Capítulo 21

Rankstrail tenía el corazón en la garganta.

Por suerte alguien había logrado tocar la campana. La caballería ligera acababa de salir y el puente levadizo aún no había sido levantado. Al oír la campana, el Capitán invirtió la ruta y atravesó la ciudad arriesgando embestir los puestos que vendían dulcecitos y tortitas de miel que habían resurgido desde que los Mercenarios se apoderaron de la impedimenta de los Orcos. El puente levadizo sur, grande y lento, bajó chirriando y ellos salieron a tiempo para ver que unos guerreros semidesnudos y empapados le entregaban la niña a un grupo de Orcos a caballo. Cortando a través de las zarzas, Lisentrail logró alcanzarlos de primero y recuperó a la niña y se la entregó al Capitán.

—Tenla tú: yo iré hacia la ciudad. Ellos creerán que la tengo yo. Me seguirán a mí —le dijo.

El Capitán estuvo de acuerdo.

Esta vez, sin embargo, cabalgaba a Garrapata el Magnífico.

Añoró la despectiva obediencia y la innegable velocidad de Enstriil.

Los Orcos habían recuperado una parte de sus caballos y el Capitán necesitaba cada segundo. La maniobra de Lisentrail dio resultado. Convencidos de que él todavía tenía a la pequeña rehén, los Orcos lo siguieron con todas las fuerzas de la caballería reestablecida.

Sin embargo, el Capitán no podía volver a entrar. Entre él y el puente levadizo estaba, así fuera distraída por Lisentrail y su grupo de caballeros, la caballería de los Orcos. Estos tenían caballos fuertes, más veloces que los de ellos, por no mencionar a Garrapata: el riesgo era demasiado alto.

La única alternativa que le quedaba era la de ir hacia el este, en dirección a las Colinas de la Luna Nueva.

El aguilucho de la niña apareció.

El Capitán a duras penas resistió, por consideración a los oídos de la niña, la tentación de maldecir.

La única esperanza de no ser visto, de no ser perseguido, se hizo añicos contra los chillidos agudos del águila. Todo el ejército adversario sabía que él tenía a la niña. Aunque estuvieran ciegos, distraídos o con la cabeza escondida en un cubo lleno de agua, los gritos de gozo de ese estúpido pájaro no les dejarían duda alguna.

El Capitán tuvo que hacer un esfuerzo de nuevo para no maldecir.

Solo tenía como protección la mitad de su armada; la otra mitad la tenía Lisentrail para hacer creíble el simulacro y para no dejar sin vigilancia el puente levadizo preparado para recibirlos cuando llegaran, si es que podían.

Se encontró rodeado de Orcos y una nube de flechas oscureció el cielo.

Ninguna lo golpeó.

Ninguna flecha golpeó a nadie.

Garrapata, al igual que los caballos de sus hombres, galopaba como el viento y sobre el viento. Hasta el lobo corría a la misma velocidad de un corcel.

Se estaba repitiendo el mismo milagro que en Varil.

—¿Eres maga, niña? —preguntó el Capitán. Y se respondió—. Eres la hija de un Elfo. Eres una bruja, una niña bruja. Oye, debemos regresar a casa. Casa. Tenemos que regresar a donde tu mamá, si no ella se asustará. Donde mamá. Mamá, ¿entiendes? ¿Has entendido, pequeñita? Si no después mamá se enojará. Ahora hagamos que los caballos den la vuelta y regresemos donde mamá. Pequeña, detén el caballo, de lo contrario no podremos regresar atrás y mamá se enojará…

Garrapata, veloz como el viento, imparable como la rabia, continuó cabalgando hacia las Colinas de la Luna Nueva. Sus cascos rebotaban sobre la tierra abrasada por la sequía, levantando nubes de polvo que se dispersaban en el viento. Encontraron baterías de Orcos que se abrían frente a ellos aterrorizadas, mientras sus miembros, ahuyentados por el miedo y el espanto, se desbandaban sin lograr volver a formar filas.

El águila que los precedía, el lobo que los seguía, la imposibilidad de las flechas para golpearlos, la velocidad de los caballos que corrían como los de los Dioses, si es que acaso los Dioses los tienen, arrojaban a los adversarios en un mar de terror y los dispersaban como un grupo de niños frente a un toro enfurecido. Muchos de ellos estaban cayendo hacia la parte escarpada; otros lograban descender agarrándose de las rocas y de los arbustos. Rankstrail se dio cuenta de que estaba liberando las Colinas de la Luna Nueva al desbandar los Orcos hacia abajo, hacia la parte donde el perfil de las Colinas era empinado y escarpado. Una vez liberadas, las colinas serían impenetrables para el que tuviera que combatir de abajo hacia arriba: una especie de bastión natural que defendía el tránsito entre Daligar y Varil.

—¡Ahora! —gritaron los hombres de Rankstrail detrás de él.

—¡No! —trató de gritar el Capitán—. ¡Ahora no!

No con Erbrow sobre su caballo. No con la hija del último de los Elfos. Había perdido a su padre; no la perdería a ella. Tenía que hacer girar el caballo y regresar a casa, pero su voz fue inaudible, la de sus hombres la opacó.

—¡Ahora! —gritaron.

Los cuernos de Varil respondieron.

El Capitán vio unos grupos de hombres armados rodeados por los Orcos y reconoció las corazas y los estandartes blancos y dorados. Reconoció al príncipe Erik y a algunos de los que habían sido soldados suyos antes de que él decidiera dejarlos en la ciudad de Varil como parte del ejército regular.

La Ciudad Garzón también estaba intentando comenzar el contraataque de la única forma posible, reestableciendo la vía de tránsito con Daligar, pero las filas de los soldados habían sido fragmentadas y divididas y estaban a punto de sucumbir, abrumados por el miedo, la desorganización y las hachas de los Orcos.

El Capitán llegó a tiempo para socorrerlos. Hasta ese momento aún no había usado la espada con la compleja empuñadura de plata repujada porque las baterías de los Orcos habían huido sin combatir frente a su carga. Ahora, mientras iba a socorrer al Príncipe Erik y a sus hombres, el Capitán y los suyos tuvieron un único enfrentamiento. Un Orco con la máscara en forma de hocico de zorra se les paró enfrente y dejó caer el hacha. El Capitán logró detenerla con la espada de oro y plata de Carolo cualquier cosa, que con seguridad no era ni el Guerrero ni el Vencedor, porque con ese tipo de espada nadie podría llevar a cabo una guerra sin acabar de inmediato con la cara en el fango. El Capitán no desperdició tiempo ni en sorprenderse ni en imprecar cuando la espada se quebró. Logró abatir al Orco golpeándolo en el hombro y en el tórax con lo que quedaba de la hoja y con el puñal que tenía en la mano izquierda, mientras el lobo le atacaba las piernas y lo hacía caer.

A su derecha, hacia el sur, en el lugar donde los árboles comenzaban a espaciarse, vio los estandartes blancos con el lirio y las glicinias de color rojo fuego. La Reina Bruja, a la cabeza de Anrico y sus caballeros, había venido a rescatar a su hija. La presencia del aguilucho también le había indicado que Erbrow estaba en los brazos del Capitán, a salvo, y ahora ella estaba derrotando a todo el que intentara atacarlo por los costados.

El Capitán no quería ver a la Reina Bruja en un campo de batalla, ni aun siendo victoriosa.

Tampoco quería verla a ella ni a ninguna mujer en el mundo, encinta o no, liderando una carga para liberar a su tierra. Las mujeres tenían la posibilidad de cargar hijos en el vientre, y esto hacía que tanto su cuerpo como su alma fueran demasiado sagrados para estar por fuera de las murallas. La sonrisa que iba a darle la bienvenida a una criatura que venía al mundo no debía ser la misma que rematara a un enemigo agonizante. El Capitán una vez más maldijo su época, una época que obligaba a las mujeres a derramar la sangre que otras mujeres habían engendrado en su vientre.

Juró que expulsaría a los Orcos para que regresaran a sus tierras, a todos, hasta el último, para que nadie, ni un hombre y mucho menos una mujer, tuviera que inclinarse a rematar a un enemigo agonizante con la misma cara con la que después se inclinaría ante sus hijos.

Vio además algo que de ningún modo quería ver: reconoció el caballo del color de la niebla y el cabello claro de Aurora y de nuevo deseó con toda el alma poder asegurarse de que su carne, su sangre y su cabello no estarían donde hubiera Orcos. Por suerte, la Reina Bruja había relegado a Aurora a la parte central del despliegue donde al menos estaba parcialmente protegida.

Había que reconocer que el ataque era una maniobra perfecta. Si Rankstrail y los suyos hubieran tratado de preparar el plan durante años, no hubieran logrado pensar una sincronía tan completa, ajustada como los ensambles de un ebanista.

El Príncipe Erik vino a agradecerle el haber salvado otra vez su vida y la de sus hombres. El Capitán le dijo que patrullara el lado meridional, el escarpado que se erguía por encima de la llanura donde habían hecho retroceder a los Orcos: una patrulla cada mil pasos, comunicadas entre sí por un sistema de fuegos. El Príncipe estuvo de acuerdo. El Capitán vio que la Reina Bruja estaba haciendo lo mismo con los hombres de Anrico.

Habían vencido.

El asedio de Daligar había sido retirado.

Los habían derrotado.

Habían liberado las Colinas de la Luna Nueva.

Ahora ya no se trataba más de arrancar a la fuerza la existencia, luna tras luna. Ahora podían vencer. Para siempre. Ahora podían pensar en expulsar a los Orcos de sus tierras, hasta el último de ellos, de modo que las únicas angustias que quedaran fueran los piojos de las plantas y los topos que se comían las coles.

—¿Estás bien, niña? —preguntó el Capitán.

Erbrow asintió.

Ya no había peligro.

El Capitán bajó del caballo y la hizo bajar a ella también.

El Príncipe Erik se arrodilló frente a él y Rankstrail se sintió casi tan avergonzado como cuando Aurora lo llamaba «Señor mío». El joven guerrero aristócrata le agradeció de nuevo y con insistencia el haberle salvado la vida a él y a su gente, esta vez de manera definitiva. Había liberado las Colinas de la Luna Nueva, repitió el Príncipe conmovido. El Capitán masculló algo como respuesta.

Después de haberle asegurado que su familia en Varil gozaba de óptima salud y que su casita había sido reconstruida, el Príncipe Erik finalmente se alejó.

El Capitán se quedó con Trakrail y Nirdly. Les dio orden a ambos de rematar a los Orcos heridos y decapitarlos. Después se inclinó para cargar a Erbrow y llevarla lo antes posible a Daligar, pero no lo hizo a tiempo.

El grito de Erbrow rasgó el calor de la mañana.

La niña corrió hacia uno de los Orcos heridos, el que tenía la máscara en forma de hocico de zorra, y se interpuso entre él y los hombres del Capitán. El lobo gruñó, luego se acurrucó tranquilo.

—¡No daño, basta gope! —gritó con todo el aliento que tenía.

—¿Pero qué diantres dijo? —preguntó Nirdly.

—No quiere que los matemos —respondió Trakrail que era mucho más inteligente que ellos.

El Capitán palideció: no había bajado suficientemente la voz, no había pensado en ello. La niña era un Medio-Elfo. Ahora era tarde.

—Su Excelencia —dijo conciliador el Enano—, quítese de ahí. No le haré daño. Solo tengo que matarlo.

La niña no se movió. Se hizo silencio, el silencio ruidoso de los días de verano, interrumpido por el vuelo de los avispones y de las cigarras.

—Oye, pequeña —trató de decir—, quítate de ahí, es peligroso.

La niña se le acercó al Orco. Unos pasos más y estaría al alcance del brazo y del hacha de este. Se había echado a llorar y le ofreció la barquita de madera al Capitán a cambio. La barquita por el Orco.

—No, espera, no es posible… Los mataremos sin hacerles daño… Ellos también se lo esperan. Así se hace. No podemos dejar que se desangren… sería peor… eso sería repugnante.

—Sabes niña, también es nuestro destino —intentó decirle Nirdly—. Tarde o temprano así acabaremos todos. También nos corresponderá a nosotros. Si nos va bien, encontraremos a alguien decente que lo solucionará con un buen golpe seco…

La niña dio medio paso más hacia el Orco.

—¡No! —gritó Rankstrail—. ¡Detente! No podemos ayudarlos. No podemos arrastrar con nosotros a todos los Orcos heridos. ¿Cómo podríamos hacerlo? ¿Cediéndoles nuestros caballos? Sería absurdo, ¿entiendes? Sería estúpido. Nosotros también acabaremos así. Es nuestro destino. Cuando a nosotros nos capturen vivos, la esperanza será que alguien haga una labor limpia, un golpe seco y…

La niña se acercó aun más al Orco. Sus ojos azules centelleaban como los de su padre en la llanura de Varil. Había dejado de llorar. Ahora su mirada era autoritaria.

—Haré lo que quieras. Lo juro. Por mi honor. No los haré decapitar. Tampoco matar. Lo juro. Por mi honor. Detente. Regresa.

El Capitán pensó que por suerte solo estaban presentes dos de sus hombres más fieles.

La niña lo miró como para evaluarlo.

—Tal como la madre —refunfuñó Trakrail.

—Como diría el Cabo Lisentrail si estuviera presente, el que despose a esta deberá tener un coraje de león —agregó Nirdly.

—Por mi honor, niña —concluyó furibundo el Capitán—. Por mi honor, y aunque solo soy un Mercenario, a nadie nunca se le ha ocurrido dudar de mi palabra.

Erbrow lo miró con sus ojos álficos serios.

—Niña —dijo el Enano—, mira que el honor de un Mercenario es algo con lo que no se juega.

—Es cierto —confirmó Trakrail—, los Reyes y los caballeros hasta pueden jurar en falso, pero los bandidos y los Mercenarios no juegan con el honor porque es lo único que tienen en el mundo.

—Nosotros lo sabemos. Sabemos como se es bandido y como se es Mercenario. Ahora hay muchos Orcos y estamos trabajando como Mercenarios, pero no siempre…

El Capitán se dio vuelta para fulminarlo con la mirada para que por fin se decidiera a cerrar la boca.

El Orco herido finalmente vio a la niña y trató de girarse hacia ella.

—Haré lo que quieres. Lo juro por mi honor. Ven acá —dijo una vez más el Capitán.

Erbrow estaba quieta. El Orco comenzó a arrastrarse hacia ella.

—Papilla —dijo la niña señalando al Orco herido.

—Quiere que le suministremos medios de subsistencia —tradujo Trakrail.

—No digas estupideces —repuso el Capitán. Esto ya era demasiado—. No puedo desperdiciar agua y víveres en los Orcos prisioneros. Ni siquiera hay para nosotros. ¡Sería un crimen! ¿Tienes una idea de lo que les costará a mis hombres tenerlos prisioneros? No puedo ponerlos también a criar pollos para quitarles el hambre a los Orcos.

La niña dio otro paso hacia el Orco, que se dio por completo la vuelta hacia ella.

—Haré lo que quieras —dijo el Capitán entre dientes—, por mi honor. Lo juro. Agua limpia y algo de comer.

—Esta es incluso peor que la madre —comentó el Enano.

—Cierto: la madre por lo menos tuvo que aprender a hablar antes de ponernos a todos de rodillas. Esta lo logró con medio alfabeto.

El Capitán le gritó a toda su compañía que desarmaran a los Orcos heridos y los llevaran a Daligar, donde los tendrían prisioneros en las mismas cabañas que se habían construido para asediar la ciudad. Y que les suministraran agua limpia y algo de comer.

La perplejidad de la tropa fue considerable. Dieron testimonio de ella con comentarios tan acalorados que Rankstrail se permitió recordarles a todos que él era el Capitán de la caballería ligera y que no tenía la costumbre de repetir las órdenes dos veces ni de descubrir que alguien había acariciado siquiera la idea de no acatarlas.

Por fin logró acercarse a la niña y volvió a tomarla entre sus brazos.

—Ahora juré. Es una idiotez, pero lo juré —la tranquilizó el Capitán, lívido de rabia y miedo.

La niña asintió y sin dejar de mirarlo le ofreció la barquita de colores.

El Capitán la miró exasperado. Entonces ella metió la mano en el delantal y sacó la muñeca. La acarició con un suspiro y después se la ofreció también.

—Gracias, no es necesario —respondió el Capitán tratando de rechazar los juguetes, cada vez más contento de que nadie, salvo sus hombres más fieles, estuvieran presenciando la escena—. Sin ánimo de ofender: no sé qué hacer con ellos.

Erbrow se las volvió a poner en la mano con obstinación.

—Tú, papá —le dijo con decisión—. ¡Papá bueno!

—Creo que quiere decir que con ellos pueden jugar sus hijos, los niños que lo tienen a usted como padre —tradujo Trakrail.

—No soy padre. No tengo hijos, no hay nadie que jugaría con ellos. No me sirven. Consérvalos.

—Tú, papá después —insistió la niña.

—Es para cuando se convierta en padre.

—No tengo intenciones de tener hijos nunca —estalló el Capitán rechazando con una mano los juguetes, mientras con la otra le hacía señas a Trakrail que lo eximían de su nueva actividad como intérprete.

La niña lo miró y rompió a reír. Era la primera vez que el Capitán la oía reír.

—Tú, papá después —repitió Erbrow alegre y volvió a ponerle los juguetes en la mano por última vez.

Exasperado, el Capitán los deslizó en la alforja lo más aprisa que pudo. Prefería que la escena no se prolongara. Desde que les había enseñado a escribir, sus secuaces se habían refinado un poco, pero no eran de todos modos el tipo de ejército al que le agradara recibir órdenes de un jefe que tuviera una muñeca de madera y una barquita.

—Ey, su Alteza —preguntó Nirdly señalando al Orco que estaba en el piso—, ¿lo podemos desarmar? Esa hacha no le va a servir para ser leñador.

La niña lo pensó, quizá para estar segura de haber comprendido el sentido de la pregunta. Luego asintió.

Trakrail, con una sonrisa radiante, mantuvo la espada en la garganta del Orco para darle a Nirdly la posibilidad de desarmarlo sin correr riesgos.

—Tiene un golpe en el tórax, pero respira bien. El hombro se cura solo. En menos de una luna estará en pie de nuevo —comentó en voz baja el Capitán.

El Orco se dio vuelta hacia él. Detrás de la máscara de guerra sus ojos se encontraron con los de Rankstrail que no los evitaron. El Capitán pensó que, aunque hacía años que combatía a los Orcos, era la primera vez que miraba a uno a los ojos.

Finalmente logró regresar en dirección a Daligar. El pelotón de la Reina Bruja vino a su encuentro con una manifestación de gritos de alegría y por fin el Capitán se liberó de la niña que terminó en los brazos de la madre.

Anrico vino a inclinarse frente a él.

—Señor mío —le dijo conmovido—, usted, comandante de la armada de los Hombres, usted rechazó a los Orcos, usted… Siempre consideraré un honor haber estado bajo su mando, y será un orgullo estar aún…

—La niña… —respondió Rankstrail, avergonzado, tratando de explicar cómo fueron las cosas.

—¡Es cierto! —lo interrumpió Anrico cada vez más conmovido y casi riendo—. Condujo la carga a pesar de tener una niña para proteger…

El Capitán decidió dejar las cosas como estaban. Aurora y los arqueros también se inclinaron ante Rankstrail que respondió casi con una sonrisa vaga y avergonzada. Los otros regresaron al galope a Daligar.

Por lo menos se había liberado de la niña.

Rankstrail y los suyos regresaron despacio y agotados, seguidos por el lobo que trataba de recuperar el aliento.

Garrapata el Magnífico se detuvo a pastar, luego a mirar mariposas y tábanos bajo el sol del verano y a pastar de nuevo.

Si en la armada la obligación de seguir las órdenes era absoluta, la posibilidad de comentarlas nunca había sido prohibida. Durante el interminable trayecto hacia Daligar, el Capitán tuvo tiempo de arrepentirse. Sus soldados no le ahorraron ni por un instante sus chistes sutiles, expresados en el lenguaje colorido acostumbrado entre ellos, sobre su nueva función como enfermeros de los Orcos heridos, y le preguntaron, con una cortés agudeza, si el Capitán tenía otras tareas planeadas para ellos, tales como cuidar las flores, tender la ropa lavada y llevarles juguetes a los niños buenos.

Lo más doloroso de todo esto era que él estaba completamente de acuerdo con ellos.