Acomodada en el trono de piedra, no habiendo más, ya que era el punto más alto de Daligar desde donde era posible divisar el lado sur de la llanura, la Reina Bruja miraba las cimas de las Colinas de la Luna Nueva que aparecían en el horizonte.
El Capitán le informó que los Orcos habían construido un puente y que el asedio de Daligar de nuevo era completo. La ciudad ya no daba más: tenían que tomar una decisión esa misma noche. Una de las posibilidades era atacar de inmediato, antes de que la totalidad de la ribera norte estuviera en manos de los Orcos. Día tras día los enemigos estaban recuperando sus caballos, uno a la vez, y por lo menos una tercera parte de la caballería había sido restaurada. Si en Daligar hubiera un centenar de infantes y treinta caballeros más, podrían hacer una salida veloz hasta el corazón del campamento adversario para robar vacas, ovejas y la reserva de agua limpia. Los Orcos recogían el agua río arriba con respecto a Daligar y la conservaban en grandes barriles que montaban en carretas para poder moverlos con mayor facilidad.
—Creo que ponen adrede los barriles donde podamos verlos, igual que los rediles de las cabras. Sirven para exasperar nuestra sed y nuestra hambre. Sería un gran golpe si lográramos robarles tanto el agua como los animales. Esto le daría una o dos lunas de respiro a la ciudad.
—No tenemos ni los infantes ni los caballeros —respondió la Reina—. ¿Y la otra posibilidad?
—Comernos los caballos y esperar morir de sed antes de que lleguen los Orcos. O atacamos pronto, Señora mía, o no atacamos más. Con la ribera norte en manos de los Orcos no podemos hacer ningún tipo de salida. No habrá más heno para los caballos, ni más caza para los hombres. Los caballos morirán de hambre y es mejor que nos los comamos antes de que se enflaquezcan demasiado. O atacamos con lo que tenemos, Señora mía. Así como estamos, sin embargo, la probabilidad de que lo logremos es mínima y después de que nos hagamos masacrar la ciudad quedará desguarnecida.
—La mejor idea parece ser todavía la de comernos los caballos: al menos moriremos contentos y con la barriga llena. Nunca he comido carne de caballo, pero supongo que será mejor que los grillos con miel que estamos comiendo ahora.
—Tampoco yo lo sabría —comentó con voz nasal el Senescal desde el fondo de la sala donde estaba en penumbras, rígido y erguido—. Hasta ahora en este palacio nunca habíamos comido ni caballos ni grillos.
La irascible Reina no se tomó ni siquiera la molestia de insultarlo, síntoma de que su energía estaba agotada.
El Capitán guardó silencio por un buen rato y después se despidió. Antes de abandonar la sala se dio vuelta de nuevo hacia la Reina Bruja.
—Me permití regalarle a su hija un cachorro de lobo —dijo inseguro—. Podría serle útil en caso de que la atacaran…
—Hizo bien —lo interrumpió inesperadamente la soberana—. Dudo que un cachorro de lobo pueda ahuyentar a los Orcos, pero puede ser suficiente para la soledad. Podríamos llamarlo Fido —agregó pensativa, casi con una sonrisa—. Como el perro que tenía de niña.
—Hermoso nombre para un lobo —comentó sarcàstico el Senescal—. Con toda seguridad, un lobo y un águila son los compañeros de juego que todos los manuales recomiendan para entretener a una niña decente… Hubo tiempos —concluyó suspirando— en los que teníamos la certeza de no tener que avergonzarnos de la forma en que nuestros soberanos sostenían la cuchara.
La soberana respiró profundamente y una sonrisa vaga apareció en su rostro, señal inequívoca de que su furia se estaba preparando.
—¿Exactamente en qué se basa su certeza de que esta noche también dejaré que la luna salga sin que su cabeza esté en uno de los palos sobre las escarpas? —preguntó con gélida cortesía.
El Senescal no pareció impresionado en lo más mínimo. Se detuvo un instante a meditar mientras se acariciaba el mentón puntiagudo y la larga barba.
—Fundamentalmente en tres diversas observaciones, Señora mía, cada una de las cuales por sí sola sería válida como razón suficiente y que, sumadas, se refuerzan aun más. En primer lugar, el Juez Administrador se llevó los quince verdugos de la ciudad porque sin los servicios de estos evidentemente le es difícil tanto vivir como gobernar, y en este momento Daligar está desprovista de verdugo. Tendría que satisfacer usted misma esa necesidad, en extremo fatigosa, y me permito recordarle que en su estado debe evitar cualquier esfuerzo. En segundo lugar, el ánimo de la población se abatiría aun más al ver que nosotros mismos nos encargamos de matarnos. Y por último, pero no menos importante, soy el único que conoce las crónicas de los últimos años de la ciudad, además de la ubicación de las armerías y de los pasajes, y en este momento le soy absolutamente indispensable.
—Gracias —comentó Robi con sequedad—. Es necesario que me lo repita continuamente para estar segura de recordarlo.
—No se angustie, Señora mía, y no se esfuerce: yo me permitiré recordárselo y más veces al día si así lo desea.
En ese momento, uno de los caballeros que acababan de rescatar de los Orcos en la ribera norte y que acababa de enrolarse en la armada recién creada de Daligar, se presentó furioso ante la soberana. Declaró ser el tercer descendiente en orden directa del cuarto Rey de nombre Baldosvino y consideraba un deshonor inaceptable el no ser comandado por alguien de su mismo rango. Era un muchacho fuerte y más bien guapo, con una abundante cabellera rubia.
—Señora —comenzó, al tomar por aquiescencia la sonrisa vaga que se insinuaba en el rostro de la soberana cuando los estrechos límites de su paciencia eran superados—, exijo un puesto digno de mi familia. Me rehúso a someterme a las órdenes de un Mercenario. Pido que usted le encuentre a mi espada, y de inmediato, una posición más digna.
—Me dicen que el puesto de verdugo está vacante —repuso con brusquedad la soberana—. Puede escoger entre hacer las veces de verdugo, de decapitado o seguir las órdenes del Capitán Rankstrail que, si bien lo entendí, le acaba de salvar la vida. Apenas tome una decisión, la pondremos aparte y la satisfaremos de inmediato. Hasta ese momento le agradecería si puede arrastrar su insignificante existencia hacia un lugar donde no moleste mi vista.
El Capitán se alejó después de haberle dado la orden al nuevo soldado, tercer descendiente de Baldosvino Cuarto, de hacer el segundo turno de la guardia nocturna en las escarpas orientales. Pasó por el patio interno y la antigua plaza de armas donde estaban alojados todos los refugiados.
Las lamentaciones de los miserables refugiados de las llanuras inferiores y de las orientales, desde la Montaña Partida hasta Daligar, se oían por doquier.
Ya no había más lágrimas.
Se habían acabado junto con las últimas castañas secas. La desesperación había quedado reducida a una opaca tristeza para evitar que la fatiga adicional del llanto se sumara a aquella, ya insoportable, de tener que seguir respirando.
Los hombres y las mujeres recordaban en lentas letanías los nombres de sus muertos de aquellos asesinados en los Confines durante las incursiones que los habían empujado a huir y de aquellos muertos por las privaciones a lo largo del camino hacia el exilio.
Decían las cosas que siempre se dicen sobre los muertos: lo buenos y honestos que eran y cuánto los extrañarían. Y después, más suaves y miserables, comenzaron las letanías para recordar las cabras, los conejos, las ocas y también los pollos masacrados por las hachas y las espadas de los invasores, con un dolor para nada inferior al que acompañaba el recuerdo de los parientes. El llanto y la añoranza se extendían como las alas de las Erinias sobre los recuerdos y la nostalgia desesperada de aquello que se había perdido, para abrazar las vides, las hileras de tomates y las huertas que también fueron recordadas. Las cabras, los conejos, las ocas y los pollos y hasta las huertas mismas habían tenido un nombre que ahora era recordado, y su muerte también era desesperanzadora porque aumentaba el número de aquellos que el invierno, la tisis y la pelagra vendrían a llevarse, así alguien los salvara milagrosamente de los Orcos.
Rankstrail escuchó durante largo tiempo y luego no soportó más. Subió las escalas de piedra que llevaban a los aposentos de la Reina. Pasó debajo de las pérgolas imponentes de las glicinias en flor y pensó que si en lugar de estas hubieran puesto plantas de fríjoles ahora tendría algo para repartir.
* * *
La noche había caído y la Reina Bruja estaba en el interior de la sala que quedaba al lado de la Sala del Trono, sentada frente a la gran mesa redonda de roble antiguo que debería hospedar al Gran Concejo de los Grandes Nobles, si los Grandes Nobles no se hubieran ido a llevar a cabo el Gran Concejo en las cimas de las Montañas del Norte. Era una mesa pesada hecha de tablones de dos palmos de grueso sostenidos por gruesos remaches de plata.
A su lado estaban el Senescal y el Jefe de la Casa de los Reyes. Los tres tenían la mirada perdida en el vacío del que no tiene nada más que hacer sino esperar a que pase el tiempo hasta el momento en que los días terminen y se pueda morir.
—Señora mía —dijo Rankstrail—, los refugiados de las llanuras meridionales están desesperados y tienen hambre.
La Reina no respondió, ni se movió. Siguió con la mirada perdida en el vacío.
—Perdone, Señora mía —continuó Rankstrail—, ¿tiene oro?
La Reina levantó la cabeza y lo miró perpleja.
—El Juez Administrador hizo llevar a Alyil el tesoro del Condado —repuso en su lugar el Senescal—. Pero dejó tres cajas de monedas de plata, porque no había suficiente lugar en las carretas.
—Podríamos repartirlas entre los refugiados —propuso Rankstrail—. Y también entre los demás. Los artesanos. Los siervos, las lavanderas. Los ebanistas. Todos.
—La plata no se come, Capitán, y en una ciudad sitiada no hay nada para comprar. Nadie vende nada.
—Comprarán la esperanza.
La mirada de la Reina cambió: cobró intensidad. Estaba empezando a comprender.
—Si repartimos la plata, eso querrá decir que mañana nosotros romperemos el asedio. Tarde o temprano habrá algo que comprar y la plata servirá para comprarlo —explicó Rankstrail. Hablaba despacio, buscaba las palabras basándose en su experiencia de varias décadas de miseria—. La esperanza es la única cosa que engaña al hambre. La esperanza llena casi tanto como los fríjoles.
La Reina Bruja se quedó mirándolo un largo rato.
—¡Es cierto! —recordó—. La esperanza llena casi tanto como la polenta con gusanos. Menos que los huevos, pero más que las moras. Lo había olvidado.
Hizo un gesto de consentimiento y esbozó una sonrisa. Estuvo pensativa y en silencio durante un rato y finalmente habló:
—Repartiremos la plata, Capitán. Y también repartiremos la tierra: ya no pertenecerá al Condado sino al que haya vertido sangre y sudor sobre ella. Cada uno será el propietario de los campos que ha trabajado, tal como ocurría en Arstrid y en Erbrow, y se los podrá legar a sus descendientes. Si mañana combatimos, si rompemos las líneas enemigas, ellos ya nunca más serán los siervos que se pueden vender y comprar junto con los bueyes. Si no logramos romperlas, todos moriremos, hasta el último niño harapiento y hasta el último pollo pulgoso de esta tierra. Ninguno de nosotros morirá en la miseria; todos moriremos como hombres libres, envíe un pregonero para informarle a la ciudadanía que también los talleres de los artesanos, los mataderos, las piedras de los lavaderos no le pertenecen ya al Condado sino al que los trabaje.
—Entonces, ¿combatiremos? ¿No nos comeremos a los caballos?
—Todavía no lo sé. Dije «sí».
* * *
Rankstrail le pidió ayuda al Jefe de la Casa de los Reyes para contar las monedas de dos de los tres baúles y hacer la cuenta de cuántas monedas debían corresponderle a cada jefe de familia.
Las distribuyó personalmente junto a un pergamino preparado por el Senescal con la firma y sello de la Reina Bruja debajo del texto, que le asignaba a cada familia la propiedad del terreno hasta ahora trabajado.
Poco tiempo después Rankstrail regresó al salón del Gran Concejo.
—Tenemos los guerreros para el ataque, Señora mía —le informó contento.
—¿De veras? ¿Y dónde los consiguió? —preguntó atónita la Reina Bruja.
—En el patio.
—¿Pero en el patio no estaban los refugiados?
—Esos son los guerreros: todos los que sean capaces de sostener un arma en la mano. Antes eran siervos de la gleba y ahora son hombres libres: propietarios. La tierra sobre la cual están acampados los Orcos en este momento es su tierra. Las coles que los Orcos se están comiendo son de ellos, al igual que los manzanos que están talando para encender el fuego en los campamentos. Quieren ir a combatir e irán. Si nosotros no nos encargamos de guiarlos esta noche, irán solos mañana.
La Reina Bruja reflexionó un buen rato antes de responderle.
—Nosotros los guiaremos mañana al amanecer —dijo finalmente—. Quizá no todo esté perdido. Si los arqueros nos cubren, aun sin la caballería podremos hacer una salida hasta los cañaverales y tratar de penetrar. Es suficiente con que lleguemos hasta la impedimenta. El nuevo puente tiene que estar detrás de los cañaverales: es el único punto que no podemos ver desde aquí. Tenemos todavía algunas ampollas incendiarias. Debemos tratar de dejar libre la ribera norte. Ellos se desanimarán y nosotros tendremos algo de comer. Y ganaremos algunos días. Solo tendremos que resistir un poco más. Tarde o temprano llegarán refuerzos. Alguien vendrá a combatir por nosotros. Los caballeros que ustedes liberaron venían para unirse a nosotros. Otros los seguirán.
Fue el Senescal el que enfrió el entusiasmo.
—¿Y cómo piensan armar a sus, como los llamaron, «guerreros»? Las armerías reales están vacías. ¿Los mandarán contra los Orcos con las hoces para el heno y las hondas para las gallinas?
La Reina Bruja y el Capitán intercambiaron una mirada y luego dijeron al unísono: ¡las espadas de los Reyes!
—¿Las espadas de los Reyes? —protestó el Senescal—. ¿Quieren darles a esos andrajosos las espadas de nuestros Reyes?
La Reina Bruja ni siquiera se enojó. Le dijo con dulzura que sería un honor para los antiguos Reyes que sus preciosas espadas finalmente sirvieran para alguna cosa que no fuera sostener sus manos enguantadas. Fue casi amable mientras le explicaba que con seguridad esos Reyes estarían felices de saber que su pueblo usaría sus espadas para salvar a sus hijos e incluso a los pollos, después de que los notables y los militares se habían esfumado llevándose su trasero y el oro del Condado para ponerlos a salvo. Agregó, casi con ternura, que la próxima vez que el Senescal pronunciara la palabra «andrajoso» en su presencia, su cabeza terminaría colgada en el torreón más alto, en lugar de los estandartes de color carmesí que habían quemado en la primera salida contra los Orcos. La colgaría ella personalmente, y así el desafortunado problema de la ausencia de un verdugo quedaría resuelto.
* * *
Para desmontar las espadas de las estatuas era necesario utilizar martillo y cincel. Era una labor lenta. Muchos de los campesinos les ayudaban, pero no era su oficio y no tenían los instrumentos adecuados. Habían liberado menos de una docena cuando el Jefe de la Casa de los Reyes llegó para anunciar una delegación.
Rankstrail, la Reina Bruja y el Senescal, cubiertos de polvo de mármol como árboles bajo la nieve invernal, se acercaron tratando de limpiarse y salvar una improbable apariencia de decencia y decoro.
La delegación estaba constituida por una veintena de hombres, todos en edad madura, algunos con el cabello blanco y arrugas profundas. Vestían túnicas lisas y desteñidas que, sin embargo, en el oro ya hecho jirones de la pasamanería, delataban su obstinada pertenencia a la categoría de los atuendos ceremoniales. Algunos de ellos arrastraban sacos de diferentes dimensiones.
—¿Señores? —los apostrofó la Reina Bruja.
Los rumores que circulaban sobre la suavidad del carácter de la iracunda soberana no eran muy tranquilizantes y, por ello, entre los hombres reinaba cierta timidez. Por fin, el más viejo del grupo, un hombre pequeño con unos ojos azules, grandes y luminosos, una barbita rala y blanca y vestido con una túnica de color rojo oscuro, se hizo adelante.
—Señora mía, somos los jefes de las corporaciones de los trabajadores de la ciudad. Venimos a pedirle… oímos que… corre la voz…
—Todos los habitantes de la ciudad son dueños de su destino —confirmó la Reina—. Desde hoy los talleres, al igual que las casas en donde viven, les pertenecen.
El viejo sonrió. Asintió.
—Señora mía, venimos a combatir. Esta vez no saldrá sola de la ciudad. Nosotros somos su pueblo y saldremos a combatir con usted, por nosotros, por nuestra tierra, nuestros hijos y nuestros talleres, y estamos dispuestos a morir si es necesario. Trajimos armas.
—¿Armas? ¿Tienen armas?
—Por supuesto, Señora mía —sonrió el viejo.
Uno de los hombres, con la túnica roja oscura, abrió un saco: sobre el piso se esparcieron cuchillos y toda clase de hachas cortas.
—Corporación de carniceros —explicó el viejo.
Después, uno por uno, también los demás abrieron los sacos.
—Corporación de maestros caldereros: no hay un solo caldero más en toda la ciudad. Ya no será posible cocinar una sola tortilla. Llenaron los calderos con plomo fundido, reforzaron los mangos y les agregaron las hojas de los bisturís de los curanderos en la punta: ahora son mazos bastante peligrosos. Corporación de maestros carpinteros: transformaron las mesas en escudos. Corporación de maestros albañiles: ellos se encargaron del trabajo de liberar las espadas, Señora mía, y también desmontaron todas las rejas para ayudar a transformar las mesas en escudos. Prepararon cal viva: si alguien se acerca al anillo de murallas, les haremos añorar el aceite hirviendo que ya no tenemos. Corporación de maestros curtidores: pequeñas hoces y hachuelas: con la ayuda de los carpinteros les alargaron los mangos y ahora son alabardas, y por último, Señora mía, los maestros tintoreros, los maestros de sastrería y todas las mujeres de la ciudad.
Los últimos tenían túnicas azul claro. Los sacos eran grandes y livianos. Los abrieron y derramaron en el suelo telas de todos los tamaños. Era blancas con dos flores en la parte central: un lirio y una flor de glicinia, ambas de color rojo púrpura, se entrelazaban.
—Nuestra bandera. No podemos combatir y morir sin tener nada para mirar. Un pueblo necesita una bandera y nosotros no la tenemos. Los estandartes de color carmesí de la ciudad se quemaron y no los añoramos. Eran el símbolo de aquellos que se fueron y nos dejaron solos para que llenáramos con plomo fundido nuestros calderos para salvarnos y salvar a nuestros hijos.
—Elaboramos nuestros estandartes con su bandera: las flores rojas sobre un fondo blanco. La bufanda manchada de sangre que usted ondeó la primera noche que combatió por la ciudad. La sangre de los Hombres y las Mujeres derramada sobre los restos de su inocencia para ser libres. Las manchas de su sangre formaban la silueta de un lirio y de una glicinia. ¿Lo ve? Su bufanda está aquí, vinimos a devolvérsela bordeada de oro para que sea la bandera oficial de la ciudad. Hicimos trescientos seis, una para cada uno de los palos que se yergue en los murallones. En los tiempos de Arduin eran faroles y ahora serán banderas. Transformaremos la Ciudad Puerco Espín en la Ciudad Estandarte. Todos sabrán que estamos combatiendo. Todos deben saber que combatiremos. Y que moriremos como Hombres libres, batiéndonos por nuestra tierra y nuestro honor.
El viejo hizo una profunda reverencia. La Reina sonrió.
—¿Cuándo hicieron todo esto? —preguntó.
—Un poco cada día, Señora mía, un poco cada día. Comenzamos la misma noche que usted combatió por nosotros. Ni siquiera esperamos a que amaneciera.
—¿Puedo conocer su nombre, Señor? —preguntó con cortesía la Reina.
El viejo se sobresaltó levemente cuando la Reina pronunció la palabra «Señor». La miró perplejo, pero luego enderezó la cabeza y ensanchó los hombros.
—Ellaboro, Señora mía.
—Bien —la Reina se dirigió al Senescal—. Registre la propiedad del Maese Ellaboro, combatiente de la ciudad, sobre su taller, y luego haga lo mismo con los otros Señores, los que están aquí y los que están en el patio. Entréguele una espada a cada uno de ellos. Cuando esto se haya hecho, nos quedarán todavía algunas horas para prepararnos. Los maestros carpinteros nos harán el favor de transformar los tablones de la mesa del Gran Concejo del Juez Administrador en escudos livianos para los arqueros. Así también esta mesa servirá para algo. Cuando la ciudad sea liberada tomaremos las decisiones importantes en un lugar en el que todo aquel que tenga algo para decir tenga la posibilidad de decirlo, es decir, en la plaza central de Daligar y no encerrados en una habitación alrededor de una mesa.
Todos asintieron y se inclinaron. La Reina se despidió. Se alejó con Rankstrail, ambos blancos por el polvo como sacos de harina.
—Capitán, tenemos un ejército —le dijo recuperando el coraje. No todo estaba perdido.
—Tal parece —confirmó Rankstrail pensativo—. Solo nos hace falta un grupo, así sea pequeño, de caballeros expertos para sostener los flancos del despliegue. Si solo tuviéramos un grupo de cincuenta hombres armados, podríamos lograrlo.
—Me sobró media caja de plata, Capitán. Quiero que la distribuya entre sus hombres. Reparta las cantidades de acuerdo con el rango y las heridas recibidas. En cuanto a usted, múdese a alguna de las moradas abandonadas y asuma de manera oficial el mando militar de la ciudad. Sus hombres dormirán en los cuarteles de los que escaparon, en los lechos limpios de los soldados oficiales. No puedo darles de comer, pero al menos que duerman de forma decente. Y ahora, Señor, dado que todavía quedan algunas horas antes del amanecer, le deseo una buena noche.