Capítulo 26

Rosalba estaba cansada. Ante el olor a musgo de la tumba del Rey, deseó poder tenderse en la tierra y quedarse allí en paz durante los siglos venideros. Ella también quería quedarse en la oscuridad, en un reino silencioso de caracoles y lombrices. Su vida le parecía una serie de inútiles mañanas que tenía que dejarse deslizar por encima, como el agua sobre una piedra, para arribar finalmente al perfume de tierra húmeda y hojas podridas del sarcófago de piedra.

Ella también tendría que acordarse de mandar a hacer los cortes de las troneras.

Ese no era el único pensamiento que lograba darle algún consuelo a su desgarradora sensación de cansancio.

Había otro: el pensamiento de su casa. Se entretenía con las imágenes del mar. Veía las ondas lentas y largas de las tardes de otoño, las tormentas del invierno, los temporales del verano cuando el agua se convertía en una pared y el granizo flotaba sobre el mar junto a la espuma de las olas gigantescas y brutales. El recuerdo de la playa alargada entre los dos promontorios como un dragón dormido al sol la consolaba.

Quería ir a casa.

A su casa, a la que había levantado con Yorsh.

Caminaría por la arena buscando las huellas de Yorsh sin encontrarlas, pero estarían los pasos de sus hijos. Quería verlos crecer en la casa que ella había construido junto a su padre amontonando piedras, conchas y pedazos de madera traídos por el mar.

Llamó al Senescal y lo mandó a buscar a Aurora. Tardó. Después finalmente alguien recordó que a la Dama de Daligar le gustaba terminar el día sobre las escarpas orientales, con los ojos perdidos en el horizonte por donde pasaba el Dogon como una cinta brillante bajo la última luz del atardecer.

Aurora llegó con su paso ligero. Tenía el atuendo de color gris perla que usaba cuando estaba en los puestos de enfermería. Era un vestido sencillo, casi como el de una mujer del pueblo, pero aún así Aurora se permitía llevar sus complicadísimas trenzas enrolladas en volutas rígidas y precisas con hilos de oro y minúsculas perlas. Robi se preguntó si alguna vez alguien la habría visto con el cabello en la cara o sobre los ojos. En ese caso, estaría escrito en los anales.

Sentada en el trono de piedra la soberana le anunció a la Dama Aurora la intención que tenía de irse de Daligar: regresaría con sus hijos a Erbrow, la aldea dragón. Rankstrail protegería a Varil. A la Dama Aurora la esperaba comandar Daligar.

Rosalba cerró los ojos y se recostó en el espaldar. Lo había logrado. Terminaba allí. Unos días más todavía y tendría el ruido del mar para hacerle compañía en las largas noches de insomnio.

Sintió un destello de serenidad brillar en su alma llena de oscuridad. Solo debía escuchar una serie de agradecimientos emocionados por parte de Aurora, sonreír con gracia ante su eterna gratitud y por fin sería libre.

El tiempo pasó. Dado que nada rompía el silencio salvo el eterno cacareo de las gallinas en los patios, Rosalba decidió abrir los ojos de nuevo. Aurora estaba impasible como de costumbre. Ningún sobresalto de alegría le iluminaba el rostro; aun en la penumbra Robi tuvo la sensación de que tenía los ojos más sombríos que de costumbre.

—Me temo que el proyecto sea irrealizable, Señora mía —dijo por fin.

—¿Irrealizable? —repitió Rosalba.

—Irrealizable —confirmó Aurora.

La Reina sintió que la rabia resurgía en su alma cansada. Tarde o temprano llegaría el día en el que lograría hablar con Aurora sin sentir deseos de estrangularla, pero no era este.

—Señora mía —Aurora se decidió a explicar—, soy la hija de mi padre, el Juez Administrador, el hombre que hizo ahorcar a sus padres y abatir a su esposo como se abaten los perros rabiosos. Es un hombre loco, enfermo y también vil. Mientras usted esté sentada en ese trono, ni él ni ninguno de los buitres que lo acompañaron en su fuga abandonando la ciudad a los Orcos se atreverá a moverse. El día infortunado en el que yo tenga que sustituirla a usted en el mando de la ciudad, mi padre y toda la corte se abalanzarán a retomarla. Todos me recordarán como la niña buena que decía «Sí señor», y yo tendría que demostrar a capa y espada que esa niña desapareció para siempre. Por mucho que mi padre me repugne, por mucho que conozca todos sus crímenes, quisiera que me dispensaran el tener que tomar las armas contra mi misma sangre, no solo porque al hacerlo tendría que enfrentar tinieblas que me agradaría olvidar, sino, y más importante aún, porque arrastraría a la ciudad a una guerra fratricida que destruiría todo lo que se salvó de los Orcos.

Rosalba se quedó petrificada. Reconocía que el discurso de Aurora era tan razonable que era obvio, pero curiosamente eso no le disminuía las ganas de estrangularla.

Finalmente logró estar de acuerdo.

La desesperación se le desplomó encima como un sudario.

Ya no podía escapar.

Su playa, las cigarras, la cascada, las olas del mar: todo se convertía en un espejismo.

—Me temo que tenga usted razón —dijo al cabo, sombría.

Estaba aprisionada, atrapada en la ciudad que había visto el ahorcamiento de sus padres y había recibido la muerte de su esposo como una fiesta.

No podía regresar a casa.

El silencio descendió, luego Aurora prosiguió.

—Señora mía —agregó—, con su permiso, desearía dejar esta ciudad e unirme a Varil: quiero establecer mi residencia allí.

Se hizo otro silencio, también este interrumpido solo por los pollos.

—Ni usted ni nadie necesita mi permiso para vivir donde más le agrade. Pero ¿por qué Varil? —preguntó Rosalba—. ¿Qué hará allí? Usted nació aquí.

Estaba perpleja; claro que al escuchar esta información sentía alivio: si tenía que quedarse en Daligar, al menos no tendría que convivir con Aurora. Sin embargo, sentía curiosidad.

—De hecho nací y siempre viví aquí. Aquí soy y siempre seré la hija de mi padre. En Varil simplemente seré yo. Además creo tener un don como curandera. Al ser Varil el puesto de avanzada, el primer lugar donde la guerra comienza y el último donde termina mucho después que en los demás lugares, podría ser más útil que aquí. Los heridos podrían beneficiarse de mis curaciones y los guerreros de mi arco.

Robi estuvo de acuerdo de nuevo. El deseo de volver a ver el mar le pareció tan fuerte que era casi tangible.

Recuperó la calma: sería cuestión de tiempo, pero lograría regresar a casa. Con calma, podría alejarse para volver a la playa de Erbrow: al comienzo durante periodos cortos, luego cada vez más largos. Con calma crearía las condiciones para confiarle Daligar a un Gobernador.

¡Un camino!

Era necesario reabrir la garganta, construir rampas que bajaran hasta la playa bajo la vertiginosa cascada del Dogon, reconstruir las escaleras para la antigua biblioteca y salvar los volúmenes que todavía contenía. El camino entre Daligar y Erbrow sería cómodo y accesible como en los tiempos antiguos, y como en los tiempos antiguos tendría montada en la parte central la torre del conocimiento, antigua morada de los dragones.

Erbrow era un puerto natural. Crecería y prosperaría. Se convertiría en la Ciudad Dragón. Las barcas saldrían todas las mañanas con sus redes.

La pesca se sumaría a las cabras y a las gallinas para que el hambre se convirtiera en un recuerdo cada vez más vago.

¡La sal! En la playa había grandes mareas y un viento seco del Sur. Yorsh le había contado que en la segunda dinastía rúnica había grandes salinas sobre la costa. Estaban descritas en los anales.

Robi cerró los ojos y todo se llenó de azul y dorado. Grandes figuras geométricas de un blanco deslumbrante, interrumpidas por molinos que usaban la fuerza del viento para mover el agua, brillaron bajo el sol, contra el mar, bajo el verde del acantilado donde pendían los tojos y los alcaparros en flor. Vio el puerto lleno de velas. Vio animales increíbles: una especie de vaca con manchas y un cuello larguísimo, un absurdo asno con rayas blancas y negras.

Las anchoas y los cerdos se podrían conservar con la sal y así la escasez de alimentos no sería ya una amenaza.

Rosalba se preguntó qué y quiénes habría al otro lado del mar.

Regresaría a Erbrow, pero después: no antes de haberla hecho fuerte y espléndida como la niña que llevaba el mismo nombre y como el dragón que ya no lo llevaba más porque había dado la vida por ellos. Hasta entonces viviría en Daligar, la ciudad que había combatido con ella, que había sufrido hambre con ella, que había roto el asedio con ella y que llevaba su bandera: la flor de la sangre derramada por la libertad del Pueblo de los Hombres sobre el fondo blanco de su inocencia.

La voz de Aurora interrumpió sus pensamientos.

—Señora mía, tengo intenciones de partir lo más pronto posible, antes del amanecer de mañana: ¿hay algo más que quiera comunicarme?

Rosalba se sobresaltó. Se había abstraído de tal forma que había olvidado tanto su propio cansancio como la presencia de Aurora. Se puso de pie para despedirse, agradecerle y cumplir con todas las formalidades del caso. El hecho de que Robi encontrara insoportable su inconmensurable perfección no disminuía la fuerza, la lealtad, el coraje y la inteligencia de Aurora, ni disminuía el número de veces que le había salvado la vida.

Por primera vez Robi se dio cuenta de que Aurora llevaba al cuello un dije con una especie de concha transparente entretejida con oro que se abría de lado como en dos alas. Era sutil y bello: era como si el alma misma de la liviandad hubiera quedado atrapada en el cristal. Pendía de un cordón de cuero trenzado gastado. Aurora percibió la mirada.

—Era de mi madre —explicó.

—¿Y el cordón? —preguntó Rosalba: era una forma insólita de llevar al cuello una joya tan suntuosamente refinada.

Aurora se ruborizó con intensidad. El rubor llegó hasta el nacimiento del pelo y le dio durante unos instantes un aspecto casi infantil.

—¿Esto? Era la cuerda de mi primer arco: me lo regalaron de niña y significó mucho para mí —respondió avergonzada.

Rosalba pensó en un regalo del padre, algo que ligaba a Aurora a un afecto filial del cual por otro lado se avergonzaba. Luego recordó una conversación que tuvo una vez con Yorsh: los Elfos se enamoran siendo muy jóvenes, a veces desde niños, y para siempre. Sucede con frecuencia que en el primer encuentro se intercambie o se regale un juego, algo que luego pueda ser conservado y legado como una prenda de amor. Quizá la regla también era válida para quienes eran solo mitad Elfos. Le preguntó a Aurora en un tono plano y distante quién le había regalado el arco.

Aurora se ruborizó de nuevo hasta la raíz del cabello.

—El Capitán Rankstrail lo hizo para mí —logró responder con naturalidad—. Él había derrotado a los Saqueadores Negros que habían aterrorizado las landas meridionales, y entonces, aunque era muy joven y no hacía parte de la aristocracia, le fue confiado ser mi escolta, así fuera solo por un día, cuando yo era niña. Fue él, en ese único día, el que me enseñó a usar la espada y el arco. Por suerte mi padre nunca lo descubrió…

—Debió haber sido un gran maestro —comentó Rosalba sonriendo—. Eres el guerrero más grande que un comandante pueda soñar.

Aurora a su vez sonrió.

—Soy un Medio-Elfo, Señora mía: tengo la puntería de un Elfo y algo de la barbarie de los Hombres. Y usted, Señora mía —agregó alegremente y por una sola vez casi descomplicada—, es el comandante más grande que un guerrero pueda soñar.

—¿Más grande aun que el comandante Rankstrail? —preguntó con malicia.

—Digamos, con su permiso, que el Capitán Rankstrail es el único líder que puede igualársele.

Se miraron mientras sonreían.

—¿Cómo está el Cabo Lisentrail?

—Su vida con seguridad está fuera de peligro.

—Me alegra. ¿Cuándo estará en condiciones de dejar la ciudad?

—Dentro de pocos días, pero tendrá que hacerlo en un carromato, Señora mía. Su vida está a salvo, pero sus piernas quedaron incapacitadas para sostenerlo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Sabe, cuando fui a agradecerle por haber salvado a mi hija, la conversación tomó un giro inesperado. Aprovechando la certeza absoluta de que ahora no le retorcería ni un cabello, y esas fueron sus palabras, el Cabo me contó que fue él y no el Capitán Rankstrail, quien ordenó la matanza del dragón. El Capitán estaba dispuesto a pagar con su vida el haber desobedecido la orden de atacarnos y Lisentrail no estaba dispuesto a permitírselo. El sacrificio del dragón nos salvó a todos.

—En las últimas horas también me llegó el rumor —confirmó Aurora—. Todos los soldados que estaban en la garganta de Arstrid me lo confirmaron, y cuando un hombre está herido y no sabe si verá otro amanecer no miente: fue Lisentrail el que dio la orden. ¿Lo castigará?

—Simbólicamente. Lo condecoré con casi la mitad de mi collar y lo expulsé de Daligar. Es necesario que me vuelva más parca con estas placas: no me quedan suficientes para otra guerra. En cuanto a la expulsión difícilmente se me ocurre un castigo menos doloroso. Lo único que Lisentrail espera es estar lo suficientemente bien como para poner sus piernas enfermas en un carromato junto a su esposa y los dos pollos que esta posee, e irse con todo para Varil. Lo espera el título de Regente del Anillo Externo. No sé exactamente lo que significa, pero si Rankstrail se lo asignó, debe ser una función donde el sentido común del Cabo será útil para todos y que podrá desempeñar sin sentirse avergonzado por los dedos que le faltan y por su lenguaje no siempre aristocrático, entre sus pollos y sus hijos cuando los tenga —Rosalba sonrió—. ¿Sabe?, también mi hija le hizo un regalo al Cabo.

—¿Su hija?

—Sí, la llevé conmigo. Apenas lo vio le dio un largo abrazo, aunque había estado con él solo unos instantes. Creo que esto le dio la tranquilidad suficiente para motivarlo a contarme la historia de la garganta de Arstrid.

—¿Puedo preguntar cuál fue el regalo de la pequeña Princesa?

—Una pequeña pelota hecha de retazos, no sé ni siquiera quién se la dio.

Aurora sonrió de nuevo, pero luego se puso seria.

—Me pregunto por qué el Capitán jamás se disculpó —agregó pensativa.

Rosalba pensó mucho antes de responderle. Conocía bien la respuesta: lo que estaba tratando de establecer era si Aurora en realidad había tenido necesidad de formular la pregunta o si por primera vez quería concederle a la Reina la ilusión de ser, entre las dos, la más sabia. En vista de que no era importante, decidió responderle:

—Porque un verdadero comandante asume la responsabilidad de sus hombres. Una decisión suya puede hacer que estos vivan o mueran: por consiguiente, del mismo modo que un verdadero comandante asume la responsabilidad de la vida o la muerte de sus hombres, debe asumir la responsabilidad de las acciones y los errores de ellos y debe estar dispuesto a pagar por ellos —dijo finalmente.

Aurora asintió. Por primera vez en la vida Rosalba experimentó una inmensa ternura hacia ella. Su opinión sobre ella cambió: la veía como una niña inteligentísima y valiente, atormentada por el afecto y el desprecio hacia un padre cruel y demente, u con el amor por el joven Capitán encerrado en su corazón.

—Además de liberar los arrozales, Varil tiene que resistir las hordas que podrían abatirse por la llanura oriental, y también organizar las defensas de los Confines. Nunca puede volver a suceder que los Orcos nos ataquen sin que estemos preparados. Aquí la situación evoluciona bien. Estaría más tranquila si usted llegara a Varil de inmediato y se llevara con usted a quienes se ofrezcan a seguirla voluntariamente. Los Mercenarios de Rankstrail que quedan en la ciudad irán con seguridad. Les garantizaré el triple del pago acostumbrado. Los comerciantes a los que les brindamos protección han llenado nuestras arcas con sus tributos y es hora de empezar a usarlos. No se combate por dinero, pero es justo que quien combate reciba un pago y que este además sea bueno. Esos hombres necesitan dinero porque están conformando familias y aman a su Capitán. Irán. Parta pronto, así llegará antes de que la noche termine. Es probable que mañana el Capitán Rankstrail ponga en marcha el ataque para liberar los arrozales y cincuenta hombres armados más podrían resultarle fundamentales. En este momento Varil es el puesto de avanzada que hay que reforzar.

Aurora se permitió de nuevo una sonrisa que le iluminó los ojos y luego recobró su impasibilidad.

—Sí, Señora mía —respondió con una leve reverencia.

—Nunca le he agradecido el haberme salvado la vida —concluyó Rosalba para despedirse—, todas las veces que me salvó la vida. Nunca le he agradecido su lealtad, la fe inquebrantable que tuvo en una victoria imposible cuando nadie, ni siquiera yo, creía en una. Nunca le he agradecido su ternura hacia mi hija: debe ser absoluta por la forma como la pequeña se ilumina apenas la ve —agregó hablando despacio, con un esfuerzo que a cada frase se hacía más leve—. El odio que sentía hacia su padre me cegó y cometí crueles injusticias contra usted. Nunca le agradecí por llamarme «Señora mía». Usted fue la primera en hacerlo, y al menos en dos ocasiones sirvió para darme autoridad en situaciones donde el riesgo de no tenerla en abundancia hubiera sido mortal. Jamás hubiera logrado combatir y vencer si usted no lo hubiera hecho conmigo. Sin usted yo estaría muerta y los hijos del último Elfo habrían muerto conmigo; la ciudad de Daligar se habría convertido en una landa de fango, casas derruidas y huesos descarnados por los perros. Usted salvó mi vida y la de mis hijos al traer aquí su coraje y al dejar un lugar donde estaba a salvo para arriesgarse a morir con nosotros. Le pido perd…

—Usted salvó mi vida —interrumpió Aurora—, desde el primer día en el que me crucé con usted. ¿Lo recuerda? Yo estaba en mi palanquín y usted estaba encadenada, cubierta de harapos, sangre y morados. Todos nosotros, y yo en primer lugar, agachábamos la cabeza ante mi padre. Usted estaba combatiendo. Solo cuando la vi comprendí que el combatir era una elección posible. Cada vez que el miedo y el desaliento eran más grandes que las paredes de la habitación donde estaba recluida, la recordaba a usted, su cara cubierta de lodo y sangre coagulada, su mirada que, al contrario de la mía, no se bajaba. Jamás se me había ocurrido que uno podría elegir no bajar la mirada, ¿comprende? Si usted podía batirse, también yo podría hacerlo. Después de la muerte de mi madre, fue usted una de las dos luces que brillaron en la oscuridad de mi juventud. Comprendo el amor de su esposo por usted, por su coraje, por su fe y también, con su permiso, Señora, por su fiereza. Le guste o no, es uno de los componentes de ese coraje particular que tienen los Hombres, que siempre les permite levantarse de nuevo para hacerle frente a cualquier cosa.

Aurora tomó aliento, luego una sonrisa tímida la iluminó.

—Señora mía… Argniolo… El Senescal y yo recogimos sus… sus… sus restos y los sepultamos en el cementerio de Daligar.

Rosalba la miró. Al oír nombrar a Argniolo, el recuerdo de la muerte de Yorsh se despertó como una quemadura que se rasguña, y durante algunos instantes fue incapaz de hablar. La Reina Bruja se quedó de pie, en silencio, con los ojos en los de Aurora. Cuando le salió la voz de nuevo, logró darle las gracias a Aurora por haberse encargado de esa tarea, en un tono calmado y plano como se agradecen otros pequeños favores: haber tendido la ropa o haber trasplantado los geranios. Argniolo también debió tener una historia.

—Quiero darle a usted también un pedazo de mi collar —dijo mientras se lo quitaba y comenzaba a ocuparse en ello. Ahora había adquirido una discreta velocidad—. Si lo acorto un poco más, podré convertirlo en un brazalete, pero puedo permitirme prescindir de una última placa y quiero sin duda alguna que sea para usted. Una prenda de mi amistad: nunca le faltará.

—Con infinita alegría, Señora mía —aceptó Aurora—, con infinita alegría. Se la agregaré a mi collar. Cuando era poco más que una niña deseé tener un collar… ¿cómo decirlo? Un collar como el que tengo, y me agrada mucho tener también una prenda de su amistad.

Aurora hizo una reverencia y se despidió, orgullosa y bellísima.

Rosalba la vio alejarse. Por primera vez no experimentó ningún tipo de resentimiento o de rencor, solo gratitud y ternura.

Se quedó pensativa durante un largo rato. No tenía dudas de que la segunda luz que había iluminado la juventud de Aurora fuera aquel que le había regalado el arco, y por primera vez se dio cuenta de las espantosas tinieblas por las que la otra había vagado dentro de sus vestidos de brocado y plata con los ganchos de perla en el cabello.

Rosalba se abandonó a pensamientos nuevos, verdades quizá obvias que sin embargo se le habían escapado y que le fascinaron, como el descubrimiento de un continente desconocido. Consideró la relatividad de los conceptos de derrota y de victoria: en ese, que ella había juzgado como uno de los momentos de más oscura desolación de su existencia, estaba por el contrario dándole luz a una vida diferente. Consideró, y esto la emocionó tanto como el aprendizaje de una lengua nueva, hasta qué punto a veces aquello que reconocemos en la mirada de los otros es tan solo el fantasma de nuestras sombras. En el inexistente desprecio en la mirada de Aurora, ella siempre había proyectado el miedo de que su propia tosquedad y barbarie la separaran de Yorsh y había correspondido esa mirada con un resentimiento vigoroso que había perdurado durante años en contra de cualquier sentido común.

Ella era ella. Habían sido su tosquedad de ser humano y su sangre de Orco los que le habían dado la barbarie y el coraje para salvar a Daligar, a sus hijos y al mundo. Yorsh y Aurora la habían amado no a pesar de ser ella, sino porque era ella.

La barbarie, sin embargo, aunque era parte innegable de la mezcla, había que considerarla una virtud preciosa que había que racionar con cuidadosa parsimonia. La Reina llamó al Senescal y le dio la orden de sepultar lo mejor que pudiera los cuerpos de los Orcos y sobre todo lo que quedaba de sus cabezas y de hacerlo lo más pronto posible. Le ordenó que creara un cementerio para los Orcos en el centro del bosque, lejos de los caminos, para evitar la tentación de profanarlo, y le recomendó que fuera un lugar…

—¿Decente? —sugirió el viejo señor.

—Decente —confirmó la Reina.

—Están los bosques de castaños, detrás del claro donde el Capitán Rankstrail hizo construir los campos para los prisioneros.

—Creo que ese lugar está bien —respondió Rosalba.

No quería que los hijos de Yorsh crecieran en una ciudad donde sobre los panes y la miel de las meriendas se posaran las moscas que acababan de darse un banquete en las órbitas de las cabezas amputadas.

Después de que el hombre se despidió, la Reina de Daligar pensó un largo rato en Aurora y Rankstrail; pensó que desde hacía tiempo debía haberlo percibido…

Les deseó a ambos, con toda la fuerza de su alma, poderse amar por mucho tiempo, tener hijos e hijas y verlos vivir y crecer y prosperar.

Les deseó que vieran nacer a sus propios nietos y después a los hijos de los nietos.

Les deseó que murieran muy viejos, juntos, tomados de la mano.

Luego se puso a llorar. Fue un llanto atroz, irrefrenable, larguísimo, sacudido por sollozos que la agitaban como el viento de otoño a una hoja. Se acurrucó en el trono de piedra donde también Arduin había llorado la desesperación de la pérdida irremediable de su esposa. Rosalba sintió todo el dolor que hasta ese momento había logrado confinar en un rincón de su alma, gracias a la premura de las batallas que debía combatir. Ahora la guerra había sido ganada y nada la apartaba del pensamiento de que su esposo se había perdido para siempre al otro lado del viento y de las estrellas.

Tenía una mano sobre la empuñadura de la espada de Yorsh y la otra sobre la esfera de jade verde de Arduin.

Rosalba lloró casi toda la noche. El frío se hizo insoportable. El trono de piedra era helado. Comenzó a temblar. Se levantó del trono y se arrastró hacia sus habitaciones. En el centro del gran lecho cubierto de telas orladas con encajes complicados, sutiles y preciosos, los cuerpecitos tibios de sus hijos respiraban tranquilos. Rosalba se liberó de sus armas, se acostó debajo de la cobija al lado de sus criaturas y las abrazó. La tibieza se le contagió. Los sollozos se acallaron. Su hija se despertó. Miró a la madre a la luz del fuego que calentaba la habitación en la enorme chimenea de piedra. Le tocó el rostro bañado en lágrimas.

—Mamá, daño —dijo disgustada.

—Ya pasó —dijo Rosalba.

La niña asintió. Era la hija de ellos. Tenía los ojos de Yorsh. Junto a ella dormían sus hermanitos, los niños de ellos, suyos y de Yorsh. Al otro lado de los gruesos muros, bajo las últimas estrellas, dormían las otras criaturas de la ciudad. Yorsh estaba al otro lado del viento, pero aun así cada instante de su vida sería un regalo inestimable y ella lo disfrutaría.

Rosalba abrazó a Erbrow y hundió el rostro en sus rizos negros.

—Papá aquí —dijo la pequeña.

—¿Viste a papá? ¿Soñaste con papá?

La niña asintió de nuevo.

—Papá aquí —confirmó. Luego puso la manito sobre su pecho con decisión—. Bella —agregó.

—Viste a papá y te dijo que eres bella —tradujo Robi.

Erbrow asintió. Robi se preguntó hasta cuándo conservaría el recuerdo del padre. Se sintió feliz de que hubiera soñado con él.

Erbrow alargó la manito hasta el dije de jade de la madre.

—Ete oto papá.

—Este otro papá. ¿Había otro papá? ¡Otro hombre! ¿Había otro hombre que tenía esto? ¿El dije?

La pequeña asintió.

—¿Lo viste?

De nuevo señaló la chimenea.

—Robuso y ñero.

—Era robusto y negro. ¿Un hombre grande, robusto y oscuro? ¿Con una capa oscura? ¿Y llevaba este dije al cuello? ¿Viste a un hombre grande, robusto, con ropa oscura que llevaba este dije al cuello?

Erbrow asintió de nuevo. Luego se pasó la mano por la mejilla izquierda y se ensombreció.

—Daño.

—¿Tenía la mejilla… herida? ¿Herida por el fuego?

—Daño —confirmó la niña sombría. Luego sonrió otra vez y se puso la manito sobre el pecho—. Bella —repitió contenta.

—¿Él también dijo que eres bella?

La niña asintió. La madre la estrechó contra su cuerpo.

Se quedó un largo rato mirándola: quizá solo había sido un sueño, un sueño extraño en el que la niña había recordado al padre y de algún modo había imaginado el verdadero aspecto de Arduin.

Quizá su hija leía el pasado como ella veía el futuro y había logrado descifrarlo en las sombras.

O quizá la muerte existía y era un lugar diferente a la nada, un lugar del cual se podía retornar a veces, para traer un saludo propio. Quizá a Yorsh y a Arduin les habían concedido atravesar los canceles para saludar a la criatura por cuyas venas la sangre de los Elfos corría junto a la de los Hombres y a la de los Orcos.

Vio, sobre el baúl donde Parzia había puesto las camisitas de lino de los bebés, las de Yorsh bordadas con azul y las de Arduin con verde, el trompo y el caballito de madera que Solario había tallado para Erbrow y le sonrió a su generosa hija que había renunciado a los juguetes para que sus hermanitos no se quedaran sin nada. Le preguntó a su hija dónde estaban la muñeca y la barquita: se dio cuenta de que hacía días que no las veía.

—Más —respondió estirando las manitas.

Rosalba se sintió mal.

Eran los juguetes que su padre y su madre habían hecho para ella, los que Yorsh le había devuelto salvándolos de su casa destruida. La ternura la invadía cada vez que veía a Erbrow sostenerlos en las manos.

—¿Ya no los tienes, se te perdieron? Oh, no —dijo de repente.

Se arrepintió de inmediato. No le importaban para nada los juguetes. Lo único que le importaba eran sus hijos. No quería, en esa noche llena de ternura, entristecer a Erbrow por la pérdida de la muñeca y la barquita, aunque era todo lo que le quedaba de su infancia. Es normal que los niños sean distraídos. El destino de los juguetes es perderse, romperse, ser olvidados.

Erbrow ni se descompuso ni se entristeció.

—Akkail —explicó con serenidad.

—¿Rankstrail? ¿Se los diste al Capitán Rankstrail? —preguntó Rosalba sorprendida—. ¿La barquita y la muñeca? ¿Al Capitán?

—Akkail, Aoa. Hijos —volvió a explicar Erbrow y estiró las manitos de nuevo, con el gesto con que uno explica algo que en realidad es muy obvio.

—¿Rankstrail, Aurora? ¿Se los diste a Rankstrail y a Aurora para sus hijitos?

Erbrow asintió y luego bostezó. Rosalba estalló en una suave risa. Era la primera vez desde que Yorsh había muerto que escuchaba su propia risa.

—Muy bien, pequeña, hermosa idea. ¿Ya les dimos el regalo de bodas a esos dos?

Estaba hablando sola. Su hija había cerrado los grandes ojos azules y se había deslizado en el sueño. El largo camino de ternura de la muñeca y la barquita no se detenía: ahora les correspondería a los hijos de Aurora y del Capitán.

—Fue en realidad una buena idea —agregó en voz baja, hablándole a la niña dormida—. Fuimos los primeros en darles un regalo: quedamos muy bien y además nos ahorramos tener que comprar algo más caro, en este Condado, después de treinta años de Juez Administrador y un mes de asedio de los Orcos, es mejor cuidar el oro y la plata.

Luego, con horror, recordó haber maldecido a Aurora.

El pensamiento contrajo la dicha de ese momento, como una helada sobre las flores de abril.

Rosalba jamás había orado.

Nunca en su vida les había elevado una plegaria a los Dioses.

Si no podían hacer algo, para qué rezarles. Y si a pesar de poderlo todo permitían el dolor, la miseria, la arbitrariedad, la justicia pisoteada, la inocencia traicionada, entonces con mayor razón prefería descender a los Infiernos que elevarles una plegaria. No había orado cuando sus padres fueron ahorcados. No había orado ante la muerte de Yorsh. No había orado para que sus hijos nacieran sanos; no le parecía decente mientras que a otras mujeres que nunca habían hecho mal alguno les nacían niños con terribles deformidades en el cuerpo o en la mente. Nunca había orado.

Esa noche oró con todas las fuerzas de su alma. Pidió perdón por la ingratitud y se excusó por el rencor. Agradeció la vida, la suya y la de todos, como también la de los que sufren, también la de los malvados. Comprendió que sin el dolor no hubiera sido posible crear a los Hombres y que sin permitir el mal no hubiera sido posible dejarlos libres. Entendió que la tarea del creador del mundo no es intervenir para evitar el sufrimiento, sino comprenderlo. Pidió perdón y pidió que la maldición que había lanzado contra una inocente se desvaneciera. Oró y oró. No pidió perdón por haber matado a Argniolo porque era el único camino que le había permitido sobrevivir, pero se disculpó por haber irrespetado sus despojos, porque también Argniolo había estado en el vientre de una madre. Lo mismo hizo por los Orcos que había hecho decapitar.

Rosalba lloró dulcemente sus últimas lágrimas, disfrutando la enorme felicidad que le producía la respiración de sus hijos y su olor debajo de la gran cobija blanca que parecía una nube. Amamantó a los pequeños en el instante en que se despertaron, de tal modo que el sonido de su llanto, así fuera dulcísimo, no resonara. Se detuvo mucho tiempo a sentir entre los dedos los rizos de Erbrow, el cabello liso y sutil de Arduin y la cabecita aún implume del último, el que llevaba el nombre del padre, el bebé que ya había estado en el Reino de la Muerte y había regresado.

Al amanecer ella también se durmió. Mientras cerraba los ojos, inconfundible, comenzó el leve y alegre sonido de la lluvia. Robi durmió, durmió y soñó y su cansancio por fin se disolvió como el polvo bajo el agua.

Vio un lugar estrecho y oscuro cerrado como un círculo y comprendió que era el interior de una alforja.

Había en ella el hueso de una fruta, una carta que ya era ilegible, la muñeca de madera tallada y la barquita que habían sido suyas y que ahora serían de los hijos de una mujer que ella un día maldijo, y comprendió que el regalo anulaba la maldición. Solo entonces se percató de que la vieja madera tenía pegados a ella pétalos blancos y de color carmesí, que se despegaron y cayeron en el fondo de la alforja donde se confundieron con otros pétalos, viejos y secos, con los mismos dos colores, como se confunden los cuerpos en un abrazo largamente esperado. La sangre del último dragón y la sangre del último Elfo se habían rozado. El círculo oscuro y cerrado se abría a la luz, porque este no era solo el interior de una alforja, sino el oscuro recinto de la muerte: ella vio el pasado de cada uno reunirse con un futuro donde todas las penas recibían consuelo.

Vio las Colinas de la Luna Nueva llenas de amapolas y tojos en flor, y sobre ellas vio las grandes alas del dragón en las que el pelo y las escamas se alternaban en volutas suntuosas. Entre sus grandes alas vio a los guerreros que lo habían matado y que habían sido perdonados, porque el gesto había sido llevado a cabo no para destruir sino para salvar; porque la niña que llevaba el nombre del dragón le debía la vida a ese grupo de hombres. Vio que a las manos que acariciaban el pelo suave ya no les faltaban dedos, y comprendió que los hombres y el dragón se estaban consolando de la descendencia que no habían engendrado con los nombres de los niños que habían salvado. Vio a Jastrin que corría al viento, vio la sonrisa de Yorsh y lo recordó. Reconoció al hombre silencioso y alto: el primero de los soldados que cayó combatiendo bajo sus órdenes, y detrás de él vio a todos los que lo habían sucedido. Vio una mesa larguísima preparada, en la que los manteles de lino y seda marina se alternaban con los de algodón grueso y cáñamo y reconoció al Jefe de la Casa de los Reyes ocupado y feliz con los preparativos, para que nadie nunca más sintiera hambre, un banquete infinito donde los más refinados faisanes rellenos y los más ordinarios fríjoles con tocino se alternaban con los murciélagos acaramelados en miel y los ratones con piñones que habían saciado el hambre de los asediados. Envueltos en la niebla leve de la mañana vio a su padre y su madre… Al fondo, lejanas, vio las sombras de los Orcos que había dado orden de sepultar. Por último, vio la sombra de Argniolo: él también debió haber sido un niño y también debió haber tenido una historia para contar.

Millones y millones de gotitas de lluvia se desprendieron de las nubes en el cielo bajo que durante días y días había abrumado la ciudad y cayeron sobre Daligar llenando los pozos, quebrantando el bochorno, lavando el polvo y la sangre, la de Jastrin, la de Lisentrail, la de todos aquellos que habían derramado sangre, en todos los lugares donde la sangre había sido derramada, de modo que solo quedara la nostalgia limpia de su memoria para recordarlos. Las gotas se reunieron en grandes riachuelos, minúsculos ríos que escurrían de los techos y a lo largo de las escaleras para lavar la sangre de Argniolo y la de los Orcos; limpiaron los palos en los que habían sido expuestas las cabezas amputadas y que de ahora en adelante servirían para sostener las plantas de fríjoles. Lavaron la sangre derramada año tras año por la injusticia de los tajos de los verdugos y lavaron la vergüenza de quienes habían mirado sin haber intervenido.

La lluvia se unió a la tierra para que la hierba pudiera volverse verde, el follaje de las vides pudiera volver a levantarse orgulloso en el aire limpio y las coles se abrieran con sus hojas casi azules. La piel de los tomates, arrugados por la sequedad, se estiró.