Mientras el último sol de la tarde resplandecía sobre el verde tupido y tierno del arroz maduro, Rankstrail, el joven Capitán de Daligar, Vencedor de los Orcos, Libertador de Varil y Vengador del Honor del Pueblo de los Hombres, divisó su ciudad. Al remontar la Gran Puerta de ingreso al Anillo Externo y descender del caballo, la primera luz del atardecer brilló roja y oblicua sobre el anillo de murallas y sobre la colina de almendros y naranjos en la que se erguía la ciudad.
Rankstrail saludó en la puerta a los dos soldados que lo habían reconocido y les entregó el lobo y su magnífico corcel, negro como las alas de un cuervo, como el soplo de la noche.
No quería a nadie consigo. Se encaminó a pie, solo. La capa lo ocultaba a él y a la espada que llevaba a un lado. Franqueó riachuelos donde los niños jugaban entre las gallinas, junto a un grupo de ocas cuyas alas blancas se confundían con las nubes reflejadas en los charcos desde el cielo.
Entre las piedras de los murallones crecían de nuevo hiedras, musgos y arbustos de pequeñas flores. Las huertas multicolores en la parte alta de las murallas también habían renacido. En el lado meridional un árbol completo, un cerezo silvestre de verdad, salía oblicuo desde el muro vertical. Sus raíces habían encontrado entre las piedras despegadas espacio suficiente para agarrarse y vivir, crecer, florecer y dar pequeños frutos ásperos y reflejarse, él también, en los charcos junto con las nubes y las alas de las ocas.
Los charcos se continuaban en los riachuelos de las cocinas, que a su vez se canalizaban con el agua del foso que descendía desde la colina y se mezclaba con las lagunas que luego se entretejían con los arrozales y los canales. El conjunto creaba una ciudad ideal de fango y agua en la cual se reflejaba el cielo: una ciudad ininterrumpida que alimentaba una extensa población de caracoles y ranas que desde tiempos remotos solían terminar en estofado con ajo y perejil para ayudar a sobrevivir a los habitantes del Anillo Externo de la ciudad.
Había voces diferentes que se entrelazaban, se perseguían, se interrumpían.
Rankstrail bordeó el lado occidental del murallón externo contra el cual habían resurgido rápidamente los puestos de los vendedores de agua y las ventas de panes y mazapanes, llenando el aire con suaves aromas que se fundían con el humo acre de los garbanzos dorados al carbón.
Con la cara escondida dentro de la capucha, el Comandante de la ciudad se compró la tostada más grande de sésamo y miel que vendieran en todo el minúsculo mercado, y finalmente hincó los dientes en ella. Cerró los ojos y por un instante se vio obligado a apoyarse en el muro porque el placer le dio casi un vértigo.
En el fondo del mercado, en cuclillas contra el muro, encontró al vendedor de tapetes que provenía de la ciudad caravanera de Donadío, Don de los Dioses, destruida por un huracán y que en el pasado, antes de que una inundación la anegara, se llamaba Gounnerte o la Bienamada, nacida sobre las ruinas de Lakkil, La Fortunilla, barrida por un terremoto. El hombre le repitió en su curioso idioma que si alguna vez lograba vender algunos de sus tapetes podría regresar a su ciudad y esta vez la reconstruiría no en madera y piel de camello, sino en piedra rematada por cúpulas de lapislázuli, para que nada pudiera abatirla nunca más y la llamaría Samkid, La Invencible. Rankstrail le compró todos los tapetes que tenían los colores del viento y del sol y le pidió que se los guardara hasta que él tuviera dónde ponerlos. Después se alejó seguido por una serie de bendiciones igualmente fantasiosas e incomprensibles que las maldiciones que lo habían seguido en el pasado.
Rankstrail remontó el tronco del cerezo silvestre ennegrecido por las llamas del asedio. En la cima de la única rama que se había salvado de la hoguera había macizos minúsculos de hojitas verdes como el alma misma de la primavera. Rankstrail se detuvo a mirarlo y pasó la mano con dulzura sobre el tronco rugoso y se tiznó los dedos y el borde del vendaje que todavía llevaba en la mano, aunque hacía tiempo había dejado de dolerle.
La casa de su padre había sido reconstruida idéntica a como solía ser: estaba conformada por la cavidad entre los contrafuertes del segundo anillo de murallas a la que se le habían agregado un techo y una pared inevitablemente torcidas y una puerta historiada con delicadeza para completar la obra. Desde lo alto de los bastiones ennegrecidos por el fuego reciente, la hiedra y los alcaparros pendían de nuevo sobre la diminuta casa. El joven Capitán de la ciudad recordó todos los renacuajos que habían capturado, todos los caracoles y las ranas que habían comido y los garzones cazados de modo furtivo, para completar los pagos faltantes del taller de carpintería y talla, oculto entre los contrafuertes de la segunda cinta de murallas y el cerezo silvestre.
Sus dedos rozaron la alforja áspera y lisa, escondida bajo la casaca de terciopelo. Adentro tenía el hueso de un durazno que le recordaba los primeros muertos que había vengado. Estaban los pétalos manchados con la sangre del dragón que había sacrificado la vida por salvar a su hermano Elfo. Estaba la carta dictada por su padre donde las palabras «Adorado hijo, a cada instante sueño con tu regreso, y por tu regreso ruego a cada instante…» ya no eran legibles porque la yema de los dedos del Capitán las habían borrado. Estaban los juguetes donados por Erbrow para comprar su piedad y para alegrar a los hijos que había decidido no tener jamás.
Cuando entró, ya era de noche. Su padre estaba en el interior de la casa cerca al fuego, sentado en un pedazo de tronco, entre la chimenea y el lecho que ocupaba casi todo el piso. La puerta de la otra minúscula habitación donde dormía su hermana estaba cerrada, seña de que ya se había ido a descansar. Borstril, su hermano menor, dormía tranquilo en un lecho de paja en un altillo de madera que dividía a la mitad la escasa altura de la habitación. Rankstrail miró al padre: no recordaba que fuera así de encorvado. Le pareció pequeño, casi consumido. El cabello estaba más blanco y más ralo que la última vez que se lo había mirado. Las manos tenían un temblor que antes no existía. El viejo levantó la mirada de la banca que estaba reparando con mucha dificultad, con las manos que no parecían ser más las suyas; lo vio y le sonrió. Por un instante se iluminó.
Rankstrail se acercó. Descollaba por encima del viejo como una montaña. Correspondió la sonrisa, pero la suya fue más leve, casi un esbozo. Se quedó en silencio un largo rato.
—Padre, perdóneme: vine para preguntarle quién soy —dijo por fin, quedamente.
El viejo perdió la sonrisa. Vaciló, pero jamás retiró los ojos del rostro del Capitán. Se produjo otro larguísimo silencio.
—Tú eres mi hijo —dijo finalmente en un susurro—. Eres mi hijo primogénito. Eres hijo mío y de mi esposa. Tú tienes sus ojos. Tú… eso es. Sonríes como ella… Tú eres mi hijo… Tú eres nuestro niño, nuestro hijo primogénito…
La voz del viejo se perdió en las últimas sílabas.
Rankstrail asintió. Luego se arrodilló ante el viejo, le tomó una mano apartándola con dulzura de la banca y la besó. Luego agachó la cabeza y la apoyó encima. La mano del viejo se veía pálida y sutil entre las suyas, enormes, cortas y oscuras.
—Eso lo sé —dijo Rankstrail con serenidad—. Eso lo sé —repitió de nuevo—. No podría vivir si no lo supiera. Sé que soy el hijo primogénito de ustedes y eso es lo que ha acompañado cada uno de mis pasos, eso ha sostenido mi aliento.
La mano del viejo estaba fría bajo la frente de Rankstrail en llamas. Lo sentía temblar.
Se quedó así un largo rato, en silencio.
—Ahora le ruego, padre, dígame quién soy —repitió finalmente, mientras las sombras de la tarde invadían la casita, disputándosela con la luz del fuego que se estaba apagando.
Solo cuando las primeras estrellas brillaron a través del vano de la puerta que había quedado abierta, la voz del padre se sintió de nuevo.
—Antes de las grandes lluvias nosotros vivíamos a la entrada de la llanura oriental, en el límite con las Tierras Notas. La nuestra era una aldea pobre, pero no miserable. Yo amaba a tu madre y sabía que ella me amaba: estábamos esperando la luna de verano y la cosecha para luego casarnos. Yo sabía tallar la madera, tenía seis cabras y estaba en edad de casarme. Esa luna no trajo ningún verano sino el inicio de las Lluvias Perennes y el mundo se ahogó en el agua y la miseria. Las cabras se ahogaron, las patatas se pudrieron. No había nada con qué pedir de forma decente a una mujer en matrimonio. Nosotros osamos lamentarnos y quizá por ello los Señores de los Infiernos nos castigaron: a los Demonios no les agrada la insatisfacción y se vengan de las maldiciones. Cuando pensábamos que la miseria era ya suficiente y que la suerte había sido ya demasiado injusta, los Orcos llegaron y se abatieron sobre nosotros. No sé decirte de dónde vinieron. Eran los primeros que veíamos: desde los tiempos de Arduin los Orcos habían sido expulsados, pero en los tiempos de Arduin las fronteras eran vigiladas por hombres armados y había fortines y fuegos para advertir la llegada del enemigo. Ahora, por el contrario, solo nuestros sembrados de fríjoles marcaban el límite entre lo conocido y lo desconocido, y nuestros sembrados de fríjoles, como la estepa con la cual limitábamos, estaban a un palmo por debajo del lodo. El hambre empujó a los Orcos hacia nuestras casas. Encontraron lo que quedaba de nuestros fríjoles, pero eso no era todo lo que querían. Nuestras mujeres… ves… nosotros no…
El viejo se interrumpió. Se cubrió el rostro con las manos durante algunos instantes. Luego se recuperó.
—Nosotros no pudimos defenderlas —continuó—. Es difícil de explicar. Sé que hubiéramos debido protegerlas o morir en el intento… Es que… ves… nosotros no nos lo esperábamos. No teníamos centinelas, ni cuernos ni fuegos de alarma. No teníamos nada y ellos se nos abalanzaron encima como… como lobos en la noche. Antes de que comprendiéramos qué sucedía, ya la mitad de nosotros estaba muerta y la otra mitad deseaba estarlo. Sí, así fue. La mitad de nosotros estaba muerta y la otra mitad deseaba estarlo… Y luego sucedió lo que siempre sucede en estos casos. Aquellos de nosotros que todavía estábamos vivos nos levantamos del suelo y decidimos comenzar a vivir de nuevo. Apagamos los incendios, sepultamos a los muertos, vendamos las heridas de los vivos y decidimos fingir eternamente que nunca había pasado nada. Sepulté a mi padre y juré que odiaría y destruiría a cualquier criatura que tuviera sangre de Orco. Las mujeres que tres estaciones después tendrían hijos de los Orcos los arrojarían a la laguna que las lluvias habían formado debajo de la colina y todo quedaría borrado. El honor de la aldea sería restaurado. Pero ella no quiso. Tu madre, quiero decir. Dijo que tú eras un niño. Un niño y basta. Todos los niños lloran del mismo modo. Dijo que el honor de los Hombres radica en no matar a los niños. Jamás. De otro modo querría decir que son Orcos. Y entonces la expulsaron. Y yo, que había jurado odiar y destruir cualquier criatura que tuviera sangre de Orco, yo… comprendí que lejos de ella… y de ti… mi vida quedaría reducida a ser fango. Le pedí ser su esposo y servirte de padre. Ella no quería porque su rostro había sido desfigurado y su vientre violado, y yo le dije… yo le dije… sabes, fue una conversación difícil, pero estaba preparado, le dije que hubiera querido ser rico, fuerte, bello; hubiera querido ser un Rey para poner mi reino a sus pies; hubiera querido al menos ser un ladrón para poder tener algo que le quitara el hambre, pero no era nada ni nadie, y lo único que podía ofrecerle era a mí mismo, un hombre sin nada, que vagaba en una landa de pantano. Le dije que juntos la noche sería menos fría y la luz se levantaría más temprano, mientras que solos el mundo nos aplastaría y aunque nadie se molestara en matarnos, nuestra propia aflicción sofocaría nuestro aliento antes de que el día retornara. No podíamos hacer nada contra los Orcos, excepto esto: hacer vana su acción sobre nosotros y vivir a pesar de ellos.
—Quería que se convirtiera en mi esposa para amarla por encima de todo. Su cara estaría de nuevo intacta y su vientre inmaculado, porque así era ante mis ojos y así sería también ante los suyos. Los Orcos que habían destruido a nuestra gente y penetrado su vientre serían solo el sueño confuso de una noche de viento. El niño que iba a nacer sería nuestro hijo primogénito y el amor que le daríamos sumergiría la destrucción y el odio en el lodo de las cosas inútiles.
El viejo calló. Se produjo otro largo silencio. El fuego de la chimenea también se había apagado. Rankstrail apenas se atrevía a respirar. El viento se levantó. La puerta se golpeó. El viejo se estremeció. El joven Capitán se paró, cerró la puerta y puso la capa alrededor de su padre; las insignias de oro de Comandante de la ciudad brillaron en la oscuridad. Volvió a encender el fuego y luz de la llama iluminó la habitación. Las sombras desaparecieron.
El viejo miró al hijo.
—Me siento feliz de que hayas sido tú quien salvó a la ciudad —le dijo por último y luego lo repitió.
Rankstrail asintió. Tenía la sensación de haber descendido a los Infiernos y de haber regresado. La maldita duda de su vida, el gusano venenoso que desde siempre carcomía sus pensamientos y que él siempre había alejado en algún rincón de su mente lo suficientemente oscuro como para poder fingir que lo olvidaba, ya no podía ser alejado. Ahora tenía la verdad frente a él como un monstruo que durante muchísimo tiempo había buscado, había huido y que finalmente encontraba. Miró los ojos de su padre y el monstruo de su sombra desapareció para siempre junto a los fantasmas de una noche pantanosa en unos sembrados de fríjoles en los límites de las Tierras Ignotas. Él era el hijo primogénito de un hombre y una mujer que se habían amado por encima de cualquier otra cosa. Era el hijo primogénito de ese amor. Todo el resto se sumergía en las profundidades de las cosas inútiles.
Los Infiernos se habían cerrado de nuevo y no los reabriría para nadie.
El viejo miró alarmado el vendaje de la mano.
—¿Estás herido? —preguntó.
—No, ya no lo estoy —respondió Rankstrail avergonzado.
El viejo rozó con los dedos el borde de la manga de terciopelo y señaló las insignias de oro.
—Ahora eres un hombre importante —comentó—. Eres… ¿también eres rico? —se informó con timidez.
Rankstrail se lo confirmó.
—Claro —respondió—. Claro —repitió y se sintió culpable por no haber pensado aún en la forma de sacar al viejo de la minúscula casa—. Mañana a primera hora te buscaré una casa de verdad, con todas las paredes… las ventanas, un jardín… una huerta…
—No, no, no es para mí, no es para mí —protestó—. Esta es mi casa y no quiero dejarla. Aquí viví. Aquí murió tu madre. Su tumba está a cincuenta pasos de esta casa y puedo ir a hablar con ella cada vez que me siento solo. Conozco a los vecinos. Es para tu hermana. Está a punto de casarse… —explicó con aire preocupado.
Aquella zambullida en la cotidianidad despejó el alma del joven Capitán.
—¿El hijo del panadero se decidió a pedirla en matrimonio? Podemos decirle a la arpía de su madre que tendrá toda la dote que quiera.
—No, no es el hijo del panadero, es el Príncipe de los arqueros el que la pidió como esposa.
—¿El Príncipe Erik, el jefe de los arqueros? ¡Es hijo de la estirpe más importante de la ciudad!
—Él. Quiere a tu hermana como esposa, pero dijo que la dote no le importa para nada. Ni siquiera quiere oír hablar de ello. Dice que el coraje y el arco de tu hermana son ya una dote… ¿cómo dijo?, suntuosa. Ellos estaban siempre juntos, sabes; organizaron juntos todas las defensas de la ciudad. Tu hermana les enseñó a las mujeres de Varil a disparar el arco. Incluso a las grandes Damas. Incluso a las lavanderas. Si la hubieras visto… Él dijo que el honor de desposar a Flama, y además desposar a una joven que es tu hermana, vale más que…
Rankstrail rompió a reír: su larga carcajada liberadora resonó largo rato en la casita.
—En fin, ahora que tenemos una dote, ¿ya nadie la quiere?
El viejo no se rio, sino que se quedó preocupado.
—Aunque él no quiera nada, nosotros debemos poner algo de dinero. Ella querrá un traje de novia. Un traje elegante. Él es un Príncipe… Sabes, Flama usó el traje de novia, el que había sido de tu madre, para ir a hacer la guerra. Quizá estuvo bien: sabes, lo tenía puesto cuando se encontraron la primera vez. Ella estaba tan hermosa… se había puesto el traje de novia para ir a morir. Pero ahora el traje está lleno de sangre y lodo y aunque logremos limpiarlo no podrá…
Rankstrail lo tranquilizó. El padre seguía pareciéndole más pequeño de como lo recordaba. Después de que le ayudó a acostarse se quedó a su lado.
Antes de dormirse, el viejo susurró de nuevo:
—Me siento feliz de que hayas sido tú quien salvó a la ciudad.
Rankstrail se arrodilló de nuevo y le besó la mano.
Después de que el viejo se durmió, salió. Rankstrail tenía que atravesar la ciudad para llegar a la escalinata que lo conduciría arriba a las torres y las escarpas, al más interno de los tres anillos de murallas desde donde se dominaba el horizonte.
Habían encendido las antorchas.
Su capa se había quedado sobre los hombros del viejo. Sus insignias de oro centelleaban. La gente que encontraba a su paso lo reconoció y lo saludó con reverencias. Algunos se arrodillaron.
Rankstrail llegó a los bastiones orientales y subió. Los soldados de guardia se pararon en firme para saludarlo. La llanura se extendía ante sus ojos hasta las Montañas Oscuras. La guerra era recordada por los fuegos de los campamentos de los Orcos que se veían en el horizonte y por las hileras de picas con las cabezas de los enemigos encima que se descomponían debajo de las horrendas máscaras de guerra, a ambos lados de la Gran Puerta.
—Los aterroriza —osó explicar el Jefe de los soldados que había acudido a recibirlo en las escarpas—. A los Orcos, quiero decir. En una antigua crónica leímos que la decapitación los aterroriza porque creen que se quedarán sin cabeza también en el Reino de los Muertos. Es la única cosa que les da miedo.
Rankstrail le dio permiso de retirarse y se quedó mirando durante un largo rato los fuegos de los campamentos de los Orcos en la lejanía y las picas debajo de él. Después mandó llamar a los dos lugartenientes de la ciudad.
Les informó que al día siguiente lanzarían el ataque para liberar los arrozales y les pidió verificar si los armamentos estaban en orden y distribuir un número adecuado de flechas. Ordenó reemplazar todas las corazas con las cotas de placas de la caballería ligera porque permitían mayor movilidad y no brillaban bajo el sol atrayendo las flechas. Ordenó hacer retirar las cabezas de los Orcos que todavía quedaban en las picas a la entrada de la ciudad, recomponer los cadáveres cuando fuera posible y sepultarlos. Ordenó que no se abatiera a los Orcos heridos o capturados sino que los hicieran prisioneros; y por último, ordenó reacondicionar las viejas prisiones subterráneas ubicadas entre los pozos en el centro de la ciudad y verificar que también hubiera agua limpia y vendajes para los enemigos heridos.
Se hizo un largo silencio, duro y sombrío como la hoja de una espada.
El lugarteniente más joven, un hombre alto de barba castaña corta y tupida, lo miró con unos ojos azules como el acero que brillaban de desilusión y rencor.
—Los Orcos exterminaron a mi familia, Señor mío —dijo finalmente—. Uno de mis hijos vaga ahora solo por el Reino de la Muerte al que llegó antes que yo y era todavía un niño. Los Orcos quemaron mi casa. Cada vez que cierro los ojos los gritos que se elevaban resuenan de nuevo y sé que es imposible para un hombre vivir tanto tiempo como para lograr olvidarlos.
Rankstrail miró largo rato al hombre antes de responder. Parecía buscar las palabras. Al cabo las halló.
—Creo que ningún dolor en el mundo es comparable al de un padre y una madre que se ven obligados a ver a su propio hijo antecederlos en la tumba. Sin embargo, he visto lo que los Orcos le hicieron a mi gente, a mi familia; por lo tanto, le ruego que ahora me permita hablarle como se le habla a un hermano —el Capitán se interrumpió, tomó aliento y prosiguió—. Tu dolor es el mío —le dijo al hombre—. Si a cambio de mi vida tu hijo pudiera volver a respirar, te juro que la daría. Si a cambio de mi mano tu dolor pudiera ser consolado, te juro que me la cortaría. Tu hijo no está solo en el Reino de los Muertos porque todos nuestros antepasados lo han acogido y consolado. Y en el momento en que nosotros pasemos al otro lado del viento, lo encontraremos esperándonos sobre praderas infinitas y cielos inmensos donde las estrellas brillan aun al sol. Daré la orden para que en cada aniversario de su muerte se pongan antorchas y flores en el lugar donde terminó su vida, porque perder el recuerdo del dolor es el más grave de los deshonores. Ahora ordeno que se preparen fosas decentes para los Orcos que murieron y lugares donde puedan sobrevivir y tener agua limpia aquellos que tomemos prisioneros.
—Señor mío —dijo el lugarteniente más anciano, un hombre algo encorvado de barba gris y blanca—, esos son Orcos.
—Pero nosotros no lo somos —respondió Rankstrail.