Capítulo 14

Erbrow estaba sentada en el suelo, escondida detrás de una pesada cortina del acostumbrado color rojo oscuro con el que hacían todo en ese lugar. Estaba callada y quieta para que nadie la alejara. Tenía entre los brazos al cachorro que se había dormido y era por él que estaba escondida.

Parzia lo había pescado haciendo pipí en el piso de mármol pintado y había amenazado con amarrarlo en el jardín si no lo sacaba de allí.

La mamá estaba a pocos palmos de ella, justo detrás de la puerta que estaba abierta para que el aire circulara por la habitación semioscura, mientras afuera el sol hacía arder las terrazas y los jardines. El llanto fuerte del primero de los hermanitos se sintió en las habitaciones.

—Son dos, Señora mía —dijo la partera finalmente—. Hay otro.

Erbrow no tenía ninguna duda: el caballito de madera sería para el hermanito que había nacido primero, el que tenía un corazón que siempre había latido fuerte y decidido, el que había hecho resonar su llanto decidido y fuerte por las antiguas salas. El trompo sería para el segundo.

—Este es menos robusto que el otro y mucho más pequeño —dijo la voz preocupada de la partera. No se escuchaba ningún llanto.

El corazón del hermano más pequeño cada vez latía más débil y veloz. Aunque la habían alejado de la habitación, Erbrow sintió un dolor particular que no sabía nombrar, pero que se parecía a cuando había caído al agua antes de comprender que debía pensar que era un pececito. O cuando las Erinias le habían cortado la respiración.

Oyó que la partera ordenó traer dos baldes, uno de agua fría y otro de agua caliente y sintió que muchas personas corrían.

—¿Pero qué hace? —preguntó su mamá—. ¡Así lo ahogarán! ¿Por qué lo mete en agua fría y en agua caliente? ¡Así morirá! ¿Está muerto, cierto? ¿Nació muerto? ¿No llora porque está muerto, verdad?

El hermanito más pequeño tenía miedo, ese miedo específico que se siente cuando no se puede respirar. Es un miedo horrible que puede experimentar también un bebé muy pequeño e inclusive cualquier cosa más pequeña que un bebé pequeño, como una estrella de mar sobre la playa o un pichón de gaviota en el mar.

Finalmente, un llanto apenas perceptible llenó las bóvedas de las antiguas salas.

—¿Vio, Señora? Cuando un recién nacido no llora, se pasa del agua caliente al agua fría y a veces vuelve a respirar… ¡Vio Señora! Los Dioses fueron generosos. Usted salvó a mi niño y yo al suyo… El Capitán vencerá y todos estaremos a salvo…

—Pequeño, pequeño mío —dijo la voz de su mamá—. Ratoncito, pollito. Pequeño gatito. Tuve tanto miedo de que tú también te perdieras en el Reino de la Muerte. Quizá hayas estado allí, quizá encontraste a tu padre y él te hizo regresar. Serás tú quien lleve su nombre. Te llamarás como tu padre: Yorsh.

—¿Y el otro, Señora, el mayor?

—Arduin —dijo mamá, después de pensarlo un segundo—. Él se llamará Arduin.

Erbrow se echó a reír sola. Estaba contenta. El trompo le agradaría a Yorsh y el caballito le agradaría a Arduin. Los nombres que les habían escogido también les agradarían a los dos. Ahora les agradaba mamá, el olor de mamá. Sintió la felicidad de Yorsh por la respiración que le ensanchaba los pulmones. Sintió la sensación de la leche de mamá en la lengua de los hermanitos y su recuerdo se despertó, porque también ella la había probado.

Quedaba el problema de los otros dos juguetes: la muñeca y la barquita. A ella le gustaban ambas: era como si sintiera que eran suyas de un modo especial. Sin embargo, si se quedaba con ellas, sería injusto: ella tendría dos juguetes y sus hermanitos solo uno.

Erbrow se acercó a la puerta y echó un vistazo. Vio a mamá y las cabecitas de sus hermanitos contra ella. Estaban todos debajo de una cobija blanca que parecía una nube y no era justo que ella no estuviera allí también. Allí abajo todo debía ser suave y tibio, mientras que el resto del día en el resto del mundo era sofocante y áspero. Sintió una cosa extraña que nunca antes había experimentado: una angustia nueva y desconocida: quería estar allí también, pero era como si en ese momento ella fuera menos importante que los hermanitos. No le agradó y escapó.

Erbrow corrió y se sentó afuera en el suelo de la terraza debajo de las glicinias florecidas, detrás de la balaustrada donde se alternaban las columnas de piedra y de mármol. De improviso, un frío extraño invadió el mundo. Era diferente al odio del hombre del odio que era pequeño y sórdido; era algo más grande y profundo. La niña estrechó el cachorro contra ella y levantó los ojos. A través de las columnas grises recubiertas de hiedra, en el jardín del columpio, vio a los Orcos. Estaban casi desnudos: solo llevaban puestos los pantalones y las máscaras de guerra y el agua del río hacía que sus cuerpos brillaran. Eran más de cuantos ella sabía contar. Por suerte no la habían visto aún. Tal vez todavía podía escapar. Erbrow se levantó y empezó a correr a lo largo de la galería. Pronto se dio cuenta de que había cometido un error, pero ya era tarde: debió haberse movido despacio y con cautela. El horrendo y odiado atuendo que llevaba encima debía resaltar entre los verdes y los violetas de la terraza y de los jardines como un pececito rojo de una fuente que fue a parar al mar, donde los peces precisamente son grises para confundirse con el resplandor azul de las olas. Erbrow se chocó contra Parzia, la mujer que había ayudado a mamá a hacer nacer los hermanitos, y la esperanza de salvarse renació.

—¡Ocos! —gritó Erbrow con todo el aliento que le quedaba—. ¡Ocos! —repitió señalando el jardín que quedaba debajo de la terraza.

Los ojos oscuros de Parzia vagaron por el jardín entre las sombras de las glicinias y el balanceo perezoso del columpio; grandes mariposas y pequeñas nubes de mosquitos brillaban bajo el sol del verano.

—Ocos, por mí —susurró la niña, señalándose el pecho.

—¿Orcos por ti? —preguntó la mujer.

Erbrow asintió aliviada: ¡Parzia había comprendido! Ahora haría algo. La mujer se inclinó, la tomó entre sus brazos y le besó la naricita.

—A todos nos sucede, a cada niño o niña, sentir el aguijón de los celos cuando nace un hermanito. ¡Y a ti te nacieron dos! Hagamos un trato tú y yo: yo no le cuento a tu mamá que trataste de llamar la atención haciéndote la tontuela y tú me prometes que nunca más lo volverás a hacer. E invéntate otra historia: en cada palmo de las escarpas hay defensas, así solo sean ciudadanos normales: ningún Orco podría pasar. Ahora tengo que irme —dijo la mujer, que la volvió a poner en el suelo y se fue atareada hacia las habitaciones internas donde estaban los armarios y las escalas de las cocinas.

—Ocos —intentó de nuevo Erbrow con un hilo de voz. Buscó entre su escaso vocabulario la forma de decirle a Parzia que cuando ella había llegado los Orcos simplemente se habían escondido entre las glicinias y el saúco en flor: sentía el odio de ellos con la misma precisión con la que había visto sus cuerpos—. Ocos —repitió obstinada.

Parzia ni siquiera se dio vuelta.

Erbrow corrió por las grandes habitaciones, una tras otra, hasta que llegó a la recámara grande en donde dormían su mamá y los hermanitos debajo de la cobija que parecía una nube. Aunque era la primera vez que los veía, Erbrow los reconoció: Arduin, fuerte y sereno; Yorsh, que acabando de nacer ya había conocido las sombras de la muerte. Dormían. Todos. Mamá tenía un hermanito a cada lado. Lo primero que sintió al verlos fue el deseo terrible de meterse también dentro de la nube, pero luego sintió una terrible indignación porque no se había dispuesto que ella también estuviera allí. Como si no bastara, por fuera de la nube estaban los Orcos. Erbrow trató de llamar a mamá, pero mamá dormía de un modo tan profundo que no se despertó. Los hermanitos debieron haber agotado todas sus virtudes como guerreros contra las Erinias, porque ahora parecían frágiles y no daban la impresión de poder hacer mucho contra los Orcos. Erbrow pensó también en esconderse debajo de la cortina que la había protegido de todos aquellos que querían alejarla, pero eso tampoco estaba bien: cuando los Orcos fueran a buscarla encontrarían la nube y los hermanitos y la mamá dormidos debajo de esta.

No tuvo necesidad de mirar hacia el jardín para saber que los Orcos ya no estaban entre los matorrales, sino que debían estar en la balaustrada: sentía el odio cada vez más cerca. La niña giró y comenzó a correr con todas sus fuerzas: tenía que escapar de allí lo más deprisa posible para así alejar de la nube, lo máximo que fuera posible, las hachas y los colmillos que cubrían los rostros de ellos.

Erbrow corrió, el corazón le latía tan fuerte que le dolía; llegó a la sala donde, agazapado en una mesa antigua, Jastrin estaba metido entre todos sus pergaminos, los que estaba leyendo y los que debía escribir. El chiquillo levantó la cabeza para mirarla y el terror le deformó la mirada: sin movimientos bruscos, respirando despacio, Jastrin se deslizó por debajo de la mesa. Erbrow comprendió que tenía los Orcos a sus espaldas, pero no se dio vuelta para mirar tanto para no perder ni uno de los pocos y preciosísimos instantes que todavía la separaban de ellos, como para evitar que el horror le paralizara las piernas ya demasiado cortas y le robara el poco aliento que le quedaba. Descendió las escaleras apoyada en el cordón de seda de color carmesí que las bordeaba para asegurarse de no caer, y salió al jardín. Angkeel por fin apareció. Tenía entre las garras una gaviota aún viva que dejó ir y que, así fuera aterrorizada y herida, logró reemprender el vuelo. El águila se posó encima de la cabeza de Erbrow que no se detuvo: detrás de ella un grito laceró el aire cálido de la tarde de verano ya roto por los ruidos de la batalla que llegaban desde la llanura. Al grito lo sucedió el bullicio que hacen los cuerpos semidesnudos, pero dotados de armas, cuando caen uno sobre otro. Erbrow siguió corriendo sin mirar hacia atrás. Al parecer, aquel grito atroz superó inclusive el cansancio de su madre y le interrumpió el sueño.

—¡Largo, dejen a mi hija, largo de aquí, hienas, perros! —gritó terrible la voz de su madre—. ¡Corre, Erbrow, sigue corriendo! —gritó de nuevo—. Yo los detendré. Corre. ¡No te des vuelta!

Erbrow obedeció jadeando. Ahora ya no tenía ninguno detrás. Angkeel los había detenido y le había dado tiempo a su madre de alcanzarlos. Sin embargo, ahora mamá estaba sola con los Orcos.

Sola no. Estaba Angkeel: al juzgar por el sufrimiento en los gritos de los Orcos, también su águila debía ser un buen guerrero. Erbrow siguió corriendo a través del jardín. Quería llorar, pero sabía que mamá no quería.

—¡Aquí estamos nosotros, Señora! —gritaron dos voces—. Ya estamos llegando. Ahora la salvaremos.

Erbrow había llegado a la Gran Puerta que cerraba el jardín. Se detuvo. Si no retomaba el aliento, su corazón se iba a romper como un huevo al caer al piso. Apoyada contra el portón, con el cachorro entre los brazos, que a estas alturas le pesaba como si estuviera hecho de piedra, la niña se dio vuelta. Su madre estaba en la parte alta de las escaleras. Solo llevaba encima la túnica con la que dormía y la espada de papá en la mano. Otra vez había sangre en la espada y Erbrow volvió a preguntarse cómo iban a cocinar allí las tortillas, si es que algún día lograba hacer realidad la hazaña de regresar a su casa en la playa. También en la túnica de mamá había sangre, y Erbrow sintió un miedo diferente, que no solo era miedo a que los Orcos la apresaran. Era el miedo de que su mamá también se marchara en las alas del dragón. Solamente los dos viejitos que vivían en el palacio habían venido a ayudar a mamá, armados de espadas, pero aun así ninguno de los dos parecía ser un gran guerrero. Uno de los Orcos, por detrás de mamá, levantó el hacha sobre ella y el viejito simpático, el pequeño que caramelizaba las cucarachas para ella y los grillos con miel, se interpuso y logró desviar el golpe, pero su espada se partió y no pudo salvarse cuando el Orco se volteó contra él. Erbrow lo vio caer, mientras su túnica, que siempre estaba un poco manchada de aceite o de miel, se llenaba de sangre. El otro viejito, el largo y delgado que siempre discutía con mamá, se puso en medio con su espada y esto le permitió a mamá alejarse del combate y correr hacia ella.

Mamá no la abrazó como ella hubiera esperado; ni siquiera se inclinó sobre ella. Abrió el pesado pasador y con un esfuerzo tan grande que le arrancó un gemido entreabrió el gigantesco portón.

—¡Fuera de aquí, niña, pronto! —dijo jadeando.

Erbrow salió de la penumbra del jardín a la luz ardiente de la calle.

Su mamá cerró estruendosamente el portón detrás de ella y lo trancó. Erbrow imaginó la mano de mamá, aquella que no apretaba la espada ensangrentada, mientras cerraba el enorme pestillo del monumental portón que ahora las separaba.

—¡Corre! —le gritó mamá del otro lado del portón—. ¡Escapa, vete de aquí!

Erbrow se puso a llorar, pero obedeció. Trató de pedir socorro, pero en la calle solo estaban ella y su sombra pequeña, combada bajo sus pies, bajo el sol del mediodía. Se echó a correr hacia abajo, porque hacia alguna parte tenía que ir y hacia abajo era menos fatigoso que en la otra dirección.

Corrió hasta la curva donde la calle se abría sobre las escarpas, y allí levantó la mirada. El puente levadizo se había bajado y dos caballeros, uno detrás de otro, estaban entrando al galope en la ciudad: reconoció a Aurora sobre un caballo color humo y al hombre que le había regalado el cachorro, detrás de ella, sobre el caballo que había sido de su papá. Más atrás estaban llegando otros caballeros y ese que parecía un perro. Los caballeros entraron y ella oyó el ruido de los cascos de los caballos sobre los adoquines. El ruido se hizo cada vez más fuerte, de tal modo que aun cuando los balcones, las terrazas y los palomares los ocultaban de su vista, ella podía estar segura de que estaban acudiendo. Los dos últimos Orcos que huyeron del jardín escalaron los muros agarrados de las ramas de las glicinias y se desplomaron sobre la calle con un salto ligero y fuerte como el de un gato. Las máscaras de guerra estaban hechas con plumas que se alternaban con colmillos, como los animales de los sueños cuando los sueños son malos.

Erbrow corrió hacia abajo, pero los Orcos la alcanzaron. De nuevo a sus espaldas resonó el grito ronco de Angkeel y de nuevo ella tuvo tiempo de escapar. Los cascos de los caballos ahora estaban cerca, pero todavía no se veían. Erbrow volteó a mirar. Uno de los dos Orcos intentaba cazar a Angkeel, pero el otro estaba libre y se le abalanzó encima. Erbrow cayó, se rasguñó las rodillas y apretó contra ella el cachorro que gañó. Se acordó de lo que le había dicho el hombre que se lo regaló, el que llamaban Capitán: si un Orco trataba de atraparla, el perrito lo mordería. Erbrow logró ponerse de rodillas y le mostró al Orco el cachorro que gruñó con valor.

Debajo de la máscara de guerra el Orco se rio.

Por fin Aurora y el Capitán aparecieron sobre sus caballos, por fuera de la penumbra de los pasajes subterráneos entre las casas, pero todavía estaban demasiado lejos.

El Orco golpeó al cachorro con la mano libre que no apretaba el hacha y lo estrelló contra el muro donde aterrizó con un gañido desesperado. Erbrow se cayó de nuevo. Sintió un rugido sombrío en la oscuridad: había una reja cerca que cerraba una especie de madriguera.

—¡Rocío! —gritó el Capitán—. ¡Libera la loba! ¡Libérala ahora! ¡Ahora, Rocío!

De repente apareció una señora pequeña, casi tan pequeña como un niño. Tenía un hacha en una mano y de un solo golpe abrió el pesado cerrojo de la jaula. Como un rayo de pelo oscuro, la mamá del cachorro salió a saldar cuentas con el que le había hecho daño a su criatura, pero el Orco era fuerte y estaba armado hasta los dientes. Aurora llegó a la altura de Erbrow: detuvo tan bruscamente el caballo del color de la niebla y del humo que este se encabritó. Aurora saltó a tierra y tomó entre sus brazos a la niña, volvió a subir a su caballo y se dirigió hacia el palacio real. Erbrow se dio vuelta para ver qué sucedía y oyó la voz de la pequeña señora, que era mucho más baja y fuerte de lo que había esperado y que superaba los rugidos, los gritos y el chillido áspero del águila.

—Te dije, Capitán, que era un animal salvaje y que no estaba domada.

—Te dije que lo recordaría —respondió el otro, tomando con la mano que no sangraba el hacha de la vieja señora para acudir también a ayudar al cachorro y al aguilucho.

Finalmente, de la penumbra de los subterráneos, salió sin aliento el padre del perrito y también él, con la lengua afuera, se enfureció contra el que le había hecho daño a su pequeño.

* * *

Aurora volvió a entrar por la puerta grande del palacio. Pasó a caballo por las habitaciones. Jastrin seguía debajo de la mesa con la cabeza entre las manos. El caballo salió a la terraza y allí se encabritó de nuevo. Aurora sacó la espada que era recta y simple, sin hiedras en el mango y sin ranuras; en ella hubiera sido imposible hacer tortillas. Aurora levantó la espada, pero ya no había nadie a quién combatir: mamá se había encargado de todo. Mamá la hizo hacer una cosa terrible y también dijo una cosa terrible, pero luego, por fin, la tomó entre sus brazos y la llevó a conocer a los hermanitos, y la tuvo entre sus brazos el resto del tiempo hasta que los hermanitos se despertaron, y esto fue en realidad bello. Mamá, además, cantó para ella.