Capítulo 1

El navío francés cabeceaba en el oleaje picado. Su cubierta estaba resbaladiza a causa de la sangre. Un golpe de mar podía derribar a cualquier marino con la misma facilidad que un disparo intencionado. En el fragor de la batalla, Laurence no tuvo tiempo para sorprenderse de la notable resistencia del enemigo pero, a pesar del brutal aturdimiento en el ardor del combate, la confusión de espadas y el humo de las pistolas, se percató de la honda angustia del rostro del capitán francés mientras animaba a voz en grito a los suyos.

Después de aquello, aún pasó un breve lapso de tiempo hasta que se encontraron en cubierta y el hombre le entregó la espada a regañadientes. Hizo ademán de cerrar la mano sobre la hoja en el último momento, como si tuviera intención de retirarla. Laurence alzó la vista para asegurarse de que habían arriado el pabellón y entonces aceptó el acero con un asentimiento mudo. No hablaba francés, y un cruce de palabras más formal le hubiera obligado a esperar a que estuviera presente el tercer teniente, un joven que en aquel momento se hallaba bajo cubierta para asegurar la artillería francesa. Los franceses supervivientes se dejaron caer literalmente en sus puestos en cuanto cesaron las hostilidades. Laurence se percató de que eran menos de lo que cabía esperar en una fragata de treinta y seis cañones, y de que parecían enfermos y demacrados.

Muchos de ellos yacían muertos o agonizantes en la cubierta. Sacudió la cabeza a la vista de aquel despilfarro de vidas y dirigió una mirada de reprobación al capitán francés. Nunca debería haber presentado batalla. Dejando a un lado el simple hecho de que, en el mejor de los casos, el Reliant aventajaba ligeramente en cañones y hombres al Amitié, era obvio que la enfermedad o el hambre habían diezmado la tripulación. Para empezar, las velas que tenía sobre la cabeza eran un triste enredo, y aquello no era resultado de la batalla, sino de la tormenta que acababa de pasar esa misma mañana. Ni siquiera habían conseguido disparar una andanada antes de que el Reliant se hubiera acercado y los hubiera abordado. El capitán estaba manifiestamente afectado por la derrota, pero no era un hombre joven que se dejase llevar por la fogosidad. Debería haber hecho lo mejor para su tripulación en lugar de empujarla a un combate perdido de antemano.

—Señor Riley —llamó Laurence para atraer la atención de su alférez—, que nuestros hombres lleven abajo a los heridos. —Enganchó al cinto el sable del capitán francés. No creía que aquel hombre se mereciera la cortesía de que se lo devolviera, aunque lo habitual hubiera sido hacerlo así—. Haga venir al señor Wells.

—Muy bien, señor —respondió Riley mientras se volvía para dar las órdenes pertinentes.

Laurence anduvo hacia la balaustrada para mirar hacia abajo y evaluar los daños que había sufrido el casco. Parecía razonablemente intacto. Había ordenado a sus hombres que no dispararan por debajo de la línea de flotación. Pensó con satisfacción que no tendría por qué haber dificultad alguna en llevarlo a puerto.

Los cabellos se le habían soltado de la pequeña coleta y le cayeron sobre los ojos al agacharse a mirar. Los apartó con gesto impaciente cuando alzó la cabeza, dejando rastros de sangre en la frente y en el pelo descolorido por el sol; esto, añadido a los anchos hombros y la mirada severa, le confería una apariencia fiera de la que él no era consciente mientras inspeccionaba la nave apresada, una apariencia completamente opuesta a la habitual amabilidad de sus facciones.

Wells subió en respuesta a la llamada del capitán y llegó a su altura.

—Señor —dijo sin esperar a que le dirigiera la palabra—, le pido perdón, señor, pero el teniente Gibbs dice que hay algo raro en la bodega.

—¿Sí? Iré a mirar —respondió Laurence—. A ver si consigue que este caballero se comprometa a no intentar nada, ni él ni sus hombres, para poder dejarlos en libertad bajo palabra. —Señaló al capitán francés—. De lo contrario, los encerraremos.

Éste no respondió de forma inmediata; miró a sus hombres con gesto abatido. Les haría mucho bien poder permanecer en la cubierta inferior y cualquier recuperación de la nave era prácticamente imposible en las circunstancias actuales. Aun así, vaciló, flaqueó y al fin farfulló: «Je me rends», con un aspecto todavía más desdichado.

Laurence le dirigió una breve señal de asentimiento.

—Puede volver a su camarote —le dijo a Wells; luego, se volvió para bajar a la bodega—. Tom, ¿me acompaña? Perfecto.

Descendió con Riley pegado a los talones y encontró al primer teniente esperándole. El rostro orondo de Gibbs aún relucía por el sudor y la emoción. Sería él quien llevaría la presa a puerto y lo más probable es que asumiera también el cargo de capitán cuando la hubieran acondicionado para ser una fragata inglesa. Eso complacía sólo a medias a Laurence. Aunque Gibbs se había desenvuelto competentemente, era un oficial impuesto por el Almirantazgo y nunca habían llegado a intimar. Hubiera preferido a Riley en lugar del primer teniente y, si hubiera estado en su mano, sería Riley quien conseguiría ahora ese ascenso. Así era la naturaleza del servicio y no envidiaba la buena suerte de Gibbs pero, aun así, no se alegraba con el mismo entusiasmo que si hubiera visto a Tom conseguir su propio barco.

—Muy bien, ¿qué ocurre aquí? —preguntó Laurence a continuación.

La marinería se apiñaba alrededor de una mampara extrañamente orientada hacia el área de popa de la bodega, descuidando la tarea de catalogar los pertrechos de la nave apresada.

—Señor —contestó Gibbs—, haga el favor de venir por aquí. Abrid paso ahí delante —ordenó.

Cuando se apartaron los marinos, Laurence vio una entrada situada en un tabique que habían levantado en la parte posterior de la bodega hacía poco tiempo, ya que la madera era notablemente más ligera que la de los tablones circundantes.

Después de agacharse para cruzar la puerta baja, se encontró en una pequeña cámara de apariencia extraña. Habían reforzado las paredes con metal de verdad, lo cual había añadido a la nave un peso enorme e innecesario, y habían acolchado el suelo con lonas viejas. Además, en un rincón, había una pequeña estufa de carbón apagada en aquel momento. El único objeto guardado en el interior de la cámara era un gran cajón de embalaje —que, a simple vista, tendría la altura y anchura de la cintura de un hombre— amarrado al suelo por medio de gruesas guindalezas sujetas a anillos metálicos.

Laurence no pudo reprimir la más vivida curiosidad, la cual le venció después de intentar resistirse durante un momento. Apretó el paso y dijo:

—Señor Gibbs, creo que deberíamos echar un vistazo ahí dentro.

La tapa del cajón estaba concienzudamente asegurada con clavos, pero al fin cedió al empuje de varios voluntariosos marineros. La levantaron haciendo palanca y quitaron la parte superior del embalaje. Fueron muchos quienes estiraron el cuello al mismo tiempo para ver el contenido.

Nadie habló. Laurence contempló en silencio la centelleante curvatura de la cáscara del huevo que sobresalía del montón de paja. Resultaba difícil de creer.

—Haga llegar al señor Pollitt la orden de que baje —ordenó al fin; la voz sonó sólo un poco tensa—. Señor Riley, cerciórese de que esas cuerdas son lo bastante seguras, por favor.

Riley no contestó de inmediato, estaba demasiado atareado mirando. Luego, prestó atención de repente y respondió con premura:

—Sí, señor.

A continuación se agachó para comprobar las sujeciones.

Laurence se acercó y bajó la vista para contemplar el huevo. No cabía duda alguna en cuanto a su naturaleza, aunque no era capaz de asegurarlo por su propia inexperiencia. Una vez pasada la sorpresa del primer momento, extendió la mano con vacilación y acarició la superficie con cautela; era lisa y dura al tacto. La retiró casi de inmediato para no arriesgarse a sufrir algún daño.

El señor Pollitt descendió a la bodega con su habitual torpeza, aferrando con ambas manos los laterales de la escalera, en los que dejó sus huellas impresas en sangre. No era marinero; se había hecho cirujano cuando frisaba los cuarenta después de sufrir alguna decepción en tierra que nunca había querido aclarar. No obstante, era un hombre magnífico, muy apreciado por la tripulación a pesar de que su mano no era la más firme en la mesa de operaciones.

—¿Sí, señor? —dijo. Entonces, vio el huevo—. ¡Padre Nuestro que estás en los cielos!

—Entonces, ¿es un huevo de dragón? —preguntó Laurence, esforzándose para refrenar una nota de triunfo en la voz.

—Oh, sí, sin duda, capitán. Sólo el tamaño ya lo demuestra. —El señor Pollitt se secó las manos en el mandil y se puso a quitar más paja de la parte superior del cajón en un intento de ver cuánto medía—. Caramba, está bastante endurecido. ¿En qué estarían pensando para estar tan lejos de tierra?

Las últimas palabras no parecían muy halagüeñas, por lo que Laurence preguntó con acritud:

—¿Endurecido? ¿Qué significa eso?

—Pues que pronto va a salir del cascarón. Tendré que consultar mis libros para asegurarme, pero creo que el Bestiario de Badke establece con rotundidad que la cría romperá el cascarón en la semana siguiente a que éste se haya endurecido del todo. ¡Qué espécimen tan espléndido! He de traer mi cinta métrica.

Se marchó con denodado afán. Laurence intercambió una mirada con Gibbs y Riley, y de inmediato los tres se reunieron lejos de los perseverantes espectadores para poder hablar sin ser oídos.

—¿Dirían ustedes que estamos al menos a tres semanas de Madeira si soplan vientos favorables?

—Como mínimo, señor —dijo Gibbs con un asentimiento.

—No logro imaginarme cómo vinieron aquí con él —repuso Riley—. ¿Qué se propone hacer, señor?

La satisfacción inicial de Laurence se iba convirtiendo poco a poco en consternación conforme comprendía la dificultad propia de la situación. Contempló el huevo con mirada ausente. Relucía con el acogedor lustre del mármol incluso a la tenue luz del farol.

—Que me zurzan si lo sé, Tom, pero supongo que voy a devolverle el sable al capitán francés. Después de todo, no me sorprende que luchara con tanto encono.

Pero sí sabía qué hacer, por supuesto; sólo había una posible solución, desagradable se mirara como se mirase. Laurence contempló con gesto pensativo cómo trasladaban el huevo, aún en el cajón, a bordo del Reliant; era el único hombre de semblante adusto, además de los oficiales franceses, a quienes había concedido libertad de movimiento en el alcázar, desde cuya barandilla contemplaban con desánimo el lento transbordo. Los marineros que los rodeaban esbozaban sonrisas de regodeo y reinaba un gran júbilo entre los tripulantes ociosos, que, de forma innecesaria, pedían precaución a gritos y daban consejos al sudoroso grupo de hombres que se ocupaba propiamente de la operación de traslado.

Laurence se despidió de Gibbs en cuanto el huevo estuvo instalado a salvo en la cubierta del Reliant.

—Le voy a confiar a los presos. No tiene sentido darles ninguna oportunidad de que intenten recuperar el huevo —dijo—. Naveguemos juntos mientras sea posible. No obstante, si nos separásemos, nos reuniremos en Madeira. Mis más sinceras felicitaciones, capitán —añadió al tiempo que estrechaba la mano de Gibbs.

—Gracias, señor. Soy del mismo parecer y le agradezco mucho…

En ese momento le falló a Gibbs la elocuencia, que, por otro lado, nunca tuvo en demasía. Desistió y sólo fue capaz de quedarse delante de Laurence con una gran sonrisa en los labios mientras todos le daban los parabienes.

Las naves se habían mantenido un costado junto al otro durante el traslado del cajón, por lo que Laurence no tuvo que subir a un bote, sino que saltó aprovechando la cresta de una ola. Riley y el resto de los oficiales ya habían regresado al Reliant. Dio orden de largar trapo y se fue directamente abajo para enfrentarse al problema en privado.

Pero durante la noche no se le presentó ninguna alternativa menos ardua. A la mañana siguiente cedió ante lo inevitable e impartió órdenes; al poco, los guardiamarinas y tenientes del barco se apiñaron en el camarote, acicalados y nerviosos, vistiendo sus mejores galas. Aquel tipo de convocatoria general no tenía precedentes y el camarote del capitán era demasiado pequeño para albergarlos a todos con comodidad. Laurence vio ansiedad en muchos rostros, fruto de algún remordimiento, sin duda, y curiosidad en otros. Sólo Riley parecía preocupado, tal vez porque sospechaba las intenciones de Laurence.

El capitán se aclaró la garganta. Se había quedado de pie después de ordenar el escritorio y retirar la silla para que hubiera más espacio; no obstante, había dejado el tintero y la pluma, así como varias cuartillas de papel que ahora reposaban detrás de él, encima del antepecho de las ventanas de popa.

—Caballeros, a estas alturas todos ustedes saben que hemos encontrado un huevo de dragón a bordo de la nave apresada. El señor Pollitt lo ha identificado con toda seguridad.

Se levantó una oleada de sonrisas y codazos furtivos.

—¡Felicidades, señor! —celebró con voz aguda el pequeño guardiamarina Battersea.

Un sordo ruido de satisfacción se extendió por la estancia. Laurence torció el gesto. Comprendía su alborozo, y lo hubiera compartido si las circunstancias hubieran sido sólo un poco diferentes. El huevo debería de valer mil veces su peso en oro una vez que lo hubiera llevado intacto a tierra; todos los tripulantes del barco recibirían su parte del botín, y él, como capitán, se llevaría la parte de más valor.

El capitán francés había arrojado por la borda el diario del Amitié, pero sus marineros habían sido menos discretos que los oficiales y a través de sus quejas Wells pudo conocer con toda claridad las causas que retrasaron la llegada al puerto: fiebres entre la dotación, total ausencia de viento en la zona de las calmas ecuatoriales durante casi un mes, una gotera en los tanques de agua que había menguado las reservas y, por último, la galerna que también ellos habían tenido que capear recientemente. Había sido una concatenación de hechos desafortunados, y Laurence era consciente de que la naturaleza supersticiosa de sus hombres se agitaría ante la idea de llevar el huevo, que, sin lugar a dudas, consideraban el causante de todo, a bordo del Reliant.

Por supuesto, procuraría que la tripulación lo ignorase; cuanto menos se supiera del largo rosario de desastres que había sufrido el Amitié, mejor. Por eso, después de que se hiciera el silencio de nuevo, se limitó a decir:

—Por desgracia, la presa ha tenido un viaje realmente malo. Esperaban haber llegado a puerto hace un mes, si no antes, y el retraso ha hecho que cuanto concierne al huevo sea más apremiante.

La perplejidad y la incomprensión presidían la mayoría de los rostros, aunque comenzaban a extenderse las miradas de preocupación, por lo que zanjó el asunto afirmando:

—En resumen, el dragón está a punto de romper el huevo, caballeros.

Se oyó otro murmullo, esta vez de decepción, e incluso unas pocas protestas en voz baja. Por lo general, hubiera tomado nota de los infractores para darles una leve reprimenda pero, tal y como estaban las cosas, lo dejó pasar. Pronto iban a tener más motivos de queja. Por el momento, no habían comprendido el significado de sus palabras; simplemente habían pensado que eso supondría una reducción del botín al pasar de un huevo intacto a lo que pagarían por un dragoncillo sin adiestrar, mucho menos valioso.

—Tal vez no todos ustedes sean conscientes —dijo al tiempo que silenciaba los susurros con una mirada— de que Inglaterra se encuentra en una situación grave en lo que se refiere a la Fuerza Aérea. Por supuesto, somos más hábiles y somos capaces de sobrevolar cualquier otro país, pero los franceses doblan nuestro número de crías y resulta innegable que tienen más variedad de especies. Un dragón correctamente enjaezado nos resulta más valioso que una nave de primera clase con cien cañones, incluso un simple Tanator Amarillo o un Winchester de tres toneladas. El señor Pollitt cree que esta cría es un espécimen de primera a juzgar por el tamaño y el color del huevo, y muy probablemente se trate de una de las especies grandes, que son muy raras.

—¡Vaya! —exclamó el guardiamarina Carver con tono horrorizado, como si hubiera comprendido el significado de las palabras de Laurence.

Se puso colorado de inmediato, cuando todas las miradas se clavaron en él, y cerró la boca.

Laurence ignoró la interrupción. Riley se cuidaría de retirarle el grog a Carver durante una semana sin necesidad de que él se lo ordenara. Al menos, la exclamación había predispuesto a los demás.

—Es nuestro deber intentar al menos ponerle un arnés al animal —informó—. Confío, caballeros, en que todos los aquí presentes estén dispuestos a cumplir su deber con Inglaterra. La Fuerza Aérea no es la clase de vida para la que ninguno de nosotros hemos sido educados, pero tampoco la Armada es una sinecura, y no hay ni uno solo de ustedes que no comprenda que es un servicio duro.

—Señor —intervino el teniente Fanshawe con ansiedad; era un joven de muy buena familia, hijo de un conde—, cuando dice «nosotros», esto… ¿Se refiere a todos nosotros?

Enfatizó la palabra todos con una insinuación claramente egoísta y Laurence notó cómo su rostro enrojecía de ira mientras contestaba con brusquedad:

—Todos, señor Fanshawe, ¡ya lo creo! A menos que haya aquí alguien que sea demasiado cobarde para hacer el intento, y en tal caso ese caballero podrá explicarse ante una corte marcial cuando desembarquemos en Madeira.

Recorrió la sala con una mirada de enojo y nadie más se atrevió a sostenerla ni protestar.

Era el que más furioso estaba de todos porque comprendía aquel sentimiento, él mismo lo compartía. Sin duda, ningún hombre crecía con la esperanza de convertirse en aviador, y odiaba tener que pedir a sus oficiales que afrontaran ese destino. Después de todo, aquello suponía el final de cualquier semejanza con una vida normal. No se parecía a la Marina, donde se podía conducir la nave de regreso, devolverla a la Armada y quedarse en tierra, independientemente de que te gustase o no.

No se podía dejar un dragón en un muelle o permitirle deambular suelto ni siquiera en tiempos de paz, y para impedir que un animal adulto de veinte toneladas campara a sus anchas se necesitaba casi la plena atención de un aviador y un equipo de asistentes. Además, el empleo de la fuerza era inútil con los dragones, que eran muy melindrosos con sus cuidadores; algunos no admitían cambio alguno, ni siquiera aunque acabaran de romper el huevo, y ninguno después de haberse alimentado por primera vez. Era posible retener a un dragón salvaje en los lugares de cría gracias al continuo suministro de comida, compañeros y un refugio cómodo, pero no se les podía mantener al aire libre ni tampoco hablarían con los hombres.

Por eso, si un recién salido del cascarón consentía que alguien le pusiera un arnés, el deber le vinculaba con el animal para siempre. Un aviador no podía administrar ninguna clase de patrimonio ni formar una familia ni entrar en sociedad en grado alguno. Vivían como hombres excluidos y en buena medida fuera del alcance de la ley, ya que resultaba imposible castigar al aviador sin perder así la posibilidad de emplear al dragón. En tiempos de paz, vivían en una suerte de escandaloso y atroz libertinaje en pequeños enclaves, por lo general situados en los lugares más remotos e inhóspitos de Gran Bretaña, donde al menos se les podía conceder cierta libertad a los dragones. Aunque se honraba a los hombres de la Fuerza Aérea sin cuestionar su valor y su entrega al deber, la perspectiva de entrar en sus filas no resultaba atractiva para ningún caballero que se hubiera educado en una sociedad respetable.

No obstante, ellos procedían de buenas familias, eran hijos de caballeros que comenzaron su adiestramiento en la Armada a los siete años; además, el que otra persona distinta a los oficiales de la Fuerza Aérea intentara poner el arnés al dragón constituía un insulto intolerable. Si había que pedir a uno que asumiera el riesgo, debía pedírselo a todos. Aun así, le hubiera gustado librar a Carver de todo aquello, y lo hubiera hecho si Fanshawe no hubiera hablado de forma tan improcedente, ya que sabía que el muchacho padecía de vértigo, lo cual suponía un grave impedimento para un aviador. Pero la lastimosa petición había creado una atmósfera en la que esa exclusión hubiera parecido favoritismo, y eso no era posible.

Inspiró hondo, aún hirviendo de rabia, y volvió a hablar:

—Ninguno de los aquí presentes ha sido entrenado para ese cometido, por lo que el único medio justo de encomendar esa tarea es echarlo a suertes. Naturalmente, todos los caballeros con familia están excusados. Señor Pollitt —ordenó al cirujano, que tenía esposa y cuatro hijos en Derbyshire—, usted extraerá por nosotros el nombre del elegido. Caballeros, escriban su nombre en uno de esos trozos de papel y métanlo en esta bolsa.

Predicando con el ejemplo, Laurence rasgó un trozo de cuartilla con su nombre escrito, lo dobló y lo introdujo en la bolsita.

Riley se adelantó de inmediato y los demás le imitaron obedientemente. Fanshawe escribió su nombre con pulso tembloroso y la cara colorada bajo la fría mirada de Laurence. Carver, sin embargo, escribió con resolución a pesar de la palidez de sus mejillas. El último fue Battersea, que, a diferencia de la práctica totalidad de sus compañeros, se descuidó en el momento de rasgar el papel, de modo que su trozo era inusualmente grande. El capitán llegó a oír el susurro de Carver:

—¿No se hacen famosos los jinetes de dragón?

Laurence sacudió levemente la cabeza ante la irreflexión de la juventud; sin embargo, sería mucho mejor que el elegido fuera uno de los oficiales jóvenes, ya que la adaptación sería más fácil. Aun así, resultaría duro ver cómo uno de los muchachos se sacrificaba en cumplimiento de la tarea y él tendría que afrontar la indignación de la familia. Pero eso mismo valdría para cualquiera de los presentes, él mismo incluido.

No conseguía reprimir del todo sus propios temores ahora que se aproximaba el momento crucial, aunque había hecho todo lo posible para no considerar las consecuencias desde una perspectiva egoísta. Un trocito de papel podría significar el hundimiento de su carrera, la perturbación de su vida, la desgracia a los ojos de su padre y, también, había que pensar en Edith Galman, pero no quedaría nadie si empezaba a excusar a sus hombres por algún vínculo en formación, en vez de por una atadura legal. En todo caso, no se imaginaba excluyéndose de esta selección por ningún motivo; no podía pedir a sus hombres que afrontaran aquello y excluirse él mismo.

Le tendió la bolsa al señor Pollitt e hizo un esfuerzo para permanecer en posición de descanso sin parecer preocupado, sujetándose las manos detrás de la espalda sin apretar demasiado. El cirujano agitó la saca dos veces, introdujo la mano sin mirar y extrajo una hoja doblada. Laurence se avergonzó de la sensación de profundo alivio incluso antes de que se leyera el nombre, el pliego elegido estaba doblado una vez más que el suyo.

La emoción duró sólo un momento.

—Jonathan Carver —leyó Pollitt.

Se escuchó resoplar con estrépito a Fanshawe y el suspiro de Battersea, mientras Laurence inclinaba la cabeza sin dejar de maldecir a Fanshawe en silencio. Carver era un oficial muy prometedor y lo más probable es que fuera un negado en la Fuerza Aérea.

—Bueno, ahí está —dijo; no había nada que pudiera hacer—. Señor Carver, queda relevado de sus deberes habituales hasta la eclosión. En vez de eso, se va a instruir con el señor Pollitt sobre el proceso que se ha de seguir para enjaezar al dragón.

—Señor, sí, señor —respondió el muchacho con un hilo de voz.

—Caballeros, retírense. Señor Fanshawe, deseo hablar con usted a solas. Señor Riley, tome el mando en cubierta.

Riley rozó el sombrero y los demás desfilaron detrás de él. Fanshawe permaneció rígido y pálido, con las manos firmemente apretadas detrás de la espalda. Tragó saliva. La prominente nuez subía y bajaba de forma ostensible. Laurence le hizo esperar sudando hasta que su ayudante colocó en su sitio todos los muebles del camarote; luego se sentó y le contempló desde su puesto oficial, entronizado delante de los ventanales de popa.

—Bueno —dijo—, ahora me gustaría que me explicara a qué se refería exactamente cuando ha hecho ese comentario, señor Fanshawe.

—Eh, no quise decir nada, señor —contestó el interpelado—. Es lo que se dice sobre los aviadores, señor…

Se le trabó la lengua y se detuvo ante el fulgor cada vez más agresivo de los ojos de Laurence.

—Me importa un bledo lo que digan, señor Fanshawe —replicó con frialdad—. Los aviadores son el escudo de Inglaterra desde el aire, como la Armada lo es por mar. Podrá criticarlos cuando haya conseguido al menos la mitad de sus logros. Hará las guardias del señor Carver y realizará tanto el trabajo de él como el suyo. Le retiro su ración de grog hasta nueva orden. Informe al oficial de intendencia. Puede retirarse.

A pesar de sus palabras, dio vueltas por el camarote después de la marcha de Fanshawe. Se había mostrado severo, y con toda razón, ya que era impropio hablar de esa forma de un compañero, y más aún insinuar que se le debería excluir a causa de su noble linaje, pero sin duda era un sacrificio, y le remordía profundamente la conciencia cada vez que pensaba en el aspecto del rostro de Carver. Se reprochó sus propios sentimientos de alivio; había condenado al muchacho a un destino que él mismo no deseaba afrontar.

Intentó consolarse con la idea de que aún existía la posibilidad de que el dragón rechazara a Carver, que carecía de adiestramiento, y rehusara el arnés. Entonces ya no habría reproche posible y podría repartir el botín con la conciencia tranquila. El dragón continuaría siendo de un valor incalculable para Inglaterra incluso aunque sólo pudiera emplearse en la cría, y habérselo arrebatado a Francia ya constituiría una victoria en sí misma. Personalmente, estaría más que satisfecho con aquella resolución, aunque el sentido del deber le obligaba a hacer cuanto estuviera en su mano para conseguir que ocurriera de otra forma.

La semana siguiente transcurrió con inquietud. Resultaba imposible no percibir la ansiedad de Carver, en especial a medida que pasaban los días y el arnés que el armero se esforzaba en hacer empezaba a cobrar forma reconocible, así como la desdicha de sus amigos y los servidores de los cañones, ya que era un tipo popular y su problema de vértigo no era ningún secreto. El señor Pollitt era el único que estaba de buen humor, pues desconocía el ambiente que reinaba a bordo y estaba muy interesado en el proceso de ponerle los arreos al dragón. Pasó mucho tiempo inspeccionando el huevo, hasta el extremo de comer y dormir junto al cajón de embalaje en el cuarto de oficiales, para gran disgusto de los oficiales que dormían allí: roncaba profundamente y las literas ya estaban atestadas. Pollitt no se enteró de la silenciosa desaprobación y continuó velando hasta la mañana en que con una lamentable falta de compasión anunció con júbilo la aparición de las primeras grietas.

Laurence ordenó que subieran a cubierta el huevo sin el cajón. Encima de un par de armarios unidos, le habían preparado un colchón hecho de lona y relleno de paja, y sobre él pusieron el huevo con sumo cuidado. El señor Rabson, el armero, subió el arnés. Era un modelo provisional de correas de cuero sujeto por docenas de hebillas, ya que él no tenía suficientes conocimientos acerca de las medidas que tenían los dragones para hacerlo exacto. Se hizo a un lado y permaneció a la espera con el arnés preparado mientras Carver se situaba delante del huevo. Laurence ordenó a la marinería que despejara el área circundante para dejar más espacio; la mayoría se subió a las jarcias o encima del tejado de la camareta alta, el mejor lugar para contemplar el proceso.

Era un día de sol radiante y tal vez el calor y la luz dieran fuerzas al dragón, tanto tiempo confinado, porque el huevo comenzó a resquebrajarse con más intensidad en cuanto lo depositaron en cubierta. Hubo una oleada de inquietud y bulliciosos susurros en lo alto, que Laurence prefirió ignorar, y algunos gritos sofocados la primera vez que se pudo atisbar lo que sucedía en el interior cuando asomó la punta de un ala y las garras buscaron a tientas otra grieta diferente por la que salir.

Todo terminó de repente. El cascarón se rompió casi por el medio y las dos mitades salieron disparadas sobre la cubierta, como si compartieran la impaciencia del ocupante. El pequeño dragón emergió de entre los fragmentos y trozos del cascarón y se agitó sobre el colchón con vigor. La mucosidad del interior aún le cubría y brillaba húmedo y lustroso a la luz del sol. El cuerpo era completamente negro del hocico a la cola. Una expresión de asombro recorrió las filas de la tripulación cuando desplegó las alas de seis nervaduras, igual que las varillas del abanico de una dama, cuya parte inferior estaba moteada de manchas ovaladas de color gris y resplandeciente azul oscuro.

El propio Laurence estaba impresionado. Nunca antes había presenciado una eclosión, aunque había estado en varias acciones de vuelo y presenciado varios ataques de apoyo protagonizados por dragones adultos de la Fuerza Aérea. Le faltaban los conocimientos necesarios para identificar la especie, pero sin duda ésta era extremadamente extraña. No recordaba haber visto un dragón negro en ningún bando y le parecía bastante grande para ser un recién nacido. Todo lo cual hacía que el asunto fuera más urgente.

—Señor Carver —dijo—, cuando esté listo…

El interpelado, extremadamente pálido, avanzó hacia la criatura con la mano extendida temblando de forma ostensible:

—Dragón bueno —empezó; las palabras parecían más una pregunta que una afirmación—. Dragón bonito.

El dragoncillo no le prestó la más mínima atención. Estaba ocupado examinándose y quitándose con sumo cuidado los restos del cascarón adheridos a la piel. Aunque no alcanzaba el tamaño de un perro grande, las cinco impresionantes uñas de cada garra medían más de dos centímetros de largo; Carver las miró con ansiedad y se detuvo a un brazo de distancia, donde continuó esperando en silencio. La criatura siguió ignorándolo, y al final, el oficial volvió la cabeza y lanzó una ansiosa mirada de súplica hacia donde se encontraban Laurence y el señor Pollitt.

—Quizá si volviera a hablarle… —apuntó el señor Pollitt de forma dubitativa.

—Inténtelo, por favor, señor Carver —le aconsejó Laurence.

El muchacho asintió, pero cuando se volvió, el dragón ya se le había adelantado, había bajado de un salto de la colchoneta y había pasado junto a él dando saltos. Carver se dio la vuelta con la mano aún extendida y una expresión de sorpresa que casi resultaba cómica mientras los demás oficiales, que se habían acercado entusiasmados por la rotura del cascarón, retrocedían alarmados.

—¡Permanezcan en sus puestos! —ordenó Laurence bruscamente—. Señor Riley, vigile la bodega.

Riley asintió y se colocó delante de la apertura para evitar que el pequeño dragón bajara, pero la criatura, en lugar de ir hacia allí, se giró para explorar la cubierta; al caminar, metía y sacaba una larga y estrecha lengua bífida con la que rozaba todo cuanto se hallaba a su alcance y miraba a su alrededor dando muestras evidentes de curiosidad y perspicacia. Continuó ignorando a Carver a pesar de los repetidos intentos de éste de llamar su atención, y mostraba el mismo desinterés por los demás oficiales. Aunque de vez en cuando se levantaba sobre las dos patas traseras para examinar más de cerca un rostro, se comportó igual que cuando examinaba una polea o el reloj de arena colgante: lo miraba con curiosidad, pero sin inmutarse.

A Laurence se le cayó el alma a los pies. A él precisamente no le podían culpar de que el joven dragón mostrase inclinación alguna por un oficial de la Marina sin adiestrar, pero era un verdadero revés haber permitido que, recién salido del cascarón, se asilvestrara un dragón tan poco común. Habían dispuesto todo en función de lo que todo el mundo sabía, fragmentos de los libros de Pollitt y los recuerdos difusos de una eclosión que éste había observado en una ocasión. Ahora, Laurence temía que se hubieran saltado algún paso esencial. Ciertamente, le resultaba anómalo que la criatura fuera capaz de hablar de inmediato, recién salida del huevo. No habían encontrado en los libros ninguna referencia que describiera una invitación específica ni una treta que lo indujera a hablar, pero sin duda le culparían, y se culparía, si se acababa descubriendo que había omitido algo.

El murmullo de las conversaciones aumentó cuando los oficiales y marineros sintieron que había pasado el gran momento. Pronto debería rendirse y pensar en confinar al animal para impedir que se fuera volando después de haberle dado de comer. El dragoncillo, que seguía explorando, se acercó hasta él y se sentó sobre los cuartos traseros para mirarlo de forma inquisitiva. Laurence bajó la vista sin disimular el pesar y la consternación.

El dragón parpadeó delante de él. Laurence se percató de que la criatura tenía los ojos de un profundo azul y las pupilas rasgadas. Entonces, el dragón le preguntó:

—¿Por qué ponéis mala cara?

Enseguida se hizo un silencio absoluto. A Laurence le resultó difícil no quedarse boquiabierto delante de la criatura. Carver, que hasta ese momento se había considerado indultado, permaneció anonadado detrás del animal y cruzó una mirada desesperada con Laurence, pero recuperó el coraje y se adelantó un paso, listo para dirigirse al dragón una vez más.

Laurence miró a la criatura y al chico lívido y asustado; luego, suspiró y dijo al dragón:

—Os pido perdón, ha sido sin querer. Me llamo Will Laurence, ¿y vos?

Ningún castigo hubiera logrado contener el murmullo de estupefacción que se levantó en cubierta. El pequeño dragón no pareció percatarse, la pregunta le dejó confuso durante unos momentos, y luego, con aire descontento, replicó:

—No tengo nombre.

Laurence había leído el suficiente número de libros de Pollitt como para saber qué debía responder.

—¿Os puedo dar uno? —le preguntó ceremoniosamente.

La criatura, que a juzgar por la voz era sin lugar a dudas un macho, volvió a examinar al marino, se entretuvo rascándose una zona en apariencia impecable de la espalda y luego repuso con poco convincente indiferencia:

—Si os place…

Laurence se quedó con la mente en blanco. No tenía la más mínima idea de cómo enjaezarlo —más allá de hacer cuanto estuviera en su mano y esperar a ver qué ocurría— ni cuál podría ser un nombre apropiado para un dragón. Después de un atroz momento de pánico, sin saber cómo, su mente relacionó dragones con naves y espetó:

—Temerario.

La elegancia con la que se movía el dragón le había recordado la botadura de un majestuoso acorazado que había visto muchos años atrás.

Se maldijo en silencio por no haber previsto aquella eventualidad, pero ya lo había soltado, y al menos era un nombre honorable. Después de todo, él era un hombre de la Armada y sólo valía para… En aquel momento interrumpió el hilo de sus pensamientos y contempló al joven dragón con creciente temor. Ya no pertenecía a la Armada, por supuesto; no con un dragón, y no podría desatar ese nudo en el momento en que la criatura aceptara el arnés.

El dragón, que obviamente no percibía ninguno de aquellos sentimientos, dijo:

—¿Temerario? Sí. Me llamo Temerario.

Asintió inclinando la cabeza con un extraño movimiento al final del largo cuello y dijo con mayor urgencia:

—Tengo hambre.

Si no lo refrenaban, el dragón recién nacido echaría a volar inmediatamente después de que le hubieran dado de comer. La criatura sólo sería controlable, y útil en batalla, si se la llegaba a persuadir de que aceptara de manera voluntaria que lo enjaezaran. Rabson seguía de pie, consternado, boquiabierto, sin acercarse con el arnés. Laurence tuvo que hacerle señas para que acudiera. Le sudaban las palmas de las manos, y el metal y el cuero se le resbalaban cuando Rabson se lo entregó. Lo sujetó con firmeza y, recordando en el último momento el nuevo nombre, dijo:

—Temerario, ¿serías tan amable de dejar que te pusiera esto? Luego, ya podremos irnos de la cubierta y traerte algo para comer.

El animal examinó el arnés que Laurence sostenía delante de él y sacó la fina lengua, con la que recorrió el equipo para reconocerlo.

—De acuerdo —dijo, y permaneció a la expectativa.

Laurence se arrodilló con resolución, sin pensar en nada más que su inmediata tarea, y abrochó con torpeza las correas y hebillas, pasándolas con cuidado sobre el cuerpo liso y caliente, procurando no obstaculizar las alas.

La cincha más amplia recorría la parte central del cuerpo, justo detrás de las patas delanteras, y se abrochaba debajo del vientre. Estaba cosida transversalmente a dos gruesas correas que corrían por las ijadas del dragón y el fornido pecho. Luego, daba la vuelta por debajo de los cuartos traseros y por debajo de la cola. Sobre las correas habían enhebrado varias lazadas pequeñas que se abrochaban alrededor de las piernas y la base del cuello y la cola para mantener fijo el arnés, y varias cintas más estrechas y finas lo sujetaban por el lomo.

El complejo ensamblaje requería bastante atención, algo que Laurence agradecía en grado sumo, ya que así podía sumergirse en esa tarea sin pensar en nada más. Mientras trabajaba, notó lo sorprendentemente finas que eran las escamas al tacto; había supuesto que los bordes metálicos cortarían.

—Señor Rabson, tenga la bondad de traerme un poco más de lona para envolver esas hebillas —dijo sin volverse.

Todo terminó poco después. El arnés y las envolturas blancas de las hebillas recortadas contra el pulcro cuerpo oscuro no quedaban bien ni hacían juego, pero Temerario no se quejó ni siquiera de la cadena —hecha de forma apresurada— que iba del arnés a un poste y estiró el cuello con avidez hacia la tina repleta de humeante carne roja recién troceada que Laurence había ordenado traer.

El joven dragón no era un comensal mañoso ni limpio. Arrancaba grandes trozos de carne a mordiscos y los tragaba enteros, desparramando sobre la cubierta sangre y pedacitos de carne; también pareció saborear con especial deleite los intestinos. Laurence permaneció bien lejos de aquella carnicería después de haberla observado de refilón durante unos breves momentos con una mezcla de náusea y admiración. La pregunta de Riley le trajo de nuevo a la realidad de la situación.

—¿Ordeno que los hombres rompan filas, señor?

Se volvió y miró a su teniente. Entonces, ante la mirada consternada de los guardiamarinas —ninguno de los cuales había despegado los labios ni se había movido desde la eclosión—, comprendió de pronto que aquello había sucedido hacía menos de media hora. El reloj de arena se había vaciado. Resultaba difícil de creer, y más aún asumir plenamente que ahora se había comprometido y, difícil o no, debía afrontarlo. Laurence supuso que debía renunciar a su rango hasta que llegaran a tierra; no existía normativa alguna que regulara una situación como aquélla. Pero si lo hacía, sin duda un nuevo capitán lo reemplazaría en cuanto llegaran a Madeira, y entonces Riley nunca conseguiría la promoción. Laurence no volvería a estar en posición de ayudarle.

—Señor Riley, la situación es delicada, sin duda —dijo armándose de valor; no estaba dispuesto a arruinar la carrera de su alférez por cobardía—. Creo que, por el bien del barco, debo dejarle a cargo del mismo de inmediato. Voy a necesitar consagrar casi toda mi atención a Temerario y no la puedo repartir.

—¡Vaya, señor! —se lamentó Riley sin protestar; resultaba evidente que había pensado lo mismo.

No obstante, su pena era manifiestamente sincera. Había navegado con Laurence durante años y había ascendido de simple guardiamarina a teniente sirviendo a sus órdenes. No sólo eran amigos, también eran camaradas.

—No nos comportemos como plañideras, Tom —atajó Laurence en voz baja y de forma más informal mientras dirigía una mirada de aviso hacia donde Temerario se estaba atracando.

La inteligencia de un dragón resultaba un misterio para los hombres consagrados al estudio de esas criaturas, y él no tenía ni idea de lo que era capaz de oír y comprender, pero pensaba que sería mejor evitar el riesgo de ofenderle. Alzó la voz una octava más y agregó:

—Estoy seguro de que lo hará a la perfección, capitán.

Después de suspirar profundamente, se quitó las doradas charreteras. Las había sujetado con firmeza; no era rico cuando había sido nombrado capitán y aún recordaba aquellos días en que tenía que cambiarlas de una chaqueta a otra. Aunque tal vez no fuera del todo apropiado entregarle a Riley el símbolo del rango sin confirmación del Almirantazgo, Laurence sabía que era necesario remarcar el cambio de poder de manera visible. Deslizó la charretera izquierda en su bolsillo y fijó la derecha en el hombro de Riley. Aunque fuera capitán, sólo podría llevar una hasta que tuviera tres años de antigüedad. La piel blanca y pecosa de Riley se puso colorada, se sentía feliz ante esta inesperada promoción a pesar de las circunstancias. Parecía que deseaba decir algo y no encontraba las palabras.

—Señor Wells —indicó Laurence al tiempo que lanzaba una mirada elocuente; ya que había empezado, quería hacerlo como Dios manda.

El tercer teniente dio un respingo y luego dijo con voz débil:

—Hurra por el capitán Riley.

Se alzó una ovación, escasa al principio, pero nítida y clara a la tercera vez. Riley era un oficial extremadamente competente y capaz, incluso para hacer frente a aquella espantosa situación.

Riley había controlado su vergüenza cuando los vítores acabaron y agregó:

—Y hurra también por Temerario, muchachos.

Los vítores ahora fueron a voz en grito, aunque con menor entusiasmo. Laurence estrechó la mano de Riley para dar por concluido el asunto.

A esas alturas, el dragón había terminado de comer y se había subido a un armario desde la barandilla para extender las alas al sol, plegándolas y desplegándolas sin cesar, pero miró a su alrededor con interés cuando oyó jalear su nombre. Laurence se colocó a su lado, era un buen pretexto para dejar a Riley la tarea de establecer su autoridad y permitir que la nave recuperara la normalidad.

—¿Por qué arman ese jaleo? —preguntó el dragón, que hizo sonar la cadena antes de que Laurence le respondiera—. ¿Vas a quitarme esto? Ahora me gustaría volar.

El marino vaciló. La descripción de la ceremonia del enjaezado del libro del señor Pollitt no mencionaba qué hacer una vez se había puesto el arnés al dragón y éste había empezado a hablar. En cierto modo, había dado por supuesto que Temerario se limitaría a quedarse donde estaba sin discutir más.

—Si no te importa, tal vez debamos dejarlo para otro momento —contemporizó—. Ya ves, estamos lejos de la costa y puede que no encontraras el camino de vuelta si te alejaras volando.

—Ah —respondió la criatura asomando el cuello por encima de la barandilla. El Reliant avanzaba a unos ocho nudos con viento favorable del oeste, y el agua revuelta, coronada de espuma blanca, se alejaba por ambos costados—. ¿Dónde estamos?

—En el mar. —Laurence se acomodó junto a él en el armario—. Estamos en el océano Atlántico, a unas dos semanas de tierra. Masterson —añadió a la vez que llamaba la atención de uno de los marineros ociosos que permanecían mirándolos embobados sin demasiada sutileza—, haga el favor de traerme un cubo de agua y algunos trapos.

Una vez que se los trajeron, intentó por todos los medios quitar los restos de la comida de su reluciente cuerpo. El dragón permitió que le limpiara con evidente placer y luego, agradecido, frotó con la cabeza la mano de Laurence, que se descubrió sonriéndole de forma involuntaria y acariciándole la piel oscura y caliente. Temerario se acomodó, escondió la cabeza en el regazo de Laurence y se durmió.

—Señor —dijo Riley, que se había acercado con sigilo—, le voy a dejar el camarote. No tendría sentido hacerlo de otro modo estando él —le indicó, haciendo referencia al dragón—. ¿Desea que alguien le ayude a llevarlo abajo?

—Gracias, Tom, pero no. Por el momento, me encuentro muy cómodo aquí fuera. Es mejor que no lo movamos mucho a menos que sea necesario. —Luego, demasiado tarde ya, se le ocurrió que a Riley tener al antiguo capitán en cubierta no le facilitaba las cosas. Aun así, prefería no trasladar al dragón dormido, por lo que añadió—: Le quedaría muy agradecido si ordenara que alguien me trajera un libro, tal vez uno de los del señor Pollitt.

Pronunció esas palabras en la creencia de que esto serviría tanto para mantenerle entretenido como para no parecer que estaba allí observándolos.

Temerario no despertó hasta que el sol se ocultó en el horizonte. Laurence dormitaba encima de un libro que describía los hábitos de los dragones de un modo francamente aburrido. La criatura le tocó la mejilla con el redondeado hocico para despertarlo y anunció:

—Vuelvo a tener hambre.

Laurence ya había reevaluado las reservas de la nave antes de la eclosión, pero debía revisar su estimación ahora que había visto a Temerario devorar, con huesos y todo, lo que quedaba de la cabra y dos pollos sacrificados apresuradamente. Hasta el momento, el dragón había consumido en dos ingestas el peso de su cuerpo en comida. Ya parecía haber crecido algo y movía la cabeza con ansiedad en busca de más alimento.

Laurence mantuvo una reunión urgente y privada con Riley y el cocinero de la nave. Si era necesario, podía llamar al Amitié y hacer uso de las reservas del barco, que disponía de más de las que necesitaba para llegar a Madeira, ya que los infortunios acaecidos habían mermado de modo considerable el número de tripulantes. Sin embargo, andaban escasos de carne en salazón, y la situación del Reliant no era mucho mejor. A ese ritmo, Temerario devoraría toda la carne fresca en una semana, y Laurence ignoraba si un dragón comería carne curada o si, por el contrario, la sal no le sentaría bien.

—¿Come pescado? —sugirió el cocinero—. Tengo un atún estupendo, lo he pescado esta misma mañana, señor. Pensaba prepararlo para vuestra cena. Eh, esto, yo…

Se detuvo con torpeza, mirando a uno y otro lado, al antiguo y al nuevo capitán, sin saber a quién dirigirse como su superior.

—Si le parece bien, debemos hacer el intento, señor —dijo Riley, mirando a Laurence y sin prestar atención al cocinero.

—Gracias, capitán —contestó Laurence—. Se lo podemos ofrecer. Imagino que nos dirá si es o no de su gusto.

Temerario contempló el pescado con recelo y a continuación lo mordisqueó. Poco después se lo tragó entero de golpe. Debía de pesar cinco kilos y medio. Se relamió y dijo:

—Es muy crujiente, pero me gusta mucho.

Luego, un eructo suyo sobresaltó a los marinos y a él mismo.

—Bueno —comentó Laurence mientras estiraba el brazo para alcanzar el trapo de nuevo—, eso es realmente alentador. Capitán, tal vez podamos preservar el buey unos días más si fuera posible poner a pescar a unos cuantos hombres.

Más tarde hizo bajar a Temerario. La escalera presentó algunos problemas y al final hubo que bajarlo a pulso mediante un juego de poleas fijadas al arnés. El dragón olfateó con suma curiosidad el escritorio y la mesa, y asomó la cabeza por los ventanales para ver la estela del Reliant. Habían colocado el cojín de la incubación en un catre colgante que tenía dos veces su tamaño, cerca del de Laurence, al que saltó fácilmente desde el suelo.

Casi de inmediato, los somnolientos ojos del animal se cerraron por completo. Entonces, Laurence, libre de sus deberes y sin que pudiera ser visto por la tripulación, se dejó caer en la silla y se puso a contemplar al dragón dormido como a un instrumento del destino.

Dos hermanos y tres sobrinos mediaban entre él y la herencia paterna. Había invertido su propio capital en fondos, cuya administración no exigía esfuerzo alguno. Esa parte al menos no presentaba mayores dificultades. Había permanecido impertérrito en la cofa en una veintena de batallas y no se había mareado a pesar de haberse quedado en cubierta en plena galerna. No iba a amedrentarse por tener a bordo un dragón.

Pero, por lo demás, era un caballero, hijo de un caballero. Aunque se había embarcado a la edad de doce años, había tenido la suerte de servir en buques de guerra de primera o segunda categoría a las órdenes de capitanes adinerados que proporcionaban a sus oficiales finas viandas en la mesa y entretenimiento con regularidad. Le encantaba hacer vida social. Sus pasatiempos favoritos eran conversar, bailar y las amigables partidas de cartas. Cuando pensaba que jamás podría volver a ir a la ópera, sentía la urgencia manifiesta de arrojar por la ventana el catre con su ocupante.

Intentó no oír la voz de su padre en la cabeza, tachándole de imbécil. Se esforzó por no imaginar qué pensaría Edith cuando se enterara. Ni siquiera podía escribirle para informarla. Aunque se consideraba comprometido hasta cierto punto, no habían establecido ningún acuerdo formal debido en primer lugar a su falta de capital y más recientemente a su prolongada ausencia de Inglaterra.

Le había ido bien acumulando su parte en los botines de las naves apresadas, lo bastante para superar el primer problema, y lo más probable es que ya se hubiera formalizado el compromiso si hubiera pasado algún tiempo en tierra durante los últimos cuatro años. Le rondaba por la mente pedir un breve permiso para ir a Inglaterra al final de aquel periplo. Resultaba difícil desembarcar voluntariamente cuando no tenía la seguridad de conseguir después el mando de otra nave, y no era un candidato tan bueno como para suponer que Edith le iba a esperar, desdeñando a todos los demás aspirantes por la simple fuerza de un acuerdo medio en broma entre un joven de trece años y una niña de nueve.

Ahora sus perspectivas habían empeorado. No tenía la menor idea de cómo y dónde podría vivir como aviador ni la clase de hogar que podría ofrecer a una esposa. La familia de Edith podría oponerse si no lo hacía ella misma; sin duda, aquello no encajaba en lo que ella esperaba. Puede que la esposa de un oficial de la Armada debiera tener serenidad para encarar las frecuentes ausencias de su marido, pero no tenía que abandonar su casa e irse a vivir en algún lugar de la remota espesura cada vez que aparecía su marido, con un dragón a la puerta de casa y un montón de tipos rudos como única compañía.

Siempre había albergado en secreto el sueño de tener una casa propia, había imaginado los detalles durante las largas y solitarias noches en alta mar. Por supuesto, sería más pequeña que la mansión en la que había crecido, pero elegante, llevada por una esposa a quien pudiera confiar tanto la gestión de sus asuntos como la educación de los hijos; un refugio cómodo cuando estuviera en tierra y un cálido recuerdo al navegar.

Todos sus sentimientos clamaban ante el sacrificio de su sueño. A tenor de las circunstancias, ni siquiera estaba seguro de poder hacer una oferta honorable que Edith fuera incapaz de rechazar. El cortejo de cualquier otra mujer quedaba descartado; ninguna con el suficiente sentido común y personalidad entregaría a sabiendas su afecto a un aviador, a menos que fuera de las que preferían tener a un marido ausente y displicente que dejara la administración de la hacienda en sus manos, y vivir separadas de él aun cuando viviera en Inglaterra. Un arreglo de ese tipo no le atraía lo más mínimo.

El dragón dormido, que no paraba de dar vueltas en el catre y de vez en cuando movía la cola de forma inconsciente, constituía un sustituto muy pobre de un hogar y un amor. Laurence se incorporó y se dirigió hacia las ventanas de popa para contemplar la estela del Reliant, una corriente de espuma blanca a la luz de los faroles que surgía de debajo de la nave. Ver el flujo y reflujo de la marea resultaba agradablemente adormecedor.

Giles, el mayordomo, le trajo la cena con gran estrépito de platos y tenedores, procurando mantenerse bien alejado del catre del dragón. Las manos le temblaban mientras colocaba la bandeja. Laurence le despidió nada más servir la cena y suspiró débilmente cuando se hubo ido. Tenía pensado pedirle que le acompañara, en el supuesto de que un aviador pudiera tener un sirviente, pero no le servía de nada una persona a la que le aterraban estas criaturas. Tener cerca un rostro conocido hubiera sido de ayuda.

Comió una cena frugal, deprisa y sin compañía. Sólo se componía de carne de ternera en salmuera con un vaso de vino, ya que Temerario había devorado todo el pescado. En cualquier caso, tenía poco apetito. Más tarde, intentó escribir algunas cartas, pero resultó inútil. Su mente divagaba por lúgubres derroteros y debía esforzarse para concentrarse en cada línea. Al final, se rindió; se asomó para decirle a Giles que no cenaría nada más y se encaramó a su propia litera. Temerario se movió y se acurrucó más entre la ropa del catre. Después de un breve debate interior, lleno de resentimiento y encono, Laurence extendió el brazo y le cubrió mejor; el aire nocturno era algo frío. Luego se durmió con el sonido de la respiración profunda y acompasada del dragón, similar al subir y bajar de un fuelle.