Capítulo 16

Al día siguiente el amanecer estaba velado. Grandes nubes encerraban una esperanza de lluvia.

Aurora se dirigió hacia el borde de la galería donde comenzaban las escaleras de piedra que descendían al patio. Abajo, junto a la fuente, estaban Rankstrail y Lisentrail. Arriba en la terraza, junto a una pared recubierta de hiedra jugaban Erbrow y su cachorro, ruidosos y como si nada hubiera sucedido. Los movimientos de Erbrow eran bruscos como los de cualquier niño pequeño; compartía la gracia torpe del cachorro de lobo.

Aurora se puso a jugar también con el cachorro. Lo acariciaba, le daba vueltas y lo empujaba hacia atrás para después recibirlo cuando este volvía corriendo. El lobito tenía garras y colmillos diminutos pero afilados, y le dejó a Aurora un rasguño sutil en la muñeca que sangró levemente. Erbrow arrugó la frente.

—Daño —dijo indicando la gotita de sangre que caía.

Aurora miró a la niña a los ojos: tenía la misma mirada del padre, los mismos ojos azules.

Vio a Yorsh solo una vez en la vida mientras atravesaba el jardín del palacio seguido por la mitad de los soldados del Condado. Ella también conocía la profecía y no tuvo la menor duda de que el que estaba ante su vista era el último de los Elfos y el más poderoso: le dio miedo de que pudiera enamorarse de ella.

Hubiera sido posible y una vez que hubiera sucedido hubiera sido definitivo porque los Elfos se enamoran muy jóvenes y para siempre.

Además hubiera sido catastrófico, porque un amor no correspondido, así sea el dolor más puro del alma, de todos modos la corroe y le hubiera restado fuerzas al último heredero de la estirpe de los héroes álficos. El corazón de Aurora para ese entonces ya tenía dueño: fue así que se comportó de una manera tan insulsa como despreciable e hizo llorar a la hija de una de las damas de compañía, una niña más pequeña que ella y la única criatura que a veces venía a romper el frío de su soledad. En el momento del encuentro con Yorsh, Aurora temía ser ella la elegida que la profecía señalaba: en realidad, ya Yorsh había encontrado a la heredera de Arduin a la que estaba destinado. Como todos los Elfos, se enamoró siendo muy joven y para siempre.

—No daño —dijo la niña y puso sobre el rasguño la punta del dedo índice.

Aurora vio que la herida se sanaba. Y no solo eso: tuvo una sensación extraña mientras la niña la tocaba. No solo se había sanado; era además como si su cabeza hubiera comprendido el camino que debía seguir.

Miró de nuevo los ojos azules de Erbrow, la tomó entre sus brazos y la levantó. Tener entre sus brazos a la hija del último de los héroes álficos la conmovía. Era como volver a ver a su madre, era como si aquel que debía haber sido su pueblo, ahora casi destruido, aún pudiera existir.

—¿Sabes?, mi madre pertenecía al mismo pueblo que su padre —le susurró.

La niña se rio.

Aurora sintió con alegría la tibieza de Erbrow contra ella, los rizos oscuros contra su cara. A sus pies, el cachorro abandonado a una repentina soledad se pegó del dobladillo del vestido de Aurora y lo haló, pero después empezó a perseguir a una lagartija.

Erbrow estaba exactamente a la altura de una hornacina profunda que albergaba un candelabro con una vela gruesa.

Se quedó mirándola feliz. Miró alrededor para asegurarse de que su mamá no estuviera a la vista. Luego puso el dedo sobre el pabilo e hizo brotar una alegre llamita. Debía ser algo placentero y divertido porque estalló a reír de corazón. Por último, dio otra ojeada preocupada alrededor y pasó la manito sobre la llama y la apagó.

—No daño —dijo decidida mientras alargaba los brazos y arrugaba la frente.

Aurora comprendió que la niña era perfectamente capaz de encender y apagar una vela sin hacerse daño y sin hacérselo a los demás, pero, como toda madre, también la suya debió haberle prohibido jugar con fuego.

Alargó la mano hasta tocar el pabilo. Ella también hizo aparecer la llama y luego la apagó: bastó con tocar a Erbrow para aprenderlo. Sintió primero la frescura y luego el calor detrás de la frente, como una especie de cosquilleo. Ciertamente era placentero y divertido. Para un fuego mayor el esfuerzo debía ser insoportable hasta transformarse en sufrimiento, pero para una llamita tan pequeña era… ciertamente… una especie de cosquilleo. Erbrow rio. Aurora la apretó todavía más y luego se inclinó para bajarla. La lagartija, herida, ensangrentada y con una pata casi despegada, yacía a los pies del cachorro. Aurora logró tomarla entre sus manos y la sostuvo, mientras sentía la pata repararse y el pequeño corazón recuperarse. Emitió un gemido.

—¡Esto no hace reír! —dijo palideciendo por el esfuerzo.

Erbrow asintió largo rato, convencida.

La lagartija estaba de nuevo en forma. Aurora la dejó ir. Se levantó y saludó con una reverencia profunda y pomposa a Erbrow quien se la correspondió de una forma igualmente exagerada. Entonces se encaminó a lo largo de las escaleras hacia el patio.

—Esa niña tiene los poderes del último de los Elfos, la sangre de Arduin corre por sus venas y lleva el nombre del último de los dragones —les dijo Aurora a Rankstrail y a Lisentrail, mientras señalaba a Erbrow, conmovida.

Lisentrail estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada contra el pozo, disfrutando del aire de la tarde y del hecho de estar aún con vida, algo por lo cual hasta hacía muy poco tiempo no hubiera apostado nada y no precisamente por su carencia crónica de bienes para apostar.

—Sí —masculló menos entusiasmado y menos conmovido—. Si la mezcla también incluye el carácter de la madre, denle mis cumplidos al que la tome por esposa, porque con certeza tendrá el coraje de un león.