Capítulo 11

Rosalba se levantó. La primera luz del alba iluminaba el cielo. Ahora, desde temprano en la mañana los tobillos se le hinchaban y la espalda le dolía. Se acordó de que tenía que guiar a un ejército y volvió a sentarse con dificultad sobre el gran lecho al lado de Erbrow que dormía serena. Robi se cogió la cabeza con las manos. No lograría nunca guiar el ataque. Por otro lado no seguirían a un Mercenario: la seguirían a ella.

Tenía que ir.

La voz feliz de Jastrin la llamó.

—¡Están llegando refuerzos! —gritó—. ¡Entraron por la puerta septentrional! ¡Están en el patio de la Ciudadela!

Robi cerró los ojos por un segundo. Quizá el destino existía y estaba de parte de ellos. Detrás de los párpados cerrados solo vio sombras indiferenciadas. Quizá ningún destino había sido escrito aún y a ellos les correspondía jugarse la partida. Volvió a abrir los ojos y sonrió. Se la jugaría. Se levantó y se preparó, se pasó las correas por los hombros, la espada corta de Arduin y la larga de Yorsh. Se puso la corona con la hiedra en la cabeza y la capa azul y dorada sobre los hombros y se la abrochó al cuello. Después salió al nuevo día y siguió a Jastin hacia el patio interno.

Desde lo alto de las escarpas miró feliz a los recién llegados. Se trataba de un centenar de guerreros, la mayoría a caballo. Habían llegado frente al portón septentrional hasta ahora libre, y habían pasado casi sin dificultad. Robi se preguntó cómo era que no se había elevado ni una flecha ni un grito por parte de los Orcos acampados.

Los recién llegados llevaban las corazas livianas de cuero y hierro de los soldados en marcha. Iban sin yelmos, pues estos eran insoportables bajo el sol. Eran, después de la caballería ligera llegada de Varil, la primera ayuda que llegaba del Mundo de los Hombres y habían sido acogidos con gritos gozosos que resonaban en la ciudad por primera vez en muchos días.

El entusiasmo había sido tal que nadie se tomó la molestia, antes de bajar el puente levadizo, levantar la reja y dejarlos entrar, de pedir información exacta sobre la identidad y la misión de los recién llegados que ya en ese momento ocupaban el patio central de la Ciudadela.

Ante la perplejidad general, el que parecía el jefe de la comitiva tomó la palabra y, saltándose todas las normas de cortesía de rigor, explicó:

—… Amado pueblo de Daligar, no vinimos a traer ayuda sino simplemente a apresarla a ella, la bruja, la mujer que estaba con el Elfo, para entregársela a los Orcos y sellar de este modo una nueva paz. Yo, Sir Argniolo, fui enviado aquí por el Juez para tranquilizarlos y protegerlos…

—¡Por eso los Orcos no los atacaron! —dijo Trakrail que era de mente rápida y aguda—. Son aliados. El Juez Administrador debe haber hecho un pacto con ellos.

—¿Pero no había escapado deprisa ante la llegada de los Orcos? —le preguntó alguien.

—Es verdad, él no ha combatido, pero nosotros combatimos. La Reina Bruja combate. Gracias a la Reina Bruja y a nosotros, el Juez está en condiciones de hacer pactos otra vez, tiene de nuevo algo para intercambiar: ella. A cambio de la ciudad. O de media ciudad, vaya uno a saber.

—¿Qué quiere decir media ciudad? ¿Qué la dividió en dos?

—Que el Juez manda, pero no solo, como antes. Con los Orcos por encima de él.

La voz estentórea del hombre del Juez prosiguió:

—¡Pueblo de Daligar, fieles súbditos ahora arrastrados por la senda del odio! Ahora hay un armisticio con aquel que ustedes todavía llaman de manera obtusa el enemigo, y es ella, la bruja, el fulcro del armisticio, el pivote del acuerdo, la bisagra de la futura armonía. Y ella, la causa de todas las desgracias, que sigue sembrando cizaña… Tenemos una garantía absoluta de que, a cambio de ella, la bruja, la mujer del odiado Elfo que guio a la armada contra Varil, las incursiones terminarán.

La voz poderosa de Nirdly se levantó desde las escarpas:

—¿Contra Varil? ¿Cómo, en contra? Nosotros salvamos a Varil. Eran los Orcos los que la estaban incendiando.

—La guerra terminó —retomó Argniolo sin responder a la interrupción—. La sabiduría del Juez Administrador venció de nuevo.

—A Varil la estaban quemando —repitió Nirdly.

Esta vez el jefe de la delegación, en su pesado atuendo de brocado carmín y dorado, perdió su altiva calma.

—¡No hablo con homúnculos! ¿Cómo osas dirigirme la palabra? ¿En esto se ha convertido Daligar, en una pocilga donde el último de los homúnculos le habla a un caballero? ¿Es esta la escoria que ha sido llamada para comandar su casa?

Rosalba no necesitó tiempo para reconocer al jefe de la delegación: Argniolo, el brazo derecho del Juez. El hombre que la había raptado, el hombre que había matado a Yorsh, el que había disparado la flecha fatal que le había traspasado el corazón y le había puesto fin a su respiración.

Sus súbditos, en su abismal imbecilidad, no habían entendido que, antes de abrir un portal y dejar entrar soldados armados, podía ser útil informarse sobre la identidad y la intención de estos y pedirles instrucciones a los propios comandantes.

Del otro lado, ella había ordenado no dejar entrar a los Orcos, y estos no eran Orcos. Los imbéciles habían acatado sus órdenes.

La negligencia se había sumado a la igualmente enorme cobardía: en todo caso, los recién llegados eran Hombres armados y les quitarían de encima a los frágiles hombros de los habitantes tanto el peso de la tarea de combatir como el aun más terrible de pensar. La Reina Bruja deseó que en los infiernos estuviera previsto un círculo para los cretinos y que no estuviera demasiado distante del previsto para los ruines, de tal modo que sus súbditos pudieran corretear del uno al otro sin demasiada incomodidad.

Argniolo se interrumpió. Se había dado cuenta de la presencia del atónito Rankstrail. El Capitán había llegado a recibirlos pensando que eran refuerzos, y ahora los dos estaban a pocos pasos de distancia.

Argniolo lo miró incrédulo y furibundo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó cambiando bruscamente el tono ampuloso.

—De vacaciones. Algunas excursiones campestres. Algo de cacería —respondió apacible el Capitán encogiendo los hombros en un gesto vago.

—Aquí deberían estar solo los civiles y la bruja.

—Y en cambio, también estoy yo. Sabe, el lugar es bello: las montañas están cerca, hay pocos zancudos… Mis hombres también me acompañaron, precisamente para no perder la costumbre de estar todos juntos.

Argniolo tragó. Se demoró algunos segundos en responder: tenía que improvisar con respecto a una situación que era menos fácil de lo previsto.

—Rankstrail —dijo con dulzura, bajando la voz para que solo él pudiera oírlo—, no sé cuántos… digamos hombres… tienes contigo, pero no es posible que sean más de cincuenta, la totalidad de tu, ¿cómo queremos llamarla?, ¿armada? Con tus… digamos, guerreros.

—Ajá —aprobó Rankstrail en voz alta—, digamos guerreros de una vez por todas, que no suena mal.

—Quería decir —prosiguió Argniolo furioso— que mis hombres son más del doble que los tuyos. El mío es un ejército, no una delegación, precisamente para desanimar cualquier decisión precipitada.

—Los míos, sin embargo, saben combatir.

—Tienes un ejército de Orcos acampado frente a la puerta septentrional. No puedes darte el lujo de debilitarte combatiéndonos a nosotros aquí en el interior de la Ciudadela. No tienes más opción que cedernos a la bruja sin protestar. Además, y para esto tienes mi palabra —dijo Argniolo con solemnidad—, obtendrás el perdón y podrás retomar tu lugar entre los hombres civiles. Los Orcos solo están esperando a la bruja para irse de aquí. Tú eres el jefe de Daligar: decides por el bien de la ciudad.

Rankstrail tuvo que hacerlo repetir todo desde el principio para estar seguro de que había entendido bien.

—¿De veras? —preguntó por fin interesado—. ¿Obtendré el perdón por haber guiado a mis hombres a liberar mi ciudad agonizante y a salvar a mis hermanos que estaban a punto de ser quemados vivos? Estoy seguro, completamente seguro, de no merecer tanto. Creo que sobre pocas cosas en el mundo tengo una certeza más firme. Entre otras, si el último Rey de los Elfos condujo el ataque, yo fui el que entró a la ciudad para liberarla: ¿el próximo trueque que hará con los Orcos será conmigo? ¿Qué hará con los guerreros: los venderá uno tras otro a cambio de una paz que no puede ser más que una burla?

—Las incursiones de los Orcos son una respuesta a la guerra de ustedes —gritó Argniolo con enojo.

—Los Orcos están sobre nuestra tierra como lobos. Daligar ha roto un poco el asedio a costa de sangre y lágrimas y todavía tiene el ejército de los Orcos acampado sobre la puerta septentrional. Cuando nosotros llegamos, Varil ardía. El último de los Elfos la salvó. ¿Fue usted el que lo mató? Yo le había jurado fidelidad absoluta. ¿Cree usted que si abato a su asesino podré atenuar la culpa por no haberlo protegido?

La tropa de Argniolo se agitó amenazante.

—De un momento a otro —lo interrumpió Argniolo, venenoso—, Sryassink, el comandante del ejército Orco, se presentará en la puerta septentrional para apresar a la bruja como había acordado con el Juez Administrador y yo se la daré. Sryassink y yo cerramos un pacto que pondrá fin a la hostilidad entre los Hombres y los Orcos. La historia nos recordará como «los Pacificadores». Gracias a nosotros, y al Juez Administrador que patrocinó el pacto, no se derramarán ni sangre ni lágrimas. Incluso se ahorrará el sudor necesario para levantar una espada.

—La persona que piense en entregar a una mujer, que además espera un hijo, en manos de los Orcos, debe pasar sobre mi cadáver y mi cadáver es poca cosa. A esa que usted llama bruja nosotros la llamamos Reina. Quizá todos tenemos razón, la de Daligar es una Reina Bruja: y sus poderes son la rabia y el odio y nos salvarán. Sabe, cuando una ciudad es abandonada frente a los Orcos, se contenta con poco. Nombra Rey al primero que le permita sobrevivir un poco más. Según usted y su Juez, después de que los Orcos hayan izado en la parte más alta de sus picas la cabeza de la Reina y lo que quede del hijo que ella espera, ¿se detendrán? Pienso que lanzarán un ataque sobre la ciudad y se la tomarán, porque la ciudad no solo habrá perdido un guía y un líder, sino también el honor y la fe…

—Estás vivo porque hace un mes el Juez decidió perdonarte la vida. Te perdonó la vida y te volvió a dar el mando —masculló Argniolo.

—Cometió el más grande error de su vida. Se arrepentirá de ello —prometió Rankstrail.

De nuevo no logró continuar. Alrededor suyo las delegaciones de las corporaciones y de los refugiados de las Tierras Orientales bramaban enojados.

Sin la Reina Bruja todos habrían perecido hace mucho tiempo en una ciudad aniquilada.

—¡Mi marido estaba de guardia en los fuegos de alarma! —gritó una mujer con un niño en brazos—. Siguió las órdenes. Advirtió la llegada de los Orcos y permaneció en su puesto como era su deber. Este es su hijo: está vivo porque hace una luna la bruja quemó el puente y las catapultas de los Orcos.

—Ella ha combatido con nosotros y para nosotros.

—Ella fue a rescatar a nuestros hijos. Y los Mercenarios le ayudaron. ¿Y ustedes dónde estaban? Nuestros cabecillas, nuestros mismos soldados: todos escaparon para ponerse a salvo.

Un joven campesino que blandía la espada con empuñadura de plata de Gesua Tercero el Temerario aseguró que ahora iba a destruir a los Orcos y que después destruiría a todo aquel que se presentara reclamando derechos de cualquier tipo sobre ellos o sobre las tierras que cultivaban o sobre los comandantes que guiaban el contraataque.

Dos de las mujeres cuyos hijos habían sido raptados por los guerreros saltimbanquis y liberados por Robi reconocieron a sus maridos en el ejército de Argniolo. Se precipitaron furiosas hacia ellos y les preguntaron si sabían que habían ido a apresar a la mujer que había arriesgado la vida por sus hijos mientras que sus padres estaban con el Juez y su corte disfrutando del aire sano de las montañas.

—La próxima vez que ustedes y el Juez escapen —dijo un soldado— lleven también a mi mujer y a mis hijos. Entonces, tal vez, acataré sus órdenes.

Rosalba pensó que quizá tendría que cambiar de opinión sobre sus súbditos: la inteligencia todavía era discutible, pero estaban dejando aflorar algo de coraje.

Había llegado al final de la larga y estrecha escalera de piedra que descendía desde la Galería de los Reyes al patio. De repente salió de la sombra y Argniolo tardó un momento en reconocerla. Solo la había visto una vez en la vida y no esperaba encontrársela de frente con una corona en la cabeza y envuelta en una capa de terciopelo y oro.

Cuando finalmente se dio cuenta de quién era la persona que tenía enfrente, comprendió el peligro.

Rosalba lo miró fijamente.

Vio de nuevo a Yorsh mientras moría, su rostro descompuesto por el dolor, el pecho atravesado por las flechas, la sangre y el último dardo lanzado por Argniolo que le golpeaba el corazón.

Robi oyó su voz de nuevo.

Volvió a verlo caer en medio de un charco de sangre sobre la tierra transformada en fango.

Sintió mover a su bebé dentro de ella y su furia se acrecentó.

El hombre que tenía enfrente había decretado su muerte tranquilamente.

La respiración de ese hombre no llegaría al anochecer.

Argniolo puso la mano en la espada. Tuvo tiempo de sacarla y dejarla caer sobre Robi.

El odio estalló en la ciudad.

Los mismos soldados de Argniolo observaron inmóviles cómo su comandante levantaba un arma contra una mujer encinta.

Robi había aprendido a combatir con Yorsh: siempre debía mirar al adversario a la cara porque los movimientos imperceptibles de los ojos son los que indican de dónde llegará el golpe. Esquivó el golpe con la espada de los Elfos y de inmediato puso la mano izquierda sobre la espada de Arduin, corta y manejable. Finalmente, mientras apretaba la tosca empuñadura de hierro y piedra, entendió el sentido: aquella curiosa forma en medialuna con un lado convexo de casi una pulgada de grosor, en extremo pesado, y un lado cóncavo afiladísimo, servía para decapitar. Sin el grosor del lado convexo, el arma no tendría el peso suficiente y con menos filo no sería lo suficientemente cortante. El renombre de Arduin, Señor de la Luz, seguro se debía a su coraje y no a su misericordia.

Con la espada más larga, Robi obligó a Argniolo a bajar la suya. Luego, con la otra, lo decapitó.

Se requería un brazo fuerte para hacerlo y el suyo lo era. La rabia multiplica la fuerza y el miedo la lacera. Mientras la sangre del otro le salpicaba la capa, ella apuntó la larga espada élfica a la garganta del oficial de Argniolo, un hombre de mediana edad, calvo, con nariz de pico y parecido a un halcón, que la miró atónito y asustado. Rankstrail y los suyos habían sacado las espadas. Desde lo alto de las escarpas las mujeres y los hombres entrenados por Aurora apuntaban los arcos. La decapitación de Argniolo por parte de la mujer que según ellos debería ser ya una especie de prisionera los había dejado paralizados a todos.

—¡Han llegado tarde! —exclamó la Reina—. El tiempo de los acuerdos terminó. Quien haya degollado, mutilado o quemado no será perdonado. Ninguno de los nuestros será entregado a los Orcos con la esperanza benévola de que así estos se enternecerán y degollarán y quemarán un poco menos. Haremos pedazos a los que han quemado nuestras casas y degollado a nuestra gente antes de que quemen más casas y degüellen otras criaturas. Devolveremos golpe por golpe y les dejaremos en claro a todos los granujas de ambos lados de los Confines de las Tierras Notas que los tiempos en que se podía matar impunemente a los hijos del Pueblo de los Hombres han pasado y no regresarán. Yo soy el Comandante de la ciudad, yo soy la heredera de Arduin. Yo soy el Rey. Y yo les digo que en esta ciudad el tiempo de los bellacos y de los traidores ha llegado a su fin.

En ese momento apareció Aurora en las escarpas. Vio el cadáver de Argniolo y palideció. El horror invadió sus ojos. Por un segundo pareció a punto de vomitar, pero logró recuperarse aunque en la voz le quedó un ligero temblor.

—Señora mía —le dijo a Robi con respeto, y con una voz fuerte que resonó con claridad en el patio desde lo alto de las escarpas—, el jefe de la primera división de los Orcos, de nombre Sryassink, declara que quiera hablar con el hombre que se llama Argniolo.

La Reina asintió. El respeto sumiso con el que Aurora, hija del Juez Administrador y su única heredera, se había dirigido a Robi, había dejado aun más aniquilado al militar calvo y a los demás. Tenía que decidir deprisa qué hacer.

Los recién llegados de todos modos eran un centenar de hombres bien dotados de armas.

—¿Tiene un nombre? —le preguntó con brusquedad al hombre que tenía amenazado con la espada.

—Anrico —fue la respuesta.

—Capitán Rankstrail —ordenó Rosalba—, haga llevar a Anrico y a sus hombres a la armería y haga que se les reparta un yelmo por cabeza: les darán apoyo a los flancos durante el ataque. Si alguno no combate, ajusticíelo: quiero su cabeza sobre una pica antes del anochecer. El que luche será tratado con honor y se le reconocerá el derecho de pertenecer a la ciudad.

—¡Señora mía! —osó responder el hombre con el coraje de la ira—. Mi familia es una de las fundadoras de Daligar. El derecho de pertenecer a esta ciudad es mío desde mucho antes de mi nacimiento, incluso desde mucho antes del suyo, y no será usted quien me lo reconozca o me lo niegue.

Rosalba había cometido un error: no podía y no debía combatir con aquel que no creía ni en ella ni en la ciudad, obligado solo por el miedo de ser ajusticiado. Anrico le agradó.

La Reina recuperó el aliento y se alejó unos pasos para poder dirigirse a todos los recién llegados.

—Hoy estamos fundando de nuevo esta ciudad —respondió con fuerza—. El que no combata hoy estará fuera de ella para siempre. Ya no importa más lo que sus antepasados hayan hecho: importa lo que ustedes hagan hoy. Cada uno tiene el destino y el futuro en sus propias manos. Hoy se verá si moriremos todos juntos o si nos liberaremos de los Orcos y de los asesinos. Hoy combatiremos: hombres, mujeres y niños, aristócratas, plebeyos, caballeros y sobrantes de prisiones, Señores del Pueblo de los Enanos. Hoy todo lo que fue quedará borrado. Para todos nosotros el mundo renace o termina hoy: no hay más posibilidades. Pueden irse todavía. No quiero indecisos, dudosos o pusilánimes entre mis tropas. A la persona que desee partir, que no quiera luchar con nosotros, le será respetada su elección. Bajen el puente levadizo de la puerta septentrional. No habrá ningún gesto ni ningún grito contra el que decida regresar a las montañas, lejos de la batalla.

El pequeño puente levadizo de la puerta del lado norte fue bajado y luego levantado sin que ninguno de los soldados de Argniolo se moviera.

La Reina Bruja miró a todos los recién llegados y esbozó una sonrisa, así fuera lenta y asimétrica. Un grito de victoria se elevó en la ciudad.

—Están a las órdenes del Capitán Rankstrail —dijo.

—Señora mía, el Capitán Rankstrail es un Mercenario, nosotros somos caballeros —objetó Anrico.

—Así era hasta hace un segundo y ese segundo pasó para siempre. Les prometo que si hoy alguno de ustedes da muestras de tener un valor superior al del Capitán, tendrá el mando de la ciudad, pero hasta ese momento estarán bajo sus órdenes. El valor del Capitán es grande y combatir comandado por él es un honor.

—Entonces así será, Señora mía —respondió Anrico finalmente—, Rosa Alba, heredera de Arduin.

—Recoge esa cabeza —dijo Robi, mientras le señalaba la cabeza de Argniolo al pobre Jastrin que había bajado detrás de ella y la miraba paralizado del horror—. Ahora —masculló con dureza. No podía inclinarse: habría perdido realeza y la panza se lo dificultaba.

Aurora palideció más, pero permaneció rígida e impasible.

—Ro… es decir, Señora mía —trató de decir el pobre Jastrin. La Reina lo miró imperturbable. Jastrin, con los ojos llenos de lágrimas, agarró la cabeza de Argniolo del cabello ensangrentado y se la entregó.

Rosalba pasó al lado de Aurora con la cabeza en su puño. Aurora se puso aun más cetrina, pero su rostro impasible no dejó entrever ninguna emoción. Luego la siguió.

En las escarpas el silencio era insoportable. Rosalba tenía a Aurora y a sus arqueros por el flanco izquierdo, mientras Rankstrail y Lisentrail se le unieron por la derecha. En la ribera del brazo sur del Dogon los Orcos estaban alineados en filas y escuadrones, con los comandantes frente al puente levadizo mayor.

El Orco que se llamaba Sryassink resultó ser pequeño, con una barba gris y rala y una dentadura igualmente escasa. Estaba al mando de una enorme compañía de ballesteros; esto violaba la norma según la cual los jefes de los Orcos debían ser escogidos entre los más monumentales.

—¿Dónde está el hombre que tiene por nombre Argniolo? —gritó furioso—. Él prometió la bruja a nosotros y ahora él debe hablar con nosotros.

Rosalba mostró la cabeza. La sostuvo en alto un largo rato y luego la dejó caer.

—Argniolo ya no tiene mucho que decir —comentó despectiva—. Este es el fin que tienen los traidores en Daligar. Hablaré en su lugar.

En las escarpas todos, incluso Jastrin, permanecieron inmóviles.

Sryassink estaba cada vez más furioso: la cabeza del hombre con el que había sido hecho el acuerdo, exhibida toda ensangrentada, lo ponía en ridículo frente a los suyos. Entre las filas de los Orcos se levantaron risas repugnantes. Él era el que había guiado las negociaciones, probablemente ufanándose de su capacidad para negociar.

—Yo no hablo a mujer —gruñó Sryassink, mientras la primera fila de ballesteros se ponía en posición detrás de él—. Tú mujer y con hijo dentro, entre todas criaturas, ser la más repulsiva. Más sucia que cerdo o perro. Yo hablo a ti, yo pierdo mi honor. Si mujer con hijo dentro ve cuando un Orco después de muerto es enterrado, también el Orco muerto en batalla pierde honor.

El Orco escupió en la tierra y a Rosalba la dominó el odio, perverso, triunfante. El odio acrecienta la crueldad. El hijo que llevaba dentro vería la luz y si esto implicaba cortarles la cabeza a todos aquellos que querían impedirlo, su brazo estaba dispuesto. Apretó la mano sobre la empuñadura de la espada corta y curva. Habló con voz gélida.

—¡Jamás te he dado permiso de hablarme! Solo tienes que escuchar lo que tengo para decirte y después morir o irte de aquí. Regresen ahora a las inmundas tierras de desolación y miseria que los han vomitado. Si aprenden a cultivarlas, el polvo se convertirá en tierra y ustedes se convertirán en un pueblo. Hasta entonces sólo serán una manada de saqueadores innobles que valen menos que la tierra que pisan y será permitido destruirlos, contar los muertos y sentirse orgulloso de ello. Te ordeno que te marches ahora y que te lleves contigo a tu horda. De lo contrario, a todo lo largo del valle del Dogon, la sangre de ustedes transformará nuestra tierra en fango y alimentará a las lombrices con las que se pescarán las truchas del río. Así finalmente ustedes podrán tener la sepultura que se merecen.

El Orco se tambaleó como si hubiera sido golpeado. La horda murmuró amenazante. Rosalba entendió que lo había despojado de su honor. Las palabras de ella habían minado el prestigio y quizá también el poder de Sryassink.

—Quién eres tú, mujer, que osas hablar como a criado a mí que soy comandante. Yo destruyo a ti y ciudad. ¡Nosotros degollaremos todos hasta el último y después de degollar hombres y mujeres vivos degollaremos hijos dentro de madres! —gritó con una voz que chillaba de furor.

—No es cierto que te hablo como les hablo a mis criados. Mis criados son gente de bien y jamás les hablaría sin respeto o sin honor —respondió la Reina. El murmullo entre los Orcos se ensombreció.

—Yo degollaré a ti y bastardo que llevas dentro —amenazó el jefe de los Orcos.

—Yo soy el soberano de Daligar, Comandante y Rey de la ciudad. Soy la heredera de Arduin. La sangre de él corre por mis venas. El que llevo dentro es el hijo legítimo que une la sangre del último Rey de los Elfos con la de los herederos de Arduin: mis hijos terminarán la tarea que se inicia hoy de destruir a los Orcos que se atrevan a derramar la sangre de los hijos del Mundo de los Hombres.

El nombre de Arduin resonó sombrío. El jefe de los Orcos palideció.

—No me da miedo —respondió—. Ni siquiera Orcos Mong-hahul a nosotros nunca han dado miedo.

Había sido un error. Rosalba se dio cuenta. Los Orcos también se dieron cuenta, pero ya era tarde. Al negar que tuviera miedo, había afirmado que era posible tenerlo. Ahora estaba deshonrado.

Robi se preguntó quién diantres eran los Orcos Mong-hahul y qué relación tenían con la conversación. Probablemente eran parte de la mitología, una especie de monstruos o de Demonios. Era evidente que los razonamientos de los Orcos seguían cursos diferentes a los de los suyos, y de todos modos, este no era el momento de pedir información para llenar los vacíos de sus conocimientos geográficos e históricos. Se echó a reír encantada.

—¡Pero yo no quiero asustarte! —dijo con dulzura, en un tono casi tranquilizador—. Quiero arrancarte la cabeza del cuello en el menor tiempo posible y luego irme a dormir, porque sabes, desde que estoy encinta se me hinchan los tobillos cuando estoy de pie y necesito mucho reposo.

La marea de Orcos gritó enojada hasta rugir. Una flecha partió de una de las alabardas, pero no era para ella: le atravesó la garganta al jefe de los Orcos. Había permitido que una mujer embarazada lo amenazara y lo deshonrara aun más, hablándole de cosas de mujeres. Rosalba lo había deshonrado no solo a él sino a todos ellos. El Orco miró a la Reina por algunos segundos, luego la boca se le llenó de sangre, su respiración se convirtió en un largo resuello y se desplomó al suelo.

—Uno menos —masculló Rankstrail.

—Uno menos —confirmó Lisentrail—. Sus guerreros son el triple que nosotros; sin embargo, nosotros hablamos mucho mejor. Ey, Capitán, ¿sabe por qué al Elfo no lo detenía nada y no tenía miedo de nadie? Con una mujer como esa en casa, era casi seguro que los Orcos debían parecerle estatuillas de cera.