Laurence tenía ya experiencia suficiente para no sorprenderse cuando, a la mañana siguiente, descubrió que lo ocurrido la última noche no había suscitado ningún comentario. En vez de eso, la capitana Roland le saludó efusivamente en el desayuno y les presentó a sus tenientes como si no hubiera pasado nada entre ellos. Después, salieron juntos para ver a sus respectivos dragones.
Tras contemplar cómo Temerario daba cuenta a su vez de un contundente desayuno, Laurence se tomó un rato para reprender en privado a Collins y Dunne por su indiscreción. No pretendía comportarse como un capitán puritano ni predicar templanza y castidad a todas horas, pero no le parecía mojigatería desear que los oficiales más veteranos dieran buen ejemplo a los jóvenes.
—Si su idea es seguir frecuentando esas compañías, les diré esto: no voy a consentir que se conviertan en unos putañeros e inculquen a los alféreces y cadetes la idea de que es así como deben comportarse —los amonestó mientras los dos guardiadragones se movían inquietos en el sitio.
Dunne incluso abrió la boca y por un momento pareció a punto de protestar, pero la gélida mirada de Laurence le hizo reprimir su comentario. No podía permitirse tal grado de insubordinación.
Tras terminar el sermón y despacharlos de vuelta a sus tareas, Laurence descubrió que él también sentía cierta desazón al recordar que su comportamiento de la noche anterior no había sido del todo irreprochable. Se consoló a sí mismo diciéndose que Roland era oficial y colega. Su compañía no podía compararse a la de unas prostitutas, y además ellos no habían dado un espectáculo público, lo cual era la clave del asunto. Sin embargo, su propio razonamiento le sonaba un tanto falso, así que se alegró de la distracción que el trabajo suponía. Emily y los otros dos mensajeros aguardaban ya al lado de Temerario con las pesadas sacas del correo acumulado para la flota que llevaba a cabo el bloqueo.
El gran poder de la flota británica hacía que las naves del bloqueo se encontraran en un extraño aislamiento. En contadas ocasiones había que enviar a un dragón para que les ayudara. Salvo los mensajes y suministros más urgentes, una fragata se encargaba de brindarles lo necesario, y debido a eso apenas tenían ocasión de escuchar noticias recientes o recibir el correo. Los franceses podían tener veintiuna naves en Brest, pero no se atrevían a salir para enfrentarse con los marineros ingleses, mucho más experimentados. Sin apoyo naval, los franceses no podían arriesgarse a un bombardeo ni siquiera con un ala pesada de combate, pues en las cofas había francotiradores preparados a todas horas, y los arpones y los cañones de pimienta estaban siempre listos en cubierta. De vez en cuando se producía un ataque de noche, pero normalmente lo llevaba a cabo un solo dragón de raza nocturna y en esas circunstancias los fusileros solían arreglárselas bien. Incluso en el caso de que llegaran a lanzar un ataque masivo, los dragones que patrullaban al norte podían divisar fácilmente una bengala de aviso.
El almirante Lenton había decidido reorganizar a todos los dragones de la formación de Lily que aún seguían ilesos y asignarles misiones cada día según las necesidades, con la idea de mantenerlos ocupados y a la vez patrullar un área más extensa. Aquel día había ordenado que Temerario volara en cabeza, con Nitidus y Dulcia a sus flancos. Tenían que seguir el rastro de la formación de Excidium en el primer tramo de la patrulla del canal y después escindirse de ella para hacer una pasada sobre el escuadrón principal de la flota del canal, que en aquellos momentos acababa de salir de Ushant y estaba bloqueando el puerto francés de Brest.
El aire de la mañana era tan claro y fresco que no se había levantado niebla: el cielo brillaba con nitidez y debajo de él las aguas se veían casi negras. Mientras entornaba los ojos para no deslumbrarse, sentía envidia de los alféreces y los guardiadragones, que se estaban untando polvo de galena negro bajo los ojos; como jefe de la vanguardia, él estaría al mando del pequeño grupo mientras siguieran separados de los demás, y era muy probable que al posarse en el buque insignia le ordenaran presentarse ante el almirante lord Gardner.
Gracias al buen tiempo, fue un vuelo agradable, aunque no del todo tranquilo. Una vez sobre mar abierto, las corrientes de aire variaban de forma impredecible y Temerario obedecía un instinto inconsciente que le llevaba a elevarse y dejarse caer para aprovechar las mejores rachas de viento. Después de una hora de patrulla, llegaron al punto donde debían separarse. La capitana Roland se despidió de ellos con la mano mientras Temerario viraba hacia el sur y adelantaba a Excidium. El sol estaba casi sobre sus cabezas y su luz rielaba sobre el océano.
—Laurence, ya veo los barcos delante de nosotros —dijo Temerario después de una media hora.
Laurence tomó el telescopio, pero tuvo que hacerse sombra con la mano y entrecerrar los ojos contra el sol para distinguir las velas sobre el agua.
—Bien divisado —respondió Laurence, y añadió—: Por favor, señor Turner, hágales la señal confidencial.
El alférez de señales empezó a levantar en orden las banderas que los identificarían como una patrulla inglesa. En su caso, gracias al aspecto inconfundible de Temerario, se trataba de una mera formalidad.
Los avistaron e identificaron poco después. La nave insignia británica disparó una elegante salva de nueve cañonazos, tal vez más de los que, en estricta justicia, le correspondían a Temerario, pues no era el jefe oficial de formación. Mas se debiera a un malentendido o a simple generosidad, a Laurence le complació aquel detalle, y ordenó a los fusileros que dispararan una salva de respuesta mientras planeaban sobre los barcos.
La flota ofrecía una vista impresionante. Las goletas surcaban las olas arremolinándose alrededor de la nave insignia para recoger el correo, mientras que los grandes barcos de guerra orzaban hacia el viento norte para mantener sus posiciones. Sus velas blancas se perfilaban brillantes sobre el agua y en cada palo mayor ondeaba una gallarda exhibición de colores. Laurence no resistió la tentación de asomarse sobre el hombro de Temerario, y se inclinó tanto que tensó las correas del mosquetón.
—Una señal del buque insignia, señor —dijo Turner, mientras se acercaban para que los otros pudieran leer las banderas—. Quieren que el capitán suba a bordo cuando nos posemos.
Laurence asintió. Esperaba aquello.
—Devuelva acuse de recibo, señor Turner. Señor Granby, creo que vamos a dar una pasada hacia el sur sobre el resto de la flota mientras hacen los preparativos.
La tripulación del Hibernia y del vecino Agincourt había empezado a botar las plataformas flotantes que luego atarían entre sí para formar una superficie de aterrizaje para los dragones. Una pequeña goleta se movía entre ellas, recogiendo las sogas de remolque. Laurence sabía por experiencia que aquella operación requería cierto tiempo y que no se iba a acelerar por el hecho de que los dragones sobrevolaran directamente la zona.
Una vez completada la pasada, volvieron para comprobar que las plataformas ya estaban listas.
—Que suban los hombres de abajo, señor Granby —ordenó Laurence.
Los tripulantes del pescante inferior se apresuraron a trepar al lomo de Temerario. Los pocos marineros que aún quedaban sobre la plataforma la despejaron cuando el dragón descendió, seguido de cerca por Nitidus y Dulcia. El armazón de madera se balanceó y su línea de flotación bajó al recibir el enorme peso de Temerario, pero las cuerdas aguantaron. Nitidus y Dulcia se posaron en las esquinas opuestas una vez que Temerario terminó de acomodarse, y Laurence desmontó de su lomo.
—Mensajeros, lleven el correo —ordenó, y él mismo tomó el sobre sellado que contenía los despachos enviados por el almirante Lenton al almirante Gardner.
Laurence trepó con facilidad hasta la cubierta de la goleta que le aguardaba, mientras los mensajeros Roland, Dyer y Morgan se apresuraban a entregar las sacas con el correo a los marineros que estiraban las manos sobre la borda. Laurence se dirigió a popa. Temerario se había repantigado sobre la plataforma para no desequilibrarla. Su cabeza descansaba sobre el borde de la tablazón, muy cerca de la goleta, para gran inquietud de los marineros.
—Volveré enseguida —le dijo Laurence—. Si necesitas algo, haz el favor de decírselo al teniente Granby.
—De acuerdo, aunque no creo que me haga falta nada. Estoy perfectamente —respondió Temerario ante las miradas perplejas de los tripulantes de la goleta, que aún se asombraron más cuando añadió—: Pero después me gustaría ir de pesca. He visto unos atunes enormes mientras veníamos.
La goleta era un barco elegante, de líneas afiladas. Le llevó hasta el Hibernia a un ritmo que, en otros tiempos, habría considerado el summum de la velocidad. Ahora, asomado sobre el bauprés y corriendo en las alas del viento, Laurence apenas notaba la brisa que soplaba en su rostro.
Habían tendido una guindola junto al costado del Hibernia, pero Laurence la desdeñó. Aún no había perdido su equilibrio de marino, y en cualquier caso escalar por la borda no representaba ninguna dificultad para él. El capitán Bedford estaba esperando para saludarle. Cuando Laurence saltó a bordo se quedó sorprendido, pues ambos habían servido juntos en el Goliath, en el Nilo.
—¡Dios santo, Laurence! No tenía ni idea de que estabas aquí, en el canal —le dijo, olvidándose de formalidades y recibiéndole con un efusivo apretón de manos—. ¿Así que ésa es tu bestia? —preguntó, mirando a Temerario, cuya mole no era mucho menor que la de un barco de setenta y cuatro cañones como el Agincourt, que asomaba por detrás del hombro de Bedford—. Tenía entendido que salió del huevo hace sólo seis meses.
Laurence no pudo evitar pavonearse. Esperaba que no se le notara mucho cuando respondió:
—Sí, ése es Temerario. Aún no tiene ocho meses, pero ya casi ha alcanzado su tamaño de adulto.
Se reprimió a duras penas para no alardear más. Estaba convencido de que no había nada más irritante que esos tipos que no dejaban de presumir de la belleza de sus amantes o la inteligencia de sus niños. En cualquier caso, Temerario no necesitaba alabanzas: a ningún observador le resultaba indiferente su figura elegante y distinguida.
—Oh, ya veo —dijo Bedford, contemplándole con gesto divertido. En ese momento, el teniente que había a su lado carraspeó. Bedford le miró de soslayo y después dijo—: Perdón. Me ha sorprendido tanto verle que le estoy entreteniendo aquí de pie, señor Laurence. Por favor, venga por aquí. Lord Gardner quiere verle.
El almirante lord Gardner llevaba poco tiempo al mando de las fuerzas del canal, un puesto que había ocupado tras el retiro de Cornwallis. La presión de suceder a un líder de tanto éxito en un cargo tan comprometido le estaba pasando factura. Unos años antes, Laurence había servido como teniente en la flota del canal. Aunque nunca los habían presentado formalmente, Laurence, que había visto al almirante en varias ocasiones, observó que había huellas de envejecimiento en su rostro.
—Ya veo. Laurence, ¿no es así? —dijo Gardner una vez que los presentó su asistente, y después musitó unas palabras que Laurence no alcanzó a escuchar—. Por favor, siéntese. He de leer estos despachos cuanto antes, y después escribiré una nota para que se la lleve a Lenton de mi parte —añadió, rompiendo el sello y estudiando su contenido.
Lord Gardner se dedicó a gruñir y asentir para sí mientras leía los mensajes. La aguzada vista de Laurence captó el momento en que el almirante llegaba al relato de la última escaramuza.
—Bien, Laurence, supongo que ya ha recibido una buena dosis de acción —dijo, apartando al fin los papeles—. Espero que les haya venido bien a todos para acostumbrarse. Creo que no pasará mucho tiempo sin que nos den alguna otra sorpresa. Por cierto, quiero que se lo diga a Lenton de mi parte. Me he dedicado a mandar de patrulla costera a todos los bergantines, corbetas y goletas que me he atrevido a poner en peligro, y gracias a eso sé que en las afueras de Cherburgo los franceses están atareados como abejas en una colmena. No podemos precisar aún lo que están haciendo, pero lo más fácil es que se trate de preparativos para la invasión. Y, a juzgar por su actividad, pretenden hacerlo pronto.
—Pero Bonaparte no puede tener más noticias de la flota de Cádiz que nosotros… —apuntó Laurence, inquieto por la información que acababa de oír.
El grado de confianza que tales preparativos auguraban era aterrador, y aunque Bonaparte sin duda era arrogante, su arrogancia casi siempre tenía fundamento.
—De los hechos más inmediatos, no. Ahora, gracias a Dios, estoy seguro de eso. Usted me ha traído la confirmación de que nuestros correos han estado yendo y viniendo con regularidad —dijo Gardner, tabaleando sobre el haz de papeles que reposaba sobre la mesa—. Sin embargo, Bonaparte no puede ser tan insensato de pensar que puede cruzar sin la flota, y eso sugiere que espera su llegada a no mucho tardar.
Laurence asintió. Esas expectativas podían ser infundadas o demasiado optimistas, pero el hecho de que Bonaparte las albergara significaba que un peligro inminente se cernía sobre la flota de Nelson.
Gardner selló el fajo con los mensajes de respuesta y se lo tendió a Laurence.
—Tome. Le estoy muy agradecido por esto, Laurence, y también por traernos el correo. Ahora supongo que querrá comer con nosotros, junto con sus colegas capitanes —dijo, levantándose de la mesa—. Creo que el capitán Briggs, del Agincourt, también se unirá a nosotros.
Toda una vida de adiestramiento naval había inculcado en Laurence el precepto de que una invitación de un oficial superior equivalía a una orden. Aunque Gardner ya no era su superior en sentido estricto, ni se le pasó por la cabeza la idea de rechazarla, pero no dejaba de inquietarse un poco por Temerario, y aún más por Nitidus. El Azul de Pascal era una criatura nerviosa que en circunstancias ordinarias requería grandes dosis de cuidados por parte del capitán Warren. Laurence estaba seguro de que Nitidus sufría una gran ansiedad ante la perspectiva de quedarse a bordo de aquella plataforma flotante improvisada, lejos de su cuidador y de cualquier oficial por encima del rango de teniente.
Y sin embargo, los dragones esperaban en condiciones similares en muchas ocasiones. Si la amenaza de un ataque aéreo contra la flota hubiera sido más grave, varios de ellos habrían tenido que permanecer estacionados a todas horas sobre las plataformas mientras sus capitanes se reunían con los oficiales navales para trazar planes. A Laurence no le gustaba someter a los dragones a esa espera por un motivo tan fútil como una cita para comer; pero honradamente, tampoco podía asegurar que existiera ningún peligro real para ellos.
—Señor, nada me complacería más, y estoy seguro de que hablo también en nombre de los capitanes Warren y Chenery —contestó.
No había nada más que hacer. De hecho, Gardner ni siquiera esperó su respuesta y se fue hacia la puerta para llamar a su teniente.
Sin embargo, el único que acudió en respuesta a las banderas que les invitaron a comer fue Chenery, que traía con él disculpas sinceras y a la vez algo tibias.
—Nitidus se pone muy nervioso si se queda solo, por lo que Warren ha pensado que era mejor quedarse con él —fue la única explicación que, en tono jovial, le ofreció a Gardner.
No parecía consciente de que estaba saltándose los modales reglamentarios.
Laurence hizo una mueca para sí al notar las miradas perplejas y un tanto ofendidas provocadas por las palabras de Chenery, no sólo en Gardner, sino también en su ayudante y los demás capitanes. Aunque al mismo tiempo se sintió aliviado por Nitidus. Sin embargo, la comida ya había empezado con un incidente embarazoso, y así continuó.
Era obvio que el almirante se sentía agobiado pensando en su tarea, de modo que hacía largas pausas entre comentario y comentario. En la mesa habría reinado un espeso silencio de no ser porque Chenery se comportaba de su forma habitual. Con su buen humor y su facilidad para trabar diálogo, hablaba con toda libertad, saltándose las convenciones navales que reservaban a lord Gardner la iniciativa de la conversación.
Cuando Chenery les dirigía la palabra, los oficiales navales hacían una pausa intencionada, le respondían por fin de la forma más escueta posible y enseguida abandonaban el tema. Al principio Laurence se sintió incómodo por Chenery, pero después empezó a sentirse enojado. Debería estar claro, incluso para el más quisquilloso, que Chenery desconocía aquellas normas y que los temas que elegía eran inofensivos. A Laurence le parecía que asentarse en aquel silencio tétrico y acusador era una falta de educación mucho más grave.
Chenery no pudo evitar reparar en la fría respuesta que recibían sus palabras. No obstante, parecía más perplejo que ofendido, aunque aquello no podía durar. Cuando, inasequible al desaliento, probó a iniciar una nueva conversación, Laurence le respondió de forma deliberada. Los dos discutieron entre ellos durante varios minutos, hasta que Gardner, apartando por un momento sus escrúpulos, levantó la mirada y aportó un comentario. De este modo, la conversación recibió su bendición, y los demás oficiales se unieron por fin a ella. Laurence hizo un gran esfuerzo y mantuvo el tema vivo durante el resto de la comida.
Lo que debería haber sido un placer se convirtió así en un trabajo. Laurence se sintió aliviado cuando quitaron la mesa y se les invitó a subir a cubierta para tomar café y fumar unos puros. Tomando su taza, se acercó a la borda de estribor para disfrutar de mejor vista de la plataforma flotante. Temerario dormía plácidamente, con el sol reflejándose en sus escamas, una de las patas delanteras colgando sobre el agua, y Nitidus y Dulcia recostados sobre él.
Bedford se le acercó y miró a los dragones en lo que Laurence consideró una silenciosa muestra de camaradería. Pero, tras unos instantes, dijo:
—Supongo que es un animal muy valioso y que hemos de estar contentos por tenerlo con nosotros, pero es abrumador pensar que está encadenado a una vida y a una compañía como ésas.
Durante unos momentos, a Laurence le faltó la elocuencia necesaria para contestar a aquel comentario tan preñado de lástima. Media docena de respuestas se agolparon en sus labios. Respiró hondo con tal intensidad que la garganta le tembló, y después dijo con voz baja y brutal:
—Señor, no permitiré que me hable en esos términos, ya sea refiriéndose a Temerario o a mis colegas. Me asombra que piense usted que esa forma de hablar es aceptable.
Su vehemencia hizo que Bedford diera un paso atrás. Laurence se volvió y dejó su taza de café tintineando sobre la bandeja del camarero.
—Señor, creo que debemos partir —le dijo a Gardner, controlando el tono de su voz—. Como ésta es la primera vez que Temerario vuela siguiendo este rumbo, es mejor que volvamos antes de que oscurezca.
—Desde luego —repuso Gardner, tendiéndole la mano—. Vaya con Dios, capitán. Espero volver a verle pronto.
Pese a las excusas de Laurence, no estuvieron de vuelta en la base hasta después de anochecer. Tras ver cómo Temerario atrapaba unos cuantos atunes de gran tamaño, Nitidus y Dulcia manifestaron deseos de probar también ellos con la pesca, mientras que Temerario se mostraba más que contento de proseguir con su exhibición. Los tripulantes más jóvenes no estaban del todo preparados para la experiencia de ir a bordo de un dragón en plena cacería. Pero después de la primera bajada en picado se acostumbraron a la sensación, cesaron en sus gritos de pavor y no tardaron en tomarse todo aquello como un juego.
Laurence descubrió que ni su mal humor era capaz de sobreponerse al entusiasmo de los muchachos, que gritaban como locos cada vez que Temerario levantaba el vuelo con otro atún retorciéndose entre sus garras. Algunos de ellos incluso le pidieron permiso para descolgarse por los costados del dragón y así zambullirse cuando Temerario capturaba a su presa.
El vuelo de regreso a la costa fue algo más lento, pues Temerario se había atiborrado de atún. Mientras canturreaba feliz y satisfecho, volvió la cabeza y, con un brillo de agradecimiento en los ojos, le dijo a Laurence:
—¿No te parece que ha sido un día agradable? Hacía mucho tiempo que no teníamos un vuelo tan espléndido como éste.
Laurence descubrió que su enojo se había esfumado, por lo que no necesitó disimularlo al responder.
Las lámparas de la base empezaban a encenderse como enormes luciérnagas que se recortaban contra las oscuras siluetas de las arboledas dispersas, y la dotación de tierra movía sus antorchas entre ellas al tiempo que Temerario descendía al suelo. La mayoría de los oficiales jóvenes seguían empapados y empezaron a tiritar cuando se deslizaron a tierra por los costados del cálido corpachón del dragón. Laurence les dio permiso para que se retiraran a descansar y se quedó de guardia junto al propio Temerario, mientras los asistentes terminaban de desenganchar los arneses. Hollin le dirigió una mirada de reproche cuando los hombres le trajeron las cinchas del cuello y los hombros, que estaban incrustadas de escamas, espinas y entrañas de pez, y que ya empezaban a oler mal.
Temerario estaba tan contento y bien alimentado que Laurence no se molestó en pedir disculpas. Tan sólo dijo en tono alegre:
—Me temo que por nuestra culpa tendrá un trabajo muy pesado, señor Hollin, pero al menos no habrá que darle de comer esta noche.
—Sí, señor —dijo Hollin, en tono fúnebre, y organizó a sus hombres para la tarea.
Tras quitarle el arnés, los miembros del equipo limpiaron la piel del dragón. Habían desarrollado la técnica de pasarse cubos en cadena como una brigada de bomberos para lavarlo después de las comidas. Más tarde, Temerario dio un enorme bostezo, eructó y se tumbó en el suelo con una expresión tan plácida que Laurence se rio al verlo.
—Tengo que ir a entregar estos despachos —dijo—. ¿Vas a dormir, o quieres que te lea esta noche?
—Perdóname, Laurence, pero creo que tengo demasiado sueño —respondió Temerario, bostezando de nuevo—. Me es difícil entender a Laplace incluso cuando estoy muy espabilado, y no quiero correr el riesgo de perderme algo.
Como Laurence ya tenía bastantes problemas leyendo el francés en el que estaba redactado el tratado sobre mecánica celeste de Laplace y pronunciándolo de forma que Temerario lo entendiese —y eso que no hacía el menor esfuerzo por captar los principios que él mismo leía en voz alta—, aceptó las palabras del dragón de buen grado.
—Muy bien, amigo mío. En ese caso, te veré por la mañana —accedió, y se quedó acariciando la nariz de Temerario hasta que los ojos del dragón se cerraron y su pausada respiración reveló que se había quedado profundamente dormido.
Al recibir los despachos y el mensaje de viva voz, el almirante Lenton frunció el ceño con preocupación.
—Esto no me gusta nada, nada —dijo—. Así que Bonaparte está trabajando tierra adentro… Laurence, ¿cree que puede estar construyendo más barcos en la costa para agregarlos a su flota sin nuestro conocimiento?
—Tal vez consiga fabricar algunas naves de transporte toscas, señor, pero nunca buques de guerra —repuso Laurence enseguida, muy convencido—. Y ya dispone de transportes grandes y en abundancia en todos los puertos de la costa. Me cuesta imaginar que pueda querer más.
—Y todo eso es en las cercanías de Cherburgo, no de Calais, aunque la distancia es mayor y nuestra flota está más cerca. No lo entiendo, pero Gardner tiene razón: estoy convencido de que Bonaparte planea alguna jugada, pero no podrá llevarla a cabo hasta que su armada llegue.
Lenton se puso en pie de repente y salió de la oficina. Sin saber muy bien si debía considerar que con aquel gesto le había despedido, Laurence le siguió. Así atravesaron el cuartel general, salieron al exterior y llegaron al claro donde Lily convalecía tendida en el suelo.
La capitana Harcourt estaba sentada junto a la cabeza de su dragona y le acariciaba todo el rato la pata delantera. Choiseul estaba con ella y leía en voz baja para ambos. El dolor seguía nublando los ojos de Lily. Pero había una señal más esperanzadora: era evidente que Lily había comido, ya que los asistentes aún estaban limpiando una gran pila de huesos reducidos a astillas.
Choiseul apartó la mirada del libro y, después de susurrar algo al oído de Harcourt, acudió junto a ellos.
—Está casi dormida. Les ruego que no la despierten —dijo en tono muy suave.
Lenton asintió e indicó con una seña a Choiseul y Laurence que se apartaran unos pasos con él.
—¿Qué tal se recupera? —preguntó.
—Según los médicos, muy bien, señor. Dicen que su curación está siendo todo lo rápida que cabía esperar —respondió Choiseul—. Catherine no se ha apartado de su lado.
—Estupendo —dijo Lenton—. En ese caso, serán tres semanas, si es que el cálculo inicial sigue siendo acertado. Bien, caballeros, he cambiado de opinión. En vez de hacer que Temerario se turne con Praecursoris, voy a enviarlo a patrullar todos los días. Usted no necesita esa experiencia, Choiseul, pero Temerario sí. Tendrá que ejercitar a Praecursoris por su cuenta.
Choiseul hizo una reverencia. Si estaba en desacuerdo, no dio muestra de ello.
—Me complace servirle en lo que pueda, señor. Tan sólo tiene que indicarme la forma.
Lenton asintió.
—Por ahora, quédese con Harcourt todo el tiempo posible. Estoy seguro de que usted sabe bien lo que es tener una bestia herida —dijo.
Choiseul volvió con Harcourt y Lily, que se había quedado dormida. Lenton, frunciendo el ceño por algún pensamiento privado, se alejó con Laurence.
—Laurence —dijo—, quiero que practique maniobras de formación con Nitidus y Dulcia mientras patrulla. Sé que no ha recibido entrenamiento en formaciones reducidas, pero Warren y Chenery le pueden ayudar. Si es necesario, quiero que Temerario sepa dirigir a un par de combatientes ligeros para luchar por separado del grupo.
—Muy bien, señor —dijo Laurence, un tanto perplejo.
Estaba ávido por pedir una explicación, y le resultaba difícil reprimir la curiosidad.
Llegaron al claro de Excidium, que se estaba adormilando. La capitana Roland conversaba con la dotación de tierra mientras inspeccionaba una pieza del arnés. Los saludó inclinando la cabeza y se unió a ellos en su paseo de regreso al cuartel.
—Roland, ¿puede arreglárselas sin Auctoritas ni Crescendium? —le espetó Lenton.
Ella enarcó una ceja.
—Si tengo que hacerlo, claro que sí —repuso—. ¿De qué se trata?
A Lenton no pareció molestarle aquella pregunta tan directa.
—Tenemos que pensar en enviar a Excidium a Cádiz en cuanto Lily empiece a volar bien —contestó—. No estoy dispuesto a dejar que el reino se pierda por no tener un dragón en el sitio apropiado. Aquí, con la ayuda de la flota del canal y las baterías costeras, podemos resistir las incursiones aéreas durante mucho tiempo. En cambio, no debemos permitir que la flota enemiga escape.
Si Lenton se decidía a alejar a Excidium y a su formación, su ausencia dejaría el canal vulnerable a los ataques aéreos. Pero si las flotas francesa y española escapaban de Cádiz, acudían al norte y se unían a las naves amarradas en Brest y Calais, la ventaja, aunque tan sólo durara un día, sería lo bastante avasalladora para que Napoleón se decidiese a embarcar su ejército de invasión.
Laurence no envidiaba la responsabilidad de Lenton. No sabía si las divisiones aéreas de Bonaparte estaban a medio camino de Cádiz por tierra o seguían aún en la frontera austríaca, por lo que su decisión sólo podía basarse en conjeturas. Aun así, tenía que tomarla, aunque fuese eligiendo no hacer nada, y era obvio que Lenton estaba dispuesto a arriesgarse.
Ahora era evidente el sentido de las órdenes que Temerario había recibido. El almirante quería tener a mano una segunda formación, aunque fuese pequeña, y hubiese recibido un entrenamiento incompleto. Laurence creía recordar que Auctoritas y Crescendium, del grupo de apoyo de Excidium, eran dragones de combate de peso medio. Quizá Lenton pretendía combinarlos con Temerario para convertirlos a los tres en una fuerza de choque con capacidad de maniobra.
—Tratar de superar en astucia a Bonaparte. La idea hace que se me hiele la sangre en las venas —dijo la capitana Roland, haciendo eco de los sentimientos de Laurence—. Pero estaremos listos para partir en cuanto usted lo ordene. Y mientras nos quede tiempo, haré maniobras de vuelo sin Auctor ni Cressy.
—Bien, póngase a ello —dijo Lenton, mientras subían las escaleras que llevaban al vestíbulo—. Ahora he de dejarles. Por desgracia, aún tengo que leer diez despachos más. Buenas noches, señores.
—Buenas noches, Lenton —dijo Roland, que se estiró y bostezó una vez se hubo ido el almirante—. Bueno, volar en formación puede ser mortalmente aburrido si no se introducen cambios de vez en cuando, del tipo que sean. ¿Qué le parece si cenamos algo?
Tomaron sopa y pan tostado, y también queso azul de Stilton con oporto, y después volvieron a la habitación de Roland para jugar al piquet. Tras unas cuantas manos y un rato de conversación superficial, ella, con la primera nota de timidez que Laurence había escuchado en su voz, le preguntó:
—Laurence, ¿me permite un atrevimiento?
Él se quedó mirándola de hito en hito, pues Roland nunca dudaba a la hora de tomar la iniciativa en cualquier materia.
—Desde luego —respondió, tratando de imaginar qué iba a pedirle Roland.
De pronto fue consciente de lo que les rodeaba: la cama grande y arrugada, a menos de diez pasos; el cuello abierto del camisón que ella se había puesto cuando entraron en la alcoba, después de quitarse la chaqueta y los calzones detrás de un biombo. Laurence bajó la vista hacia sus cartas. El rostro le ardía y las manos le temblaban un poco.
—Si tiene alguna reticencia, le ruego que me lo diga cuanto antes —añadió.
—No —se apresuró a responder Laurence—. Me encantará complacerla. Estoy seguro —añadió con retraso al darse cuenta de que ella aún no le había preguntado nada.
—Es muy amable —dijo ella. Su cara se iluminó con una sonrisa amplia, aunque algo torcida, pues la comisura derecha de su boca se levantaba más que la parte quemada que tenía a la izquierda. Después prosiguió—: Le agradecería que me dijera con total sinceridad qué opina del trabajo de Emily, y de su interés por esta forma de vida.
Laurence se concentró para no ruborizarse, pues se había imaginado lo que no era, mientras ella añadía:
—Ya sé que es una ruindad pedirle que me hable mal de ella, pero he comprobado más de una vez lo que sucede cuando se confía demasiado en la herencia familiar sin un entrenamiento adecuado. Si tiene algún motivo para dudar de que esté capacitada, le ruego que me lo diga ahora que aún queda tiempo para poner una solución.
Ahora su desazón era evidente. Al pensar en Rankin y el trato tan indigno que le daba a Levitas, Laurence se puso en el lugar de Roland. La empatia le ayudó a sobreponerse de la situación tan embarazosa en que él mismo se había metido.
—Le puedo jurar que hablaría con franqueza si apreciara señales de algo así. De hecho, jamás la habría elegido como mensajera si no me sintiera seguro de que es una muchacha de fiar y está consagrada a su deber. Sin duda, es joven, pero también prometedora.
Roland resopló, se retrepó en la silla y dejó caer las cartas, sin molestarse en fingir que les estaba prestando atención.
—Dios, cuánto me alivia oírle decir eso —dijo—. Yo también esperaba lo mismo, pero he descubierto que en este asunto no puedo confiar en mí misma —se rio, desahogada, y se levantó a buscar otra botella de vino en el escritorio.
Laurence le tendió el vaso para que se lo llenara.
—Por el éxito de Emily —brindó, y ambos bebieron.
Después, ella se acercó, le quitó el vaso de la mano y le besó. Ciertamente, Laurence se había equivocado de medio a medio: en este asunto, Roland no mostró la menor vacilación.