Al llegar a Daligar el Capitán preguntó por Lisentrail y la pregunta se le ahogó en la voz porque las caras de los Mercenarios no le dejaron dudas.
El Cabo y los otros soldados heridos estaban en la ciudad.
Los que habían podido ser transportados estaban ya en los puestos de enfermería.
A los más graves los habían puesto junto al pozo, más allá del puente levadizo.
Estaban Daverkail y Workail, dos montañas, más grandes que el mismo Capitán, los que siempre lo habían apoyado en las retiradas cuando rompieron los cercos. Estaba Rouil, un hombre muy simple al que era necesario explicarle todo por lo menos dos veces. Rouil solo había logrado aprender la letra A y la había grabado en las cortezas de los árboles y en las piedras.
Estaba Zeelail, el más joven, el bien parecido, que tenía alrededor del brazo una venda de tela azul celeste con rositas bordadas.
Estaba Rossolo que venía de la Roca de Guardia Alta: su familia había sido exterminada por los Saqueadores Negros y le habían dejado como herencia dos campos sembrados y un gran rebaño de ovejas. Se había hecho Mercenario no porque realmente lo necesitara, sino para seguir al Capitán.
Estaba Arkry, Señor de los Enanos, tan viejo que ya había venido al mundo cuando su pueblo aún no había sido derrotado ni sometido.
Estaba Roxtoil, altísimo, rubio, de los Pantanos del Norte: la venda negra que le cubría el ojo que le faltaba había sido reemplazada por una tela blanca tomada del delantal de una de las jóvenes que le ayudaba a Aurora en las enfermerías.
Estaba cubierto por una capa empapada de sangre.
Daverkail, Workail, Ruxtoil, Rossolo, Arkry y Zeelail ya estaban muertos cuando él se inclinó sobre ellos. Rouil alcanzó a despedirse.
Lisentrail estaba aún con vida. Su pecho se levantaba y bajaba con respiraciones cada vez más difíciles, que no podían ser más que las últimas.
El Cabo logró abrir los ojos y mirar al Capitán.
—Ey, Capitán, no le diga a la bruja que yo maté al dragón o les daría mis huesos a los perros. Capitán no deje que les dé mis huesos a los perros —susurró.
—No —respondió el Capitán—. No.
Se dio vuelta desesperado. Trakrail estaba junto a él y ya estaba sacando un cubo de agua del pozo. Quizá todavía se podía hacer algo.
—¡Vayan a buscar a la Dama Aurora! —gritó Rankstrail.
Al parecer alguien ya había ido a buscarla porque Aurora llegó deprisa. Del otro lado de la plaza venía Parzia con Erbrow de la mano para darles la bienvenida a los vencedores, pero la sonrisa murió en su rostro al ver los cuerpos tendidos junto al pozo, y se detuvo. Aurora atravesó la plaza y se inclinó sobre Lisentrail.
—Sálvalo —le dijo Rankstrail—. Has todo lo que seas capaz de hacer. Te lo ruego. Se lo ruego, Señora.
Aurora retiró la capa que cubría al Cabo. Tenía una herida amplia en el tórax que alguien ya había tratado de taponar con un vendaje. Tanto ella como Trakrail pusieron las manos donde todavía sangraba. Se miraron por un instante. Erbrow se liberó de un tirón de la mano de Parzia y corrió junto a ellos.
Parzia se apresuró a ir por ella de nuevo.
—Aquí no, pequeña, este no es lugar para ti —le dijo tratando de llevársela, pero Aurora la interrumpió.
—Corra a la enfermería lo más rápido que pueda —le dijo—. Tráigame vendas limpias, perfume, aguja, hilo, hojas de árnica, extracto de equinácea, flores de hamamelis y camomila. Corra. Deje a la niña aquí, yo me encargo de ella. Usted puede correr más sin ella. ¡Corra!
—¡Señora, la niña aquí! —protestó la mujer.
—¡Corra! —ordenó Aurora.
Prazia obedeció.
—Yo tengo unas hojas de árnica para poner sobre la herida —dijo Trakrail, que las sacó de su alforja y se las llevó a la boca.
—¿Usted pone las hojas masticadas en las heridas? —preguntó Aurora escandalizada.
—Funcionan mejor —respondió Trakrail, avergonzado.
—Perdonen —dijo el Capitán—, aunque estos no son los primeros muertos que ve, ¿no sería mejor alejar a la niña?
—Ahora no tenemos tiempo —respondió Aurora con decisión.
—Puedo hacerlo yo —propuso el Capitán.
—No, no puede, debemos quitar esta venda sucia y lavar la herida. Enjuáguese las manos en el cubo y luego póngalas aquí, donde está la espuma: además de la sangre está perdiendo también el aire de la respiración. Es por ello que las heridas en el pecho son mortales. Debe presionar porque es esencial que no pierda ni la sangre ni la respiración, ¿entiende? Su Cabo ahora está respirando de nuevo: tal vez podamos salvarlo.
—¡Pero Señora, la niña! —objetó el Capitán.
—La niña no está tan mal: esperará hasta que terminemos.
—¡Pero claro que está mal, mírela!
—¡La alejaremos en cuanto podamos! —trató de interrumpirlo Aurora—. Ahora mantenga la presión.
Erbrow estaba acurrucada al lado de Aurora, en el espacio entre el brazo y el cuerpo de la joven que, a pesar de estar trabajando con ambas manos, aun así lograba rodearla. La niña había tomado entre las suyas una de las dos manos sucias y mutiladas del Cabo y se quedó allí, cada vez más pálida, con los ojos desorbitados y rodeados de profundas ojeras.
Una sombra se interpuso entre el Capitán y el cielo. Rankstrail levantó los ojos. Una mujer pequeña con una gran falda de terciopelo verde y el rostro lleno de lágrimas, dolor y horror miraba al moribundo con las manos sobre la boca para ahogar un grito o un gemido. La mujer se arrodilló, o mejor, se dejó caer sobre las rodillas y estalló en sollozos desesperados junto a la cabeza del Cabo, el único espacio libre de personas que lo asistían. Pasó las manos por la cara del herido, luego le tomó la mano libre entre las suyas y acarició las cicatrices dejadas por las tenazas del verdugo y que reemplazaban los dedos. ¡Lisentrail siempre había sido el objeto del amor de esa mujer! Ella lo miraba de lejos, y él, que habría deseado ese amor más que cualquier cosa en el mundo, ni siquiera se había atrevido a considerarlo.
Una segunda sombra se proyectó. Parzia había regresado. Por órdenes de Aurora, después de sacar de una especie de jarra unas agujas curvas como de zapatero ensartadas con hilos ásperos, las humedeció con perfume.
—¿Tendones de buey? —preguntó Trakrail señalando los hilos—. ¿Y por qué los mete en el perfume?
—Lino y tripa de oveja: son más suaves y permiten hacer mejores nudos. Coso con la tripa las capas internas y con el lino las externas. Las lavo con perfume porque, si los hilos están limpios, es más difícil que las heridas se enrojezcan y menos probable que haya fiebre.
—Perdone, Señora, pero es una pérdida de tiempo —objetó Trakrail, crítico—. Y también es una pérdida de tiempo coser una capa a la vez. Con una aguja más grande hace todo de un solo golpe. Si quiere lo hago yo —propuso.
—No es una pérdida de tiempo coser el músculo con el músculo y la piel con la piel y hacerlo con hilo limpio, porque la recuperación es mejor —refutó Aurora con obstinación—. Y no quiero que lo haga usted. Solo manténgame el hilo templado. Gracias.
—Señora, apresúrese o lo perdemos. Ya casi no respira.