubierto los blancos huesos del flanco de la Pêcheur, Temerario giró en el aire para alejarse y, cuando cobró cierta distancia, se quedó sobrevolando a la dragona para permitir que los tripulantes vieran lo que pasaba. En lugar de perseguirle, las dos bestias más pequeñas se quedaron revoloteando cerca de la dragona. No se atrevían a acercarse lo suficiente para lanzar a sus hombres sobre Temerario, pues éste podía aplastarlos fácilmente si se ponían en una situación tan arriesgada.
Pero el propio Temerario también estaba corriendo cierto peligro. Los fusileros y la mitad de los tripulantes de la parte inferior habían saltado en el grupo de abordaje. Un riesgo que merecía la pena, pues si se apoderaban de la Pêcheur, el transporte no podría seguir adelante: lo más probable era que, si la nave no caía, al menos los tres dragones se vieran forzados a regresar a Francia. Pero eso significaba que ahora Temerario estaba corto de personal y que ellos mismos eran vulnerables a un abordaje. No podían arriesgarse a otro combate cuerpo a cuerpo.
El grupo de abordaje estaba haciendo firmes progresos en su lucha contra los últimos hombres que resistían a bordo de la dragona, y sin duda conseguiría apoderarse de ella antes de que los hombres del transporte llegaran. Uno de los Pou-de-Ciels se lanzó sobre ellos y trató de colocarse al lado de la Pêcheur.
—¡A por ellos! —exclamó Laurence.
Temerario se lanzó en picado, usando uñas y dientes como un rastrillo y obligando a la bestia más pequeña a retirarse a toda prisa. Laurence tuvo que ordenar a Temerario que se alejara de nuevo, pero había sido suficiente. Los franceses habían perdido su oportunidad y, mientras, la Pêcheur estaba lanzando un grito de alarma y retorciendo la cabeza, pues Granby, en pie sobre el cuello de la dragona francesa, estaba apuntando con su pistola a la cabeza del hombre. Habían capturado al capitán.
A una orden de Granby, sus hombres soltaron las cadenas de la Pêcheur y obligaron a la dragona prisionera a dirigirse a Dover. La bestia volaba despacio y de mala gana, y a cada momento volvía la cabeza, preocupada por su capitán. Pero se alejó de allí, mientras el transporte colgaba terriblemente escorado y los tres porteadores que aún quedaban luchaban desesperados por aguantar su peso.
Laurence tuvo poco tiempo para disfrutar del triunfo. Dos dragones de refresco bajaban en picado hacia ellos: un Petit Chevalier considerablemente más grande que Temerario, a pesar de su nombre, y un Pêcheur-Couronné de peso medio que se apresuró a aferrar la barra de soporte que había quedado libre. Los hombres que seguían encaramados en el tejado arrojaron las cadenas sueltas a los tripulantes de los dragones de refresco, y unos momentos después el transporte enderezó su posición y reanudó su camino.
Los Pou-de-Ciels cargaban contra ellos de nuevo desde direcciones opuestas, mientras el Petit Chevalier maniobraba en ángulo para rodearlos por detrás. Su posición era muy expuesta y a cada momento se volvía más desesperada.
—¡Retirada, Temerario! —ordenó Laurence, por más amarga que aquella orden resultara.
Temerario giró y se apartó al instante, pero los dragones que lo perseguían le ganaron distancia. Llevaba peleando cerca de media hora y empezaba a estar cansado.
Actuando coordinados, los dos Pou-de-Ciels trataban de conducir a Temerario hacia el gran dragón, interponiéndose en su trayectoria para reducir su velocidad. De repente, el Petit Chevalier dio un terrible acelerón, y cuando pasó junto a Temerario un puñado de hombres saltó sobre él.
—¡Cuidado! ¡Nos abordan! —gritó el teniente Johns con su áspera voz de barítono.
Temerario volvió la vista, alarmado. El miedo le dio energías renovadas y consiguió distanciar a sus perseguidores. El Chevalier quedó rezagado, y cuando Temerario lanzó un zarpazo que alcanzó a uno de los Pou-de-Ciels, éstos también abandonaron la caza.
No obstante, ocho hombres habían saltado sobre su lomo y se habían asegurado a él. Con gesto torvo, Laurence recargó sus pistolas, las enganchó en el cinturón, aflojó las correas de su mosquetón y se puso de pie. Los cinco tripulantes superiores bajo el mando del teniente Johns trataban de contener a los atacantes en la parte central del lomo de Temerario. Laurence se dirigió hacia allí lo más rápido que se atrevió. Su primer disparo salió desviado, pero el segundo alcanzó a un francés en pleno pecho. El hombre cayó escupiendo sangre y su cuerpo colgó flácido del arnés.
Lo que vino a continuación fue un combate a espada, encarnizado y frenético. El cielo desfilaba tan rápido a su lado que Laurence sólo veía a los hombres que tenía delante. Un teniente francés estaba en pie frente a él. Cuando el hombre vio sus galones dorados, le apuntó con la pistola. Laurence apenas pudo oír lo que trataba de decirle. En cualquier caso, sin prestarle atención, le quitó la pistola con el brazo que empuñaba la espada y le dio un culatazo en la sien. El teniente se desplomó. El hombre que estaba tras él se abalanzó sobre Laurence, pero la corriente de aire que provocaba su movimiento soplaba en su contra, y su estocada apenas consiguió penetrar en la chaqueta de cuero de éste.
Laurence cortó las correas del arnés de su enemigo y lo arrojó al vacío de una patada. Después miró a su alrededor en busca de más atacantes. Por suerte, los otros estaban muertos y desarmados; de los suyos sólo habían caído Challoner y Wright, aparte del teniente Johns, que colgaba de sus mosquetones mientras la sangre manaba a borbotones por una herida de bala en pleno pecho. Antes de que pudieran atenderle, se quedó inmóvil con un último estertor.
Laurence se inclinó sobre Johns, cerró sus ojos, que se habían quedado fijos, y después se colgó la espada del cinturón.
—Señor Martin, tome el mando aquí arriba y actúe como teniente. Quite de en medio todos esos cadáveres.
—Sí, señor —contestó Martin, jadeando. Tenía un tajo en la mejilla, y la sangre había salpicado de rojo sus cabellos rubios—. ¿Qué tal está su brazo, Laurence?
El aludido lo comprobó. Por el desgarrón de la chaqueta salía un poco de sangre, pero podía mover bien el brazo y no sentía ninguna debilidad.
—Es sólo un arañazo. Ya me lo vendo yo.
Gateó sobre un cadáver, volvió a su puesto en el cuello del dragón y se aseguró apretando las correas. Después se quitó la corbata y la usó para vendar la herida.
—¡Hemos repelido el abordaje! —informó.
Los hombros de Temerario se relajaron tras la tensión nerviosa que habían sufrido. El dragón se había alejado del centro de la lucha, como era preceptivo al ser abordado. Ahora se dio la vuelta, y cuando Laurence alzó la mirada pudo contemplar en toda su extensión el campo de batalla allí donde el humo y las alas de los dragones no lo ocultaban.
Todos los transportes, salvo tres, estaban a salvo de los ataques ingleses. Los defensores franceses se habían empleado a fondo con los británicos. Lily volaba prácticamente sola, tan sólo acompañada por Nitidus, y no veía por ningún lado a los demás miembros de su formación. Buscó a Maximus con la mirada y lo encontró luchando enconadamente con su viejo enemigo, el Grand Chevalier. Los dos meses transcurridos se notaban en el cuerpo de Maximus, que, en estos momentos, casi había alcanzado su tamaño definitivo. Ambos se habían enzarzado en un enfrentamiento terrible y brutal.
Los sonidos de la batalla llegaban amortiguados por la distancia, aunque desde su posición se oía con toda claridad un ruido más peligroso: el del impacto de las olas rompiendo al pie de los acantilados blancos. Se habían acercado tanto a la playa que se podían ver las levitas rojas y blancas de los soldados formados en tierra firme. Aún no era mediodía.
De pronto, una falange de seis dragones pesados salió de entre las líneas francesas y se dirigió a la costa. Bramaban con toda la potencia de sus pulmones mientras sus tripulaciones arrojaban bombas. Las delgadas líneas de casacas rojas flaquearon de inmediato y la masa de milicianos casi rompió la línea por el centro. Los hombres caían de rodillas y se cubrían las cabezas con los brazos, aunque apenas habían sufrido daño alguno. Dispararon una docena de tiros a la buena de dios; «disparos perdidos», pensó Laurence con desesperación, de modo que el transporte principal pudo descender casi sin oposición.
Los cuatro dragones de tiro se acercaron más unos a otros y volaron en grupo cerrado directamente encima del transporte. Dejaron que la quilla del navio abriera en el suelo una amplia zanja con el impulso de su propia velocidad para que le sirviera de acomodo en tierra. Los soldados británicos de las primeras filas alzaron las armas cuando una inmensa nube de polvo les golpeó los rostros y entonces, de pronto, casi más de la mitad cayeron muertos. Toda la parte frontal del transporte se desplomó al suelo como la puerta de un granero y desde el interior dispararon una descarga cerrada de fusilería que acribilló a las primeras líneas inglesas.
Se oyó un grito de Vive l´Empereur! mientras la infantería francesa salía del humo en tropel. Eran más de mil hombres, que llevaban con ellos un par de cañones de dieciocho libras. Formaron en líneas para proteger los cañones mientras los artilleros aprestaban las cargas. Los casacas rojas respondieron con otra descarga cerrada y pocos momentos después la milicia disparó por su parte otra andanada con escasa puntería. Sin embargo, los franceses eran veteranos endurecidos. Aunque sucumbían por docenas, las filas se cerraron con firmeza para rellenar los huecos y los soldados mantuvieron la posición.
Los cuatro dragones de tiro del transporte soltaron sus cadenas y, libres de ese estorbo, se elevaron de nuevo para incorporarse a la lucha contra las fuerzas británicas, ahora en una inferioridad más acusada. En breve, aterrizaría otro transporte bajo la protección de sus compañeros, más reforzada, y los dragones de tiro de ese transporte se unirían a la batalla aérea y empeorarían más la situación.
Maximus rugió con furia, se desenganchó de las garras del Grand Chevalier y lanzó un ataque desesperado contra el segundo transporte cuando éste comenzaba a descender. Actuó sin preparación ni maniobras previas, simplemente volando hacia abajo. Dos dragones más pequeños intentaron cortarle el paso, pero él se había lanzado en picado con todo su empeño y, aunque al pasar recibió algunos embates de sus garras y dientes, los apartó a un lado por pura fuerza. Uno sólo recibió un golpe de refilón, pero el otro, un Honneur-d´Or a rayas rojas y azules, se estrelló contra los acantilados y una de las alas le quedó inutilizada. Intentó aferrarse con desesperación a la irregular pared de piedra, levantando rocas y nubes de polvo a su alrededor en el intento de sujetarse y subir hasta alcanzar terreno firme.
Una fragata ligera de veinticuatro cañones y poco calado se había atrevido a permanecer cerca de la costa. Ahora aprovechó la circunstancia y disparó una doble andanada con todos sus cañones de una banda, que sonaron como un trueno, antes de que el dragón consiguiera asirse al borde del acantilado. Los gritos del dragón francés sólo se oyeron una vez por encima del fragor del combate; luego, cayó deshecho. El despiadado oleaje empujó los cadáveres del animal y de su tripulación contra las rocas.
Alzándose por encima de todos, Maximus había aterrizado sobre el segundo transporte y daba fuertes tirones a las cadenas que lo sostenían. El peso añadido era excesivo para que los dragones de tiro pudieran aguantarlo, pero lucharon con denuedo. Realizaron un gran esfuerzo coordinado, gracias al cual lograron mantener el transporte sobre el borde del acantilado hasta que al fin se rompieron las sujeciones. El casco de madera se desplomó desde unos siete metros de altura y estalló contra el suelo como si fuera un huevo a causa del impacto. Hombres y armas de fuego salieron despedidos por todos lados, pero como la caída no había sido demasiado fuerte, los supervivientes se incorporaron casi al momento y se vieron a salvo, detrás de las posiciones francesas ya consolidadas.
Maximus, por su parte, había aterrizado pesadamente detrás de las líneas británicas. Los costados le humeaban en el aire frío, sangraba con profusión por más de una docena de heridas, y las alas le colgaban hasta el suelo. Se esforzó por volver a batirlas en un infructuoso intento de despegar, y cayó sobre la grupa con todas las extremidades temblorosas.
Los franceses tenían ya en tierra tres o cuatro mil hombres y cinco cañones; las tropas británicas contaban con veinte mil efectivos, pero en su mayor parte eran milicianos poco dispuestos a atacar de frente con todos esos dragones pululando en el alto; muchos intentaban huir ya en aquellos momentos. Si el comandante francés tenía una pizca de sentido común, esperaría a que llegaran tres o cuatro transportes más a lo sumo antes de lanzar una carga. Si sus soldados sobrepasaban los emplazamientos de los cañones enemigos, podrían volver la artillería contra los dragones británicos, lo cual permitiría el acceso de los demás transportes de forma definitiva.
—Laurence —dijo Temerario, volviéndose hacia él—. Hay dos más de esos navíos a punto de aterrizar.
—Sí —contestó el interpelado en voz baja—. Debemos intentar detenerlos; la batalla en tierra estará perdida si aterrizan.
Temerario se quedó callado un momento, mientras cambiaba su itinerario de vuelo en un ángulo que le permitiera situarse delante del transporte más adelantado; entonces, preguntó:
—Laurence, ¿no podemos ganar, verdad?
Los dos vigías delanteros, unos alféreces muy jóvenes, también estaban a la escucha, así que Laurence tuvo que hablar tanto para él como para ellos.
—Quizá no de manera definitiva —contestó—, pero seguramente podemos hacer lo suficiente para ayudar a proteger Inglaterra. La milicia los podrá contener durante cierto tiempo si los obligamos a aterrizar de uno en uno o en peores posiciones.
Temerario asintió, pero Laurence creyó que había captado lo que él no había expresado con palabras: que la batalla estaba perdida, y que incluso aquello no pasaba de ser una maniobra simbólica.
—Y aun así, hemos de intentarlo o estaríamos dejando a nuestros amigos luchando a solas —replicó Temerario—. Creo que te referías a esto cuando hablabas de «deber» durante todo este tiempo; ahora lo entiendo, en su mayor parte al menos.
—Sí —reconoció Laurence, con la garganta dolorida.
Habían adelantado a los transportes y ahora sobrevolaban tierra firme. Allí abajo, la milicia parecía un borroso mar carmesí. Temerario dio la vuelta para recibir de frente al primero de los transportes; apenas hubo tiempo suficiente de que Laurence pusiera su mano en el cuello de Temerario en signo de silenciosa compenetración.
La visión de la costa había insuflado coraje a los dragones franceses, tanto que habían aumentado su velocidad. Dos Pêcheur lideraban el transporte. Eran aproximadamente del mismo tamaño que Temerario y seguían ilesos. Laurence confió a su dragón la decisión de elegir el rival y recargó sus pistolas.
Temerario se detuvo y permaneció suspendido en el aire delante de los dragones que se acercaban. Desplegó las alas como si intentara bloquearles el paso, y la gorguera se alzó de forma instintiva, con la palmeada piel gris translúcida a la luz del sol. Mientras tomaba aliento, experimentó un estremecimiento lento y profundo a lo largo de todo el cuerpo y sus costados se hincharon aún más contra los enormes costillares, realzando el contorno de los huesos. Su piel tenía un aspecto muy tirante, tanto que Laurence empezó a alarmarse; sentía el aire moviéndose debajo, creando ecos resonantes en las cámaras de los pulmones de Temerario.
La carne del dragón parecía emitir una sorda reverberación, como el retumbar de un tambor o un latido.
—Temerario —le llamó Laurence, o al menos lo intentó, ya que ni siquiera oía su voz.
Sintió cómo un tremendo temblor recorría el cuerpo del dragón, que en ese movimiento había contenido del todo el aliento. Acto seguido, abrió las mandíbulas y profirió un rugido que era más pura fuerza que sonido, una terrible onda sonora tan grande que parecía distorsionar el aire delante de él.
Una neblina repentina cegó al aviador. Luego, cuando se aclaró la visión, no comprendió la escena que se presentaba ante sus ojos. Frente a ellos, el transporte temblaba como si lo hubiera barrido una andanada de cañonazos de la banda de un barco. La madera ligera se astillaba igual que si hubiera soportado el fuego de los cañones, y los hombres y las armas se precipitaban hacia el oleaje espumoso al pie de los acantilados. Le dolían la mandíbula y los oídos como si le hubieran propinado un golpe en la cabeza, y el cuerpo de Temerario todavía temblaba bajo sus piernas.
—Laurence, me temo que he sido yo quien ha provocado eso —dijo Temerario.
Su voz sonaba más sorprendida que complacida. También Laurence compartía sus sentimientos, por lo que ni siquiera tuvo voz para contestar.
Los cuatro dragones seguían atados aún a las bordas del destrozado transporte, el primer dragón de estribor sangraba por los orificios nasales, ahogándose y bramando de dolor. La tripulación se deshizo de las cadenas y arrojó lejos los fragmentos en un rápido intento de salvar a la criatura, que consiguió recorrer a duras penas los últimos trescientos metros y aterrizar detrás de las líneas francesas. El capitán y la tripulación se bajaron de inmediato mientras el dragón herido se acurrucaba, quejándose al tiempo que se tocaba la cabeza con la pata.
Después de esto, se elevó un clamor salvaje desde las filas británicas a la vez que se producía una descarga de fusilería procedente de las francesas: los soldados en tierra disparaban a Temerario.
—Señor, estamos al alcance de aquellos cañones si los recargan a tiempo —advirtió Martin con una nota de urgencia en la voz.
Temerario lo oyó y se precipitó como un dardo sobre el agua, alejándose por un momento de su alcance, y se quedó suspendido en el aire. La avanzada francesa se vio frenada por un momento, con algunos de los soldados aturullados, recelando de acercarse y tan confusos como Temerario y Laurence. Sin embargo, esto iba a durar poco, ya que los capitanes franceses en el aire terminarían dándose cuenta, o al menos recobrarían la calma. Incluso podrían planear un ataque concertado sobre Temerario y hacerle caer. Les quedaba muy poco tiempo para aprovechar la sorpresa.
—Temerario —dijo con voz apremiante—, vuela más bajo e intenta si puedes golpearles desde abajo, a la altura del acantilado. Señor Turner —añadió volviéndose hacia el oficial de señales—. Deles un disparo de aviso a esos barcos de ahí abajo y muéstreles la señal de «comprometer al enemigo en lucha a corta distancia», creo que entenderán lo que quiero decir.
—Lo intentaré —respondió Temerario con cierta inseguridad.
Luego, voló más bajo, mientras volvía a concentrarse para realizar esa tremenda aspiración de aire.
Esta vez se situó bajo la parte inferior de otro de los transportes que aún se encontraban por encima del agua, y curvando la cabeza hacia arriba, rugió de nuevo. La distancia era mayor y el navio no resultó totalmente destruido, pero sufrió grandes grietas en las planchas del casco. Los cuatro dragones que lo llevaban tuvieron que emplearse de forma desesperada en evitar que reventara durante todo el resto del camino.
Una formación francesa en forma de punta de flecha encabezada por el Grand Chevalier, al que seguían seis dragones pesados, se lanzó a por ellos. Temerario se alejó a gran velocidad y cuando Laurence le avisó, perdió altura hasta volar a ras del mar, donde aguardaban media docena de fragatas y tres buques de línea. Cuando pasaron por encima de ellos, los cañones pesados lanzaron una retumbante andanada por la borda, un cañón tras otro, dispersando a los dragones franceses en una confusión frenética mientras intentaban evitar la metralla y las balas de cañón.
—Ahora, rápido, a por el siguiente —instó Laurence a Temerario, aunque la orden apenas fue necesaria; Temerario ya había girado sobre sí mismo.
Se situó justo sobre la parte inferior del siguiente transporte en línea, el más grande de todos. Lo sostenían cuatro dragones pesados, y las enseñas de las águilas doradas flameaban en la cubierta.
—Ésas son las banderas imperiales, ¿no? —preguntó Temerario, volviendo la cabeza hacia atrás—. ¿Está ahí Bonaparte?
—Más bien será uno de sus mariscales —gritó Laurence contra el viento, aunque de cualquier modo, también se sentía terriblemente alborotado.
Los defensores recuperaban otra vez la formación a mayor altura, preparados para perseguirles de nuevo, aunque Temerario batió las alas con denuedo y consiguió distanciarlos. Este transporte de mayor tamaño estaba hecho de madera más recia, por lo que no se rompió con la misma facilidad que los anteriores, pero aun así, la madera estalló con el sonido de un disparo y las astillas saltaron por doquier.
Temerario se lanzó en picado con el propósito de efectuar una segunda pasada. De pronto, vio que Lily volaba a un lado y Obversaria al otro, mientras Benton gritaba a voz en cuello a través de su bocina:
—¡Ve a por ellos, directamente a por ellos, nosotros nos haremos cargo de estos malditos granujas!
Los otros dos giraron para interceptar a los defensores franceses que volvían en persecución de Temerario, pero cuando éste comenzaba el ascenso, el transporte dañado cambió su rumbo. Los cuatro dragones que lo acarreaban giraron a la vez y lo apartaron de la lucha. Todos los transportes que se encontraban aún sobre el campo de batalla se retiraron también y se dieron la vuelta para emprender el largo y penoso viaje de retirada hacia Francia.