Capítulo 10

Rankstrail repartió las monedas de plata entre sus hombres. Divididas entre todos eran más de dos años de pago y fue una ocasión memorable.

No había nada para comprar y nadie estaba seguro de vivir hasta cuando lo hubiera, pero los hombres se sintieron, si no exactamente como Reyes, al menos como si por fin ya no fueran solo carne de cañón, solo buena eventualmente para el verdugo.

Antes de pagarle, Rankstrail contó las amputaciones de Lisentrail como heridas de guerra y esto endulzó un tanto la opinión que el Cabo tenía de la Reina Bruja.

—Ey, Capitán —le dijo—, es una lástima que en la infantería ligera no reclutemos mujeres. Nuestra augusta soberana se hubiera lucido como Alabardero Instructor. ¡Tú te evitaste el entrenamiento! ¿Te he contado alguna vez que en mi primer día de práctica de campo el Alabardero Instructor me obligó a quedarme medio día en el fango con las sanguijuelas porque había llegado de último en la marcha?

—Solo seis veces —recordó Rankstrail—. Cabo Lisentrail, ¿tiene todavía algo de comer?

—Todavía tengo media rama de higos secos. ¿Si le doy la mitad, oh mi Capitán, verdad que esta noche me exonerará del turno de guardia? —propuso. Una rama era un espetón largo con veinte higos ensartados.

—No —Rankstrail esbozó una sonrisa—. Pero me sentaré cerca de ti, y te escucharé mientras me cuentas de nuevo la historia de las sanguijuelas: a lo mejor me he perdido alguna parte.

El Cabo le dio un higo y que el resto de la cena se lo fuera a rebuscar entre aquellos que no había puesto de guardia esa noche.

Los soldados más jóvenes habían atrapado algunos ratones.

Rankstrail logró descubrir y abatir a uno de los últimos pájaros de Daligar que de milagro se había escapado hasta entonces del hambre del asedio.

Mientras preparaban los espetones se esparció el inconfundible aroma a pan fresco, sin lugar a dudas uno de los olores más arrobadores que jamás haya existido en el mundo de los Hombres. Lisentrail apareció con una cesta llena de pequeñas hogazas de pan. Detrás de él llegaron un par de soldados con los brazos llenos de cobijas. Eran cobijas muy limpias, dobladas con cuidado, hechas con retazos de telas diversas unidas, impredeciblemente coloridas.

—¿Compraron esas cosas? —preguntó Rankstrail levantándose y esperando con toda el alma que le respondieran que sí: no hubiera podido tolerar un hurto de esa magnitud.

—No, Capitán —respondió el Cabo—, se las regalaron. En agradecimiento.

Esa posibilidad era inverosímil, por decir poco, pero los dos soldados con las cobijas la confirmaron. Un grupo de mujeres de la ciudad había venido a entregar el regalo. El pan había sido hecho con los últimos y muy preciados sacos de harina de las despensas de toda Daligar y, para hacer las cobijas, cada mujer había sacrificado un pedazo de su propia falda. Las guiaba una mujer pequeñita con una gruesa trenza de color rojo encendido y una gran falda verde; según Lisentrail, debía estar enamorada del Capitán porque ya más de una vez la había visto mirándolos desde lejos. Le señaló el retazo de terciopelo verde oscuro que le correspondía, pero ni siquiera entonces Rankstrail entendió de qué hablaba porque no había puesto atención.

—Así tenemos algo de comer y algo para el frío de la noche —dijo Lisentrail con alegría.

—Estamos en verano —objetó Rankstrail malhumorado, mirando un triangulito de terciopelo negro con bordados plateados, perdido entre los percales y las lanas.

Los demás hombres, con la boca llena de pan fresco y ratón asado, también buscaron otros triángulos en las cobijas. Reconocieron el rosado oscuro de la madre de uno de los niños que salvaron de la hoguera de los Orcos, el azul celeste con las rositas bordadas de la joven bonita que siempre iba al pozo a recoger agua. Reconocieron también el negro desteñido de la mendiga, y el corto triángulo de cuero de la falda de Rocío.

Fue un momento extraño.

Ya no eran carne de cañón solo eventualmente buena para el verdugo, alimentados con raciones podridas, dejados a merced de las granizadas.

Dentro de las hogazas habían puesto pequeños regalos: semillas de ajonjolí o de girasol, uvas pasas, nueces, piñones, aceitunas, hojas de menta o de romero, pedacitos de una extraña madera suave y dulce que uno de los hombres más jóvenes cuya madre trabajaba como cocinera, identificó como canela.

—¿Pero dónde encontraron estas cosas después de un mes de asedio?

—Las guardaron para el final. Para una última comida, una última cena. Algo de ese tipo.

—¿Y nos las dieron a nosotros?

—Y nos las dieron a nosotros.

—Ey, Capitán —dijo Lisentrail con alegría—, ¿sabes que ahora que la caballería pesada se esfumó con el Juez para protegerlo de las cabras de Alyil solo quedamos nosotros para cuidar la ciudad?

—Es verdad —dijo alguien más—. Si mañana fallamos el ataque, hasta el último de nosotros morirá y aquí no se salvará nadie. Pero si vencemos…

—Si vencemos, ya no seremos más la armada de los Mercenarios. Nos convertiremos en hombres y basta…

La frase quedó suspendida. Muchos hombres bajaron la mirada hacia los dedos que les faltaban, las grebas disparejas y remendadas: si ganaran al día siguiente, quizá estas cosas ya no serían tan importantes.

—Hombres, no se hagan ilusiones tontas: esto es solo una última comida —susurró Zeelail, el más joven de los soldados, también oriundo del Anillo Externo, un muchacho guapo a pesar de las cicatrices y que aún conservaba los dedos completos—. Los que están afuera nos aventajan tres a uno. Mañana no regresaremos. Mañana nadie regresará.

—En Varil éramos cuatro a uno —dijo Roxtoil, cegatón, altísimo, rubio, de los Pantanos del Norte.

—Allí teníamos a un Elfo. Aquí no hay nadie que desvíe las flechas y que haga andar los caballos más rápido. Somos nosotros y ellos y el sol brilla sobre nosotros tal como brilla sobre ellos. Ellos son tres veces más que nosotros.

—Nuestro Capitán nunca ha perdido. Mañana lo lograremos y después buscaremos a las que nos mandaron los pedazos de falda —dijo Trakrail.

Las voces se bajaron para que el Capitán no los escuchara.

—Somos tres a uno. Esos son Orcos.

—También al este eran Orcos: siempre los vencimos nosotros —dijo Daverkail, un militar gigantesco.

—Pero al final nos vinimos y eso es casi como escapar —dijo Nirdly.

—Fue una retirada, que para nada es lo mismo que escapar… —insistió Workail, todavía más gigantesco, superado solo por Daverkail en tamaño.

—Los Orcos están ahora donde estábamos nosotros antes. ¿Tú cómo llamas eso?

—No se dejen atrapar vivos: ya han visto lo que les hacen a los prisioneros…

—¿Cómo se mata uno mismo?

—Te pones de acuerdo con otro: tú lo matas a él y él te mata a ti.

—¿Y si el otro ya está muerto, cómo hace para matarme?

—Los dos de pie, cerca, uno frente a otro: sostienen la espada con las dos manos con la punta hacia adelante y cada uno cae sobre la hoja de la del otro al mismo tiempo.

—Bueno, aquí no tenemos al Elfo, pero tenemos a su mujer, ella también debe saber hacer alguna cosa. Tenemos una Reina Bruja. Es la heredera de Arduin, ¿no? Parece una mendiga, pero es una Reina.

—Sí, es una Reina Bruja, tiene un águila que duerme en su hombro. Ninguno de los jefes de los Orcos tiene un águila que duerma en su hombro. ¿Eso es una señal, no?

—Mañana iremos y ninguno retornará: no se hagan ilusiones tontas. Y si regresamos, nada cambiará: siempre seremos la caballería ligera. Esta noche nos mandaron panes y pedazos de faldas, pero era solo para tenernos contentos. Si estamos contentos, quizá moriremos venciendo y ellos se salvarán, mientras que si morimos perdiendo, ellos morirán igual que nosotros. Por lo menos lo han intentado. Lo que a ellos les afecta es si nosotros vencemos o no; pero si morimos o no nos afecta solo a nosotros.

—Cállate. El Capitán escucha.

—Está demasiado lejos.

—¿Demasiado lejos? Él oye donde los otros no oyen: ¿todavía no te has dado cuenta?

—Sí, es verdad. También ve donde los otros no ven.

—Ve en la oscuridad.

—Siente lo que los otros no sienten.

—El Capitán nunca pierde.

Rankstrail se puso de pie. Los conciliábulos se acallaron. Él esperó tranquilo, les dio tiempo a todos de terminar la merienda y de darse vuelta hacia él. Los miró a la cara, uno por uno.

—Mañana venceremos —dijo con voz plana, a modo de información—. Venceremos y basta. Los haremos pedazos. Romperemos el asedio. Mañana en la noche inundaremos la ciudad de harina, cerdo salado y aceite, porque mañana llegaremos a la impedimenta. Mañana en la noche estarán en el centro del patio de la Ciudadela y a cada mujer que venga a pedirles algo le llenarán el delantal de comida y le darán nuestros agradecimientos por esta noche. Mañana venceremos porque somos la caballería ligera, somos la caballería y basta.

El Capitán calló y de nuevo los miró a la cara, uno por uno.

—Ustedes vencerán mañana porque, independientemente del lugar del que hayan venido, esta tierra por la cual combatirán será la de ustedes, porque aquí jugarán aquellos que serán sus hijos, porque entre todas aquellas que salvarán habrá una mujer feliz de desposarlos; porque este pueblo por el cual combatirán se ha convertido en su pueblo y su pueblo está combatiendo con ustedes. Mañana no saldremos solos. Con nosotros vendrán los hombres de Daligar, y las mujeres se quedarán sobre las escarpas con los arcos que aprendieron a usar y con las palanganas de cal viva que están preparando. Mañana combatiremos todos juntos y todos juntos venceremos.

* * *

Rankstrail distribuyó las cobijas. La del retazo de la joven del pozo tuvieron que echarla a la suerte con el sistema de la paja más corta porque muchos la querían. La del pedazo de terciopelo verde oscuro se la dio a Lisentrail, y después lo acompañó durante más de la mitad de la noche de guardia. En un momento dado, a lo lejos, una mujer pequeña con una gruesa trenza roja y una falda verde oscura se detuvo a mirarlos. Rankstrail no la había visto y Lisentrail se la señaló, pero el desinterés absoluto del Capitán permaneció inmutado.

Mientras la ciudad todavía dormía se presentó un curioso personaje con un vestido largo de color negro desteñido. El Capitán lo miró y reconoció al usurero: el que le había prestado los cinco escudos para comprar a Garrapata. El Capitán había logrado mandarle algo periódicamente, pero jamás la suma total, y como los intereses duplicaban la cifra cada ocho meses, el resultado final era que todavía le debía cinco. Por fin, por primera vez los tenía. La suma total, los cinco escudos. El hombre se acercó y el Capitán sonrió. Metió la mano en la alforja y sintió bajo sus dedos los cinco escudos. Los saboreó con la yema de los dedos. Eran la libertad para vivir: nunca más tendría que temerle al verdugo. La angustia que lo acompañaba cada vez que pensaba en esos cinco escudos terminaba para siempre. Para siempre. El Capitán extrajo las monedas y lentamente se las puso al hombre en la mano, disfrutando aquel momento con todas sus fuerzas, dejándolo grabado en la memoria, porque el instante en el que la pesadilla del usurero se acaba es una fiesta digna de recordar. El usurero miró el dinero, dejó la mirada fija en este con ternura y afecto, acarició cada pieza como para grabarla también en la memoria de la yema de los dedos, y luego, con mucho valor, los rechazó. No había venido a cobrar la deuda: se la condonaba para siempre. Le parecía que haber financiado el caballo que guiaba la guerra contra el asedio de Daligar valía hasta el último centavo de esos cinco escudos. Solo había venido a devolverle la daga: en caso de que le sirviera… al día siguiente… contra los Orcos… También él estaba entre los ciudadanos que al día siguiente saldrían a combatir. Prefería tener al mando a un Capitán provisto de todas las armas posibles.

—Ey, Capitán —dijo Lisentrail después de que el hombre se había alejado—, ¿sabes lo que decía la cuñada de mi hermana? Que es cuando uno no tiene dinero que todo el mundo lo quiere…

Al amanecer, desde el lado septentrional de las escarpas, el que daba sobre la ribera libre del Dogon, llegó una noticia increíble: estaban llegando refuerzos.