Capítulo 15

Rosalba trancó el cancel detrás de su hija y se dio vuelta para enfrentar a los Orcos. Arriba, en la terraza, el viejo Senescal lograba mantener ocupado a uno con los movimientos perfectos de su impecable esgrima. A los otros los abatió Rosalba, uno tras otro, con la espada de los Reyes de los Elfos que brilló entre sus manos. Angkeel se apartó de la pelea y levantó el vuelo; desapareció del otro lado del muro lleno de glicinias, para ir tras Erbrow y protegerla. Rosalba lo bendijo con toda el alma. En la terraza también apareció Parzia armada con una sartén gigantesca y golpeó valientemente a uno de los Orcos; con ello le dio tiempo a la Reina de recuperar el aliento y enfrentarlo. En el instante en el que cayó, el Senescal logró matar a su contrincante con una estocada tan perfecta que parecía un paso de baile. Un ruido de cascos de caballo resonó y Aurora apareció con la espada empuñada y con Erbrow en brazos. Rosalba también la bendijo a ella y se lo dijo mientras se precipitaba a tomar a la niña entre sus brazos. Estrechó a Erbrow con todas sus fuerzas, pero al darse cuenta de que ya no le quedaban estuvo a punto de perder el equilibrio. Se apoyó en Aurora y también se lo agradeció. Aurora le comunicó que el Capitán se había dado cuenta del ataque: la Princesa le debía a él su salvación. El Capitán se estaba batiendo ahora contra los dos últimos Orcos con la ayuda del águila y del lobo.

En ese momento, con un vuelo fuerte y tranquilo llegó Angkeel y se posó sobre el columpio de plata que se balanceó dulcemente.

—Creo que es una buena señal —comentó Aurora—. El Capitán ya no necesita ayuda.

Un gemido llamó la atención de la soberana.

El Jefe de la Casa de los Reyes aún estaba vivo, pero era evidente que no por mucho tiempo.

Estaba tratando de decir algo.

Rosalba puso de nuevo a Erbrow en los brazos de Aurora, que sonrió, y luego fue a arrodillarse junto al viejo señor. El Senescal hizo lo mismo.

—Gracias —dijo Rosalba—, su valor me salvó la vida —tenía lágrimas en los ojos.

El viejo señor jadeaba, pero todavía podía hablar.

—Señora mía —susurró el hombre—, usted con seguridad se está preguntando por qué sé manejar un arma, yo, que solo he tenido como oficio el cuidar de las cocinas y que no haya telarañas en los techos ni en los rincones…

—Por supuesto —mintió Rosalba—. Me lo estaba preguntando. En realidad me lo estaba preguntando. No he dejado de preguntármelo ni un solo instante.

Con el último aliento, el viejo señor logró sonreír de manera amplia y complacida.

—Porque, sabe, Señora mía… la mía fue una estirpe de guerreros, pero nosotros, Señora, perdimos el honor. Estamos entre aquellos que huyeron frente a los Orcos cuando Daligar cayó y Sire Arduin tuvo que reconquistarla, y desde entonces se nos prohibió el uso de las armas.

—Comprendo —respondió Rosalba.

Desde que había tomado el mando de la ciudad había visto morir a más de una persona atravesada por las flechas de los Orcos y sabía que nunca olvidaría a ninguna. Muchos eran hombres jóvenes. Muchos tenían niños que ahora debían atravesar la ciudad solos, mientras antes lo hacían de la mano de sus padres. Cuando veía un caballo solo siguiendo a la armada del Capitán después de una misión, siempre lograba recordar la cara del que había sido su caballero: cada vez creía que había endurecido el corazón a tal punto que ya no sufriría más, y cada vez descubría que no era posible. Pero la muerte del Jefe de la Casa de los Reyes le produjo un dolor diferente.

El viejo señor que había encontrado los animales más inverosímiles para transformarlos en platos suntuosos y que trataba de transformar los objetos más increíbles en juguetes para Erbrow había sido algo entre un amigo y el abuelo que ni ella ni su hija habían tenido.

—Ahora el honor de su estirpe ha sido restaurado —añadió Rosalba—. Yo daré testimonio de su valor…

—Sabe, Señora mía —dijo el viejo señor—, ahora que soy digno de nuevo, me doy cuenta de que, más que mi honor de guerrero, lo que cuenta es el honor de haberle preparado de comer… una mesa puesta… una olla… un asado… son el honor del mundo…, Sabe, yo no tuve hijos… fue como si usted… si su niña…

El viejo señor no logró terminar la frase.

—Usted salvó mi vida —volvió a decir Rosalba.

El viejo señor murió. Rosalba le cerró los ojos.

—Dago —dijo Erbrow, en voz baja, con dulzura—. Papá, dago.

—Señora, perdone —sollozó Parzia—. La niña me advirtió sobre los Orcos… yo no le creí.

—Todos nos equivocamos —respondió Rosalba a media voz, sacudiendo la cabeza—. Ayer la hubiera hecho ajusticiar. Ahora comienzo a entender que todos nos equivocamos. Por orden mía la Ciudadela y la ciudad misma quedaron indefensas. Amenacé, insulté y ofendí a los dos guerreros que estaban más dispuestos que nadie a combatir por mí y por mis hijos y, a fuerza de gritos, insultos y órdenes equivocadas, hice que mis hijos casi quedaran sin protección. Debemos estar todos, y yo en primer lugar, más atentos y mejorar… aprender a escuchar lo que los demás nos dicen, lo que nos advierten, aunque nos parezca que los únicos capaces de entender somos nosotros…

Rosalba se puso de pie. Se encontró cara a cara con el Senescal que a su vez, con altiva vergüenza, intentaba contener las lágrimas.

—También usted me salvó la vida —reconoció perpleja—, a riesgo de la suya.

El Senescal salió pronto de su conmoción y la miró: el estupor de ella le producía desdén y sorpresa. Levantó las cejas con una expresión entre arrogante e indulgente que Rosalba detestaba con toda el alma.

—Señora —preguntó—. ¿Por qué motivo el hecho indudable de que yo la considere un soberano por debajo de todo decoro la ha hecho pensar que yo no estaría dispuesto a morir por usted?

Era una pegunta sorprendente. Rosalba trató de rastrear en todo el razonamiento un hilo de pensamiento coherente y descubrió que, en efecto, si buscaba con mucho cuidado, tenía algo de sentido.

—Señora —agregó el Senescal y subrayó las palabras con un leve movimiento del brazo que hizo centellear el borde dorado de sus largas mangas de brocado y terciopelo—, decir que usted es un Rey de modales descuidados y que su cortesía se parece a la de un tejo cruzado con una ardilla montañesa es un eufemismo, pero usted es el Rey. Quien asume el mando de la guerra contra los Orcos es el Rey, y por los Reyes se combate y se muere.

—¿Por qué no se marchó con el resto de la corte? —preguntó finalmente Rosalba.

—¿Con los Orcos encima? ¡Señora! —dijo el Senescal cada vez más escandalizado—. ¡Era necesario que alguien se quedara en el palacio cuando los tuviéramos enfrente! No es que yo me haya quedado a defender la ciudad: nunca he creído ser capaz de ello. Sólo me quedé a morir con ella. No quería que Daligar muriera sola. Es una ciudad que con frecuencia y durante mucho tiempo ha perdido su dignidad, pero ninguna ciudad se deja morir sola, sin que haya alguien en el palacio de los Reyes para recibir a los verdugos.

Rosalba asintió.

—Creo haberlo subestimado —dijo por último.

—¿Eso significa que aprenderá a usar los cubiertos?

—No, pero quizá no impediré que se los enseñe a usar a mi hija.

El viejo señor se inclinó.

En ese momento llegó el Capitán, sin aliento, apeado, cubierto de fango y sangre, con una mano herida y un hacha ensangrentada en la otra. Lo seguía un lobo completamente sin aliento que se arrastró hasta lo que quedaba del laguito, trató de beber algo y se desplomó en el pantano.

—A ese hay que mirarlo dos veces para distinguirlo de los Orcos que combate —observó Parzia en voz baja.

—Algunas veces hasta tres —confirmó el Senescal, también en voz baja.

El Capitán se apoyó en el muro y también recobró el aliento. Escuchó a Rosalba que le agradecía y se excusaba por haber…

—Todos nos equivocamos —masculló avergonzado, sin darle tiempo de terminar la frase. No sonrió.

Se acercó a Aurora para volver a entregarle el cachorro a Erbrow y se alejó de inmediato.

Rosalba también le preguntó cómo se había herido la mano. El Capitán se movió hacia la parte de la terraza que estaba a la sombra quizá para evitar el calor. En la sombra el fango de su coraza se notó menos, mientras que la plata que pespunteaba la casaca de Aurora y el oro incrustado en el brocado del atuendo del Senescal destellaban bajo el sol del verano.

El Capitán se apoyó en el muro y explicó que su espada se había despedazado en el combate y que, como era una espada de Orco en la que la hoja continúa en la empuñadura, al romperse lo había herido. Tenía que explicar que combatía con una espada de Orco, pesada pero de una buena aleación, porque la anterior, más liviana, se había hecho añicos en la batalla de Varil y la que había usado para liberar a Varil reemplazaba otra que a su vez se había roto en algún lugar de las Montañas del Sur, ahora no recordaba dónde. El Senescal declaró que aún quedaba una de las espadas de los Reyes, la de Carolo Sexto, si no se equivocaba; fue por ella mientras el Capitán recuperaba el aliento y, de forma pomposa, se la entregó. Era una espada con una empuñadura tan cargada de arabescos y gemas que era fastidioso asirla, pero al menos la aleación parecía buena.

El Capitán, lo suficientemente recuperado, informó que la ciudad estaba de nuevo segura, pues el puente y las catapultas habían sido quemados. Se habían apoderado de la impedimenta. Si la soberana estaba de acuerdo, daría la orden de hacer entregar una mitad para almacenar en los sótanos del palacio y la otra mitad, con el permiso de la soberana, se la distribuirían directamente a la población el Mercenario Lisentrail y sus hombres, en la plaza central.

Rosalba estuvo de acuerdo.

—Todos nos equivocamos —repitió a su vez, pensativa.

Luego preguntó si alguien había comprendido por dónde habían entrado los Orcos. Así fuera solo por ciudadanos normales y no por soldados, las escarpas estaban vigiladas.

La pregunta se quedó sin respuesta.

—Señora —dijo el Senescal—, hace pocas horas tuvo dos bebés, ¿no debería acostarse?

Parzia estuvo de acuerdo con entusiasmo. Todos aprobaron la idea.

En efecto, Rosalba se dio cuenta de que ya no podría mantenerse en pie por mucho tiempo. Dio la orden de decapitar a los Orcos muertos y de poner las cabezas sobre las escarpas, de modo que el que los hubiera enviado supiera qué fin habían tenido los que querían raptar a su hija.

Después, por último, tomó a Erbrow en brazos y la llevó junto a sus hermanitos. Rehusó la ayuda de Parzia: quería quedarse sola con sus hijos, sobre todo ahora después de que el miedo de perderlos la había dejado deshecha.

Pasó frente a Jastrin que todavía estaba acurrucado debajo de la mesa, llorando. El chiquillo sollozaba tanto por el miedo como por la vergüenza: Rosalba había arriesgado la vida para salvarlo a él, y él no le había correspondido. Rosalba se echó a reír y le agradeció al Cielo que al menos él se hubiera quedado por fuera de la pelea para no preocuparla más, pero esto no consoló al chiquillo.

Llegó a su gran habitación donde el día se filtraba oblicuo sobre la frescura de las enormes paredes: un grupito de moscas zumbaba siempre en el mismo puño de luz, detrás de un rayo de sol.

Rosalba puso a Erbrow en la cama junto a sus hermanitos.

—¿Te gustan? —le preguntó.

La niña asintió.

Rosalba se quitó la túnica sucia de fango y sangre y la reemplazó con una limpia que el Jefe de la Casa de los Reyes acababa de hacer confeccionar para ella, y al pasar los dedos sobre el lino bordado lo recordó. Le quitó a Erbrow el vestido de color carmín, increíblemente sucio, y le volvió a poner su amado delantal azul con los bolsillos para guardar los juguetes. Erbrow sonrió feliz. Luego se acostó con su hija entre los brazos, y la estrechó contra ella, la abrazó y la acarició durante un buen tiempo, porque el horror de haber corrido el riesgo de perderla era tan grande como la felicidad absoluta de que aquello no hubiera sucedido.

Cuando el calor disminuyó y la noche comenzó a caer, Rosalba se levantó con Erbrow en los brazos y se dirigió a la terraza más alta del palacio; no la que daba sobre el jardín, sino la que dominaba la ciudad de Daligar. Se sentó en una gran banca de piedra y se quedó allí.

Las chimeneas que desde hacía días habían estado vacías iban cobrando vida una tras otra.

Diminutos hilos de humo, leves como las alas de un ángel, se levantaban uno tras otro para entregar sus silenciosos mensajes de cebolla sofrita, sopa de verduras, suntuosos asados donde a las ratas, ranas y gaviotas se habían añadido pollos y pedazos de cerdo.

Diminutos hilos de humo, leves como las alas de un ángel, comenzaron a perseguirse entre los techos y las nubes, para fluir en una niebla sutil sobre la ciudad que había roto el asedio y que no tenía más hambre, ni más miedo.

No los tendría más. Nunca más.

Rosalba lo juró. Hasta que tuviera vida defendería a Daligar, a su gente: defendería su coraje y su miedo, la astucia mezquina, la burda estupidez, la astuta sabiduría, la brillante agudeza con la que, fraude tras fraude, catástrofe tras catástrofe, dolor tras dolor, ellos habían salvado su vida y la de sus hijos. Rosalba sabía que el odio la había endurecido; que el miedo la había hecho mala; que la desesperación le había secado quizá para siempre la fuente de su dulzura y de su cortesía y, lo que era peor, había hecho que su justicia fuera falaz. Pero sabía combatir y sabía guiar a los hombres en la guerra. Aprendería a hacerlo también en la paz.

Desde una ventana salió el canto de una mujer. Rosalba reconoció una nana que le cantaba su madre y que había olvidado. Era una historia graciosa. Hablaba de un avispón que trata de convencer a una luciérnaga para que le sirviera de linterna. Pensó que quizá a Erbrow le gustaría.

Robi trató de entonarla con su voz destemplada. Erbrow la miró feliz y extasiada. Batió las manos de gozo.

Robi nunca le había cantado a su hija: sabía que no lo hacía muy bien y además las únicas canciones completas que se sabía eran las de alabanza al Juez Administrador que se remontaban a su estadía en la Casa de los Huérfanos.

Yorsh era el que cantaba para Erbrow con su magnífica voz y con su infinito repertorio de cantos álficos que hablaban del viento y de las estrellas. Como no recordaba el resto de la estrofa Robi se interrumpió: Erbrow se disgustó, le angustiaba que ella pudiera detenerse. Desde que su padre había muerto nadie le había vuelto a cantar nada.

Robi volvió a empezar. Al son de la voz de la otra madre reconstruyó toda la historia: el avispón encuentra a la luciérnaga y le pide que le sirva de linterna; pero ella no quiere. Entonces, para convencerla, él le dice que como ella es tan hermosa le llevará el néctar de todas las flores de los almendros de la región. La pequeña luciérnaga, que es una tontuela, cae, porque en realidad estaban en verano cuando las luciérnagas llenan los prados, y los almendros hacía mucho tiempo que habían florecido. Erbrow reía como una loca. Unió su voz a la de Robi, alegre y desentonada, y luego se durmió.

Robi se quedó en la terraza, con la niña dormida entre sus brazos.

El asedio estaba roto, la ciudad ya no tenía hambre.

Los Orcos, así fuera por un solo día, habían sido repelidos.

Dos niños vivos y sanos se habían sumado a Erbrow para que la estirpe de Yorsh continuara.

Se había acordado de la canción del avispón.

A juzgar por el aroma, en las cocinas del palacio habían asado de nuevo un murciélago, a menos que esta vez en realidad fuera un conejo. No estaría el Jefe de la Casa de los Reyes para dirigir la cocción y Rosalba permitió que la dulzura de la añoranza y de la nostalgia invadiera su pensamiento. Ella también se permitió dormir, pero un llanto de recién nacido la despertó y ella se dispuso a ocuparse de sus hijos.