Capítulo 13

El Capitán avanzaba a la cabeza de sus hombres y por primera vez en su vida experimentaba la curiosa sensación de cabalgar sin tener que usar la mayor parte de la propia voluntad para contrarrestar la obstinación de Garrapata y su inquebrantable apego por la inmovilidad.

Rankstrail montaba a Enstriil y si por un lado esto le estaba facilitando inmensamente la vida, por otro lo obligaba a convivir con una incomodidad sutil. Ese caballo no era suyo sino del último de los guerreros élficos a quien él había dejado morir solo, después de haberle prometido su espada. Aunque él se hubiera permitido olvidarlo, el caballo se lo habría recordado. Así el conocimiento que tenía sobre caballos se limitara a Garrapata, era suficiente para permitirle saber que la cabalgadura debe aceptar de algún modo a su caballero, más o menos como un perro debe aceptar a su amo. Hasta la resentida oposición de Garrapata era más cordial que la opaca indiferencia de Enstriil. El caballo acataba sus órdenes, pero no lo quería y soportaba su peso con fatiga y aburrimiento.

Lo consoló pensar que con ese caballo aumentaban las posibilidades de darle de comer a la ciudad en la que respiraban los hijos del Príncipe de los Elfos.

Se preguntó si el nuevo heredero ya habría nacido y el pensamiento lo reconfortó y le pareció un buen augurio. A pesar de que su idiotez había condenado a muerte al último de los Elfos, quizá el Mundo de los Hombres de todos modos se salvaría.

Rankstrail vio las perdices y los faisanes levantar el vuelo y sonrió. Los Orcos no se destacaban ni con el arco ni con las ballestas: los tenían y los usaban, pero sus armas preferidas eran las alabardas, los mazos y las mortíferas espadas con la hoja que se prolongaba desde el mango.

Era una buena señal ver cuántos animales de caza habían sobrevivido a las alabardas de los Orcos y a sus ballestas durante todos estos días de asedio, sobre todo en ese punto, entre los cañaverales y el bosque de encinas, donde ahora una o, con mayor probabilidad, dos baterías de Orcos se arrastraban a gatas para atacarlo por sorpresa.

La trampa estaba lista, o más bien, las dos trampas: la que los Orcos pensaban haber preparado para él y aquella donde, por el contrario, estaban a punto de caer ellos.

Lisentrail, los Enanos y todos los apeados, inclusive los carniceros, los herreros y los barberos de la ciudad, esperaban escondidos en el claro donde quedaban resguardados tras las rocas, mientras que los Orcos quedarían al descubierto.

El Capitán miró el humo elevarse por la parte occidental del campamento de los Orcos. Las nuevas catapultas habían sido incendiadas al igual que el puente: Anrico y sus guerreros oficiales lo habían conseguido. Los gritos de triunfo de los Hombres se elevaron junto al humo. La palabra «Daligar» escandida en una especie de canto resonó durante un largo rato: era el primer sonido en más de una luna que se atrevía a oponerse a los obsesivos tambores de los Orcos. La ciudad era de nuevo inexpugnable. Ahora bastaba llegar a la impedimenta para que también el asedio del hambre, el más mortífero, tuviera tregua.

A la gente como él, salida de la nada, no le correspondía cambiar la Historia. Pero llegar a la impedimenta sí la cambiaría: inundaría la ciudad con agua, patatas y cerdo salado y la Reina Bruja tendría todo el tiempo que necesitara.

La Reina Bruja lograría romper el asedio y empujarlo más allá de los arrozales. El punto fundamental era lograr ocupar las rocosas Colinas de la Luna Nueva por donde pasaba el atajo que unía a la Ciudad Puerco Espín con la Ciudad Garzón y que dominaba la llanura de Varil con una pendiente tan empinada que la hacía impenetrable.

La Reina Bruja lo haría de un modo que no lograba imaginar: prueba definitiva, si jamás necesitara una, de que él no era el hombre destinado para ejecutar esa hazaña.

Su mente regresó a la impedimenta.

Lo que tenía que hacer ahora era atraer hacia él a los Orcos que creían haberle tendido una trampa. Lisentrail lo cubriría desde arriba y le daría tiempo para alcanzarlo en el claro rocoso y en el bosque, y luego él y Lisentrail intercambiarían favores. Rankstrail y sus hombres cubrirían a Lisentrail y este llegaría a la impedimenta, es decir, a las carretas con el agua, los pollos, los terneros y los bueyes, y después, con la escolta adicional de Anrico que de un momento a otro asomaría del río, llevarían todo a la ciudad.

Tal como estaba previsto, una lluvia de dardos se levantó de repente desde el bosque y, tal como estaba previsto, ellos no tuvieron pérdidas porque los escudos bastaron para protegerlos. Tal como estaba previsto, los Orcos salieron al descubierto y, tal como Rankstrail no lo había previsto, se le echaron todos encima.

Salían de todas partes, ordenados, disciplinados, dispuestos a hacerse matar con tal de alcanzar con la espada el cuello del Capitán. Él, y solamente él, era el objetivo del ataque. Por cada uno que abatía aparecían otros dos: los Orcos estaban dispuestos a morir y a renunciar a la impedimenta con tal de destruirlo.

Los Orcos, a costa de numerosas pérdidas que ahora yacían en tierra en medio de su propia sangre y con la respiración quebrada detrás de las máscaras de guerra, lograron aislar a Rankstrail de sus hombres: junto al Capitán solo estaba el lobo. Era fácil: si lo eliminaban a él, los hombres que comandaba se desbandarían.

Su espada, sustraída a un Orco a las puertas de Varil, se hizo añicos contra un hacha que le hirió la mano derecha.

Era una espada de buen peso, pero la aleación era de mala calidad. La penúltima espada del Capitán se había despedazado a pesar de tener una buena aleación porque era demasiado liviana para él. La anterior era demasiado liviana, de una aleación pésima y además ligeramente oxidada. El Capitán probablemente pensó que el eterno problema de no tener una espada decente terminaría en esta sofocante jornada de batalla, porque le parecía inverosímil lograr sobrevivir.

Una cantidad de pensamientos ocuparon la mente de Rankstrail durante aquel convulso y desesperado combate: había subestimado al enemigo. Estaba circundado de Orcos por todas partes y para rechazarlos contaba solo con una espada despedazada que sostenía con una mano herida y con los dientes de su lobo, que tampoco sobreviviría mucho tiempo. La rama gruesa con la que paraba los golpes de hacha se estaba acortando de manera peligrosa y veloz: si hubiera visto una escena de esta índole representada por un saltimbanqui en una feria, la hubiera encontrado hilarante…

El cuerno de Anrico sonó tres veces con intervalos breves.

Lo habían logrado.

Él y Lisentrail habían alcanzado el agua y la comida y la estaban escoltando hacia la ciudad.

Las ballestas gigantes habían sido robadas y puestas sobre las carretas del agua para llevarlas adentro. Sin las cuerdas gruesas e insustituibles hechas con tendones de buey trenzados, los Orcos ya no podrían fabricar otras. Y, para compensar, ahora les correspondería a ellos el turno de caminar a gatas protegidos por un escudo.

Daligar estaba a salvo.

Él estaba a punto de morir.

Siempre había dado por sentado que no viviría mucho tiempo y se preguntó si sus hombres grabarían su nombre en alguna parte, en la corteza de un árbol o sobre una piedra.

Una nube de flechas abatió a los Orcos que lo rodeaban.

De repente, Rankstrail se encontró en medio de los soldados arqueros, guiados por Aurora. Los Orcos tuvieron que replegarse: desaparecieron en el bosque, si bien desde allí lograron disparar algunas flechas, además de amenazas e insultos. Rankstrail había aprendido a entender algunas palabras de esa lengua sombría. Oyó gritos repugnantes de burla, de odio y no solo de odio, y comprendió que en ese momento el blanco preferido ya no sería él, sino Aurora.

Se dio cuenta con horror de que una flecha estaba a punto de golpearla y de nuevo se percató de ello casi antes de que la flecha fuera lanzada. Agarró a Aurora del brazo, la empujó al suelo y cayó con ella. La flecha voló por encima de ellos y se clavó en un tronco de arce a pocos palmos del punto donde un instante antes estaba la cabeza de ella. Se sumaron otras flechas, pero el Capitán logró ubicarse con su coraza entre estas y el blanco. Los soldados atacaron y los Orcos se dispersaron.

Rankstrail sintió el olor de Aurora y vio su cabello bajo una de sus manos; algo horrible hizo añicos la emoción y lo invadió todo como la sombra de los Infiernos. Dentro del alma del Capitán habitaba no solo el miedo de poder hacerle daño, sino algo mucho más terrible, más profundo: no quería ver sus manos sobre ella.

Rankstrail se alejó con brusquedad del lado de Aurora, como si se hubiera quemado. Dio un paso atrás. Ni siquiera la ayudó a ponerse de pie y, cuando ella le pidió ayuda porque tenía una pierna atrapada en una zarza y no lograba liberarla por sí misma, él puso muchísimo cuidado para tomarla del brazo, bastante arriba del codo donde la cota con placas de metal y cuero cubría la casaca de terciopelo negro y plateado sin cuello.

Apenas se puso de pie, Rankstrail le gritó que entrara de inmediato a la ciudad y que no se atreviera a salir de allí, y le preguntó cómo se le había ocurrido la idea imbécil de aterrizar en medio del campo de batalla.

Aurora le pidió con una amabilidad impasible si podía levantar ligeramente la voz al hablar porque el ruido de la batalla la estaba ensordeciendo.

El sarcasmo fue como una ducha fría. Rankstrail se calmó de inmediato.

—En el ejército existe la curiosa costumbre de acatar las órdenes, Señora —le informó gélido.

—¿De veras? —dijo Aurora con tono cortés e interesado—. ¿En realidad? ¿Las órdenes de quién? ¿De todo el que pase con una armadura encima? Si hay que limitarse a seguir las instrucciones de los propios superiores, le recuerdo que usted no es ni mi comandante ni mi Rey. Mientras viva tengo la intención de seguir las órdenes solo de quien yo elija como comandante o soberano, en este caso, la Reina de Daligar, que me ordenó estar aquí, en este momento. No excluyo que quizá podría tomar en consideración las órdenes de un marido, si es que algún día tengo uno. Si le sirve de consuelo, también he desobedecido las órdenes de mi padre que, si la memoria no me engaña, también logró darle unas cuantas órdenes a usted.

Rankstrail se tambaleó: el hecho de que esa afirmación fuera cierta era una mortificación mucho más humillante que cualquier insulto en el mundo.

—Señora —dijo Rankstrail cada vez más calmado y gélido—, acabo de salvarle la vida.

—Yo salvé la suya —respondió Aurora igualmente cortés.

—Exacto, Señora, una vida útil, la mía, cierto; pero sin duda no fundamental. Para venir a llevar a cabo la indudable gentileza de salvarme dejó desguarnecida la ciudad donde están la Reina y sus hijos. Los Orcos, le aseguro porque los combato desde hace años, no son estúpidos y tienen una capacidad estratégica formidable. Son nadadores capaces de remontar el río moviéndose por debajo de la superficie sin ser vistos.

Esta vez fue el turno a Aurora de palidecer y tambalearse, casi como si la hubieran golpeado.

Rankstrail les ordenó a los soldados de Aurora y a algunos de sus hombres que habían acudido entrar de inmediato a la ciudad.