EL OSO Y EL LOBO
—¡Ey, capitán! —dijo Lisentrail—, sabes, solo a quienes nunca hacen absolutamente nada no se les estropea nada y todo les queda intacto. Hasta Quien hizo el Universo debió haber perdido algunos dedos o algunos dientes durante la tarea.
Mientras comandaba la persecución del Elfo Maldito a la cabeza de los Mercenarios de Daligar, el Capitán Rankstrail, apodado el Oso, intentó recordar cuántos años hacía que lo perseguía.
Es más, intentó recordar cuándo había oído hablar por primera vez del Maléfico, porque tuvo que haber un periodo en su vida en el que ni siquiera lo había oído nombrar.
Logró aislar el recuerdo con esfuerzo. Había sido cuando era niño, en el Anillo Externo de la ciudad de Varil, el mismo día en que su hermana Flama nació. Doña Guzzaria, después de haber dicho que los Elfos, artífices de todas las desgracias del mundo, además tenían cola, habló de ese, el Maldito, enemigo de los Hombres y exterminador de sus gallinas.
La segunda vez que lo oyó nombrar fue el mismo día en que se hizo una honda y comenzó su gloriosa carrera como cazador furtivo. Le había regalado un poco de miel a uno de los tantos pordioseros que se refugiaban entre los bastiones, uno de los innumerables mendigos que se arrastraban con los pasos torcidos de aquellos cuyos pies han sido deformados por el verdugo. El hombre casi había corrido tras él con sus pasitos desiguales en su afán de agradecerle, y en aquel, aun más angustioso, de hablarle de ese, el perseguido, el más poderoso de todos los guerreros álficos, anunciado con antelación por una antigua profecía como el único posible restaurador del pasado y el salvador del futuro.
El Capitán Rankstrail, llamado el Oso, comandante de la caballería ligera de Daligar, juró que esta vez atraparía al Elfo Maldito, lo atraparía y se lo entregaría al aun más maldito Juez Administrador. Así, al menos, los dejaría en paz a él y a los suyos, libres para regresar a casa y tratar de mantener al ejército de los Orcos alejado de las granjas, de las colinas en las que los niños pastoreaban los rebaños y las mujeres recogían el agua de las fuentes, alejado de su gente desesperada y de su tierra que destilaba dolor.
En ese momento todos salieron de la garganta del Dogon, el Elfo adelante y ellos detrás. La ciudad de Varil apareció, alta y bellísima, envuelta en sus murallas, reflejada junto a una enorme luna en el agua de los arrozales.
El Anillo Externo estaba en llamas. La ciudad estaba asediada por centenares de baterías de Orcos que de un momento a otro se darían cuenta de que la caballería ligera de Daligar estaba llegando al galope hacia ellos.
El Capitán Rankstrail pensó que debía detenerse; tal vez así todavía podría salvar a sus hombres. Un poco más y los centinelas de los Orcos, que no eran una banda cualquiera sino un ejército completo, los avistarían; y ellos eran solo un pelotón de caballeros mal armados.
El Capitán Rankstrail pensó que si no se detenía, de un momento a otro oiría sonar los cuernos de ellos, sabría que la trampa del Elfo se había disparado, que él había caído y que sus hombres morirían por ello.
Y luego pensó también que detenerse sería terrible porque lo único que deseaba era ir a ayudar a su ciudad que ardía, o al menos, perecer con ella.
El Elfo no se detuvo ni desaceleró: sacó la espada que brilló como una antorcha en la oscuridad y continuó al galope con la caballería ligera de Daligar que cabalgaba detrás de él bajo la luna que se reflejaba enorme en los arrozales, hacia la agonía de la ciudad que ardía y hacia el ejército de Orcos que había decidido destruirla.