Capítulo 28

Rankstrail se sentó en el parapeto de los bastiones. Los jazmines estaban floreciendo: su aroma llenaba el aire que tenía la dulzura acre de las noches del verano tardío. A lo lejos, sobre Daligar, se condensaban grandes nubes para que la lluvia viniera a ahuyentar la aridez, pero sobre Varil el cielo aún estaba vacío.

Rankstrail simplemente esperaría a que la noche pasara.

Al llegar el nuevo día lanzaría el ataque definitivo y reconquistaría la llanura de Varil para el Pueblo de los Hombres.

No lograría dormir. Ni siquiera lo intentó.

El dolor del lugarteniente y la historia de su padre habían quedado en su alma como una bandada de cuervos enloquecidos.

Sabía que estaban a punto de elegirlo Rey: el tipo de saludo que le rendían no dejaba dudas. Pensó que probablemente pasaría a la historia como Rankstrail el Solitario. No veía cómo podría tener alguna vez el coraje de proponer su sangre para fundar una estirpe. Los Infiernos se habían cerrado y no los abriría de nuevo para nadie. Viviría solo y moriría solo. Cumpliría a fondo con su deber para que nadie, nunca, tuviera que avergonzarse de él. Nunca tendría una descendencia. Sería un Rey justo y solitario para la ciudad. Este sería su honor.

Pensó en el traje de novia que su madre había bordado para no usarlo nunca. Se lo había dejado a su hermana.

Algunos hilos del bordado, por descuido, traspasaron también la tela de atrás de la falda y daban testimonio de que se lo había llevado nuevo en la fuga y nuevo había reposado en el baúl de la familia.

Recordó cuando su madre, en su lecho de muerte, lo hizo llamar y le dijo que había sido un honor tenerlo como hijo.

Rankstrail se había preguntado por qué. Lo único que él había hecho era existir, respirar, darle una mano con la ropa lavada o lavarla él, cuidar a su hermanita, partir leña, cargar agua, ayudarle al padre y cazar garzones para que hubiera algo de comer.

Se juró, de niño, que viviría para cumplir la expectativa de su madre de ser alguien de quien se pudieran sentir orgullosa. Su decisión se hacía más firme a cada instante. Su madre y su padre siempre podrían sentirse orgullosos de él.

Después de haber despejado la llanura pondría guardias y fuegos en los Confines para que los lobos no pudieran jamás llegar de noche a las casas y a las aldeas y dividir a la gente entre los que estaban muertos y los que desearían estarlo. Nunca más un padre tendría que llorar a un hijo por culpa de los Orcos. Llevaría a cabo la tarea de restablecer la soberanía del Pueblo de los Hombres sobre sus tierras y después moriría.

Había cerrado las puertas de los Infiernos a sus espaldas y no las volvería a abrir: viviría solo y moriría solo.

Vio a lo lejos un grupo nutrido de soldados que se acercaba desde Daligar y bendijo a la Reina Bruja por haberlos enviado. Eran los Mercenarios que se habían quedado en Daligar y era justamente la fuerza que le faltaba para apoyar los flancos de su despliegue y así aumentar el impacto de la caballería en el encuentro frontal. Se preguntó quién sería el comandante.

El corazón casi se le paraliza de horror y las náuseas lo arrollaron cuando reconoció a Aurora a la cabeza de los soldados.

De un momento a otro llegarían a anunciarle la llegada de ellos.

El nuevo día sería el de la batalla final. De nuevo tendría que soportar saber que la carne, la sangre y los huesos de Aurora, y también sus ojos, su piel y su cabello, peligrarían entre las hordas de los Orcos.

Se preguntó cómo y por qué se le habría ocurrido a la soberana de Daligar mandarle a una joven mujer en medio de una guerra que estaba a punto de ser combatida.

Rankstrail pensó en el enfrentamiento que se estaba preparando. Quizá, mientras combatía, alguien vendría a decirle que el comandante de los arqueros de Daligar había caído, que las flechas lo habían golpeado y que su cuerpo perdía sangre que se mezclaba con el agua de los sumideros de los arrozales, o que su corazón se había detenido partido por una estocada. Quizá alguien vendría a decirle que la cabeza del comandante de los arqueros de Daligar había sido despegada del cuello y estaba sobre una lanza. O, vendría a decirle que el joven Capitán de larguísimos cabellos rubios entretejidos con perlas y plata, había desaparecido entre las hordas de los Orcos, como una isla sumergida por la marea.

No era capaz de tolerarlo.

En calidad de Rey tendría alguna posibilidad de hacer que Aurora acatara algunas órdenes, pero no estaba seguro de esto, puesto que ella era el comandante de un contingente extranjero. En todo caso, aún no tenía el título de Rey, y aunque estaba casi seguro de que se lo darían, también sabía que la coronación tardaría días o quizá semanas. No tenía ninguna autoridad sobre Aurora. No era ni su Rey ni su Capitán.

Aunque él lo olvidara, ella se apresuraría a recordárselo.

Quizá como marido podría ordenarle hacer otra cosa que no fuera guiar a los arqueros en el flanco occidental del ataque. Por supuesto. Ordenarle hacer otra cosa como entrenar a las mujeres de Varil en el uso del arco junto a Flama. Una ciudad en la que todos supieran defenderse era más afortunada. Nunca se sabe… en el próximo asedio… el tiro con arco era una habilidad que podría resultar conveniente… La guerra, al ser imprevisible, podía ser en todo caso considerada como un asunto donde las precauciones y el entrenamiento nunca eran suficientes.

¡Y además estaban los heridos! Aurora podría organizar la asistencia a los heridos, a todos, ella con las otras mujeres: mientras más lo pensaba más magnífica le parecía la idea.

No solo para mantener a Aurora lo más alejada posible de las flechas de los Orcos, sino también por los mismos heridos. Todos los heridos, pensó de nuevo.

Todos. No solo los de ellos. También los… enemigos, aunque la sola concepción de la idea parecía una locura…

Le pareció increíble no haberlo pensado antes. Le pareció increíble que nadie lo hubiera pensado antes y notó además, dentro de su mente, que una vez que una idea es pensada de algún modo crece. Al principio parece alocada; luego, después de poco tiempo, ya no se puede renunciar a ella.

Tenía que casarse con ella.

Aurora no podría rechazar la solicitud de un marido de alejarse del campo de batalla y permanecer dentro de las murallas: hacerlo sería deshonrar a su esposo, casi ridiculizarlo, y ella jamás haría eso, sobre todo si después el pobre hombre debía comandar un ejército.

Quizá ella lo aceptaría. Quizá sí. Debía pedírselo de una manera muy especial.

Un grupo de hombres armados llegó junto a las murallas. A la luz de las antorchas, Rankstrail reconoció el rostro de Aurora y la vio encaminarse por las angostas escaleras que conducían a los bastiones. Se acordó de que fue el primero en ponerle un arco y una espada entre las manos y envió contra él mismo cuanta maldición le vino en mente.

Al llegar a la grada más alta, Aurora lo vio y le sonrió. Rankstrail intentó recordar cuánto hacía que estaba enamorado de ella. Tuvo que haber habido un momento en el que aún no estaba enamorado de ella, pero se perdía en el tiempo. Hacía mucho tiempo había decidido que jamás osaría proponerle a una mujer su sangre infectada para fundar una estirpe y mucho menos a ella, porque precisamente ella era ella. Precisamente porque ella era ella, no soportaría saber la mano de un Orco encima de ella, esas manos grandes y cuadradas.

Trató de decir algo, pero la voz se quedó atrapada en los recuerdos de la noche. Luego miró la llanura, los extensos campamentos de los Orcos con sus fuegos, y la angustia que se apoderó de él al imaginar a Aurora en medio de ellos fue superior a la que lo torturaba al imaginarla a su lado.

—¿Quiere convertirse en mi mujer? —preguntó bruscamente—. Ahora —añadió.

Deseó que los Infiernos lo fulminaran. Había dicho «mujer». Ni siquiera «esposa». Debía haberle pedido el honor de ser su esposa. ¿O el honor de aceptarlo a él como marido? Es decir, esposo. Algo por el estilo. ¿De quién era el honor? ¿Suyo o de Aurora? ¿Cómo era la maldita frase? Debía haberle pedido a ella concederle a él el honor…, Sí, así era. También el haber dicho «ahora» había sido desastroso. No era así como había que decirlo. «De inmediato». «Sin poner»… no, «sin interponer»… Trató de volver a empezar. Pero no tuvo tiempo.

—Sí quiero, Señor mío —respondió Aurora.

—¿Ha dicho que sí? —preguntó perplejo—. ¿De verdad? ¡Entonces quiere decir que está de acuerdo!

Aurora lo miró en silencio. Asintió.

—Sí, Señor mío —confirmó—, eso quiere decir.

—Ahora quiere decir enseguida —Rankstrail se sintió en la obligación de explicar—, sin esperar.

Aurora lo miró fijamente.

—Conozco bien el significado de la palabra «ahora», Señor mío —aclaró—. La grité junto a usted y sus hombres cuando cabalgamos juntos. ¿Lo recuerda?

Rankstrail se maldijo a sí mismo otra vez. Al menos debía recordar decir «Señora mía» cuando hablaba y hacer un esfuerzo por parecer menos estúpido. ¡No había acertado ni una vez!

Luego dejó de imprecar.

Lo había logrado.

Ella había dicho que sí.

Recordó el primer garzón que había atrapado de niño. Hacía dos días que en su casa no se comía y él se había ido para los arrozales con su honda. Era una noche sin luna. Él había disparado con imprudencia y esa noche habían cenado garzón asado. Su madre aún vivía.

Recordó la primera cacería de Aurora: ella no la había disfrutado. Haber matado al conejo le había partido el corazón.

Aurora, como Yorsh, sentía el dolor de los muertos.

Rankstrail le habló sobre la necesidad de enseñarle el uso del arco a todo aquel que fuera capaz de sujetar uno, de tal modo que la población nunca más fuera víctima de un asedio, y de organizar la asistencia a los heridos, a todos los heridos, y ella aceptó con tal convicción que Rankstrail se dio cuenta de que le estaba pidiendo lo que ella siempre había deseado. Si hubiera pensado antes en el episodio del conejo, hubiera logrado comprenderlo por sí mismo: para Aurora el papel de guerrero era tan doloroso como para Yorsh. Solo en caso de necesidad absoluta lograban combatir, y siempre con el corazón desgarrado. No era difícil mantener personas como ellos alejadas del campo de batalla. Bastaba con que no fuera absolutamente necesario salvar a alguien y que en otra parte hubiera alguien a quien instruir o curar.

Mientras que él era diferente. Como Arduin, él podría ser llamado el Justo, quizá el Grande. Pero sin lugar a dudas, no el Misericordioso.

No sentía el dolor de los hombres que había matado.

Tal vez debía aprender. Tal vez se podía aprender.

Hasta que ese dolor no se sentía, no siempre se buscaba la vía para que los muertos fueran siempre el menor número posible. Hasta que ese dolor no se sentía, siempre existía el riesgo de contar los enemigos muertos y disfrutarlo o competir para aumentar el número; y cuando esto sucede, significa que una armada se está envileciendo.

Él era diferente a Aurora.

La frase quedó resonando en su mente.

Él era diferente. No podía ocultárselo a Aurora.

—Hay cosas con respecto a mi nacimiento que debo informarle —le dijo de repente.

—No hay nada con respecto a su nacimiento que yo deba saber y ya no sepa —respondió Aurora impasible—. Su familia es una de las familias que huyó de las incursiones a lo largo de los Confines de las Tierras Notas, como mi segundo arquero o el tercero de sus alabarderos. Como más de la mitad de los hombres de su armada.

Rankstrail no tuvo necesidad de darse vuelta para mirar al segundo arquero o al tercer alabardero, también hijos de los lugares de los Confines donde las incursiones habían ocurrido. Eran inconfundibles. Hombros enormes que les daban un aspecto de montaña y aun en la penumbra hubiera reconocido las manos, idénticas a las suyas, oscuras y más anchas que largas. Inconfundibles.

A ellos también los había salvado la misericordia de unas madres que condenaron sus propias vidas por no haber querido eliminarlos.

Eran niños que no habían debido existir y llevaban la marca y el recuerdo de esto en su tristeza sombría porque, contrariamente a él, no habían encontrado en el camino a un padre dispuesto a buscarles uvas o a contarles, para consolar el llanto, cuentos tediosos que en su inutilidad resplandecían de ternura.

Se habían convertido junto a él, bajo su mando, en guerreros invencibles. Dos de ellos ahora reposaban en la Cripta de los Reyes de Daligar al lado del último Príncipe del Pueblo de los Enanos.

Todos ellos unidos habían sido el bastión contra el cual la avanzada de los Orcos se había hecho pedazos como una ola contra un acantilado.

Su mirada se apartó de Aurora que contemplaba con serenidad el horizonte y luego regresó sobre sus dos hombres, y luego de nuevo a Aurora.

Aurora ya lo sabía. Muchos ya lo habían comprendido. Buscó en la memoria: el Prestamista lo sabía, era probable que también el Senescal y con seguridad la Reina Bruja lo había deducido finalmente cuando le había dado la espada.

Aurora debió haberlo sabido hacía tiempo: ni una sola de las palabras que había pronunciado en el largo discurso junto al trono de Arduin había sido casual.

En cierto sentido los Infiernos se habían cerrado de nuevo.

Ya no pasaría a la historia como Rankstrail el Solitario.

Aurora, como su madre, se sentiría orgullosa de él. Ella también podría decir que sería un honor ser su mujer… es decir su esposa. Ya no sería «el Solitario». Su única alternativa era convertirse en otra cosa: podría ser «el Justo» como Arduin.

¿O podría intentar ser «el Misericordioso»?

Tal vez podría poner todo junto como Rankstrail «el Pacificador», el que había liberado a la Tierra de los Hombres de manos de los Orcos y había llevado a los Orcos a ser un pueblo digno de una tierra.

¿Si no él, quién?

Tenía la sangre de ellos en sus venas: los Orcos también eran su pueblo.

Tenía que encontrar una forma, idearse algo; mientras lo pensaba se dio cuenta de que ya la solución estaba en sus manos. Tenía a los prisioneros.

Rankstrail había aceptado tomar prisioneros solo para evitar la desesperación de Erbrow y para respetar con obstinación la palabra empeñada, así fuera a una mocosa de dos años, siempre y en todo lugar como un verdadero caballero.

Había sido suficiente tomar a los Orcos prisioneros en una sola ocasión para que la idea de abatirlos comenzara a parecerle… ¿cómo decía Aurora? Irrealizable.

Tenía a los prisioneros. El trabajo en el campo les permitiría recuperar la libertad: los liberaría solamente después de que hubieran aprendido el oficio de campesino. Repartiría la tierra, mientras para el ganado haría lo que ya había hecho en la Roca de Guardia Alta: un sistema de préstamos. Las cosas regaladas carecen de valor, son despilfarradas y se acaban de prisa. Un sistema decente de préstamos acompañado de la ausencia de impuestos podía permitir multiplicar la riqueza al infinito. Tenía que proteger a las mujeres de los Orcos. Un pueblo donde las mujeres no tienen más valor que ser el medio por el cual un guerrero fabrica otro guerrero permanece hundido en el lodo y en la sangre de las guerras como único destino posible. Los pueblos que desprecian a las mujeres están constituidos por hombres cuya alma ha sido marcada durante la infancia por el desprecio que se vertió sobre sus madres como un ácido: las almas pierden color y luz para siempre. En estos pueblos queda una incapacidad para el pensamiento libre y para las ideas que les asignará la miseria, pese a la riqueza que posea la tierra en la que viven. En las regiones donde las mujeres eran esclavas, cada hombre nacía hijo de una esclava y esto lo privaba para siempre de la posibilidad de pensar, hacer, descubrir, decir y soñar con algo que los padres o los abuelos no hubieran ya soñado, hecho o dicho. Cualquiera que naciera hijo de una esclava tenía un alma que permanecía esclava, sometida eternamente. Por esta razón los Orcos no eran personas sino fragmentos de un ejército siempre dispuestos a sacrificar con indiferencia su vida.

Una vida vivida sin la aventura del pensamiento es una vida tan empobrecida que puede ser desechada con impasibilidad y hasta con alegría, con el único objetivo de destruir más enemigos.

Por primera vez en la vida Rankstrail sintió impalpable, indefinible, inconfundible, entre el estómago y las vértebras, el miedo, como nunca antes lo había sentido.

No quería morir.

No quería que lo hirieran.

No quería que su sangre se quedara esparcida junto al lodo en los campos de batalla. Quería que se quedara en sus venas, para que él pudiera retornar al lado de Aurora, a su casa, donde sus niños gatearían sobre los tapetes del color del viento y del sol. Se dio cuenta de que el coraje que hasta ese momento había acompañado sus pasos tenía mucho de la temeridad de los Orcos; la indiferencia del que no ama ni la propia vida ni la propia sangre a tal punto que la arriesga en los campos de batalla. Ahora su vida y su sangre se convertían en un bien: Aurora las amaba. Ya él no quería perderlas. Se dio cuenta de que si quería continuar combatiendo en los campos de batalla, debía aprender el coraje doloroso de los Hombres, el de seguir siempre adelante aunque el terror atenace las vísceras, el de no detenerse aun cuando lo que se arriesga es una vida preciosa llena de dicha y de luz. El odio no servía y no bastaba. Solo pensar en aquellos que estaba protegiendo podía sostener sus pasos y guiarlo.

Una buena capacidad diplomática y la riqueza de la tierra podían disminuir las guerras y quizá hacer que fueran olvidadas.

Él sabía ser Rey: el Prestamista le había enseñado cómo se usa el dinero para que la tierra germine, dado que es en la abundancia que la fiereza de los pueblos desaparece. Sabía mantener la espalda recta cuando tuviera que comer con embajadores: nada había sucedido por casualidad.

Rankstrail miró de nuevo a Aurora. Luego miró hacia el horizonte y el horizonte se iluminó y cambió. Ahora tenía frente a él la Tierra de los Orcos, la que había visto cuando había escalado la cima de la Montaña Partida. Allí donde solo había extensiones de estepas, vio surgir ciudades y arcadas de puentes que superaban ríos y remontaban riscos. Allí donde solo había selvas impenetrables, vio sembrados ordenados de maíz que se alternaban con los sembrados desordenados de alfalfa. Vio al Pueblo de los Orcos abandonar los campamentos de fango y tiendas de cuero no curtido donde los niños se disputaban los huesos descarnados con los perros, y crear ciudades de piedra y mármol donde las cúpulas de turquesa y oro reflejarían el cielo, y bibliotecas monumentales que reconstruirían el orgullo del pensamiento libre y de la ciencia.

Con Aurora a su lado era posible.

Asintió.

Contempló aún la visión y cuando las ciudades, los arcos y las cúpulas desaparecieron oscilando como una vela al viento, quedaron esculpidas en su memoria, grabadas como el destino de un mapa.

Rankstrail se dio vuelta hacia Aurora y se encalló en un problema práctico. Si quería desposarla antes del amanecer, era necesario encontrar a alguien que celebrara el matrimonio.

Se dio cuenta de que no tenía idea de a quién llamar. Los habitantes del Anillo Externo se dirigían siempre al mismo tipo que recogía las tasas y los impuestos, el Recaudador, un hombrecito con forma de buitre con el cabello gris y grasoso, encargado también de registrar los decesos, los nacimientos y las llegadas. Además de hacer los registros, el recaudador recogía los gravámenes que cualquier evento, desde un nacimiento hasta una muerte, incluido llegar, casarse o marcharse, implicaba en el Anillo Externo.

Él era el Comandante en jefe de la ciudad y Aurora pertenecía a la aristocracia de Daligar, además de ser el segundo comandante del ejército de la ciudad aliada. No los podía casar el buitre del Anillo Externo. Rankstrail se propuso mentalmente, como primera acción de su gobierno, reconsiderar los impuestos y se preguntó de nuevo a quién tendría que dirigirse para casarse.

No sabía casi nada de la vida de la Ciudadela: solo había entrado allí dos veces en la vida.

Se preguntó también, ahora que era el Comandante en jefe de la ciudad, dónde tendría que vivir. La voz de ella lo interrumpió.

—Señor mío —preguntó Aurora—, ¿quiere que vaya a llamar al Burgomaestre para que celebre la ceremonia? Lo conozco desde que era niña y así usted no tendrá que descuidar los asuntos del ejército.

—Sí, por supuesto —repuso Rankstrail mientras ocultaba el alivio con un fingido aire de indiferencia.

—¿Quiere que le pida que haga abrir la Morada de los Comandantes? Creo que ha permanecido cerrada desde que los Orcos colgaron a Sire Erktor.

—Por supuesto —reconfirmó con serenidad Rankstrail.

¡Entonces había una Morada para los Comandantes! Tenía un lugar adonde llevar a Aurora. Entre otras cosas, en vista de que poseía una casa, también tenía mobiliario para trasladar allí: los tapetes del color del viento y del sol provenientes de la ciudad caravanera de Donadío, Don de los Dioses, en el pasado denominada Lakkil, la Fortunilla, que tenía firmes intenciones de ser reconstruida en piedra y lapislázuli para pasar a la historia como Samkid, la Invencible.

Aurora se había ya puesto en marcha cuando él recordó decir:

—Señora mía.

Ella se detuvo, se volteó, hizo una pequeña reverencia y sonrió. Se dio vuelta y comenzó a bajar y en el ímpetu del movimiento perdió el equilibrio. Rankstrail se abalanzó y alcanzó a tomarla del brazo para evitar que cayera. Al hacerlo, sin embargo, el borde de su collar de oro macizo, símbolo del comando de la ciudad, se enredó en la red de plata y perlas diminutas que sujetaba el cabello de Aurora en una serie de volutas precisas: la redecilla se rasgó y las volutas se deshicieron y las trenzas se abrieron en una madeja sedosa que se esparció con la ligereza de una bandada de garzones. Aun a la luz débil de la luna fundida con la de las antorchas, Rankstrail percibió que Aurora se había ruborizado. Se quedó un largo rato inmóvil, sin osar moverse o quizá sin querer hacerlo. Aurora tampoco esbozó ningún movimiento. Finalmente, con un gesto en extremo cuidadoso, se atrevió a retirarle el cabello del rostro.

Mientras lo hacía miró sus manos oscuras sobre el cabello claro de Aurora y esta vez no experimentó el impulso de retirarlas: esas manos le pertenecían a él y no a quien lo había engendrado.

Podía, sin horror y sin vergüenza, tenerlas sobre el cabello de una mujer que amaba con un amor que superaba cualquier descripción y que había aceptado escogerlo con absoluta libertad.

Le preguntó a Aurora si estaba bien y ella asintió. Se miraron de nuevo y Aurora le dijo en voz baja:

—También en mi penumbra existen Demonios.

No había ninguna entonación, pero Rankstrail sintió el dolor como un mar de lodo que invadía el mundo.

Recordó el extraño remordimiento que lo embargó ese día de finales de verano, cuando al atardecer tuvo que abandonar a Aurora en su jardín de flores y columpios de plata con la sensación de estar dejando a un compañero de armas en manos de los Orcos.

—Nunca me ha dicho cómo murió su madre —preguntó.

—Trató de huir conmigo. Fue decapitada —dijo Aurora con una voz inexpresiva.

—¿Fue su padre el que ordenó la ejecución? —preguntó Rankstrail: quería estar seguro de haber entendido bien.

Aurora lo confirmó.

—¿Usted la vio? La ejecución, quiero decir —preguntó en un susurro.

Aurora asintió de nuevo.

Rankstrail sintió la mezcla de dolor y vergüenza que solo los hijos de padres innobles pueden conocer. Sus dudas, pues aún las tenía, desaparecieron, se disolvieron para siempre.

Pensó que cada uno es responsable de sus propias elecciones, no de las del ser que lo engendró.

Tomó a Aurora entre sus brazos y la estrechó contra él con todas sus fuerzas, con la sensación de que eran dos seres que habían atravesado el desierto y que al fin se habían encontrado. Sintió de nuevo el temblor, como el movimiento de las alas de un pájaro cuando se tiene sujeto entre las manos, y después todo se calmó. Aurora puso la cabeza en su hombro y se echó a llorar.

Era el punto donde las antiguas cicatrices de los latigazos se intersecaban con las más recientes hechas por el verdugo.

Lisentrail le había dicho que si una mujer roza las cicatrices de un hombre, el recuerdo de estas deja de doler. Era cierto. Es el presente el que embellece el pasado. Ahora que, debajo del sayo de terciopelo, sentía el peso y la tibieza del rostro de Aurora contra él, el dolor del pasado se anulaba: de alguna manera había servido para preparar el mañana y el presente. Tanto el mañana como el presente valían hasta la última migaja de dolor.

El joven Capitán cerró los ojos. Por primera vez regresó el sueño de un cuerpecito para tener entre los brazos: alguien a quien enseñarle cómo caminar y cómo hablar y que lo llamaría padre. Era un sueño que había tenido de niño, antes de que el gusano malvado de la duda comenzara a corroerlo; después lo abandonó, lo encerró en un lugar oscuro junto al propio derecho de soñarlo, por el horror de poder reconocer en sus propios hijos el fantasma del monstruo que lo había engendrado a él. Ahora lo soñó de nuevo: sus hijos nacerían con forma de niño y se parecerían solo a sí mismos.

Rankstrail se percató de que ya contaba con juguetes para los hijos que tendría. Pensó que el paraíso podía existir y que él había llegado allí: era la respiración de Aurora contra su hombro. Podía percibir su olor mientras tenía las manos sobre la clara tibieza de su cabello. Pensó en las noches y los días que se alternarían con el inestimable regalo de la presencia de Aurora. Los hijos que ella llevaría en su vientre lo llamarían padre. Aurora compartía con él el temor de que los hijos de padres innobles puedan reencontrar en su propia descendencia los rasgos de los monstruos que los engendraron. Aurora y él aprenderían a amarse a sí mismos al verse reflejados uno en los ojos del otro. Aprenderían a amar sus propias manos al reconocerlas en sus hijos.

Rankstrail se preguntó si era verdad que a los niños de los Reyes se les obligaba a dormir solos en habitaciones donde no había nadie más. Deseó que no se considerara muy poco apropiado que él tuviera a los suyos a su lado para poder contarles, en las noches de tempestad, la fábula del lobo y la cabra para que no sintieran miedo. Esta vez la concluiría de la manera acostumbrada: el lobo y la cabra llegarían vivos al amanecer, porque si es justo que los hombres no renuncien a la fiereza que los Dioses les entregaron para quitarse el hambre, es igualmente justo que sea posible soñar con que el lobo yazca junto a la cabra. Su honda volvería a ser una flauta para que sus notas pudieran acompañar las palabras de la fábula y enfatizar las pausas.

Como sucede también en las caballerizas reales, donde entre las patas de los pura sangre corren los ratoncitos, hasta en ese momento algunos pensamientos insignificantes y un poco ordinarios se cruzaron por su mente.

Se preguntó si era cierto que en la Ciudadela todos los días había pan fresco. Se preguntó también si había sopa de cebolla a menudo y si ahora que él era el Comandante le podrían dar un cuenco de nías.

Rankstrail tenía una mano sobre la nuca de Aurora y sentía el cabello liso como seda bajo su palma ásperas. Los ojos se le llenaron de lágrimas por segunda vez desde que había acompañado el féretro de su madre cuando era niño. Mientras sostenía entre los brazos la desesperación de Erbrow, había llorado a Yorsh. Se avergonzó hasta la medula de los huesos por esas lágrimas, pero simultáneamente no se avergonzó de ellas para nada. Dejó que Aurora se diera cuenta de que lloraba mientras, escondido de las miradas de todos por la baranda alta de las angostas escaleras, seguía abrazándola.

La única certeza que tenía en el mundo era esa: eran el uno para el otro, el uno del otro, dos seres que habían atravesado las sombras y que al fin se habían encontrado. Y ellos, ¿si no quién?, le darían luz a un mundo que no tenía. El llanto de Aurora fue un llanto quedo, liberador, claro, que duró largo rato hasta hacerse cada vez más leve.

Rankstrail pensaba que ellos dos lograrían crear un mundo decente en el que nadie tuviera que avergonzarse de la sangre que le corría por las venas. Era esa, la vergüenza por las derrotas de la propia estirpe, el componente de Orco, junto al hecho de ser un hijo no amado y el hacer parte de un universo donde uno no tenía ningún valor por sí mismo, sino solo y en cuanto era un fragmento de un ejército. Transformaría a los Orcos en un pueblo donde cada uno recordara su propia grandeza y dignidad, donde cada uno pudiera sentirse orgulloso de su existencia.

El Pueblo de los Orcos podía olvidar a los Dioses obtusos y crueles que les habían hecho creer que la única capacidad y grandeza que tenían estaba en las armas. Redescubrirían que nada era imposible para ellos. Después de él nadie tendría que volver a avergonzarse de su propia sangre. Él sería el último. Después de él no habría más Orcos. No era difícil: tenía que reconquistar la Tierra de los Hombres hasta los Confines y después hacer, a mayor escala, la misma operación que había hecho con los Saqueadores Negros, rescatando los territorios de la miseria y de la barbarie, pedazo por pedazo, sin desistir jamás.

Los Orcos también eran su pueblo. Lo quisiera o no, también tenía su sangre: era responsable de ellos. Debía usar el poder de las armas y el de la diplomacia a la vez. Tenía que convertirse en el más poderoso de los Orcos para poder ser el último, para romper el círculo de la barbarie y la crueldad que durante siglos los había atrapado y hacer confluir su antiguo esplendor con un futuro lleno de luz.

Solamente quien ha caminado durante mucho tiempo por el mundo de las sombras sin perderse logra reencontrar la senda en medio de los laberintos.

Aurora había dejado de llorar.

Buscaba evidentemente algo para soplarse la nariz y secarse la cara. Rankstrail se lo ofreció y ambos rompieron a reír por un instante cuando Aurora reconoció la bufanda de lino claro que había usado para vendarlo. Ya no era tan clara, pero sirvió: Aurora hundió el rostro en ella y se secó la cara y los ojos, se sopló la nariz y, finalmente, sonrió.

—Nosotros —dijo Rankstrail y se interrumpió de inmediato. Quería decir: Nosotros, usted y yo, haremos justicia, pero se dio cuenta de que, por muy cruel que haya sido un padre, no debe ser el hijo, sino los demás, los que hagan justicia. Se corrigió—: Nosotros, la Reina Bruja y yo, haremos justicia. Para todos.

No era una promesa hecha al azar. Con seguridad la Reina Bruja no tenía intenciones de tener ninguna consideración con el hombre que había asesinado a sus padres y a su esposo. Él también tenía una larga lista de cuentas para saldar: los dedos que le faltaban a Lisentrail, los pies del Escribano Loco, la muerte del hombre muerto por una cadenita de oro, las cicatrices de las tenazas que por siempre llevaría, las lágrimas de Aurora, todo sería vengado.

Ellos harían justicia.

Alyil, la inaccesible Ciudad Halcón, seguramente tenía algún acceso y no la podían dejar sola en manos de un loco rodeado de quince verdugos.

Rankstrail se inclinó para besar a Aurora en la mejilla, luego le besó la mano, y por último le rozó los labios con los suyos. Después, finalmente, la dejó ir. Aurora comenzó a bajar las escaleras.

* * *

La noticia del matrimonio se esparció veloz como un rayo y desató el entusiasmo de los soldados. La idea de que el joven Comandante de la ciudad y de la armada estuviera a punto de desposar a la guerrera de Daligar, que era bella como el cielo de primavera, tenía el coraje de un león y parecía tener el don de curar las heridas de los soldados, los había puesto eufóricos.

Con seguridad, entre todos los buenos auspicios, ese era el que mayor alegría suscitaba. Además era un matrimonio con la Dama más aristocrática de Daligar, la Princesa del Condado, y por lo tanto le daba una fuerza adicional al joven Comandante que, sin pertenecer a la aristocracia, tendría que comandarla.

El Capitán Rankstrail se quedó sobre los bastiones hasta el final de la noche. Seguía observando los movimientos de los fuegos de los campamentos a lo largo de los canales. Al cabo se dio cuenta, deduciendo los movimientos de los Orcos por el vuelo de los garzones, y deduciendo el vuelo de los garzones por el grito de las aves rapaces, que el grueso de las tropas de los Orcos estaba acampado en la oscuridad y que los continuos movimientos de los fuegos tenían como único objetivo conducirlos hacia una trampa. Llamó a los oficiales de la caballería para comunicarles las variaciones en los planes de ataque: mucho más al este de lo programado inicialmente y en la tarde, no en la mañana. Les darían tiempo a los Orcos ocultos, inmóviles entre los cañaverales, de sentir los yelmos incandescentes al sol y los piojos comiéndoselos vivos bajo las cotas de malla que empezarían a arder.

El más anciano de los dos lugartenientes de la ciudad de Varil miró la escena desde lejos. Sus ojos vagaron del Capitán Rankstrail al segundo de los arqueros de Daligar y al tercero de los alabarderos que estaba de ronda en los bastiones orientales. Sacudió la cabeza.

—Estos son tiempos que jamás pensamos ver. Los Elfos desaparecieron y el honor del Pueblo de los Hombres se les confía a los hijos de los Orcos —dijo en voz baja.

El lugarteniente más joven, al que se le había muerto un hijo pequeño, miró la escena. Aurora acababa de regresar adonde Rankstrail y la luz radiante del primer sol brillaba sobre su cabello clarísimo. Abajo, debajo de los bastiones, una de las mujeres que había venido a llevarles agua y pan a los alabarderos se inclinó para mirar la pata de un perrito herido. Al contacto de su mano este dejó de gañir de inmediato. La capucha de la joven se cayó y el sol le rozó el cabello que era castaño pero tenía algunos hilos de color dorado claro que centellearon. También los hilos plateados del cabello rojo de un joven arquero reflejaron el sol. El arquero reía junto con otros dos soldados: debía haber alguna apuesta porque de repente se cargó el arco al hombro y asestó de lleno en una hoja que el viento matutino había arrastrado por los aires.

El joven lugarteniente sonrió en silencio.

—Estos son tiempos que jamás pensamos ver —confirmó en voz baja, hablando más para sí mismo que para los demás—. Los Elfos descendieron para siempre entre nosotros y hasta los hijos de los Orcos se baten por el honor del Pueblo de los Hombres.