Aurora parecía cada vez más insegura y avergonzada, pero no soltó la presa y trató de retomar el hilo de la historia.
—Permítanme que les cuente la historia de Arduin de principio a fin. Creo que soy la única que la conoce. Mi madre me había enseñado la lengua élfica y con la ayuda del Jefe de la Casa de los Reyes aprendí también las lenguas antiguas. Antes de morir, Arduin hizo grabar su antigua profecía en el muro que quedaba encima de los pórticos y escribió su propia historia con su puño y letra. Él escribía solo en la lengua de los Elfos. El manuscrito estaba escondido dentro de otros, una línea cada tanto; era necesario buscarlo como un acertijo. Ignoro si fue Arduin en persona quien lo escondió para que no fuera destruido o si fueron sus sucesores, que de ese modo llegaron a un acuerdo entre el deseo de esconder la pertenencia de Arduin al Pueblo de los Orcos y el de conservar de alguna forma su memoria. La princesa se llamaba Jade, era la última hija del Rey, la menor de veintinueve hermanos y hermanas que el Rey había tenido con cuatro esposas de las cuales había enviudado una tras otra, y con las seis concubinas que habían llenado los intervalos. Su padre era Dardrail Cuarto, llamado el Cruel por la ferocidad con la que había administrado su tierra, la dureza con la que había dirigido a su familia y la crueldad que había ejercido contra los Orcos.
—Por muchos que exterminaran, tarde o temprano los otros arribaban. Por mucho que defendieran los Confines, levantaran torres, cavaran fosos, pusieran un hombre armado cada cincuenta pasos a lo largo de todas las fronteras, tarde o temprano alguien se distraía, alguien se dormía y de nuevo aparecían las granjas en llamas.
Dardrail el Cruel había dado la orden de atacar la Tierra de los Orcos y destruirlos a todos, inclusive a los niños. Pero la Princesa intervino y la orden no fue acatada. Se cuenta que subió como un rayo a su caballo y se interpuso, con la espada desenvainada, entre un niño Orco ya desfigurado por el fuego y los soldados de su padre. Gritó que los niños jamás deben ser asesinados, que era preferible la muerte, la extinción. Quien le hace daño a un niño es un Orco. Si la única manera de combatir a los Orcos era transformarse en uno, era preferible la muerte, la derrota. Al parecer no era gran cosa como guerrera, pero era la hija del Rey y ninguno de los soldados se atrevió a correr el riesgo de derramar sangre real enfrentándola en un combate. Ella liberó al niño y lo alejó de los soldados. Le dio su caballo para que pudiera llegar hasta los suyos y le puso en el cuello su sello real, una esfera de jade con el sol naciente grabado, para que ningún soldado se atreviera a detenerlo. El niño era Arduin. De cierta manera la Princesa salvó a todos los niños Orcos.
—Es curioso: fue suficiente con que una sola persona se opusiera a una orden cruel para que todos, incluso los que la estaban ejecutando, los que la habían promulgado, se dieran cuenta de que era una crueldad. Jade era la hija preferida del padre: no solo no fue castigada, sino que, después del episodio, la orden de matar a los hijos de los Orcos fue revocada. Fue una buena decisión: muchos soldados habían desertado con tal de no tener que ejecutarla. Al morir Dardrail el Cruel, lo sucedió su hijo Balruino llamado el Joven. Subió al trono por ser hijo de Dardrail y porque no habían encontrado a nadie más. Hasta que el mundo y el horizonte permanecieron inmóviles, Balruino reinó sin pena ni gloria. Pero cuando el horizonte se oscureció con los millares de Orcos que llegaron de las llanuras orientales, las únicas ideas que se le ocurrieron fueron levantar el puente levadizo de Daligar para que la ciudad pudiera resistir el asedio al menos durante un tiempo, y luego escapar antes de que el asedio comenzara. Hay que decir que él, a diferencia de mi padre, por lo menos dejó el ejército en Daligar. Mientras sus soldados eran masacrados y las cabezas de los generales abatidos adornaban las catapultas de los Orcos junto con lo que quedaba de sus intestinos, él se refugió en Alyil, la roca inexpugnable de las Montañas del Norte donde ahora está refugiado mi padre con el resto de la corte y casi la totalidad de nuestro ejército. Fue solo en las Montañas del Norte que se dio cuenta de la ausencia de Jade, su hija menor, la única que aún no tenía un esposo. La Princesa se había quedado para tratar de proteger a los niños de las Casas de los Huérfanos que desde ese entonces existían, aunque seguramente eran más… decentes que bajo el mando de mi padre. Los Orcos no tenían necesidad de que alguien les ordenara matar a los niños, ni desertaban cuando había que hacerlo. La campiña estaba en llamas. La Princesa había reunido a todos los huérfanos y estaba tratando de llevarlos a salvo a las montañas, cuando una banda de Orcos la rodeó. Ella extrajo su inútil espada aunque no tenía idea de usarla; entonces uno de los agresores se interpuso entre ella y los demás. El Orco tenía en el cuello el dije de jade. La miró y dijo: «Los niños jamás deben ser asesinados». Hablaba mal la lengua de los Hombres, pero fue comprensible. Después le dio la espalda, se arrancó de la cara la horrible máscara de guerra y se enfrentó a los otros Orcos y los aniquiló. Durante los días siguientes tomó el mando, reunió a los soldados desbandados, les enseñó a los civiles a combatir, armando a los campesinos con sus podadoras, guio el contraataque y liberó Daligar. Después de haberse tomado la ciudad, la armó con los palos que sobresalen oblicuamente de las murallas. Sobre cada uno de estos brillaba un fuego que servía para calentar la pez que se arrojaba sobre los asediantes. La ciudad comenzó a parecerse a un puerco espín y se hizo impenetrable. Los fuegos se veían en la oscuridad y les devolvían el coraje a quienes lo habían perdido. Una de las ciudades de los Hombres había sido liberada y combatía. Tarde o temprano también las demás lo lograrían…
—¿Por esta razón lo llamaron el Señor de la Luz? —preguntó el Capitán.
—Sí, pero creo que hubo también otro motivo, más sutil, más oculto, pero no menos importante. Era un rayo de luz que un Orco combatiera para salvar a los niños y no para matarlos. Significaba que cualquier elección es posible, que los destinos no están marcados. Que la esperanza nunca se pierde. Significaba que ser un Orco es una elección, no un destino. Mi padre, a su manera, es un Orco, aunque sus manos sean delicadas y sutiles y su barba impecable como la seda. Arduin había decidido no serlo y no lo fue. Creo que su nombre original era Arduink. En las crónicas más antiguas aparece escrito así.
—¿Pero por qué un guerrero invencible? ¿Por el hecho de ser un Orco? Todos los demás también eran Orcos, desde el primero hasta el último…
—Los Orcos son hijos no amados, odiados, son echados al mundo solo para convertirse en guerreros y ser usados como mazos o piedras contra un mundo detestado. En el Mundo de los Orcos una madre es solo el medio utilizado por un guerrero para fabricar otro guerrero, o mejor, más de uno. No existe la ternura. No existe la piedad. Cada Orco encuentra el máximo de su dicha al moverse junto con otros. Combaten todos juntos, comen todos juntos, se emborrachan todos juntos. ¿Alguna vez han visto una parada de Orcos? ¡Son impresionantes! Ni uno solo mueve un dedo fuera de tiempo con respecto a los demás. Son los soldados ideales de cualquier comandante estúpido. No saben pensar porque el pensamiento nace solo en quien tiene fe en la vida y quien no ha sido amado no la tiene. Aislados de los demás, los Orcos se pierden. Sin órdenes, se detienen. Las guerras se vencen con la misericordia y con el pensamiento: quien no tiene ni lo uno ni lo otro está destinado a perderlas, aunque a menudo gane las primeras batallas. Sin embargo, si la misericordia lo toca desde niño, un Orco deja de ser el fragmento de un ejército y se transforma en un guerrero invencible. La ausencia de miedo permanece, pero la capacidad de previsión se acentúa, y en algunos casos es capaz de traspasar los siglos. No conocerá nunca la piedad por los enemigos que abate, pero combatirá por la justicia y no se detendrá hasta no obtener la victoria. Los Orcos fueron creados junto con los Hombres y los Elfos. El mismo Espíritu del Universo los creó y a todos les concedió dones. Y si a los Elfos les fue dado un gran poder tanto sobre el espíritu como sobre la materia, los dones que se les dieron a los Orcos no fueron inferiores: obtuvieron la ausencia de miedo, la fuerza, la capacidad de soportar el dolor y, a veces, una ocasional e irregular facultad de entrever lo que existe solo en el futuro. Sucedió entonces que el Maligno intervino y los Orcos fueron tentados por Dioses crueles y obtusos. El dolor los estropeó y el resentimiento por su miseria los corroyó. Se volvieron criaturas innobles, sanguinarias y miserables que apestan el mundo con su crueldad. Ocultan la cara debajo de máscaras de guerra que se pegan sobre la piel. Esto los obliga a no cambiar nunca de expresión y adicionalmente les disminuye la capacidad de pensar. Pero al comienzo de los tiempos fueron tan grandes como los mismos Elfos. En la lengua antigua, Elfo y Orco se escribían igual, pero se pronunciaban de manera diferente.
—¿Y a los Hombres, se les concedió algún don aparte de los piojos? —preguntó Robi.
—En cierto modo ese fue el don —repuso Aurora permitiéndose insinuar una sonrisa.
—¿Los piojos?
—Verá, Señora mía —prosiguió Aurora—, según los que han escrito la Historia del inicio del mundo, el único don que los hombres tuvieron fue la falta de dones. Los Hombres no tienen poder sobre la materia, tienen poco poder sobre el espíritu, jamás hubieran podido cabalgar un dragón, padecen el dolor más que un Orco y el frío más que un Elfo. Los Hombres, acostumbrados a que su propia pequeñez sea constantemente puesta de rodillas por una realidad incomprensible e ingobernable, tuvieron que aprender a tener coraje: no la temeridad suicida y sanguinaria de los Orcos, sino el coraje verdadero, el ponerse de pie de nuevo a pesar de lo que haya sucedido o de lo que sucederá; levantarse e intentarlo de nuevo de cualquier modo. El único camino que tendrá el Pueblo de los Hombres será el de doblegar la materia mediante la comprensión. Quizá tarde o temprano también los Hombres podrán encender un fuego con un gesto, anular el dolor o fabricar alas que los sostengan como un pájaro o un dragón. El don que los hombres tienen es el coraje de no desistir nunca y de intentarlo una vez más desde el principio. Existe una leyenda sobre el inicio del mundo que habla de un jardín encantado que tenía un árbol cuyos frutos habían sido prohibidos. La gran madre de los Elfos ni siquiera los miró; la de los Orcos los rozó con la mirada y con los dedos por largo rato, sintiendo su aroma. La de los Hombres, en cambio, los mordió y conoció el sabor de los frutos: por esto su progenie fue maldecida y condenada a no tener ningún don para batirse contra la muerte y el dolor.
—Apasionante —comentó Rosalba gélida.
—Sabe —prosiguió Aurora—, hay una curiosa alternativa de interpretación de este mito. La obediencia absoluta de los Elfos fue premiada con la inmortalidad que al final fue su perdición; la obediencia parcial de los Orcos fue premiada con la inmunidad al dolor físico que transformó el valor en crueldad. La elección justa era la curiosidad de los Hombres, su desafío: no obedecer nada, elegir el conocimiento. Esto era lo que el Espíritu del Universo quería. ¿No les parece fascinante?
—El entusiasmo me está sofocando —garantizó Rosalba, seca—. ¿Podríamos regresar a la historia de Arduin, si no le molesta?
Rosalba deseó que el Espíritu del Universo tuviera sentido del humor. Si alguna vez tenía la suerte de encontrárselo, le pediría que le aclarara varias cosas.
—La Princesa Jade, que tenía seis años más que Arduin, aceptó convertirse en su esposa —retomó Aurora.
—¿Ella lo desposó por su propia voluntad o fue el precio pactado para que el guerrero combatiera para ella? —preguntó el Capitán.
—Yo… no lo sé. No… el escrito no lo menciona en ninguna parte. Quizá, si no se especifica lo contrario… creo… que ella quiso —respondió Aurora insegura.
—Podemos retomar la historia, ¿si no es mucha molestia? —pidió Rosalba con la desagradable impresión de ser la única que tenía un poco de sentido común.
Aurora se apresuró a concluir. El Pueblo de los Hombres había amado inmensamente a Arduin, pero se avergonzaba de él con la misma intensidad. Y ese fue el motivo por el cual el mundo cayó en la bellaquería y en la barbarie por la deshonra de haber renegado, odiado y perseguido a los Elfos que habían sido grandes Reyes, y a quienes no les perdonaron las derrotas contra los Orcos; y la deshonra de haberse avergonzado de Sir Arduin y de su sangre.
—¿Por qué cayeron los reinados álficos? —preguntó el Capitán—. ¿Cómo fue posible? Debían tener poderes extraordinarios.
—Porque su capacidad para comprender el dolor se volvió tan absurda que fue su perdición —esta vez fue Rosalba la que respondió—. Fue mi esposo quien me lo explicó. En los tiempos de paz fueron buenos Reyes, aunque alejados de los Hombres, a menudo incomprensibles, demasiado abstraídos en el movimiento de los astros o en el estudio del laúd. Cuando los Orcos llegaron, los Elfos no pudieron combatirlos. ¿Saben?, mi esposo tuvo que matar a un hombre cuando vino a rescatarme de las garras del Juez Administrador. Desde entonces no pasó un solo día de su vida sin que su pensamiento buscara el recuerdo del hombre muerto. Cuando los Orcos llegaron, los Reyes élficos no pudieron combatir porque cada golpe que propinaban lo sentían como en su propia carne y esto fue interpretado como connivencia. Los enemigos heridos eran abatidos y, con frecuencia, quien tenía algo para vengar lo vengaba en ellos. Creo que eran muchas las cosas que había que vengar. Los Reyes élficos en realidad pretendían que los heridos fueran hechos prisioneros. Pero aquel a quien le habían masacrado a sus hijos y a su mujer no estaba dispuesto a suministrarles comida y agua limpia a sus verdugos; esta pretensión también fue interpretada como connivencia.
La Reina calló por algunos segundos, luego se dirigió de nuevo a Aurora.
—¿Decía usted? —preguntó.
Aurora retomó el relato.
—El hijo de Arduin se había convertido en Rey, pero le fue imposible encontrar una esposa. Murió sin descendencia. Era el hijo de un Orco: nadie quería la sangre de un Orco en las venas. El viejo Rey vencedor hizo que sus hijas se dispersaran y se escondieran en medio de la gente como mujeres del pueblo para que no quedaran condenadas a la soledad. La Princesa Jade había muerto poco después del nacimiento de su última hija; la mató la última flecha disparada por el último arquero del último escuadrón de Orcos en fuga. La furia de Arduin fue espantosa. El Rey, que conocía la justicia mas no la misericordia, despejó toda la Tierra de los Hombres, protegió las fronteras, hizo que los Confines fueran infranqueables. Él sería el único Orco que pisara la Tierra de los Hombres, el último. Después de la muerte de Jade y después de su victoria, Arduin quedó desesperado y solo; abdicó y se retiró a las bibliotecas. Alguien le había enseñado la escritura, las lenguas antiguas y el élfico. Su hijo fue elegido por unanimidad y llamado el Sabio, pero Arduin adicionalmente tuvo que sufrir el dolor de ver que a este, aún siendo joven, se lo llevaba una extraña fiebre que nadie supo descifrar y que tal vez fue un veneno…
—¿Entonces yo sería la descendiente de una de las hijas de Arduin? —interrumpió Rosalba—. ¿Vencí porque tengo la sangre de un Orco, por no mencionar la de un Rey que pasó a la historia como No sé quién el Cruel?
Se hizo silencio. Aurora parecía escoger las palabras, reunir las ideas.
—Señora mía —dijo finalmente—, sin duda alguna usted tiene la sangre de Arduin el Justo y la de Jade, pero usted venció porque es usted. Usted lleva la sangre de Arduin en las venas, ciertamente, pero no es la única. Ni sus padres ni sus antepasados eran hijos únicos y con seguridad usted tiene una miríada de primos en varios grados que comparten su ascendencia. Pero ninguno de ellos nos condujo a la victoria, fue usted. Usted aprendió el arte de la estrategia al ir de cacería con su padre cuando era una niña; el amor de su madre le dio la fe; su esposo le dio la capacidad de avivar los ánimos; sus hijos, y la necesidad de salvarlos, le dieron el coraje y la ferocidad necesarias para no detenerse ante nada.
Los ojos verdes de Aurora abandonaron los de Rosalba y se perdieron durante algunos instantes en el rostro impenetrable del Capitán Rankstrail. Luego su mirada se alejó hacia la cima de las Montañas Oscuras inmediatamente por encima del horizonte.
—Nosotros no somos la sangre que tenemos —continuó Aurora—. Eso era antes. Los santos nacían hijos de santos, los réprobos hijos de réprobos. Del Rey al traidor, pasando por los héroes y los Demonios, todos nacían con el camino trazado con letras de fango o de oro y les bastaba con seguir el camino. Una vez que el honor se perdía era para siempre: la vergüenza se volvía una condena que se prolongaba mucho más allá de la muerte y que recaía sobre toda una estirpe. El deshonor era un círculo de acero y de fuego del cual era imposible salir. El Bien y el Mal estaban separados por límites incandescentes. El honor era combatir a los Orcos y Demonios vomitados directamente de los Infiernos cuya maldad era, como el Cielo, incuestionable. Ese mundo se acabó al igual que se acabaron los Elfos, los Dragones y las Erinias. Nosotros somos nosotros. Somos las elecciones que hacemos, no la sangre que llevamos. Cada uno de nosotros tendrá que trazarse su propio sendero entre zarzas, sin saber jamás con certeza absoluta dónde está el Bien y teniendo que buscado en el camino, a veces errando y teniendo que volver a empezar todo desde el principio. Cada uno de nosotros tendrá que arreglárselas entre el honor y el deshonor: las sendas que conducen hacia la luz estarán dispersas en medio del polvo y del lodo por donde a veces será necesario arrastrarse para reencontrar el camino. Todos debemos aprender a levantarnos después de las caídas, porque los Héroes que nunca caen se perdieron uno tras otro en el Reino de la Muerte y solo quedamos nosotros. Al final de cada atardecer haremos un balance entre el coraje y la cobardía, y si el honor prevaleció sobre el deshonor, sabremos que fue un buen día. Usted no conoce, Señora, el horror de tener que avergonzarse de la sangre que nos corre por las venas. Sus padres fueron asesinados y la palabra injusticia es demasiado frágil para describir su ahorcamiento, pero murieron amándose y tomándose de la mano. Usted se enorgullece de ellos, de idéntica manera que su esposo: no sé si al menos pudo conocer a quien lo engendró, pero con seguridad nunca dejó de sentirse orgulloso de ello. El dolor de haber perdido un progenitor digno y honesto, sin vergüenza. Yo no tengo esa suerte. Toda mi vida estuve dividida en dos. De cierto modo, yo soy la hija de un Orco. Mi padre estaba dispuesto sin escrúpulo alguno a matarla a usted de niña o a su hija de apenas dos años, y como decía Jade, el que mata voluntariamente a un niño merece el nombre de Orco. Cuando expulsemos a todos los Orcos de nuestra tierra debemos recordar que todavía queda uno, el último, escondido en Alyil, entre las montañas. Conozco todos los crímenes de mi padre; sin embargo, en algún rincón de mi memoria queda la sonrisa con la que me buscaba cuando era una niña. Por mucho tiempo, sabe, pensé que mi único destino era la soledad, porque mi descendencia tendría la sangre del monstruo; pero ahora, tal vez… ya no estoy tan segura de ello. Una tarde pasada en compañía de su hija me reveló más cosas sobre mi alma de las que sabía. Creo que cada uno de nosotros es las acciones que lleva a cabo, no la sangre que corre por sus venas: vale para Sire Arduin. Vale… para mí. Para cualquiera. Quizá el alma de un hombre siempre tiene una pequeña parte que permanece íntegra, sea lo que sea que ese hombre haga, y es esa parte que permanece íntegra, incorrupta, la que corre por las venas de sus hijos. Aunque la vergüenza por las acciones de quien nos ha engendrado sea atroz, tenemos el derecho de no avergonzarnos de nosotros mismos, que somos sus hijos.
Aurora se interrumpió. Sus ojos vagaron más allá de las escarpas, no en lontananza hacia el horizonte, sino cerca, sobre los cráneos de los Orcos colgados de los torreones. Su cara perdió luz mientras los miraba. Sus ojos se tornaron grises como el mar cuando el horizonte y el sol desaparecen bajo las nubes enormes de las lluvias invernales.
—Nuestra batalla debe ser doble: enfrentar a los Orcos horda tras horda sabiendo que después habrá más y más, y no perder nunca nuestra alma olvidando la misericordia y volviéndonos como ellos.
—Mataré a cualquiera que quiera matar a mis hijos —dijo Rosalba tranquila—. Su cabeza terminará en una de las alabardas sobre los fosos de las alcantarillas, al lado de las ciénagas.
—No, ni siquiera la cabeza de quien quiera matar a sus hijos debe terminar en las alabardas que delimitan los pantanos. Usted no sabe. Perdone, Señora mía, usted no comprende. Hay algo terrible en la decapitación de una persona: toda su humanidad se hace añicos…
—Es por eso que lo hacemos —interrumpió Rosalba—. Los Orcos no le temen a la muerte. La única cosa que los impresiona es tener que vagar por los Infiernos hasta el fin de los Tiempos sin nada sobre el cuello, mientras los otros guerreros se desternillan de la risa.
—A los Orcos les aterroriza la muerte como a todos aquellos que dicen a gritos amarla y están dispuestos en cualquier momento a sacrificar su propia vida con alegría con tal de destruir la de los demás. Su forma de controlar la muerte es propiciándola y buscándola. Lo que les resulta insoportable es esperarla, simplemente, sin saber cuándo llegará, como lo hacen todos los que no son ni suicidas ni asesinos. Cuando un Orco muere o incluso cuando su cadáver es decapitado, todo el dolor del mundo estalla alrededor como una vorágine: ¡cómo es posible que no lo sienta! Como es posible que no se haya dado cuenta de que su hija camina con la mirada en el suelo para no ver… eso.
Aurora señaló las cabezas amputadas que se entreveían en la oscuridad.
—Erbrow no mira a los Orcos porque les tiene miedo: ellos le han hecho sentir miedo…
—Su hija no mira en esa dirección porque siente el dolor de la muerte de ellos y de sus decapitaciones. No permita que sus hijos y los otros niños de Daligar crezcan en un lugar donde sobre el pan y la miel de la merienda se posen las moscas que acaban de darse un banquete en las órbitas de un cráneo. Señora mía, perdóneme —prosiguió Aurora temblando—, su esposo jamás lo hubiera permitido. Para él una violación de la compasión hubiera sido un sufrimiento, como una herida abierta. Tenemos que socorrer a los heridos: también a los de los Orcos. Hacerlos prisioneros, deben sobrevivir.
—¿Dónde? —preguntó Rosalba.
—¡En los sótanos!
—¿Cómo? ¿Con qué? ¿Quitándole víveres y agua a una ciudad en asedio para alimentarlos? ¿Quitándole soldados a un ejército ya desguarnecido para vigilarlos?
Aurora estaba palidísima. Un leve temblor parecía sacudirla. Rosalba comenzó a comprender. Rankstrail se le adelantó.
—¿Usted es un…? —comenzó Rankstrail—. Quiero decir…
—Sí, Señor mío, soy lo que se llama un Medio-Elfo. Mi madre pertenecía al Pueblo de los Elfos.
—¿Pero su padre no odiaba a los Elfos? ¿No se ha pasado la vida destruyéndolos?
Rosalba estaba atónita. Y exasperada. De nuevo la conversación era una locura, incomprensible, insensata. No quería y sobre todo no toleraba, no admitía que fuera posible que Aurora y Yorsh tuvieran algo en común. Era todo estúpido y absurdo. Todo era… indecente… ella que tenía sangre de Orco y Aurora que pretendía a cada instante parecerse más a Yorsh…
Seguramente había motivos diferentes en la conversación, o en el modo en que era conducida, que le hacían hacer a ella el papel de imbécil, pero con toda franqueza se le escapaban.
—Entonces —concluyó—, hagamos una recapitulación: yo tengo un poco de sangre de Orco y usted es un Medio-Elfo. Solo falta la gallina.
Aurora pensó largo rato antes de responder.
—Temo que mi padre no sea cuerdo —dijo en voz baja.
Se había sentado sobre el basamento de la estatua de alguno, quizá de Erik el Calvo.
—Él odia a los Elfos —retomó—, pero simultáneamente sucumbe ante su encanto. Creo que los odia porque no le fue concedido ser como ellos. Obligó a mi madre a desposarlo con la promesa, no cumplida, de que salvaría a su gente… y luego… cuando ella trató de organizar una fuga… —esta vez Aurora dejó la frase en suspenso—. No todos los Elfos desaparecieron, Señora mía. Como mi padre por desgracia descubrió, el dolor extermina los poderes álficos. «Es suficiente matar a uno para que todos los vecinos sean como ovejas en el matadero», solía decir riendo. Los Elfos sienten el dolor de los que son asesinados como si se tratara de ellos mismos y esto los desarma. El desprecio y el odio que guiaban las persecuciones les produjo tanto dolor que les anuló los poderes. Se quedaron solos, murieron, pero no todos. Muchos se escondieron entre los Hombres, acogidos cerca de las chimeneas, a salvo de la barbarie, escondidos en las cocinas y en los campos de trigo. No solo fueron sus padres los que acogieron a un Elfo, usted no fue la única que mezcló su sangre con la de ellos. El mundo está lleno de Medio-Elfos. El que tenga una sola gota de sangre élfica en las venas se reconoce por el cabello: cualquiera que sea el color centellea de una forma extraña bajo los rayos del sol cuando caen oblicuos al alba o al atardecer. Las niñas heredan los poderes con mayor facilidad y cuando son reconocidas se les llama brujas: con frecuencia tienen cualidades extraordinarias como curanderas. Los niños rara vez heredan los poderes y son poderes más pequeños: mejor puntería, una mayor comprensión de las palabras y un amor más grande por todo lo que está escrito. Lo que mi padre ignora es que los Medio-Elfos jamás pierden los poderes, ni siquiera ante el más hondo de los dolores. No fue solo por crueldad que hizo que su hija presenciara la muerte de su padre o yo la… —de nuevo dejó la frase en suspenso—. Lo hizo para desarmarla. Pero los Medio-Elfos tienen el coraje de los Hombres: el coraje para no quedar desarmados. Como los Hombres, hasta el final, nosotros no nos damos por vencidos.
—¿Usted es una bruja? —preguntó el Capitán.
—Así me llamarían si se supiera.
—¿Y cómo se distinguen los hijos de los Orcos?
Aurora se interrumpió. Guardó silencio. Hizo un gesto vago y luego de repente se dio vuelta y se alejó.
La luna desapareció.
La oscuridad se hizo más densa, interrumpida solo por el fuego de la última antorcha que aún brillaba.
En lontananza se oyó el canto del búho y el chillido desesperado de alguna criatura que había sido apresada.
Rosalba estaba silenciosa y atónita.
Todo lo que Aurora había dicho giraba en su mente.
Estaba demasiado cansada. Lo pensaría al día siguiente. Y el día después. Y el día después también.
Ahora el cansancio era absoluto. La única cosa que resistía era la piedad hacia Aurora. Debía ser terrible avergonzarse del propio padre.
—Nada es cierto —dijo obstinada—. Es absurdo. Arduin no era un Orco. Ni mis hijos ni yo tenemos sangre de Orco. Deben ser solo rumores y Aurora se los creyó porque… de cierto modo… necesita creerlos. Tener un padre inmundo debe ser un sufrimiento indescriptible: saber que los propios hijos tendrán su sangre, avergonzarse de la forma de las propias manos porque alguien, con unas manos iguales, cometió crímenes horrendos —dijo a media voz.
Rosalba miró al Capitán y se interrumpió bruscamente.
El Capitán de Varil estaba inmóvil como las estatuas que tenía a sus espaldas e igualmente impenetrable. La Reina se quedó mirándolo un largo rato como si lo viera por primera vez. Luego hizo un gesto con la cabeza y se despidió.
Se retiró a sus aposentos. Erbrow y sus hermanitos dormían como ángeles. Rosalba se despidió de Parzia y desde la ventana se aseguró de que llegara sin problemas a su casa. Antes de acostarse, Robi trancó la puerta con todo lo que encontró y durmió un sueño interrumpido, abrazada a sus hijos, con la espada de Yorsh y la de Arduin debajo de la almohada.