Rosalba regresó a sus aposentos para darle un último abrazo a su hija. La idea de montar a caballo le parecía insoportable.
El Capitán la seguía mientras le explicaba su idea de salir en dos troncos: su lugarteniente y los recién llegados cabalgarían hacia el este, como si quisieran llegar al atajo que conducía a Varil… La voz se hizo cada vez más confusa.
Robi sintió una punzada en el vientre. Por un segundo el dolor la dejó sin aliento; luego pasó y pudo respirar otra vez. Estaba pálida. Rankstrail la miró preocupado.
—El bebé —murmuró—. ¿Es hora de que nazca el bebé?
—No, aún no: es demasiado pronto. ¡Si nace ahora, será demasiado pequeño!
—Señora —dijo Rankstrail con calma—, vaya a su habitación. Combatiré esta guerra por usted. Venceré esta guerra por usted. Le había jurado a su esposo combatir y morir por él: lo haré por usted y por sus hijos. Le debo a su esposo la liberación de mi ciudad, de mi gente y… sí… de mí mismo. Si tengo que arrancarles la cabeza a todos los Orcos desde aquí hasta las Montañas Oscuras para que su hijo pueda nacer, juro que lo haré. Ahora váyase.
—No —respondió Rosalba—, debo guiar el ataque. Yo, y solo yo, estoy en la mira de la profecía…
—¿La profecía? ¿Cuál profecía? Ah, sí, entiendo, hace ocho años me contaron algo al respecto: Arduin soñó con usted y su esposo, o algo así. Por consiguiente, si él soñó con usted, es porque tiene un destino que cumplir. Pero yo no voy a guiar la guerra contra los Orcos, Señora. Solamente voy a apoderarme de la impedimenta. Aunque yo no haya sido previsto por ninguna profecía, aunque por mis venas no corra la sangre de ningún héroe pasado y aunque tenga una armada que ningún cuentero se rebajaría a describir, puedo llegar hasta la impedimenta. Señora, aun sin usted, lograremos llegar, aunque solo sea a esta. Yo combato con lo que tengo.
Rosalba se quedó sin aliento y no fue solo por una nueva punzada en el vientre.
—¿Por qué dijo eso? ¿«Combato con lo que tengo»?
El Capitán se encogió de hombros.
—No lo sé, suena bien.
—¿Y combate solo para vencer?
—Señora —respondió el Capitán perplejo—, creo que solo un absoluto cretino combatiría para perder —luego esbozó una sonrisa—. No se preocupe, Señora, quédese en paz. Iré a apoderarme de la impedimenta por usted.
Rankstrail se dio vuelta y se alejó. Robi lo siguió con la mirada hasta que el otro comenzó a subir las empinadas escalas que lo conducirían sobre los bastiones, pero otra punzada le cortó la respiración.
—¡Capitán! —gritó apenas pudo hacerlo. Rankstrail se volteó—. Mi caballo… Conduzca la carga en mi caballo. Lleve a Enstriil.
El Capitán asintió. La miró un segundo más antes de darse vuelta y desaparecer.
Robi se apoyó para no tambalearse.
* * *
Cuando Erbrow había nacido, Yorsh estaba junto a ella, le sostenía la espalda y la abrazaba. Los dolores habían sido leves, como las ondas de un mar en calma sobre una playa limpia. Iban y venían y le daban tiempo de respirar y de oír la voz de Yorsh que la arrullaba, y después el llanto de su hija se había sumado a los sonidos de la noche de verano y al sonido grande y fuerte del mar. Había algo en la voz de Yorsh, o quizá en sus manos, que disolvía el dolor, lo atenuaba, lo aligeraba.
Ahora nada detenía las punzadas que, por el contrario, aumentaban con el miedo y la nostalgia.
Estaba sola.
Yorsh había sido asesinado.
Su hijo estaba por nacer antes del tiempo fijado, en una ciudad asediada por los Orcos, abandonada por el Mundo de los Hombres, defendida por un puñado de andrajosos comandados por un renegado y por la hija del hombre que ella más odiaba en el mundo.
Algo le rozó la mano que todavía empuñaba la corta espada de Arduin. Era Erbrow, su niña, que tenía los ojos del padre y el nombre del último de los dragones.
La niña había tomado sus dedos húmedos entre sus manitos frescas. Era probable que ese gesto la hubiera tranquilizado porque las punzadas le parecieron menos duras.
Recuperó el ánimo: la respiración volvió a ser fuerte y regular.
Se agachó para abrazar a la niña. Luego, con valor, la alejó. La mandó a jugar en el patio y se arrinconó en su propio lecho para esperar a que el tiempo pasara y su hijo naciera. La sed era insoportable, pero la jarra estaba vacía y no se sentía capaz de bajar hasta la fuente del patio. Los pasos en las escalas llamaron su atención. Logró levantarse. Vio a Parzia, una de las madres cuyo hijo había salvado.
—Señora mía —le dijo escandalizada—, ¿por qué no me llamó? Bastaba con que se lo hubiera dicho al Jefe de la Casa de los Reyes… No puede hacer esto sola… Aquí estoy… Sabe, este es mi trabajo… soy partera… por suerte el Capitán me mandó llamar… sabe, ese que parece un oso…
Rosalba se tranquilizó. Como siempre, pedir ayuda, la cosa más normal del mundo, no se le había ocurrido. Debería recordar que la actitud cada vez más arraigada de contar solo con sí misma podía derivar en una desgracia.
La partera le hizo beber una infusión de pétalos de manzanilla y miel que le devolvió la fuerza de inmediato, o quizá fue el simple hecho de ya no estar sola. Manzanilla y miel: debía recordarlo cuando Erbrow tuviera su primer hijo. Por un rato se entretuvo con este pensamiento tranquilizador. Erbrow crecería, tendría un hijo y contaría con los consejos y la cercanía de una madre. Ella y Erbrow no perecerían en el asedio de Daligar. Daligar tampoco perecería.
Lo lograrían. Entre ella y los Orcos estaba el Capitán.
Unos ruidos quedos llegaron desde el patio: alguien estaba jugando con su hija. Una mujer le estaba repitiendo una cantilena y la niña reía.
—¿Este es el segundo, verdad? —retomó Parzia—. Hermosa niña la suya, en realidad hermosa… ¿este está naciendo antes de tiempo? Cabalgar contra los Orcos no fue precisamente lo más indicado… Le debemos gratitud eterna por haberlo hecho, Señora mía. Verá, los Dioses ahora la recompensarán con un hijo espléndido. Ahora deberá orar un poquito, Señora mía, para propiciar la buena voluntad de los Dioses…
Rosalba nunca había tenido la impresión de que el interés de los Dioses por los asuntos humanos en general, o por los suyos en particular, fuera tal como para justificar un pedido específico, pero se ahorró cualquier comentario al respecto.
—… Los hombres escaparon y solo quedaron las mujeres para combatir…
Era claro que Parzia consideraba la conversación ininterrumpida, o mejor el monólogo ininterrumpido, como parte integrante de su trabajo.
—Ahora, sin embargo, hay hombres… Él, el Capitán que parece un oso… él lo logrará, ¿verdad? Aun sin usted… Pero ahora no debe angustiarse… La cuñada de mi hermana también tuvo un hijo antes de tiempo y si viera qué muchacho tan grande… si nace antes, tanto mejor, verá… ahora que lo pienso también la prima de mi vecina y la hermana de mi cuñado… Usted no se angustie, que todo saldrá bien… ¡Señora mía! ¿Todo saldrá bien allá afuera también, no es verdad? —preguntó de repente, mientras la voz se le volvía más tenue y más incierta—. ¿El Capitán lo logrará sin usted, verdad? Ese que parece un oso… Dicen que nunca pierde, es el que liberó Varil, ¿cierto?
Entre las punzadas y la manzanilla con miel, Rosalba se había olvidado por completo de la batalla. Si Rankstrail no lograba vencer, era mejor que su hijo tampoco naciera, porque no valía la pena.
—¿Pero qué hace? No se puede levantar… debe quedarse acostada… es así como los niños nacen… Señora mía… ¿qué hace? ¡No puede!
Ahora que tenía fuerzas para hacerlo, Rosalba se puso de pie. Levantarse le hacía bien. Cuando Erbrow nació, Yorsh le había asegurado que como la naturaleza y el universo siempre siguen un curso sensato, la posición que fuera más cómoda para ella con seguridad era la que facilitaba las cosas. Además, estar acostada sobre la espalda le resultaba insoportable: le quitaba fuerzas y le cortaba la respiración. Estaba bañada en sudor. Seguida por las protestas de la partera, salió de la habitación al aire caliente de afuera, apenas movido por una brisa leve, y se acercó a las escarpas.
Abajo, sobre la llanura de Daligar, la batalla se estaba enardeciendo.
El Capitán Rankstrail había roto las líneas enemigas de nuevo. Desde arriba Robi lo vio con la exigua caballería y la infantería ya reforzada, armada con espadas antiguas que brillaban y que tenían incrustaciones de oro. El lobo corría entre los Orcos y hacía encabritar a sus caballos.
Los refuerzos involuntarios enviados por el Juez Administrador eran el núcleo central del ataque y no se descartaba que fueran suficientes. El Capitán tenía razón. Podía lograrlo. Entre los cañaverales que escondían el Dogon a lo largo de uno o dos de sus meandros, se levantaban llamas. El Capitán había logrado localizar el puente y destruirlo: la ribera norte estaba otra vez solo en manos de los Hombres.
—El comandante más grande de Daligar, desde los tiempos de Arduin —le susurró a Parzia—. Sin lugar a dudas. Combate con lo que tiene y solo para vencer. Lo logrará.
No lo decía solo para consolarse ella misma o para animar a la otra. Comenzaba a creerlo.
El Capitán lo logaría.
Rankstrail avanzaba hacia abajo a lo largo del Dogon en dirección a la impedimenta enemiga que estaba casi indefensa. El Capitán y sus hombres cabalgaban por una larga explanada entre el Dogon y una colina baja y pedregosa cubierta por espesos matorrales de mirtos y pinos enanos, desde los cuales, como en formación, levantaban el vuelo faisanes y perdices.
—¡Allí, los pájaros! —gritó la Reina—. ¡Las perdices! ¡Un faisán! ¡Rankstrail no puede verlos!
—¡Señora mía! —intentó tranquilizarla la partera—. No es el momento de pensar en la cacería.
El grito había llamado la atención de Aurora.
Llegó corriendo en un traje de arquero de terciopelo negro y plateado, sin casaca, de tal modo que su cuello blanco quedaba al descubierto en el calor estival. Tenía el cabello recogido de manera impecable por una red de perlas diminutas, y hasta en ese momento Robi se pasó una mano por la cara y por la cabeza empapadas de sudor y la detestó con toda el alma.
—¿Qué hace aquí? —preguntó con el poco aliento que le quedaba.
—Las protejo a usted y a la ciudad, como me lo dijo el Capitán Rankstrail. ¿No son órdenes suyas?
—No son órdenes mías —dijo Robi—, aunque reconozco que son órdenes sabias. De hecho sería una idea óptima dejar a alguien para defender la ciudad, pero no nos lo podemos permitir en este momento. El Capitán necesita todas las fuerzas que tenemos. Mire: los pájaros se levantan de los matorrales. Una batería de Orcos está avanzando a gatas por entre los arbustos para atrapar a Rankstrail desde arriba.
Aurora se puso pálida.
—Voy enseguida. Trataré de alcanzarlo.
—¡Sí, corra! Si no lo atacan por sorpresa, Rankstrail es capaz de enfrentarlos. Deje que los civiles defiendan las escarpas: pueden hacerlo. Usted salga por la puerta meridional con todos los alabarderos de la ciudad y pasen por los cañaverales. De allí lleguen al bosque de encinas y desde el bosque, a lo largo de la escarpada, ataquen: estarán encima de los Orcos y los árboles los protegerán.
Tuvo que interrumpirse porque una nueva punzada le impidió respirar.
Robi dejó que la partera la llevara otra vez a la habitación solo después de que Aurora salió. Erbrow estaba sentada en un rincón con el lobezno en su regazo, callada y serena a pesar de la conmoción. Una sonrisa de una alegría tímida la iluminó cuando la madre pasó cerca de ella y la rozó con una caricia: por un segundo su sonrisa se abrió y la niña hizo un gesto extraño con la manita, la cerró en un puño y dejó estirados el dedo índice y el medio.
Robi se tranquilizó.
Todo saldría bien.