Los funerales se celebraron.
El mundo estaba regresando a la normalidad.
Los comerciantes habían comenzado a hacer sus recorridos de nuevo.
Los saltimbanquis aparecieron de nuevo.
Hasta los carteristas habían dado señales de vida otra vez.
Las gallinas escarbaban en las calles y en cada esquina se levantaban ventas de pan.
El sol de finales de verano resplandecía inclemente.
Rankstrail estaba en las caballerizas mirando los caballos. Desde que la ciudad estaba libre y abierta, se habían presentado grupos de comerciantes a pedir protección a cambio de oro y trabajo.
Los caballos que uno de ellos había traído para vender estaban alojados en las caballerizas del Palacio de los Reyes del Condado, y partirían hacia Varil algunos días después.
Había una media docena de bayos, dos yeguas, entre ellas una preñada, y un enorme y magnífico caballo negro como las alas de un cuervo, joven y apenas domado.
Garrapata el Magnífico estaba al fondo y sobresalía como una mancha de óxido en una espada brillante. Rankstrail se preguntaba si alguna vez tendría un caballo digno de tal nombre, de tal modo que le pudiera conceder al actual un lugar digno de él, valga decir dentro del caldero de la ración acompañado de algunas cebollas y una cantidad adecuada de habas. Se acercó al caballo negro: era un verdadero corcel, digno de un líder o de un Rey. El Capitán puso lentamente la mano sobre el hocico del animal, que no se apartó, y lo acarició despacio.
Levantó los hombros. De todos modos nunca tendría el valor para poner a su rocín en un caldero con habas. Jamás tendría el oro para comprar el caballo negro. En conclusión, ambas cosas lo llevaban a una misma solución.
Se quedaría con Garrapata. Al fin de cuentas había guiado el contraataque contra los Orcos.
Un ruido llamó su atención: se encontró de frente al Senescal. El viejo Señor había venido a comunicarle que las dos Damas de Daligar reclamaban su presencia en los bastiones. Rankstrail deseó en silencio que se lo tragara la tierra: las dos Damas de Daligar eran ya difíciles una a la vez, y juntas no mejoraban. El Senescal vestía una túnica carmesí y dorada y el cabello blanco le caía sobre una estola hecha con pequeñas láminas de oro y cuadros de seda blanca. Debían ser las vestiduras para las ocasiones oficiales y, por lo tanto, se debía estar llevando a cabo una.
De haber podido elegir, el Capitán habría optado por una compañía de Orcos. No pudiendo elegir, se puso en marcha.
Se miró las manos sucias, la coraza de cuero y placas de metal que con el tiempo habían cobrado una uniforme tonalidad color tierra y las grebas que tenían fango hasta las rodillas, y deseó con poca convicción no ser el único que no tenía ropa para cambiarse.
Llegó a los bastiones junto a los demás. Estaban en el terraplén que estaba situado en la parte más oriental y más elevada, en donde la luz del día llegaba primero.
Rosalba y Aurora estaban de pie, una al lado de la otra, y el Senescal se les unió. Rankstrail no logró ver la cara de la Reina Bruja que quizá era la única que sabía qué estaba sucediendo porque todos los demás tenían una expresión impasible, mas no exenta de perplejidad. Una multitud se estaba reuniendo rápidamente.
Un grupo de tres soldados estaba removiendo tierra de un espacio que siempre había parecido una terraza pequeña y que resultó ser un enorme sarcófago, por lo menos de diez pies por cinco. Estaba hecho de piedra lisa, no grabada, excepto por un nombre esculpido en caracteres élficos de la segunda dinastía rúnica, unas letras grandes, profundas y sin adornos que Rankstrail conocía poco y mal.
Era un nombre corto: la primera letra era una A, la segunda la R de Rankstrail, la quinta la misma I de todas las lenguas, incluso el élfico, y la más fácil. No podía sino ser él.
ARDUIN
La Reina Bruja había encontrado la tumba de Arduin y la estaba haciendo abrir.
El sarcófago era pesadísimo. A los tres soldados se les sumó otra media docena armados de picas que trataban de usar como palancas, no siempre con éxito. Algunas de las picas se quebraron. Uno de los hombres logró finalmente hacer palanca sobre la ranura que separaba la tapa de la base, y el sarcófago se abrió. En la piedra se habían esculpido largas troneras verticales, idénticas a las que protegían a los arqueros en todo el anillo de los bastiones, de modo que Arduin pudiera estar simultáneamente en la tierra y separado de ella. Era como si hubiera querido hacer un acuerdo entre la sepultura de los Hombres, que en la muerte permanecían separados de la tierra, y la de los Orcos, que por el contrario regresaban a ella, sin que nada los separara de esta. La tierra había invadido el sarcófago mezclándose con piedritas y hojas podridas, de tal modo que tenía el olor de frescura y musgo de los días otoñales, cuando uno sale a buscar hongos. En el sarcófago y lo que quedaba del antiguo Rey, habían encontrado refugio los caracoles, las babosas, algunas lombrices y una familia de musarañas que escaparon en todas las direcciones.
El Rey era enorme; tenía por lo menos siete pies de estatura. Llevaba en la cabeza una corona hecha de placas metálicas, unidas por una lámina sutil de oro sin trabajar. En los hombros llevaba una armadura de cuero y placas de hierro alternados, que le llegaba hasta las rodillas donde comenzaban las grebas de metal; al lado tenía un escudo largo con salientes de hierro en forma de colmillos superpuestos. Entre las manos tenía una espada que medía mínimo cuatro pies con una empuñadura de unas veinte pulgadas, hecha en metal y piedra para aumentar adicionalmente el peso del golpe y apta para ser empuñada con ambas manos. Un baño de oro no elaborado brillaba sobre la empuñadura y sobre la primera parte de la hoja.
Nada de bajorrelieves, gemas, florituras o arabescos. Solo piedra y acero. Y un baño de oro para recordar la nostalgia y el dolor.
Aurora estaba impasible e inmóvil.
La Reina Bruja se dirigió al Senescal y le ordenó hacer una estatua de Arduin y ponerle donde comenzaba la galería. De siete pies de altura y con una quemadura en la mejilla derecha.
—Pero ¿y las facciones, Señora? No conocemos sus rasgos —objetó el Senescal.
Se hizo un largo silencio que solo el chillido de las gaviotas rompió. La soberana se dio vuelta un instante y le lanzó una mirada de soslayo.
—Visto el tipo de coraza y de armas, no creo que se pareciera a un Elfo —respondió con sequedad.
Luego se movió. Se acercó al sarcófago. Se arrodilló. Alargó la mano y la pasó sobre la corona y luego sobre lo que quedaba de la cara, en una larga y lenta caricia. A lo lejos se oyeron risas de niños y el cacareo de una gallina. Con un esfuerzo considerable hasta para una mujer fuerte, la Reina Bruja retiró la espada de las manos del guerrero y se levantó. Pasó la hoja de la espada por el borde de la capa para limpiarle la tierra y el polvo. El acero estaba intacto y brilló. La Reina habló despacio, articulando las palabras y dejando intervalos de silencio entre las frases.
—Honor a Arduin —dijo—. Su corona lo acompaña en el Reino de los Muertos. Tomamos su arma porque el peligro todavía acecha. Mientras el Mundo de los Hombres esté cercado, necesitará combatir. La respiración de Arduin está en el viento, entre nosotros; su espada estará en nuestras manos. Mientras la tengamos recordaremos a nuestro Rey invencible y sabremos que nunca nadie podrá destruirnos.
Rosalba levantó la espada sobre su cabeza. Era pesadísima. Ningún tipo de ranura le disminuía la resistencia ni el peso.
—Pueden cerrar de nuevo el sarcófago —ordenó la Reina por último. Puso la punta de la espada en el suelo.
El haberla sostenido, así hubiera sido por poco tiempo, le había cubierto el rostro con perlas de sudor.
—Señora mía —objetó el Senescal—, ¡esa espada es demasiado pesada para usted!
Rosalba lo miró y sonrió.
—Todo es posible en este mundo. Hasta que por una única y excepcional ocasión esté de acuerdo con usted —respondió la reina—. La espada de Sire Arduin es demasiado pesada para mí. No seré yo quien la porte. Varil es el puesto de avanzada oriental, la primera defensa.
Rosalba se dio vuelta con dificultad hacia Rankstrail. Puso la punta de la espada en el suelo entre ella y el Capitán y le ofreció la empuñadura a él.
—Capitán —le dijo—, la próxima vez que proteja al Mundo de los Hombres y a mis hijos prefiero que tenga entre las manos algo que no se rompa.
Se miraron a la cara. Rosalba se volvió áspera de nuevo.
—Mataste al dragón: era mi amigo, era el hermano de mi esposo. Era magnífico. Sin embargo, salvaste a mis hijos. Si un día tu cuerno suena, combatiré por ti y lo mismo harán mis herederos. Si mi cuerno suena, sé que vendrás.
Rankstrail la miró a los ojos un largo rato y después se puso de rodillas. Era la primera vez en la vida que se arrodillaba ante alguien: no le había pedido la bendición a su padre cuando había dejado Varil por primera vez. Había estado dispuesto a arrodillarse frente a Yorsh, pero el destino y la criminal imbecilidad de sus asesinos no le dieron tiempo de hacerlo. Ahora se arrodillaba frente a la madre de los hijos de este, la Reina Bruja de Daligar, valerosa, feroz, desesperada y sola, a veces cruel como los grandes Reyes que la precedieron. Sin levantarse, Rankstrail puso las dos manos sobre la empuñadura y se las miró, oscuras y enormes. Se adaptaban a la empuñadura como si la espada hubiera sido hecha para ellas o como si las estuviera esperando.
En ese momento, el cuerno de los alabarderos de la puerta meridional sonó, anunciando huéspedes distinguidos. Se asomaron todos para ver: no se habían percatado de la llegada de un grupo de caballeros que ahora estaban bajando de los caballos para entrar a la ciudad después de remontar los portones.
Eran una docena, vestidos de terciopelo y brocado, con los estandartes blancos y dorados, los colores de Varil. Rankstrail reconoció al Príncipe Erik y a su tío, el Burgomaestre.
Bajó a recibirlos. Llevaba empuñada la espada de Arduin y era incapaz de identificar la sensación. Era como si el barro hubiera desaparecido de su calzado. Como si su coraza brillara más que la luna en las noches de invierno. En realidad, era su alma la que centelleaba más que el sol de los días de verano cuando las cigarras zumban en la hierba seca y las amapolas resplandecen con su color. Cuando estuvo frente a la delegación los saludó con cortesía, haciendo un gesto con la cabeza. Sin esa espada entre las manos, todavía hubieran tenido el poder de intimidarlo. Ahora él tenía la espada del Señor de la Luz, el gran Rey que había nacido Orco y que había elegido no serlo.
Le había sido dada la espada de aquel que había querido ser el último de los Orcos. Nada de bajorrelieves, gemas, florituras y arabescos. Solo piedra y acero. Y un baño de oro para recordar la nostalgia y el dolor.
Después de que los recibió y los saludó, los otros respondieron con una reverencia. Habían venido a ofrecerle el Comando de la ciudad de Varil.
Como le explicó el Burgomaestre, la ciudad corría el riesgo de ser sitiada de nuevo. La avalancha de agua y fango liberada de las esclusas seguía protegiendo la base de la colina sobre la cual se erguía Varil, pero a lo lejos, en los arrozales, pululaban los campamentos de Orcos, y cada día se veían aumentar sus fuegos porque nuevas bandas se les unían. Cada día llegaban al Anillo Externo nuevas familias que huían de los ejércitos enemigos, nuevas personas caídas en la desgracia y la desesperación. Desde hacía días la aristocracia de Varil había reunido al Concejo de la ciudad para establecer los nombres de aquellos que debían comandar la expulsión de los Orcos, pero lo único que pudieron establecer fueron los nombres que integrarían la comisión que vendría a llamarlo a él para que comandara la expulsión de los Orcos. Desde el principio el Príncipe Erik había propuesto la única idea viable: darle a él el Comando de la ciudad y proponerlo para ser elegido Rey.
Las Ordenamientos de la ciudad especificaban que los comandantes de Varil fueran escogidos entre los hombres que habían pertenecido a ella por generaciones, pero en caso de peligro absoluto la regla podía ser violada, porque cuando no había más descendientes de las estirpes y de las dinastías, se acudía a alguien que fuera capaz de fundar una de esas estirpes y de esas dinastías.
Rankstrail aceptó.
La delegación le ofreció el símbolo del comando: el collar con las insignias de la ciudad hecho en placas de oro en bruto y esmaltado, alternadas de modo que reproducían los colores de los estandartes. Estaba dentro de un cofre de madera forrado en terciopelo blanco y brocado dorado.
Rankstrail asintió de nuevo. Apretó la empuñadura de su espada: sintió la piedra y el hierro bajo la palma de sus manos. Pensó en el gran Rey. Lo habían llamado Arduin el Justo. Él sabría ser digno de su espada. Luego habló.
—Hasta que tenga aliento —declaró—, será un honor para mí combatir para que la ciudad pueda ser libre y prosperar. Si tengo que morir para que eso suceda, lo haré. Todos nosotros tenemos la responsabilidad de que nuestro pueblo sea libre, libre de aquellos que consideran un honor matar a nuestros hijos, de aquellos que después de haberlos degollado bailan mostrando las manos que chorrean sangre. Nuestra responsabilidad será liberar a nuestro pueblo de la miseria que penetra en las noches de invierno en los tugurios sin calor y se lleva a los niños con una crueldad que roza la de los Orcos; liberarlo de la tos que desangra a los desnutridos haciéndolos esputar la poca sangre que los zancudos y los piojos no se han chupado aún en los bordes de los pantanos tan insalubres que sería una deshonor obligar a un perro a vivir allí; liberarlo de disputarse la propia carne con las garrapatas durmiendo en la paja de los cerdos. Es nuestra responsabilidad, y lo haremos, combatir para que los caminos sean seguros de tal modo que los comerciantes puedan viajar de nuevo, de tal modo que los artesanos comiencen otra vez a trabajar y la riqueza se multiplique como las ranas de los estanques en primavera. Es nuestra responsabilidad, y lo haremos, hacer seguros los Confines para que los fríjoles y las coles puedan ser cultivados de nuevo sin que nadie se abata sobre el Pueblo de los Hombres como un lobo en la noche o un chacal en la oscuridad. Es nuestra responsabilidad, y lo haremos, devolverle al Pueblo de los Enanos la libertad, la dignidad y las minas y subsanar las injusticias cometidas. Es nuestra responsabilidad y lo haremos, abastecer las reservas para que en los periodos de escasez siempre estén lejanos. Es nuestra responsabilidad y lo haremos, suministrarle una curandera, incluso a las aldeas más lejanas, para que las quemaduras no se conviertan en llagas, los huesos rotos puedan enderezarse y los niños puedan encontrar que una sábana limpia los espera al nacer. Es nuestra responsabilidad, y lo haremos, suministrar también maestros viajeros que se trasladen de una región a otra, incluso hasta los lugares más olvidados de las Tierras Notas; porque no saber leer y no poder escribir es un sufrimiento, y ningún hombre, mujer o niño debe estar condenado a ello. Como Sire Arduin dijo, es necesario hacer dos guerras simultáneas, una contra los Orcos y otra contra la injusticia: los pueblos justos combaten con mayor valor. Los muertos de hambre combaten mal.
La delegación recibió sus palabras con un largo silencio. Al final el Burgomaestre lo miró, le hizo una profunda reverencia y dijo:
—Sí, Señor mío. Lo haremos. Usted nos guiará y lo haremos.
Los otros también le hicieron una reverencia.
El Burgomaestre tomó el collar y se lo puso, se lo enganchó sobre la coraza color fango.
En este momento la delegación le puso en las manos un segundo cofre de madera con remaches de oro y finalmente, con una última y profunda reverencia, se despidió.
Rankstrail tuvo la impresión de que el Príncipe Erik lo miraba de una forma extraña, alternando las miradas con leves gestos de negación, como alguien que tiene algo para decir pero no se atreve porque el contexto no es el apropiado.
Después de que partieron Rankstrail abrió el cofre. Contenía más oro del que nunca antes había visto. De hecho, contenía más oro del que nunca había imaginado. Podía comprarse todo el Anillo Externo y aun así quedaría fabulosamente rico. Comenzaría por allí. Usaría algo para el Anillo Externo que pululaba desesperado de campesinos sin tierra, herreros sin hornos, carreteros sin carretas ni asnos, gente sin nada. Sin embargo, conservaría una parte y se la gastaría en sí mismo: le gustara o no, ahora que iba a comandar la ciudad tenía que tener vestidos, armas y… un caballo digno de tal rol. Era una de sus obligaciones.
Finalmente le podía garantizar a Garrapata el Magnífico, que había guiado dos de las tres cargas victoriosas que habían liberado al Pueblo de los Hombres, una vejez serena en un establo bonito, rodeado de campos llenos de tréboles, alfalfa y flores hasta el horizonte.