Rankstrail masculló un comentario en forma vaga y confusa. Estaba en la fuente tratando de curarse la mano herida. Ya no sangraba, pero estaba sucia y los bordes estaban inflamados y enrojecidos.
—Permita que me ocupe de eso, Señor mío —dijo Aurora acercándose.
Rankstrail se sobresaltó. Se sentía en exceso incómodo cuando Aurora lo llamaba «Señor mío». Además, dado que no era ni su comandante ni su Rey, lo encontraba escarnecedor, por decir poco. Hubiera podido prescindir gustoso de esas grandiosas y vacías manifestaciones de deferencia.
—Gracias, Señora mía —comenzó arrogante y polémico—, no es necesario. Llevo años curando mis heridas y aunque no lo haga a su altura, sin embargo hasta ahora sigo con vida…
No logró terminar la frase. Aurora estaba junto a él y tomó la mano herida entre las suyas.
—Se lo ruego —dijo y se la examinó—. Creo que tengo cualidades como curandera, o al menos eso desearía —añadió con una leve sonrisa.
Rankstrail se sobresaltó como si se hubiera quemado. Hizo un esfuerzo por no hacer un gesto demasiado brusco para retirar el brazo.
No quería que lo curara. No quería que lo tocara. Ni siquiera quería ser su comandante o su Rey. Lo único que quería era mantenerla alejada de los Orcos, de todos. Lo único que quería era mantenerla por fuera del campo de batalla y que lo dejara en paz.
Miró con irritación y vergüenza su mano enorme y oscura entre las manos sutiles y pálidas de Aurora y deseó ferozmente retirarla.
Ella se dio cuenta.
—Le aseguro que ya casi termino —prometió.
Le había limpiado la tierra de la herida y ahora la estaba envolviendo con una bufanda de lino blanco que llevaba al cuello, a falta de más telas limpias disponibles.
—Estoy segura de que el dolor ya desapareció —dijo. De nuevo esbozó una sonrisa, aunque parecía repentinamente cansada. Aurora rara vez sonreía, pero cuando lo hacía sus ojos cobraban un verde más intenso, casi centelleante.
El dolor había desaparecido. El constatarlo no disminuyó la exasperación de Rankstrail.
—Antes tampoco era un gran sufrimiento —refunfuñó resentido, mientras fulminaba a Lisentrail con la mirada para que no se le ocurriera decir alguna idiotez.
Lisentrail mantuvo la boca cerrada y Aurora finalmente se alejó. Rankstrail se masajeó la mano vendada. Ya podría sostener una espada de nuevo.
En el patio apareció de repente un grupo de chiquillos bulliciosos. Tenían pedazos de madera que hacían las veces de espadas y arcos. Las seis niñas estaban divididas con precisión entre las que jugaban a hacer el papel de la Reina Bruja y las que por el contrario representaban el de Aurora. Cada uno de los cinco niños jugaba a ser Rankstrail.
El problema no era solo que ninguno quería hacer las veces de Orco, sino que ninguno quería ser un guerrero diferente al Capitán.
Una de las niñas que se había proclamado Reina Bruja se subió a una piedra y declaró:
—No soy más que una frágil mujer, pero tengo el estómago de un Rey.
Los otros la aclamaron.
—Esa nos la perdimos: debió haberlo dicho antes de que nosotros llegáramos —comentó Lisentrail—. Por suerte yo no estaba, porque no me hubiera podido aguantar la risa.
Rankstrail gruñó algo en respuesta.
Cuando se dieron cuenta de que los dos hombres estaban en el patio, los niños salieron en estampida entre risas.
El menos tímido se quedó y se atrevió a acercarse al pozo.
—Permita, Señor mío, que me atreva a molestarlo. Perdone. Yo quisiera saber, si esto no es demasiada molestia, cómo se llama su caballo, Señor mío, excuse, si me lo permite, si no es molestia —le preguntó a Rankstrail sin respirar, rojo hasta las orejas.
—Se llama Garrapata —repuso hosco el Capitán.
—¿Significa algo magnífico en otra lengua, cierto? —preguntó el muchacho.
Rankstrail optó por bajar la vista: el niño lo miraba con admiración. Casi temblaba de la emoción al hablarle. Era pequeño y delgado, el cabello oscuro le caía en la cara.
Lisentrail fue quien le respondió.
—Claro —dijo con dulzura—, quiere decir «el Magnífico» en lengua antigua. Sabes, en la lengua que había antes de los Elfos.
—¿La lengua de la primera dinastía rúnica? —se cercioró el chiquillo.
—Esa misma —dijo Lisentrail con seguridad. Luego se encogió de hombros para responder a la mirada del Capitán.
—Saben, es para los anales —anunció el chiquillo.
—¿Cuáles anales?
—Los de la ciudad, Señor. Mi familia es una familia de escribanos. Mi padre era escribano, su padre también al igual que el padre de su padre y yo también seré uno. Mi abuelo tuvo que escapar con los pies mutilados por el verdugo, pero ahora está la Reina Bruja y eso ya no volverá a suceder. Sabe, Señor —continuó ruborizado de orgullo—, yo sé escribir. Nosotros somos los que escribimos lo que sucedió para que todos lo sepan. A mí me corresponderá escribir sobre el Capitán Rankstrail con su armadura brillante y su caballo Magnífico para que en los siglos venideros las generaciones futuras lo conozcan. También escribiré sobre usted, Señor, y describiré el ataque contra las catapultas de los Orcos. En los siglos venideros, las generaciones futuras conocerán nuestra historia y la usarán para recuperar el coraje cuando también les llegue el turno de ser asediados o de ser derrotados.
—¡Qué conmovedor! —respondió Lisentrail e insinuó un gesto con la cabeza—. Me llamo Lisentrail. Mi caballo se llama Coladeoro, si puede ser de interés. Y también mi armadura centelleaba.
El chico se alejo corriendo, feliz. Todavía corría cuando lo alcanzó la voz del Capitán:
—Fue tu abuelo quien me enseñó a escribir.
El chico se dio vuelta y lo miró estupefacto: abrió los ojos de par en par y se cubrió la boca con las manos.
—Fue tu abuelo quien me enseño a escribir —repitió Rankstrail—. Te le pareces. El Escribano Loco. Nunca supe su nombre.
—Primero, Señor mío, se llamaba Primero, como yo.
—Hermoso y gran nombre —comentó el Capitán. No se le ocurrió otra cosa. Cuando pensó que podría repetirle al chico las palabras de su abuelo, el escribano y el caballero, el que narra las injusticias y el que las combate, son los dos oficios más nobles— el otro ya se había ido corriendo.
—¿Tu caballo no se llamaba Colaentorchada? —le preguntó a Lisentrail para decir algo y deshacer el nudo de emoción que le cerraba la garganta.
—De todos modos dentro de cien años no lo sabrán. Es necesario que aprenda a leer. Si no me voy a perder el anuario y no sabré cuánto brillábamos en aquella llanura. Quizá también debemos decirle de quién somos hijos para que lo anote: Lisentrail hijo de Giartrail o Partrail o cualquier otro; igual dentro de cien años nadie sabrá que me llaman Lisentrail el de los muchos padres.
—Ya le dimos el nombre de los caballos. Como fanfarronada es suficiente.
—No eran fanfarronadas.
—Coladeoro y Garrapata el Magnífico. ¿Y dónde tenemos las armaduras que brillaban?
—Por dentro, Capitán, las tenemos por dentro. Y tanto como tenerlas, las teníamos. Los tendones de buey que sostienen nuestras armaduras son de los Orcos, pero la sangre que estas tienen encima es la nuestra y esa brilla bajo el sol. Y cualquier caballo que conduzca a su caballero a la victoria es magnífico. ¿Quién sabe quién era Arduin en realidad? —se preguntó Lisentrail, que en su silenciosa alegría por estar aún vivo comenzó a filosofar mientras las primeras estrellas brillaban y las últimas golondrinas, salvadas de la crueldad de los Orcos y de los miserables espetones de los Hombres, volaban—. Nunca lo había pensado. A lo mejor era un andrajoso como nosotros con la coraza sostenida con tendones de buey y en los anales, a fuerza de mejorarlo, se convirtió en el Rey centelleante que brillaba como un candil. Ey, Capitán, ¿te has dado cuenta de que en toda la ciudad no hay ni una sola estatua de Arduin? Seguro él también era un andrajoso de la caballería ligera; por eso no existe una estatua. Ni siquiera podemos saber qué aspecto tenía.
Rankstrail se encogió de hombros. Pocas cosas podían importarle menos que el verdadero aspecto de Arduin.
Se quedó un largo rato sentado en el pozo en silencio.
Lisentrail sacó de la alforja media hogaza de pan que le había sobrado de las que habían distribuido las comadres la noche anterior a la batalla. Tenía también un pedazo de ajo y un poco de sal. Lo compartió fraternalmente con el Capitán.
—Si tuviéramos también un poco de aceite, sería mucho mejor, pero aun así…
Rankstrail estuvo de acuerdo. Comieron despacio para hacerlo durar más.
Aunque no tenía dolor, dejó la mano herida puesta sobre la sana un buen rato, y tomó todas las precauciones posibles para no ensuciar el vendaje de lino, preocupación que nunca hubiera soñado tener con ninguno de los vendajes de ninguna de las heridas que había sufrido.
La tarde cayó.
El frío se levantó.
Rankstrail se encaminó hacia los aposentos de la soberana a pedirle instrucciones para sus hombres.