Capítulo 20

Cuando no jugaba con su lobezno o no estaba con su madre, Erbrow miraba a sus hermanitos que casi siempre estaban dormidos, perdidos dentro de sus sueños compuestos de olores, leche y ganas de succionar. Los sueños desde ya eran diferentes: Arduin soñaba con luces, Yorsh con penumbras. Cuando Parzia la sacaba del cuarto, Erbrow iba a escuchar a Jastrin. Tal vez sería más correcto decir que estaba en la misma habitación donde Jastrin hablaba sin interrupción.

Jastrin continuaba explicando la importancia del conocimiento y cómo el máximo conocimiento posible era el de la historia de los Hombres. Después de Yorsh, otro astro había venido a iluminar la sed de saber del chiquillo: Aurora. Aurora lo sabía todo, lo había leído todo. Había estado encerrada en las bibliotecas del Condado durante años y los ratos en que no se dedicaba a enseñar el tiro con el arco a todo el que quisiera aprenderlo, o a atender a los heridos en los puestos de enfermería, se acomodaba en la mesa de Jastrin y hablaba con él. El último regalo que le había hecho se remontaba al día anterior: un rollo de pergamino envuelto en telarañas gruesas como el terciopelo, encontrado en el fondo de uno de los baúles, que nadie, ni siquiera ella, había tenido aún tiempo de leer. Jastrin sería el primero.

Tanto Yorsh como Aurora sostenían que aquel que conoce el pasado puede prever el futuro. No se referían al conocimiento radiante de Sire Arduin o de la Reina Bruja que veían a través del velo del tiempo. Ellos hablaban de un saber diferente, más pequeño y tenaz, compuesto de aprendizajes, constataciones, parangones e intuiciones que aunque no proporcionaba certezas permitía orientarse con respecto a la imprevisibilidad del mundo. Cinco años antes, Aurora había logrado prever que los Orcos estaban a punto de lanzar un ataque decisivo: había notado que las agresiones de estos contra los Confines cesaban por lo menos un par de años para después volverse cada vez más violentas, como había ocurrido de manera precisa también en los siglos anteriores. Primero reunían y armaban el ejército en una calma somnolienta que daba la ilusión de que la guerra se había aplacado. Después comenzaban a probar las tropas y por último llegaba el ataque final. Aurora también sostenía la teoría de que la primera cosa que había que hacer era recuperar las Colinas de la Luna Nueva, porque una vez que se apoderaran del camino que comunicaba a Daligar y Varil, la mitad de la guerra estaría ganada… Sire Arduin también había ganado la guerra con el control de esas colinas. Bastaba con leer las memorias de la época…

A ratos Erbrow escuchaba o jugaba a enrollar y desenrollar pergaminos o dormitaba para descubrir, al despertar, que la voz de Jastrin, imparable e invencible, jamás se había interrumpido.

Dos días después del nacimiento de sus hermanitos, mientras un vientecito leve interrumpía el bochorno, Jastrin calló. Ante aquel silencio repentino, Erbrow, que estaba dormida, se sobresaltó. Jastrin tenía los ojos abiertos de par en par y de las manos le chorreaban telarañas.

—Erbrow —dijo en un soplo—, hay un pasaje. Justo debajo del agua, del lado sur del río. Los Orcos nadan debajo del agua y después entran por una abertura y de allí desembocan al pozo pequeño que está abajo. ¡No el pozo de donde sacamos el agua: el otro, el del agua estancada donde pescamos las ranas! La abertura fue hecha para salir durante los asedios, pero después fue olvidada. Nosotros no conocíamos su existencia, en cambio ellos sí.

Cada vez más emocionado, quizá la palabra correcta sería «aterrorizado», Jastrin le explicó a Erbrow que cuando la ciudad había caído en manos de los Orcos, Sire Arduin la había recuperado porque la Princesa Jade recordó la existencia de ese pasaje. Los Orcos debían tener conocimiento de la historia. Era probable que también ellos tuvieran un libro o un pergamino, a menos que se tratara del viejo sistema de los cuenteros: alguien que le cuenta la historia a otro que después la vuelve a contar una y otra vez, generación tras generación. La memoria de las estrategias de los Orcos se había salvado, mientras que la de los Hombres se había perdido y solo ahora, por pura casualidad, por la cortesía de la Dama Aurora al encontrar algo no leído para leer, las habían vuelto a encontrar.

El discurso de Jastrin era difícil, pero Erbrow comprendió: los Orcos que habían venido a robarla pasaban por donde nadie los podía ver. Por muchos soldados que vigilaran las escarpas, por muchos ojos que escrutaran el agua del río, en cualquier momento podían regresar.

Jastrin se levantó y la tomó de la mano.

—Ven —le dijo aterrorizado, pero decidido—, vamos a buscar a tu madre para decirle lo que he descubierto. Ella te protegerá. Esta vez no te dejaré. Esta vez combatiré por ti como tu mamá combatió por mí y por los demás. Es la hora de los héroes —susurró con una voz que temblaba tanto que apenas era comprensible.

Erbrow asintió; luego sintió el frío. Vio el horror en el rostro de Jastrin y supo que habían esperado demasiado. Un Orco que chorreaba agua se le paró enfrente. Estaban llegando otros y otros más. Esta vez no estaban ni Angkeel ni su cachorro. Estaba sola. El Orco la agarró. Erbrow sintió un apretón perverso y decidió cerrar los ojos para no ver. El odio era tan fuerte que le parecía estar dentro del agua helada. Oyó el sonido de la campana: dos toques y después cuatro más, seguidos del grito de Jastrin. La señal estaba dada: Orcos dentro de las murallas, niño raptado. Con los ojos cerrados, Erbrow vio el dragón con las volutas de pelo y escamas que se alternaban formando arabescos y vio a Jastrin volver a abrazar a su padre; entonces comprendió que Jastrin había muerto: los Orcos se habían enojado porque había tocado la campana. El odio del Orco era terrible, casi tanto como el apretón de su mano malvada que le aplastaba la carne entre la barriguita y el pecho. Erbrow pensó en irse: parar su corazón y no sentir nada más. Habría alcanzado a su padre y a Jastrin sobre la espalda suave, cálida y fuerte del dragón. Su papá la llevaría a ver qué había al otro lado del viento; la llevaría a contar las estrellas donde no es posible sentir más el miedo ni el dolor. Pero recordó que su padre no había detenido su corazón. Recordó lo terrible que era la punta de acero que lo había golpeado; con todo, él no había evitado el dolor de la siguiente flecha, aunque hubiera podido. Erbrow comprendió que había algo errado en que uno mismo detuviera su propio corazón: era algo así como meterse el dedo en la nariz. Es una de esas cosas que no se hace y basta. Ella tampoco lo haría. Jastrin había muerto por tocar la campana para permitirle vivir. Sucediera lo que sucediera, ella no detendría su corazón.

Erbrow sintió que la arrastraban por un lugar estrecho y frío que continuaba y continuaba y nunca terminaba y después sintió algo frío que no era odio, sino verdadera agua fría: estaban en el río. Erbrow soñó que era un pez y el agua no se le entró por donde se respira. Después fue arrastrada en un caballo que la hacía sacudir por todas partes, pero ese caballo duró poco.

El apretón que la sujetaba de repente se relajó: Erbrow cayó. Sintió el vértigo de no ser sostenida por nada, cerró los ojos con más fuerza mientras esperaba el impacto de su cuerpo contra el piso, pero el dolor no llegó. Otro brazo la tomó y la sostuvo, un brazo que terminaba en una mano incompleta, pero no malvada.

—Ey, Capitán —gritó la voz—. Tengo a la niña. Un Orco menos…

Luego vino otro cambio.

—Tenla tú: yo iré hacia la ciudad. Ellos creerán que la tengo yo. Me seguirán a mí —dijo la voz.

Otra voz, la del hombre que le había regalado el cachorro, habló con calma.

—No tengas miedo, niña. Aquí estoy yo. No tengas miedo. Verás que lo lograremos.

Erbrow finalmente reabrió los ojos. Estaba en los brazos del hombre del perrito y esto era algo bueno: le gustaba el olor de aquel hombre y la sensación cálida cuando estaba en sus brazos. Estaba aún helada por el odio y el agua del foso. Se sentía bien en los brazos del hombre del perrito. Erbrow se dio cuenta de que estaban rodeados de Orcos armados hasta los dientes y sobre todo armados con arcos.

Obviamente no tuvo miedo. En el momento en que miró a los ojos a su padre cuando estaba muriendo aprendió a hacer todo lo que su papá sabía hacer, aunque después no lo hubiera hecho.

Su papá no había detenido su corazón él solo, pero ella había percibido esa sensación y la había aprendido. Tal como había sentido y aprendido a desviar las flechas. Su papá no lo había hecho para que el hombre malo que tenía el cuchillo contra la garganta de ella no le hiciera daño, pero lo había pensado y el pensamiento le había llegado a Erbrow como le había llegado el dolor de la flecha que atravesó el hombro de su papá. El hombre con el yelmo de los penachos jamás sabría que había sido su papá, con las últimas fuerzas, el que había guiado hacia su corazón la flecha que lo había matado, porque ella, Erbrow, había desviado esa flecha. Su papá no quería ser salvado porque si no se dejaba matar, el riesgo de que la mataran a ella era demasiado alto. Su papá, sin embargo, se dio cuenta de que ella había tratado de salvarlo a pesar del cuchillo que tenía debajo de la garganta, y fueron lágrimas de emoción las que lloró.

Ahora, sin embargo, no había ningún niño con un cuchillo contra la garganta. Ninguna flecha la golpearía. Ninguna flecha golpearía al hombre que llamaban el Capitán que era un hombre bueno y que le agradaba. Ninguna flecha golpearía a ninguno de sus hombres, esos hombres tristes que parecían Orcos.

También Angkeel llegó y voló sobre ellos, y al mirar las grandes alas azules y blancas del aguilucho, Erbrow sintió la alegría de la liviandad, y el caballo del Capitán galopó como el viento y sobre el viento, y del mismo modo galoparon los caballos de los hombres que estaban detrás de él. También el papá de su cachorro, que siempre marchaba penosamente y con la lengua afuera detrás del Capitán porque las patas de los caballos eran mucho más largas que las suyas, corrió ese día como el viento y sobre el viento.

Erbrow apoyó mejor la espalda contra la coraza del Capitán que la tenía apretada contra él, preocupándose de protegerla como podía de las flechas que de igual manera no los alcanzarían.

Sacó la muñeca del bolsillo del delantal y pasó los dedos sobre la vieja madera descortezada. El viento se había levantado para alejar el bochorno y las nubes. El follaje de los árboles destellaba bajo el sol del verano con un aroma a tierra caliente y a hierba. Las amapolas brillaban, transparentes en la luz estival. La retama estaba florecida y grandes manchas de flores amarillas se abrían sobre las colinas, repletas de mariposas y abejas.

Sería una cabalgata bellísima.

Después Erbrow sintió el dolor. Había mucho dolor y mucho miedo. Era en realidad terrible, llegaba de lejos, donde estaban los arbustos de zarzas y las rocas puntudas, donde el olor a sangre se había sumado al de tierra caliente y hierba, y entonces se sintió feliz de estar con el Capitán: él sabría qué hacer.

Ella solo tenía que hacerlo llegar a donde lo necesitaban.