Lisentrail tosió un coágulo de espuma y sangre.
La mujer de la falda verde dejó de llorar.
—¿Está vivo? —preguntó con prudencia—. ¿Vivirá? Señora, ¿está vivo?
Aurora no respondió. Estaba palidísima, bañada en sudor y demasiado ocupada cosiendo.
—Eh, Mercenario, ¿está vivo o muerto? —preguntó de nuevo la mujer.
—No es que esté muy vivo —repuso condescendiente Trakrail—. Pero tampoco está muerto todavía.
Aurora continuó cosiendo, capa por capa.
—Si ponemos un poco de belladona en la herida, no le dará fiebre. Tengo algunas flores, las masticaré.
—Si los hilos están limpios, no habrá fiebre —insistió Aurora—. Preferiría echarle algunas gotas de destilado de equinácea en la última costura y le agradecería que no masticará nada.
Lisentrail tosió de nuevo. Comenzó a respirar de modo más fuerte y regular.
Apenas terminó, Aurora retiró la cobija que todavía cubría las piernas de Lisentrail. Dejó escapar un gemido.
—¿Qué pasa, Señora? ¿Se muere? —preguntó la mujer.
—Las piernas están destrozadas —repuso Trakrail, que parecía mortalmente cansado.
—Tiene fracturas muy graves —dijo Aurora, cada vez más pálida, casi susurrando.
—¿Y eso significa que morirá?
—Quizá no, pero si sobrevive, no podrá volver a caminar.
—¿Pero vivirá?
—Es probable que sobreviva, pero las piernas no sanarán.
—Señora, no importa, aunque no vuelva a caminar, sálvalo. No importa, un hombre es un hombre aunque solo pueda estar sentado. Señora, no importa: sálvalo. Si él no camina, pues tendré paciencia, nuestros hijos caminarán. Se puede hacer feliz a un hombre aun si no puede caminar más. Si tú me lo salvas, me casaré con él y nuestros hijos caminarán. Señora, no me lo dejes morir. Después yo me encargaré de hacerlo feliz. No importa si no puede montar más a caballo. Hasta será mejor: así no podrá ser soldado y yo podré tenerlo cerca.
El Cabo Lisentrail tosió de nuevo. Luego abrió los ojos que vagaron vacíos durante unos segundos.
—Capitán —dijo Aurora—, me temo que subestimé el efecto de este espectáculo para la pequeña Princesa: tiene un aspecto cansadísimo y está temblando. Necesito que Parzia me ayude a vendar las fracturas. Le ruego que la acompañe hasta donde su madre.
El Capitán asintió. Se inclinó sobre Aurora, tomó a Erbrow, que estaba tan cansada que no lograba sostener la cabeza, y se volvió a levantar.
—Te llevo fuera de aquí enseguida, pequeña —le susurró.
Erbrow no logró responder sino que sacudió la cabeza y abrió la mano: el Capitán comprendió que quería detenerse. Le señaló los otros cuerpos tendidos alrededor del pozo. Ahora que su angustia por el Cabo se había calmado, Rankstrail escuchó el llanto de las mujeres.
La mirada de la pequeña Princesa era intensa y seria. No lloraba, miraba a los muertos. Le repitió al Capitán la señal para que esperara y él comprendió: esos hombres habían muerto bajo su mando por salvarla a ella.
Ahora debían recordarlos: era el deber de ambos quedarse allí y no eludir la mirada ni de los muertos ni de los vivos.
Arkry, Señor de los Enanos, Rossolo, Zeelail, Rouil, Roxtoil, Daverkail y Workail no se podrían levantar nunca más. Arrodillada junto a Zeelail estaba la joven de la falda azul celeste de rositas, ahora manchada de sangre y de barro. Con la cabeza apoyada en el pecho de este, lloraba lágrimas que el otro ya no sentiría. A Rouil lo acompañaba la mendiga, con su falda pobre, negra y desteñida, que gemía un lamento casi imperceptible. Al lado de Rossolo sollozaba una joven mujer, tal vez viuda, ya que estaba con una niña de seis años, y al lado de Roxtoil estaba la joven curandera que vestía un delantal con los colores de Daligar, lleno de sangre. Ella se lo quitó y lo usó para cubrirlo. Al lado de Arkry estaba Rocío con un rostro inmóvil que ningún gemido sacudiría y que ninguna lágrima bañaría; el Capitán pensó que, después de haber soñado con poder romper su eterna soledad, Rocío quedaría con una loba y una jaula como único consuelo. El Capitán ya había sepultado a muchos de sus hombres, pero eran Mercenarios: ninguno había contado con el llanto de una mujer para recordarlo. De todas las reglas absurdas y crueles del Juez Administrador, la de prohibirles el matrimonio a los Mercenarios era la única que tenía una lógica, así fuera perversa. El dolor de aquellos lamentos era insoportable.
Alrededor de los muertos se aglomeraron algunas personas. Las familias de la ciudad estaban moviendo a esos pobres cadáveres para llevarlos al cementerio. El Capitán sabía que cada familia tenía una especie de minúsculo campo cuadrado debajo de pequeños arbustos florecidos donde enterraba a sus muertos. Los Mercenarios descansarían en las porciones destinadas a las mujeres que no habían tenido tiempo de desposar, acogidos y sepultados por las familias a las que no habían tenido tiempo de pertenecer.
Por segunda vez desde la muerte de su madre, Rankstrail tuvo ganas de echarse a llorar. O tal vez eran de vomitar: no las distinguía bien. Los ojos de los hombres suspendidos en la nada comenzaron a velarse. Rankstrail pensó en todas las cosas que hubiera querido decirles y que no les dijo nunca porque siempre las había pospuesto para un mañana, dando por sentado que habría un mañana. Se llevaron a Rossolo, Zeelail, Rouil y Roxtoil, uno tras otro, seguidos de sollozos.
En el suelo, en su sangre, quedaron Arkry, Señor de los Enanos, Daverkail y Workail.
—Nadie los quiere, Capitán —dijo Rocío en un susurro—. A estos en realidad nadie los quiere. En Daligar existen las fosas comunes para los que no tienen familia. Si manda un par de hombres para que me ayuden, yo los llevaré allí.
El Capitán vaciló y luego dijo:
—No, les daremos una sepultura digna de ellos. Nunca les di mis agradecimientos.
Deseó con desesperación haberlo hecho. En toda su vida, en todos esos largos años que habían estado uno al lado del otro en medio del fango, él siempre había ido adelante porque sabía que ellos le cubrían la espalda. Y ahora todo había terminado. De ellos tan solo quedaba un nombre escrito sobre una piedra.
—No más daño, papá dagón —susurró Erbrow, pero sin Trakrail para traducirle, el Capitán no entendió.
Rankstrail no podía más. Se alejó. Si los Dioses existían deseó por el bien de ellos no tenérselos que encontrar nunca, porque aunque le costara pasar la eternidad en los Infiernos les diría todo lo que pensaba de ellos. Luego se acordó de Lisentrail, que todavía respiraba, y no se atrevió a pensar nada más.
La niña temblaba entre los brazos.
—¿Fuiste tú, verdad? —le preguntó en voz baja el Capitán mientras se alejaba entre las bendiciones de los transeúntes que se abrían a su paso—. Tú y los otros dos, ¿cierto? Eran dos brujas y el hijo de una bruja: ¿es por eso que Lisentrail está vivo? ¿Por eso están tan cansados? También los otros dos están cansados. Lisentrail estaba más muerto que vivo, no fue solo porque lo cosieron en capas y porque no le escupieron por dentro, ¿cierto? Es una especie de hechizo: ustedes curan a la gente tocándola y luego quedan exhaustos. Por esto Aurora y Trakrail son tan buenos: no es solo porque sepan hacer las cosas como cualquier curandero, es porque además son magos. Tienen que tocarlos, ¿no es así? Aurora no quería que te alejara de allí, aun a expensas de… de hacerte cansar tanto. Gracias, niña. Lisentrail es una buena persona: fue él quien te arrebató de los Orcos. Una buena persona, un hombre de bien. Trakrail casi no puede tenerse en pie después de que curra una herida y él es un adulto. Para ti debe ser peor. Tú eres pequeña. Pequeña, valiente y magnífica. Esos dos, Aurora y Trakrail, armaron toda una discusión sobre coser en capas para distraer la atención de todos. Quizá discutían en serio; sin embargo, lo importante era que nadie se fijara en ti. Nadie se dio cuenta de lo que eres capaz de hacer… en definitiva: de lo que sabes hacer. No le digas a nadie que eres capaz de hacerlo. Ocúltalo, o si no la primera vez que no puedas salvar a alguien dirán que fue culpa tuya y te odiarán.
Erbrow permaneció quieta y callada, acurrucada contra el Capitán que la tenía envuelta en un abrazo como si tuviera que protegerla del frío. Luego se inclinó sobre ella y le besó el cabello.
Erbrow dejó de temblar.
—Mamá —dijo con voz débil, pero clara.
—Por supuesto —la tranquilizó el Capitán—. Ahora mismo te llevo a donde tu madre.
* * *
La soberana estaba en el patio exterior, ovillada en la grada más baja de las escaleras, con la cabeza entre las manos. El chiquillo que caminaba lento y hablaba mucho, Jastrin, estaba en el suelo junto a la soberana, en el centro del gran telón pespunteado con bordados de oro que tapizaba la Sala del Pequeño Trono.
El Capitán tuvo la impresión de ver una mariposa abatida.
La Reina levantó la cabeza y miró a Rankstrail con una tristeza sombría, más desesperada que si hubiera llorado. Vio a la niña.
—No —dijo—, aquí no. No quiero que vea. La hice alejar de aquí. Llévese a Erbrow de aquí.
Por primera vez Rankstrail experimentó ternura hacia ella. La respetaba tanto que no la había abandonado ni siquiera en los momentos en los que la había detestado con toda el alma. Reconocía su autoridad. Estaba dispuesto a morir por seguir sus órdenes y para protegerla. Pero nunca había experimentado ternura hacia ella.
—¡Señora mía! —la contradijo con dulzura, entregándole la niña. Erbrow se abalanzó en sus brazos y le rodeó el cuello—. Perdóneme, su hija necesita estar con usted. Quiere vivir este momento con usted. No la aleje.
La Reina miró por un segundo al Capitán y luego abrazó a su hija con todas sus fuerzas.
Finalmente rompió a llorar.
Erbrow, abrazada a su cuello, lloró con ella.
—Jastrin tocó la campana y los Orcos se lo hicieron pagar. Logró alcanzar la campana, pero no logró huir. Sus piernas no eran… veloces como las de los otros. ¡Debí cuidarlo como si fuera uno de mis hijos! —dijo. La voz le temblaba.
—Lo hizo, Señora mía —respondió Rankstrail—. Le dio de comer, peleó por él, lo consoló cuando estaba desesperado y le enseñó el valor. Es eso lo que se hace con los hijos.
—Debí protegerlo de la muerte.
—No, Señora mía. No está en sus manos el proteger a nadie de sus decisiones. A nadie. Tampoco a sus hijos. Jastrin eligió combatir y murió combatiendo. Si él no hubiera tocado a tiempo la campana, hubiéramos perdido a su hija y probablemente la habríamos perdido también a usted. Hubiéramos perdido el asedio. Hubiéramos perdido la ciudad. Una vez que la hubieran destruido a usted por medio de su hija, solo sería cuestión de tiempo. Jastrin hizo su elección. Era su derecho. Ahora, Señora mía, ordene lo que ordenaría si el que hubiera sido abatido por los Orcos fuera un hijo dado a luz por usted. Haga abrir la cripta de los Reyes y haga sepultar a Jastrin en ella con todos los honores destinados a un Príncipe de sangre real, hijo de un soberano de Daligar.
La soberana se quedó mirándolo un largo rato y asintió.
—Sí —dijo con dulzura—. Será el símbolo de todos los huérfanos. Todo aquel que ignore quién lo trajo al mundo sueña con que la suya sea una estirpe de Reyes. Cada niño abandonado lleva dentro de sí el sueño, o más bien la duda de ser un Príncipe o de ser hijo de uno de los Dioses que abandonó su mundo para descender al nuestro. Lo haré.
Rankstrail se quedó inmóvil frente a ella, sin dar señas de despedirse.
—¿Hay algo más que quiera decirme? —preguntó la Reina.
—Sí, Señora mía. Arkry, Rossolo, Zeelail, Rouil, Roxtoil, Daverkail y Workrail fueron dados de baja mientras participaban en la maniobra que permitió rescatar a su hija. Tres de ellos esperan para ser llevados a la fosa común porque ninguna familia en Daligar quiere recibirlos en su campo fúnebre. Tal vez los recuerda: Arkry pertenecía al Pueblo de los Enanos, los que llaman homúnculos. Era el más viejo de ellos, él único todavía vivo que recordaba la época en que la dignidad y el honor aún le pertenecían al Pueblo de los Enanos, y por lo tanto podemos considerarlo su Rey. Los otros dos, Daverkail y Workail eran enormes, horrendamente desfigurados, tenían aspectos particularmente inquietantes. A ambos les faltaban dedos y dientes: se los había arrancado el verdugo. En la armada de los Mercenarios los hurtos son castigados. Venían de los límites de las Tierras Ignotas y no conocían el nombre del hombre que los había engendrado, y los hijos sin padre, como su mismo esposo me lo explicó en la llanuras de Varil, son hijos de la misma vida o de los Dioses.
—Al no conocer a sus padres no podemos excluir la posibilidad de que sean de estirpe real —concluyó la soberana con una leve sonrisa que le fue despejando lentamente el rostro sin que la tristeza abandonara sus ojos—. O divina.
—De hecho, no podemos —retomó Rankstrail—. Vine aquí a pedirle permiso para sepultar a los Mercenarios Arkry, Daverkail y Workail de la infantería ligera, actualmente en servicio en la caballería, en la Cripta de los Reyes.
Rankstrail calló.
También la Reina tardó unos instantes en responderle.
—Será un honor para la ciudad —dijo decidida—. Busque al Senescal y dígale que se encargue de los funerales. Se llevarán a cabo mañana en la mañana todos juntos y con gran pompa. Antes divida el telón: quiero que cada uno de los muertos tenga un pedazo como mortaja.
Rankstrail meneó la cabeza.
—No tengo la espada, Señora mía —dijo estirando los brazos.
—¿Esa también se le partió?
—Pues sí, Señora mía.
La soberana no hizo ningún comentario. Se levantó y sin dejar de cargar a Erbrow sacó su espada, larga y fuerte, con la hiedra en la empuñadura y cortó del telón que Rankstrail levantó y mantuvo templado un pequeño pedazo para Jastrin. El resto se lo entregó al Capitán.
—Papá —dijo Erbrow de nuevo serena.
Su madre se inclinó sobre ella y la miró por largo rato. Algunas personas se habían aglomerado. Los ciudadanos de Daligar habían venido a llorar a Jastrin, el niño que había dado la alarma y que por ello había sido asesinado. Muchos lloraban a sus muertos. Muchos lloraban a los Mercenarios.
La Reina se quedó mirando fijamente a su hija que volvió a repetir otra vez las dos sílabas. Luego se enderezó y se dirigió al Capitán y a la gente reunida.
—Hermanos —dijo con voz clara—. Hermanas. Pueblo de Daligar. Hoy lloramos a nuestros muertos. Lloramos a aquellos que ya no están aquí y jamás volverán a estarlo. Lloremos hoy la tristeza de tener que vivir sin ellos, pero no los lloremos a ellos, porque ellos ahora están al otro lado del viento donde el dolor no existe, ni siquiera el dolor leve de la nostalgia. Aquellos que nos han dejado no están solos en los Reinos de la Muerte porque todos nuestros antepasados los han recibido y consolado y en el momento en el que nosotros pasemos al otro lado del viento los encontraremos esperándonos en praderas infinitas bajo cielos inmensos, donde las estrellas brillan aun al sol. No nos desesperemos mientras los recordamos. Los recordaremos cada año en el aniversario de su muerte, pondremos luces en los lugares que presenciaron su sufrimiento y lloraremos todos juntos su ausencia, porque el olvido es la peor de las vergüenzas. Pueblo de Daligar, no soy más que una mujer, pero tengo el corazón de un Rey. Combatí con ustedes y por ustedes. Pueblo de Daligar, no soy más que un Rey, pero tengo el corazón de una madre, y cualquiera que se atreva a levantar una mano contra mis hijos o contra mi pueblo encontrará en el camino mi espada y mi cólera. Cada vez que mi pueblo y mis hijos lloren, mi corazón llorará con ellos. Combatiré por mis hijos y por Daligar cada vez que sea necesario, y no le temeré a nada con tal de que mis hijos y mi pueblo puedan vivir.
El Capitán escuchó en silencio: la Reina Bruja era una gran líder, había que reconocerlo. Una líder innata. O más bien se había vuelto una líder poco a poco, día tras día. Al acumular coraje, piedad, justicia, injusticia, genio, barbarie, intuiciones y errores, había aprendido a guiar a un pueblo, a amarlo, a protegerlo en el peligro, a darle valor en la desesperación, a consolarlo ante el dolor de la muerte. Un gran Rey. Uno de esos Reyes que sería recordado después de generaciones para reencontrar el coraje cuando la oscuridad retornara.
Algunos dejaron de llorar y otros comenzaron. La Reina hizo una profunda reverencia ante su pueblo y sus lágrimas, se despidió del Capitán con un gesto y corrió hacia arriba por las escaleras con su hija abrazada al cuello.