Capítulo 23

Erbrow tenía una de las manos del Cabo entre las suyas. Era terrible. ¡Todas esas cicatrices! Todos los recuerdos que revoloteaban en el alma del Cabo parecían un enjambre de avispones. Cuando los Orcos mataron a su hermano. Su madre, de la que todos se burlaban porque nunca habían tenido un marido. Cuando se había convertido en Mercenario. Todas las veces que había tenido hambre y que había robado para saciarla y para que sus compañeros no la padecieran. Como los toques de una campana fúnebre, alineados, estaban los recuerdos de las veces que había estado en las manos del verdugo. Después, por encima de todos, estaba ese dolor particular, terrible, de cuando no se puede respirar, como un pichón de gaviota caído en el agua, como una estrella de mar arrojada a la orilla por una tormenta marina. Era tan fuerte que opacaba el dolor de las piernas que uno de los Orcos había golpeado con uno de sus enormes mazos.

Erbrow cerró los ojos para no ver la sangre.

El mundo se volvió verde con arabescos de pelo y escamas doradas que se alternaban.

Erbrow volvió a ver la sonrisa de su padre.

Debían dejar ir al Cabo. Debían dejarlo ir y finalmente sus recuerdos serían consolados. Su padre y el dragón se encargarían de ello. No sabía cómo decírselo a Aurora y a Trakrail. Se darían cuenta ellos mismos. Tal vez ya lo sabían. La respiración del Cabo se debilitó cada vez más.

La pequeña mujer con la gruesa trenza de cabello rojo y la falda verde oscura arrodillada entre Erbrow y Trakrail empezó a sollozar. Ella no quería dejarlo ir, pero ya casi no había respiración, se escapaba toda por la herida y a cada instante que pasaba el dolor de estrella de mar sobre la playa se hacía más insoportable.

Había ya muchos otros llantos en aquel lugar.

Su padre sonrió. El dragón levantó el vuelo.

Una de las manos de Erbrow se despegó de la de Lisentrail y corrió a refugiarse en uno de los enormes bolsillos del delantal: allí todavía estaba la pelotita de retazos amarrados que Chicco le había regalado cuando las Erinias habían cubierto el mundo quitándole la luz. Erbrow sintió bajo sus dedos la tela suave, mal amarrada; recuperó el valor.

Su fuerza aumentó y superó el dolor del Cabo. Una visión repentina la atravesó: había niños que corrían entre pollos y ocas en un extraño lugar lleno de charcos con un cerezo quemado que florecía en una miríada de flores blancas. La manito de Erbrow apretó la pelota de trapo y fue como si toda la luz de la playa y de la aldea que llevaban su nombre acudiera a ayudarla. Tenía que cerrar rápido la herida por donde la respiración se perdía. Aurora la estaba cosiendo y ya no era más un tajo sino solo una larga hilera de pequeñas fisuras. Tenía a Aurora y a Trakrail junto a ella y también ellos estaban tratando de cerrar esa hilera de pequeñas fisuras. Quizá podrían lograrlo.