Laurence no pudo evitar una mueca al ver el descuido con el que Jane sacaba sus cosas del guardarropa y las arrojaba sobre la cama en un confuso montón.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó por fin, desesperado, al tiempo que se apoderaba de su equipaje—. No, te lo ruego, permíteme este atrevimiento. Mientras yo hago esto puedes estudiar el itinerario de vuelo —añadió.
—Gracias, Laurence, eres muy amable. —Ella lo dejó y se sentó con sus mapas—. Será un vuelo sencillo, espero —añadió mientras se dedicaba a garabatear cálculos y mover las piezas de madera con las que representaba las naves de transporte dispersas que proporcionarían a Excidium y a su formación lugares de descanso en su viaje a Cádiz—. Si el tiempo sigue igual, deberíamos llegar allí en menos de dos semanas.
La situación era apremiante, por lo que los dragones no iban a viajar a bordo de un solo transporte. El plan era volar de un transporte a otro, usando las corrientes y el viento para intentar vaticinar sus posiciones.
Laurence asintió con cierta gravedad. Sólo faltaba un día para octubre, y en aquella época del año lo más probable era que el tiempo cambiara. En tal caso, la capitana tendría que enfrentarse con una alternativa muy peligrosa: encontrar un transporte que bien podía haberse desviado de su curso, o buscar refugio tierra adentro, delante mismo de la artillería española. Eso, por supuesto, dando por sentado que una tormenta no rompiera la formación. A veces un ventarrón o un relámpago podían derribar a un dragón; si caía sobre un mar picado, era probable que se ahogara con toda la tripulación.
Pero no había alternativa. Lily se había recuperado con gran rapidez en las últimas semanas. De hecho, la víspera había guiado a la formación durante una patrulla completa y había aterrizado sin dolores ni rigidez. Lenton la había examinado, había intercambiado unas cuantas palabras con ella y con la capitana Harcourt, y después había acudido directamente a entregar a Jane las órdenes para ir a Cádiz. Laurence ya se lo esperaba, desde luego; pero no podía evitar sentirse preocupado tanto por los dragones que iban a partir como por los que iban a permanecer en la base.
—Ya está, esto servirá —dijo ella, y tras terminar con la carta de navegación soltó la pluma.
Laurence levantó la vista del equipaje, sorprendido. Se hallaba tan absorto en sus pensamientos que había estado empacando de forma mecánica, sin reparar en lo que hacía. Ahora se dio cuenta de que llevaba callado cerca de veinte minutos y de que tenía en las manos un corsé de Jane. Se apresuró a meterlo en la pequeña maleta, encima de las demás cosas que había guardado meticulosamente, y cerró la tapa.
La luz del sol empezaba a entrar por la ventana. El tiempo se les acababa.
—No estés tan serio, Laurence. He hecho el vuelo a Gibraltar una docena de veces —dijo Jane a la vez que le daba un sonoro beso—. Me temo que aquí lo vais a pasar peor. Cuando sepan que hemos partido intentarán jugaros alguna mala pasada.
—Confío plenamente en ti —dijo Laurence, tocando la campanilla para avisar a los sirvientes—. Sólo espero que no nos hayamos equivocado.
Era la peor crítica que se atrevería a hacerle a Lenton, sobre todo en un asunto en el que no podía ser imparcial. Con todo, tenía la sensación de que, aunque no tuviera un motivo personal para oponerse a que Excidium y su formación corrieran peligro, le habría seguido preocupando la falta de información sobre el enemigo.
Tres días antes, Volly había llegado con un informe plagado de malas noticias. Un puñado de dragones franceses había llegado a Cádiz. Bastaban para evitar que Mortiferus obligara a salir a la flota, pero no eran ni la décima parte de los dragones apostados a lo largo del Rin. Para mayor inquietud de Laurence, aunque todos los dragones ligeros y rápidos que no servían como mensajeros estaban siendo empleados en labores de exploración y espionaje, el mando inglés aún no había averiguado nada más sobre los preparativos de Bonaparte al otro lado del canal.
Caminó con Roland hasta el claro de Excidium y la vio embarcar. Era curioso, pero tenía la impresión de que debería sentir algo más. Habría preferido pegarse un tiro en la cabeza antes de permitir que Edith afrontara el peligro mientras él se quedaba atrás, y sin embargo era capaz de despedirse de Roland sin sentir más congoja que cuando le decía adiós a cualquier otro camarada. Ella, una vez embarcada su tripulación, le lanzó un beso amistoso desde el lomo de Excidium.
—Te veré dentro de pocos meses, estoy segura. O incluso antes, si conseguimos sacar a los franchutes del puerto —le dijo—. Que tengas vientos propicios, y no dejes que Emily se desmande.
Laurence la saludó con la mano.
—¡Buena suerte! —exclamó, y se quedó mirando cómo Excidium batía sus enormes alas y alzaba el vuelo.
Los demás dragones de la formación despegaron para unirse a él, hasta que todos se perdieron más allá de la vista hacia el sur.
Aunque seguían vigilando con cautela los cielos del canal, las primeras semanas después de la partida de Excidium fueron tranquilas y no se produjeron ataques aéreos. Según Lenton, los franceses creían que Excidium aún seguía en la base, lo que los hacía más reacios a emprender cualquier aventura.
—Cuanto más tiempo hagamos que lo crean, mejor —les confío a los capitanes en una reunión tras otra patrulla sin incidentes—. Aparte de que eso nos beneficia a nosotros, conviene que ignoren que hay otra formación acercándose a su preciosa flota de Cádiz.
Todos se sintieron muy aliviados al saber que Excidium había llegado a salvo, noticia que les trajo Volly casi dos semanas después de su partida.
—Cuando partí, ya habían entrado en acción —les dijo el capitán James a los demás capitanes al día siguiente, mientras tomaba un rápido desayuno antes de emprender el viaje de regreso—. Se pueden oír los alaridos de los españoles a kilómetros de distancia. Sus naves mercantes se desintegran bajo las llamas de un dragón tan rápido como cualquier barco de guerra, al igual que sus casas y sus tiendas. Creo que no tardarán en abrir fuego contra los franceses si Villeneuve no aparece pronto, sean aliados o no.
El ambiente se relajó tras estas noticias alentadoras. Lenton acortó un poco las patrullas y les concedió unas horas de asueto: un descanso bien acogido por unos hombres que llevaban tiempo trabajando a un ritmo frenético. Los más dinámicos fueron a la ciudad, pero la mayoría aprovechó para dormir un poco, al igual que hicieron sus exhaustos dragones.
Laurence aprovechó la ocasión para disfrutar con Temerario de una velada tranquila. Se quedaron levantados juntos hasta bien entrada la noche, leyendo a la luz de las linternas. Laurence se quedó adormilado y se despertó poco después de que saliera la luna. La cabeza de Temerario se recortaba oscura sobre el cielo iluminado, con una mirada inquisitiva hacia el norte del claro.
—¿Pasa algo? —preguntó Laurence.
Al enderezarse en el asiento, pudo escuchar débilmente un sonido extraño y agudo.
Pero mientras ambos prestaban atención para escucharlo, se interrumpió.
—Laurence, creo que es Lily —dijo Temerario, poniendo el cuello rígido.
Laurence bajó al suelo al instante.
—Quédate aquí. Volveré lo más rápido que pueda —dijo, y Temerario asintió sin apartar la mirada.
Los senderos que recorrían la base estaban desiertos y sin iluminar. La formación de Excidium había partido, todos los dragones ligeros estaban fuera en misiones de exploración, y la noche era tan fría que hasta los asistentes más dedicados a su trabajo se habían retirado a los barracones. El suelo se había congelado tres días antes y estaba tan duro y compacto que los tacones de Laurence resonaban como un tambor hueco al caminar.
No había nadie en el claro de Lily. Se oía a lo lejos un tenue murmullo que provenía de los barracones; Laurence alcanzó a vislumbrar entre los árboles la luz de sus ventanas. No había nadie junto a los edificios. La propia Lily estaba agazapada e inmóvil. Los ojos de la dragona, amarillos y rodeados por un borde rojo, permanecían abiertos mientras clavaba las garras silenciosamente en el suelo. Laurence oyó voces que cuchicheaban, y también el gemido de alguien que lloraba. Se preguntó si estaba violando la intimidad de alguien, pero la zozobra de Lily era tan evidente que se decidió a entrar en el claro, mientras llamaba en voz alta:
—¿Harcourt? ¿Está usted ahí?
—No siga —le llegó la voz de Choiseul, baja y áspera.
Laurence rodeó la cabeza de Lily y una terrible sorpresa le hizo quedarse clavado en el sitio. Choiseul tenía agarrada a Harcourt por el brazo, y en su rostro se leía un gesto de absoluta desesperación.
—No haga ruido, Laurence —le advirtió. Sostenía una espada en la mano. Detrás de él, Laurence pudo ver a un joven guardiadragón tendido en el suelo, con manchas de sangre oscura que empezaban a extenderse por la parte posterior de su chaqueta—. No haga el menor ruido.
—Dios santo, ¿se puede saber qué pretende? —dijo Laurence—. Harcourt, ¿está bien?
—Ha matado a Wilpoys —dijo ella con voz confusa, tambaleándose en el sitio. Cuando la luz de la antorcha le iluminó el rostro, Laurence vio que tenía una contusión que le cubría media frente y empezaba ya a amoratarse—. No se preocupe por mí, Laurence. Tiene que buscar ayuda: ¡quiere hacerle daño a Lily!
—No, nunca, nunca —dijo Choiseul—. No pretendo hacerle daño ni a ella ni a ti, Catherine, lo juro. Pero si usted se interpone, Laurence, no respondo de mis actos. No haga nada.
Choiseul levantó la espada. En su filo, no muy lejos del cuello de Harcourt, brillaba la sangre. Lily volvió a emitir aquel sonido tenue y fantasmal, un gemido agudo que rechinaba en los oídos. Choiseul estaba pálido, su rostro adquiría un tinte verdoso a la luz y parecía lo bastante desesperado para hacer cualquier cosa. Laurence se quedó donde estaba, esperando a que llegara su oportunidad.
Choiseul le miró en silencio durante un rato, hasta que se convenció de que Laurence no pretendía irse. Después dijo:
—Vamos a ir todos juntos hasta donde está Praecursoris. Lily, tú te quedarás aquí, y cuando veas que estamos en el aire nos seguirás. Te prometo que Catherine no sufrirá ningún daño mientras tú obedezcas.
—¡Tú, miserable! ¡Cobarde, perro traidor! —estalló Harcourt—. ¿Piensas que voy a ir a Francia contigo para lamerle las botas a Bonaparte? ¿Cuánto tiempo llevas planeando esto?
La joven luchó por apartarse del francés, aunque apenas se tenía en pie, pero Choiseul la sacudió y a punto estuvo de hacerle caer al suelo.
Lily soltó un gruñido, se incorporó a medias y desplegó las alas. Laurence pudo ver el ácido negro que brillaba en los bordes de sus espuelas de hueso.
—¡Catherine! —siseó con un silbido que sonó distorsionado a través de sus dientes.
—¡Silencio! ¡Ya basta! —dijo Choiseul, que tiró de Harcourt para acercarla a él y le inmovilizó los brazos. En la otra mano seguía aferrando la espada, mientras Laurence, que acechaba su oportunidad, no dejaba de vigilarla—. Tú nos seguirás, Lily. Vas a hacer lo que te he dicho. Ahora nos vamos. Usted diríjase hacia allí, monsieur.
Choiseul le señaló la dirección con la punta de la espada. Pero en vez de darse la vuelta, Laurence fue caminando de espaldas hasta que, al llegar bajo la sombra de los árboles, refrenó aún más su paso. De esa manera, sin saberlo, Choiseul se acercó a él más de lo que era su intención.
Hubo unos segundos de lucha salvaje, cuerpo a cuerpo. Después, los tres cayeron en un lío de brazos y piernas, la espada voló por los aires y Harcourt quedó apretujada entre los dos hombres. El golpe contra el suelo fue duro, pero Choiseul había quedado debajo y por un momento Laurence se vio en ventaja. Sin embargo, tuvo que sacrificarla y apartarse un poco para que Harcourt quedara libre y el francés no pudiera hacerle daño. En cuanto la joven se quitó de en medio, Choiseul descargó su puño en el rostro de Laurence y lo derribó.
Rodaron por el suelo, golpeándose como podían mientras, sin dejar de pelear, ambos trataban de llegar a la espada. Choiseul tenía una complexión fuerte y era más alto, y aunque Laurence poseía mucha más experiencia en el combate cuerpo a cuerpo, el peso del francés empezaba a inclinar la balanza. Lily bramaba con rugidos estridentes y a lo lejos ya se oían voces acercándose, lo que hizo que Choiseul sacara nuevas fuerzas de su propia desesperación. El francés hundió el puño en el estómago de Laurence y se abalanzó hacia la espada mientras su rival se acurrucaba jadeando de dolor.
Entonces un rugido ensordecedor se cernió sobre ellos. El suelo retembló, las ramas cayeron en medio de una lluvia de hojas secas y agujas de pino, y un árbol gigantesco y centenario fue arrancado de raíz ante sus ojos. Temerario estaba sobre ellos, apartando con sus terribles golpes los árboles que los cubrían. Luego sonó otro bramido, esta vez de Praecursoris, y Laurence entrevio las alas marmóreas del dragón francés acercándose en la oscuridad. Temerario se retorció sobre sí mismo y extendió las garras para enfrentarse a él. Laurence logró levantarse y se arrojó sobre el francés, al que consiguió derribar recurriendo a todo su peso. Aunque sentía náuseas tras el puñetazo, siguió peleando, espoleado por el peligro que corría su dragón.
Choiseul consiguió ponerse encima de él, apoyó el brazo contra la garganta de Laurence y apretó con fuerza. Laurence se estaba ahogando, pero captó de refilón un movimiento borroso, y de pronto Choiseul se desplomó, flácido. Harcourt había cogido una barra de hierro de entre los aparejos de Lily y había golpeado al francés en la nuca.
La capitana estaba a punto de desmayarse por el esfuerzo, mientras Lily trataba de abrirse paso entre los árboles para llegar hasta ella. Sin embargo, en el claro ya se había congregado una multitud, y no faltaron manos para ayudar a Laurence a incorporarse.
—Vigilen a ese hombre y traigan antorchas —ordenó Laurence—. Y busquen también una bocina y a alguien que tenga buenos pulmones. ¡Rápido, maldita sea! —exclamó, pues sobre sus cabezas Temerario y Praecursoris seguían volando en círculos el uno alrededor del otro, amenazándose mutuamente con las garras.
El primer teniente de Harcourt era un hombre de pecho amplio y una voz tan potente que no necesitaba bocina. En cuanto comprendió lo que estaba pasando, se llevó las manos a la boca a modo de altavoz y llamó a gritos a Praecursoris. El gran dragón francés se retiró de la pelea y durante unos instantes voló en círculos mientras veía con desesperación cómo amarraban a Choiseul. Después agachó la cabeza y volvió al suelo, mientras Temerario revoloteaba sobre él sin dejar de vigilarlo hasta que tomó tierra.
Maximus dormía no muy lejos de allí, y Berkley había acudido al claro al oír los ruidos. Tomando entonces el control de la situación, ordenó a un grupo de hombres que encadenaran a Praecursoris y a otros que llevaran a Harcourt y Choiseul al médico; por último, otros recibieron el encargo de llevarse al pobre Wilpoys para enterrarlo.
—No, gracias, puedo arreglármelas —respondió Laurence, apartando las manos voluntariosas que también querían llevárselo a él.
Mientras terminaba de recuperar el aliento, caminó lentamente hacia el claro donde Temerario había aterrizado junto a Lily, para reconfortar a ambos dragones y tratar de tranquilizarlos.
Choiseul siguió inconsciente la mayor parte del día, y cuando despertó tenía la lengua de trapo y no se entendía lo que decía. Pero a la mañana siguiente, nuevamente dueño de sus actos, se negó a contestar a ninguna pregunta.
Todos los demás dragones habían formado un círculo alrededor de Praecursoris y le habían ordenado que se quedara en el suelo, so pena de matar a Choiseul. Una amenaza a su cuidador era lo único que podía retener a un dragón contra su voluntad, y los mismos medios con los que Choiseul había intentado obligar a Lily a que desertara a Francia estaban siendo ahora empleados contra él. Praecursoris no hizo ningún intento de desobedecer la orden, sino que se acurrucó miserablemente bajo sus cadenas sin comer nada, limitándose a emitir de vez en cuando un débil gemido.
—Harcourt —dijo Lenton cuando entró por fin en el comedor, donde se habían congregado todos a la espera de noticias—. De veras que lo siento, pero he de pedirle que lo intente. Choiseul no quiere hablar con nadie, pero aunque no tenga más honor que una rata, debe pensar que le debe a usted una explicación. ¿Está dispuesta a interrogarle?
Ella asintió, y después apuró su vaso. Pero su cara seguía tan pálida que Laurence le preguntó en voz baja:
—¿Quiere que la acompañe?
—Sí, si no le molesta —se apresuró a responder ella, agradecida.
Laurence la siguió hasta la celda pequeña y oscura donde habían encarcelado a Choiseul. El francés era incapaz de sostenerle la mirada ni hablar con ella. Tan sólo meneó la cabeza y se estremeció, e incluso empezó a sollozar mientras la capitana le hacía preguntas con voz vacilante.
—¡Oh, maldita sea! —estalló Harcourt por fin, hirviendo de furia—. ¿Cómo… cómo has podido tener corazón para hacerme esto? Todo lo que me dijiste era mentira. Dime: ¿fuiste tú quien planeó esa emboscada cuando veníamos hacia aquí? ¡Dímelo!
Su voz estaba a punto de quebrarse. Choiseul, con la cara tapada con las manos, se levantó y gritó a Laurence:
—¡Por el amor de Dios, sáquela de aquí! Le diré todo lo que quiera, pero llévesela. —Después, volvió a desplomarse.
A Laurence no le apetecía en absoluto ser su interrogador, pero tampoco quería prolongar sin necesidad el sufrimiento de Harcourt. Cuando la tocó en el hombro, ella huyó de la celda al instante. Al capitán le resultó muy desagradable tener que hacerle preguntas a Choiseul, y aún más enterarse de que había sido un traidor desde que llegó de Austria.
—Ya veo lo que piensa de mí —añadió Choiseul, percibiendo el gesto de disgusto de Laurence—. Está en su derecho, pero debe saber que no tenía más alternativa.
Hasta entonces Laurence se había limitado estrictamente a hacer preguntas, pero aquel patético intento de excusarse hizo que la sangre le hirviera en las venas. Sin poder reprimir su desprecio, dijo:
—Podía elegir ser honrado. Podía elegir cumplir con su deber en el puesto que tanto nos suplicó.
Choiseul soltó una carcajada en la que no había rastro de alegría.
—Tiene razón. Pero ¿qué ocurrirá en navidades cuando Bonaparte entre en Londres? No hace falta que me mire de esa manera. Estoy convencido de que va a ocurrir como le digo, pero le aseguro que, si hubiese creído que alguno de mis actos podía evitarlo, habría obrado en consecuencia.
—En lugar de eso, se ha convertido usted en traidor por partida doble y ha ayudado a Bonaparte, mientras que su primera traición podría haber tenido excusa si se hubiese mantenido fiel a sus propios principios —dijo Laurence.
La certeza de Choiseul sobre lo que iba a ocurrir le había llenado de inquietud, aunque se guardó mucho de permitir que se le notara.
—Ah, los principios —dijo Choiseul. Su jactancia le había abandonado, y ahora sólo parecía resignado y exhausto—. Francia no está tan corta de bestias como ustedes, y Bonaparte ya ha ejecutado a varios dragones por traición. ¿Qué importan los principios cuando la sombra de la guillotina se cierne sobre Praecursoris? ¿Dónde podía llevarlo? ¿A Rusia? El me sobrevivirá dos siglos, y ya sabe usted cómo tratan allí a los dragones. En cuanto a volar con él a América, me resultaba prácticamente imposible sin un barco de transporte. Mi única esperanza era el perdón, y Bonaparte me lo ofreció, aunque a cambio de un precio.
—Se refiere a Lily —atajó Laurence, con voz fría.
Para su sorpresa, Choiseul negó con la cabeza.
—No, su precio no era el dragón de Catherine, sino el de usted. —Ante el gesto inexpresivo de Laurence, añadió—: El trono imperial mandó a Bonaparte aquel huevo chino como presente. Él me envió para que lo recuperara. No sabía que Temerario ya había eclosionado. —Choiseul se encogió de hombros y extendió las manos con las palmas abiertas—. Pensé que tal vez si lo mataba…
Laurence le golpeó de lleno en la cara, con tal fuerza que derribó al francés sobre el suelo de piedra de la celda y la silla se volcó con estrépito. Choiseul tosió y su labio se manchó de sangre. El guardián abrió la puerta y se asomó al interior.
—¿Va todo bien, señor? —preguntó, mirando directamente a Laurence y sin prestarle la menor atención a la herida de Choiseul.
—Sí. Puede irse —respondió Laurence con voz terminante, y cuando la puerta volvió a cerrarse se limpió la sangre de la mano con el pañuelo.
En circunstancias normales se sentiría avergonzado de haber pegado a un prisionero, pero en aquel momento no albergaba el menor remordimiento. El corazón aún le seguía latiendo como un tambor.
Choiseul enderezó su silla con parsimonia y volvió a sentarse. En voz más baja, dijo:
—Lo siento. Al final no tuve valor para hacerlo, y pensé que a cambio… —dijo, pero se interrumpió al ver que el rostro de Laurence recobraba el color.
La idea de que durante todos esos meses la traición hubiese acechado tan de cerca a Temerario y de que se había salvado tan sólo por el repentino remordimiento de conciencia de Choiseul bastaba para helarle la sangre en las venas. Laurence dijo con desprecio:
—A cambio intentó usted seducir y raptar a una chica que apenas acaba de dejar atrás sus años de escuela.
Choiseul no replicó. De hecho, Laurence era incapaz de imaginar qué podría haber alegado en su defensa. Tras una pausa momentánea, añadió:
—Ya no puede seguir fingiendo que tiene honor. Dígame qué planea Bonaparte, y tal vez Lenton ordene que envíen a Praecursoris a los campos de cría de Terranova. Eso, si es cierto que el motivo de sus actos ha sido salvarle la vida a su dragón, y no conservar su miserable pellejo.
Choiseul palideció, pero intentó defenderse:
—Apenas sé nada, pero se lo contaré todo si Lenton me da su palabra.
—No —repuso Laurence—. Lo único que puede hacer es confesar y esperar una clemencia que no se merece. No pienso negociar con usted.
Choiseul agachó la cabeza. Cuando habló, lo hizo con la voz rota, tan bajo que Laurence tuvo que aguzar el oído para escucharle.
—No sé qué pretende exactamente Bonaparte. Pero sí que quería que yo contribuyera a debilitar esta base en particular, haciendo que enviaran al Mediterráneo tantos dragones como fuera posible.
Laurence sintió que el alma se le venía a los pies. Aquel objetivo, al menos, se había cumplido con brillantez.
—¿Tiene algún medio para conseguir que su flota escape de Cádiz? —preguntó—. ¿Acaso imagina que puede traer aquí sus barcos sin enfrentarse con Nelson?
—¿Cree que Bonaparte confía en mí? —dijo Choiseul, sin levantar la mirada—. Para él también soy un traidor. Se me indicó qué misión debía llevar a cabo, y nada más.
Tras unas cuantas preguntas, Laurence se convenció de que era cierto que Choiseul no sabía nada más. Salió de la estancia sintiéndose a la vez sucio y alarmado, y se presentó al momento ante Lenton.
Las noticias cayeron como una pesada mortaja sobre toda la base. Los capitanes no habían difundido los detalles, pero hasta el más humilde de los cadetes o de los asistentes de tierra sabía que una sombra se cernía sobre ellos. Choiseul había calculado bien el momento de su ataque: el mensajero no regresaría hasta dentro de seis días, y después harían falta dos semanas o más para que al menos parte de las fuerzas del Mediterráneo estuviera de vuelta en el canal. Ya se habían solicitado refuerzos de las milicias y de varios destacamentos de la Armada, que llegarían en el plazo de unos días para situar más baterías de artillería a lo largo de la costa.
Laurence, que tenía aún más motivos de inquietud que los demás, habló con Granby y Dulcia para que extremaran las medidas de protección sobre Temerario. Si Bonaparte estaba tan celoso porque le hubieran arrebatado aquel regalo personal, era probable que enviase a otro agente, más dispuesto esta vez a matar a un dragón que ya no podía reclamar como suyo.
—Debes prometerme que tendrás cuidado —le dijo también a Temerario—. No comas nada a no ser que alguno de nosotros esté cerca y dé su aprobación. Si alguien a quien yo no te haya presentado intenta acercarse a ti, no se lo permitas bajo ningún concepto, aunque para ello tengas que levantar el vuelo hasta otro claro.
—Tendré cuidado, Laurence, te lo prometo —dijo Temerario—. Aun así, no entiendo por qué el emperador de Francia quiere verme muerto. ¿En qué mejorará eso su situación? Lo mejor que puede hacer es pedirles otro huevo a los chinos.
—Amigo mío, es muy difícil que ellos accedan a entregarle un segundo huevo cuando los franceses extraviaron el primero de mala manera mientras lo tenían bajo su custodia —repuso Laurence—. La verdad es que sigue intrigándome que le dieran tan siquiera ese huevo. Bonaparte debe de tener a un genio de la diplomacia en la corte china. Me imagino que se siente herido en su orgullo al pensar que un humilde capitán inglés ocupa el lugar que él mismo pretendía para sí.
Temerario resopló con desdén.
—Estoy seguro de que, aunque hubiese salido del huevo en Francia, Bonaparte no me habría caído bien —dijo—. Tengo entendido que es una persona muy desagradable.
—Oh, no sabría decirlo. Se cuentan muchas cosas sobre su soberbia, pero no se puede negar que se trata de un gran hombre, aunque también sea un tirano —admitió Laurence a regañadientes; habría preferido convencerse a sí mismo de que Bonaparte no era más que un demente.
Lenton ordenó que a partir de aquel momento sólo patrullara a la vez la mitad de la formación, mientras el resto de hombres y bestias permanecían en la base para entrenamiento de combate intensivo. Al amparo de la noche, varios dragones de refuerzo llegaron volando en secreto desde los refugios de Inverness y Edimburgo, incluyendo a Victoriatus, el Parnasiano al que habían rescatado anteriormente; un hecho que ahora a Laurence se le antojaba muy lejano en el tiempo. Su capitán, Richard Clark, tuvo el detalle de acudir a saludarles a él y a Temerario.
—Espero que me disculpe por no haberle presentado antes mi gratitud y mis respetos —dijo—. Confieso que en Laggan apenas pensé en otra cosa que en la recuperación de Victoriatus. Después nos volvieron a embarcar sin previo aviso, y creo que a usted también le pasó lo mismo.
Laurence le estrechó la mano efusivamente.
—Olvídese de eso, por favor —dijo—. Espero que su dragón se haya recuperado ya.
—Por completo, gracias al cielo. Y, además, justo a tiempo —añadió Clark en tono sombrío—. Por lo que sé, el asalto se espera en cualquier momento.
La espera hacía los días dolorosamente largos, pero el ataque no se producía. Llegaron a la base tres Winchesters más para reforzar a los exploradores, pero cuando regresaban de sus peligrosas expediciones a las costas francesas, todos ellos informaban de que había patrullas pesadas en la costa enemiga día y noche: no había forma de penetrar tierra adentro para obtener más información.
Entre los dragones exploradores se encontraba Levitas, pero la base era lo bastante grande y Laurence no tenía por qué ver demasiado a Rankin, algo que agradecía. Intentaba no ver las señales de aquellos maltratos que ya no podía aliviar. Presentía que no sería capaz de visitar al pequeño dragón sin provocar un altercado con Rankin que sería desastroso para la moral de todo el puesto. Sin embargo, llegó a un compromiso con su conciencia y no dijo nada cuando, a la mañana siguiente, muy temprano, vio cómo Dulcia volvía al claro de Temerario con un cubo lleno de trapos sucios y expresión culpable.
Los ánimos se helaron en el campamento cuando llegó la noche del domingo. Había pasado la primera semana de espera y Volatilus no había llegado en la fecha prevista. Hacía buen tiempo y no había razones para aquella demora. Pasaron dos días más, y después un tercero, pero el dragón seguía sin aparecer. Laurence intentaba no mirar al cielo, y fingía no ver que sus hombres hacían lo mismo, hasta que esa noche encontró a Emily fuera del claro, llorando quedamente. La muchacha se había escabullido lejos de los barracones para tener algo de intimidad.
Estaba muy avergonzada de que la hubieran sorprendido, y fingió que le había entrado arenilla en los ojos. Laurence se la llevó a sus aposentos e hizo que le trajeran chocolate caliente. Después le dijo:
—Yo tenía dos años más que usted cuando me hice por primera vez a la mar, y me dedicaba a llorar una noche por semana. —Emily parecía tan escéptica ante su relato que Laurence soltó una carcajada—. No, no me estoy inventando esto por ayudarla —dijo—. Cuando sea capitana y descubra que uno de sus cadetes atraviesa una situación parecida, me imagino que le contará lo mismo que yo acabo de contarle a usted.
—No estoy asustada —dijo ella. El efecto combinado del cansancio y el chocolate hacían que estuviera soñolienta y con la guardia baja—. Sé que Excidium nunca permitirá que le pase nada a mi madre. Es el mejor dragón de toda Europa… —Se espabiló al reparar en aquel desliz y añadió a toda prisa—. Aunque Temerario es casi tan bueno como él, claro.
Laurence asintió con gravedad.
—Temerario es mucho más joven. Tal vez algún día, cuando tenga más experiencia, iguale a Excidium.
—Sí, así es —dijo ella, muy aliviada.
Laurence disimuló una sonrisa.
Cinco minutos después Emily se había quedado dormida. La dejó allí, en su cama, y se fue a dormir con Temerario.
—¡Laurence! ¡Laurence!
Se revolvió y parpadeó mirando hacia arriba. Temerario le estaba dando empujoncitos para despertarlo, aunque el cielo aún estaba oscuro. Laurence fue vagamente consciente de un rugido bajo, una multitud de voces y después el seco restallido de un disparo. Se puso en pie al instante. En el claro no había nadie de la dotación, ni tampoco ninguno de sus oficiales.
—¿Qué está pasando? —preguntó Temerario, levantándose y desplegando las alas mientras Laurence bajaba al suelo—. ¿Nos están atacando? No veo ningún dragón en el aire.
—¡Señor, señor! —Morgan llegaba corriendo al claro y el ímpetu y las prisas casi le hicieron trastabillar—. ¡Ha llegado Volly, señor! ¡Se ha producido una gran batalla, y Napoleón ha resultado muerto!
—¡Oh! ¿Eso quiere decir que la guerra ha terminado ya? —preguntó Temerario, decepcionado—. Aún no he participado en ninguna batalla de verdad.
—Tal vez las noticias han crecido como una bola de nieve según las iban contando. Me sorprendería enterarme de que Bonaparte está realmente muerto —dijo Laurence. Pero había identificado el rugido como gritos de alegría, así que las noticias debían de ser buenas, aunque no llegaran a un calibre tan descabellado—. Morgan, vaya a despertar al señor Hollin y a los asistentes de tierra, pídales disculpas de mi parte por la hora y dígales que traigan el desayuno a Temerario. Amigo mío —añadió, dirigiéndose al dragón—, voy a averiguar lo que pueda. Volveré con noticias lo antes posible.
—Sí, por favor. Date prisa —contestó Temerario en tono apremiante al tiempo que se erguía sobre las patas traseras para asomarse por encima de los árboles y ver qué estaba pasando.
En el cuartel general se habían encendido muchas luces. Volly estaba sentado en la plaza de armas, delante del edificio, desgarrando hambriento el cuerpo de una oveja. Mientras, un par de asistentes del servicio de mensajeros mantenían a raya a la multitud que se estaba congregando desde los barracones. Algunos oficiales jóvenes de la Armada y la milicia disparaban sus armas, llevados por la emoción, y Laurence se vio obligado a abrirse paso prácticamente a empujones para lograr acercarse hasta las puertas.
El despacho de Lenton se encontraba cerrado, pero el capitán James estaba sentado en el club de oficiales, comiendo casi con tanta voracidad como su dragón. El resto de los capitanes lo rodeaban, escuchando las noticias.
—Nelson me ordenó que esperara. Dijo que saldría del puerto antes de que me diera tiempo a trazar otro circuito —explicaba James con voz amortiguada, pues tenía la boca llena de tostada. Mientras, Sutton intentaba dibujar la escena en una hoja de papel—. Yo no le creí del todo, pero lo cierto es que el domingo por la mañana los franceses salieron, y el lunes temprano nos topamos con ellos en el cabo de Trafalgar.
James se bebió de golpe una taza de café, mientras toda la compañía aguardaba impaciente a que terminase. Después apartó el plato por un instante para tomar el papel de Sutton.
—A ver —dijo, y dibujó unos círculos pequeños para señalar las posiciones de cada nave—. Veintisiete y doce dragones de los nuestros, contra treinta y tres y diez de ellos.
—¿En dos columnas? ¿Rompieron sus líneas dos veces? —preguntó Laurence, estudiando con satisfacción el diagrama.
Era el tipo de estrategia capaz de desorganizar a los franceses, pues sus tripulaciones, mal entrenadas, difícilmente podrían haber rehecho la formación.
—¿Cómo? Ah, ya, los barcos. Sí, estaban a barlovento con Excidium y Laetificat, y a sotavento con Mortiferus —dijo James—. En la vanguardia tuvieron que bregar duro, os lo aseguro. Las nubes de humo eran tan densas que no conseguía distinguir los mástiles desde arriba. En un momento dado di por seguro que la Victoria había estallado. Los españoles habían enviado contra ella a uno de esos pequeños dragones Flecha de Fuego, y venía a tal velocidad que los cañones no podían repelerlo. La Victoria ya tenía todas las velas en llamas cuando Laetificat lo hizo huir con el rabo entre las piernas.
—¿Cuáles han sido nuestras pérdidas? —preguntó Warren; y su voz calmada penetró como un cuchillo entre la emoción y el ardor de los hombres.
James meneó la cabeza.
—Fue un auténtico baño de sangre, no exagero —respondió en tono sombrío—. Estimo unas bajas cercanas al millar de hombres, y el pobre Nelson ha estado a un tris de morir: el dragón de fuego prendió una de las velas de la Victoria, que le cayó encima cuando estaba en el alcázar. Un par de tipos rápidos de mente le echaron un barril de agua encima, pero según dicen las medallas se le han fundido sobre la piel, así que a partir de ahora tendrá que llevarlas encima a todas horas.
—Mil hombres… Que Dios los acoja —dijo Warren.
Las conversaciones cesaron. Después se reanudaron, y aunque al principio sonaban un tanto apagadas, la emoción y la alegría se sobrepusieron paulatinamente a otras emociones que tal vez habrían sido más apropiadas para aquel momento.
—Espero que me disculpen, caballeros —dijo Laurence, casi a gritos, pues las voces habían vuelto a subir de tono, lo que le impedía por el momento recopilar más información—. Le he prometido a Temerario que volvería enseguida. James, supongo que los informes sobre el fallecimiento de Bonaparte son falsos.
—Sí, y es una pena. A menos que haya sufrido una apoplejía al recibir las noticias —respondió James, lo que provocó una gran carcajada en todos que, siguiendo la progresión general, se convirtió en una ronda de Corazón de roble; el himno oficial de la Armada británica acompañó a Laurence mientras salía por la puerta y después por toda la base, ya que los hombres del exterior se unieron al canto.
Cuando el sol se levantó, el refugio estaba medio vacío. Casi nadie había podido dormir. Era inevitable que el estado de ánimo dominante fuera una alegría que rozaba el punto de la histeria, pues los nervios que habían llegado al límite de la tensión se habían relajado de golpe. Lenton ni siquiera intentó llamar al orden a los hombres, e hizo la vista gorda cuando salieron de la base para desparramarse por la ciudad, llevar las buenas noticias a aquellos que aún no las habían escuchado y entremezclar sus voces con el regocijo general.
—Sea cual sea el plan de invasión que Bonaparte tenía planeado, seguro que esto le ha puesto fin —dijo Chenery esa misma tarde, exultante. Estaban juntos en la balconada y observaban cómo los hombres que regresaban se apiñaban en una confusa multitud en el patio de armas. Todos estaban borrachos, pero demasiado felices para organizar peleas, y de cuando en cuando se oían retazos de canciones que llegaban flotando hasta ellos—. ¡Cómo me gustaría verle la cara!
—Creo que le hemos estado otorgando demasiado crédito —dijo Lenton. Sus mejillas estaban coloradas por el oporto y por la satisfacción, y razones tenía: su decisión de enviar a Excidium se había demostrado acertada y había contribuido de forma material a la victoria—. Ahora veo claro que no entiende la Armada tan bien como el Ejército o la Fuerza Aérea. Hasta un civil se daría cuenta de que treinta y tres buques de guerra no tienen excusa alguna para sufrir una derrota tan aplastante contra veintisiete.
—Pero ¿cómo es posible que sus divisiones aéreas hayan tardado tanto tiempo en alcanzarlos? —preguntó Harcourt—. Sólo había diez dragones, y por lo que ha dicho James, más de la mitad eran españoles. Eso no supone ni la décima parte del contingente que Bonaparte tenía en Austria. ¿Y si al final no llegó a desplazarlos del Rin?
—Tengo entendido que el paso sobre los Pirineos es muy difícil, aunque nunca lo he comprobado por mí mismo —apuntó Chenery—, pero lo más probable es que Bonaparte no haya llegado a enviarlos al creer que Villeneuve ya contaba con todas las fuerzas que necesitaba. Esos dragones deben de haber pasado todos estos meses en sus bases, cebándose y haraganeando. Sin duda, todo este tiempo ha estado convencido de que Villeneuve atravesaría las líneas de Nelson, perdiendo a lo sumo una o dos naves. Y mientras, nosotros esperándolos todos los días, preguntándonos dónde estaban y mordiéndonos las uñas sin ningún motivo.
—Y ahora su ejército no puede cruzar el canal —concluyó Harcourt.
—Citando a lord St. Vincent, «no digo que no puedan venir, pero al menos no podrán hacerlo por mar» —dijo Chenery con una sonrisa—. Si Bonaparte piensa tomar Inglaterra con cuarenta dragones y sus dotaciones, podemos invitarle a que lo intente y pruebe el sabor de los cañones que han instalado los chicos de la milicia. Sería una pena desperdiciar un trabajo tan duro.
—Confieso que no me importaría darle otro correctivo a ese bergante —dijo Lenton—, pero dudo que sea tan insensato. Nos contentaremos con haber cumplido con nuestro deber y les dejaremos a los austríacos la gloria de acabar con él. Sus esperanzas de invasión se han terminado. —Apuró el resto de su oporto y dijo de repente—: Me temo que no podemos aplazarlo más. Ya no necesitamos a Choiseul.
En el silencio que se hizo entre ellos, la respiración contenida de Harcourt era casi un sollozo. Pero la capitana no hizo ninguna objeción y preguntó con voz admirablemente firme:
—¿Ha decidido usted qué va a hacer con Praecursoris?
—Lo enviaremos a Terranova, si es que él quiere ir. Necesitan otro semental para completar su dotación, y no puede decirse que ese dragón se haya comportado de forma depravada —dijo Lenton—. La culpa ha sido de Choiseul, no suya —meneó la cabeza—. Es una lástima, desde luego. Todas nuestras bestias estarán deprimidas unos cuantos días, pero no podemos hacer otra cosa. Lo mejor es terminar cuanto antes. Mañana por la mañana.
Le concedieron a Choiseul unos momentos con Praecursoris. El gran dragón estaba prácticamente cubierto de cadenas y Maximus y Temerario le vigilaban de cerca, uno a cada lado. Laurence sentía cómo los escalofríos recorrían el cuerpo de Temerario mientras aguantaba en su desagradable misión de guardia, obligado a observar mientras Praecursoris movía la cabeza a uno y otro lado en señal de negativa y Choiseul hacía un intento desesperado de convencerle para que aceptara el refugio que le ofrecía Lenton. Al fin, el dragón agachó su enorme cabeza como si asintiera y Choiseul se acercó a él para apretar la mejilla contra la suave superficie de su nariz.
Después, los guardias se adelantaron. Praecursoris trató de arañarlos con sus garras, pero la maraña de cadenas le mantuvo a raya. Cuando se llevaron a Choiseul, el dragón chilló. Era un sonido espantoso. Temerario se encorvó, se apartó desplegando las alas y emitió un débil gemido. Laurence se acercó a él y se abrazó a su cuello, acariciándolo una y otra vez.
—No mires, amigo mío —dijo, luchando para pronunciar aquellas palabras pese al nudo que tenía en la garganta—. Todo habrá terminado dentro de un momento.
Praecursoris chilló una vez más, ya al final. Después se desplomó pesadamente, como si toda su fuerza vital hubiera abandonado su cuerpo. Lenton les hizo una señal para indicarles que podían irse, y Laurence tocó el costado de Temerario.
—Vámonos lejos de aquí —dijo, y el dragón voló lejos del patíbulo, batiendo las alas sobre el mar límpido y vacío.
—Laurence, ¿puedo traer a Maximus y a Lily? —preguntó Berkley con su habitual tosquedad, tras abordarle sin previo aviso—. Su claro es lo bastante grande para todos, creo yo.
Laurence levantó la cabeza y lo miró sin comprender. Temerario seguía acurrucado, con la cabeza escondida entre las alas, y no había forma de consolarle. Habían volado durante horas, sólo ellos dos y el océano bajo sus pies, hasta que Laurence le suplicó que regresaran a tierra, por miedo a que el vuelo dejara completamente exhausto al dragón. Él mismo se sentía enfermo y dolorido, como si tuviera fiebre. Había asistido antes a otras ejecuciones, una lúgubre realidad de la vida naval, y Choiseul se merecía aquel destino mucho más que otros hombres a los que Laurence había visto balancearse al extremo de una soga. Ni él mismo sabía decir por qué sentía tanta congoja.
—Como quieras —dijo sin entusiasmo, agachando la cabeza de nuevo.
Ni siquiera levantó la mirada cuando el batir de las alas y el juego de sombras le avisaron de que Maximus estaba sobre el claro, tapando el sol con su enorme masa hasta que aterrizó pesadamente junto a Temerario. Lily llegó después. Los dos se acurrucaron sobre el cuerpo de Temerario. Pasados unos momentos, éste se desenroscó lo suficiente como para entrelazarse en un abrazo más estrecho con los otros dos, y Lily desplegó sus grandes alas sobre los tres.
Berkley llevó a Harcourt junto a Laurence, que estaba apoyado en el costado de Temerario, y la empujó para que se sentara sin que ella opusiera resistencia. Después acomodó con torpeza su fornido corpachón frente a ellos y les pasó una botella oscura. Laurence la agarró y bebió sin curiosidad. Era ron fuerte y sin aguar. No había probado bocado en todo el día, así que el ron se le subió a la cabeza enseguida; Laurence agradeció que aquel licor embotara sus emociones.
Pasado un rato, Harcourt empezó a sollozar. Cuando estiró el brazo para agarrar su hombro, Laurence se horrorizó al descubrir que él también tenía la cara húmeda.
—Era un traidor, nada más que un embustero y un ladrón —dijo Harcourt, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano—. No lo siento en lo más mínimo. No, no lo siento en absoluto —insistió, aunque hablaba con esfuerzo, como si tratara de convencerse a sí misma.
Berkley le volvió a pasar la botella.
—No es por él. Esa maldita sabandija se lo merecía —dijo—. Usted lo siente por su dragón, lo mismo que ellos. Ya saben, los dragones no entienden demasiado de reyes ni naciones. Praecursoris no tenía ni puñetera idea de lo que pasaba, sólo iba adonde le decía Choiseul.
—Dígame —saltó de repente Laurence—. ¿De verdad Bonaparte habría sido capaz de ejecutar al dragón por alta traición?
—Es bastante probable. Los continentales lo hacen de cuando en cuando. Más por meter miedo a los jinetes que porque les echen la culpa a las bestias —respondió Berkley.
Laurence lamentó haberlo preguntado y enterarse de que Choiseul le había dicho la verdad al menos en eso.
—Seguramente la Fuerza Aérea le habría garantizado refugio en las colonias de haberlo pedido —dijo, enojado—. Seguía sin tener excusa. Él quería recuperar su posición en Francia. Para ello, estaba dispuesto a arriesgar la vida de Praecursoris, pues también nosotros podríamos haber condenado a muerte a su dragón.
Berkley sacudió la cabeza.
—Sabe que andamos demasiado cortos de sementales para hacer eso —dijo—. No es que disculpe a ese tipo. Es probable que tenga usted razón. Él creía que Bonaparte nos iba a aplastar, y no le apetecía irse a vivir a las colonias. —Berkley se encogió de hombros—. Aun así, ha sido muy duro para el dragón. Él no ha hecho nada malo.
—Eso no es cierto. Sí que lo ha hecho —dijo inesperadamente Temerario, y los tres levantaron la mirada hacia él. Maximus y Lily también irguieron sus cabezas para escucharle—. Choiseul no podía obligarle a huir de Francia ni a venir aquí para hacernos daño. Yo no creo que fuera menos culpable que él, en absoluto.
—Es probable que no entendiera lo que le pedía Choiseul —aventuró Harcourt para rebatir aquel argumento.
Temerario dijo:
—Entonces debería haberse negado hasta entenderlo. Praecursoris no es tan simple como Volly. Podría haber salvado la vida de su jinete, y también su propio honor. A mí me avergonzaría dejar que ejecutasen a mi cuidador y que a mí, siendo culpable de lo mismo, me dejaran con vida —y añadió en tono venenoso, azotando el aire con su cola—: En cualquier caso, no permitiría que nadie ejecutara a Laurence. Que alguien lo intente si quiere.
Maximus y Lily emitieron un grave gruñido de asentimiento.
—Yo nunca dejaré que Berkley cometa una traición. Nunca —dijo Maximus—. Pero si llega a hacerlo, pisotearé a quien intente ahorcarlo.
—Yo creo que me limitaría a coger a Catherine y llevármela lejos —intervino Lily—. Pero a lo mejor a Praecursoris le habría gustado hacer lo mismo. Supongo que no podía romper esas cadenas. Es más pequeño que vosotros dos y no puede escupir fuego. Además, sólo era uno, y estaba vigilado. Yo no sé lo que habría hecho en su lugar de no haber podido escapar.
Lily terminó de hablar con voz suave. Los tres volvieron a abatir sus cuellos con renovada tristeza y se acurrucaron juntos, hasta que Temerario se enderezó y dijo en un arrebato de decisión:
—Os diré lo que haremos. Si alguna vez necesitas rescatar a Catherine, o tú, Maximus, tienes que salvar a Berkley, yo os ayudaré, y vosotros haréis lo mismo por mí. Así no tendremos que preocuparnos. No creo que nadie sea capaz de detenernos a los tres juntos, al menos no antes de que consigamos escapar.
Los tres parecieron inmensamente contentos por tan magnífico plan. Laurence se arrepintió de haber bebido tanto ron, pues era incapaz de expresar de forma apropiada la protesta que creía que debía formular cuanto antes.
Por suerte, Berkley acudió en su ayuda:
—Dejad eso ya, malditos conspiradores. Sólo conseguiréis que nos ahorquen mucho antes. ¿No queréis comer algo? Nosotros no vamos a probar bocado hasta que vosotros lo hagáis, y ya que os preocupa tanto protegernos, podéis empezar por salvarnos de morir de hambre.
—No creo que estés en peligro de morir de inanición —repuso Maximus—. El médico te dijo hace sólo dos semanas que estás demasiado gordo.
—¡Maldito diablo! —dijo Berkley, enderezándose indignado.
Maximus bufó, divertido por haber logrado provocar a su cuidador, pero poco después los tres dragones se dejaron convencer para comer algo, y Maximus y Lily regresaron a sus propios claros para ser alimentados.
—Sigo sintiéndolo por Praecursoris, aunque haya actuado mal —comentó Temerario cuando terminó de comer—. No entiendo por qué no podían dejar que Choiseul se fuera a las colonias con él.
—Las acciones como ésas deben tener un precio. De lo contrario, los hombres las cometerían más a menudo. En cualquier caso, merecía ser castigado por lo que hizo —dijo Laurence, que se había despejado gracias a la comida y el café cargado—. Choiseul pretendía que Lily sufriera lo mismo que está sufriendo ahora Praecursoris. Imagínate que los franceses me hicieran prisionero y, para salvarme la vida, te obligaran a volar para ellos contra tus antiguos amigos y camaradas.
—Sí, ya lo veo —dijo Temerario, aunque en tono insatisfecho—. Aun así, me sigue pareciendo que podían haberlo castigado de otra forma. ¿No habría sido mejor tenerlo prisionero y obligar a Praecursoris a volar para nosotros?
—Veo que tienes un agudo sentido de la justicia —apuntó Laurence—, pero me temo que la traición no puede recibir un castigo más leve. Es un crimen tan despreciable que no se puede sancionar sólo encarcelando al culpable.
—Sin embargo, a Praecursoris no le van a castigar de la misma forma porque no resulta práctico, ya que se le necesita como semental, ¿no es así? —dijo Temerario.
Laurence pensó en ello, pero no encontró una respuesta.
—Supongo que, para ser sinceros, como nosotros mismos somos cuidadores no nos gusta la idea de condenar a muerte a un dragón, así que hemos encontrado una excusa para dejarlo con vida —dijo por fin—. Y como nuestras leyes están hechas para hombres, quizá no sea del todo justo aplicárselas a un dragón.
—Oh, en eso sí que estoy de acuerdo —reconoció Temerario—. Algunas leyes que conozco tienen muy poco sentido y, si no fuera por complacerte a ti, no sé si las obedecería. Me parece que si queréis aplicarnos vuestras leyes, lo más razonable sería consultarnos sobre ellas. Pero por lo que me has leído sobre el Parlamento, creo que nunca han invitado a acudir a ningún dragón.
—Lo próximo que harás será negarte a pagar impuestos si no te dejan votar y arrojar un cargamento de té a las aguas del puerto —bromeó Laurence—. Veo que tienes un alma jacobina, así que me temo que debo renunciar a cuidarte. Lo único que puedo hacer es lavarme las manos y negar mi responsabilidad.