Los días transcurrieron lentos.
Al principio el entusiasmo prevaleció. Para la ciudad que había visto el rostro de la muerte, estar aún con vida era un suceso tan inesperado que la alegría se propagaba por todas partes y todo se volvía una fiesta.
Habían obtenido de manera increíble dos victorias cabales contra los Orcos con muy pocas pérdidas. El asedio se redujo a la mitad y la ciudad se había vuelto inexpugnable.
Un ejército completo a caballo había llegado para ayudarla. El entusiasmo se mantuvo en alto a pesar de que aquella gente se distinguía de los Orcos solo porque no tenía una máscara de guerra pegada a la cara. De hecho, susurró alguien, a la mitad de los soldados de Rankstrail la cara les hubiera mejorado si se pegaran encima una máscara de guerra. No era que a estos hombres les faltara algo cuando sus madres los trajeron al mundo. Habían sido las injurias de los combates, pero principalmente las de los verdugos, las que los habían dejado con sonrisas torcidas, mejillas asimétricas y miradas desviadas.
Al pasar los días se habituaron al increíble milagro de la supervivencia. La falta de comida se agudizó y se hizo evidente sobre todo que, aunque el asedio se había reducido, era inamovible. Los Orcos, instalados frente a la puerta sur de la ciudad al otro lado de la rama meridional del Dogon, comían, dormían, cazaban, fabricaban barquitas y reconstruían las catapultas, decoraban incluso los brazos de estas y los tablones de carga con las complicadas incrustaciones geométricas que los caracterizaban. Organizaban paradas y torneos, y más de una vez los habitantes de Daligar se habían descubierto espiando a escondidas tras las troneras la impecable fascinación de sus evoluciones, una danza en la que los cuerpos de los guerreros se entrelazaban con las armas y con los cuerpos de los caballos cada vez más numerosos en la medida en que, tras la cabalgata de Rosalba que los había dispersado en los bosques, los habían vuelto a reunir.
Las provisiones de los asediantes eran abundantes dado el número de granjas saqueadas y ganado robado. Mugidos, balidos y un gran cacareo de ocas y gallinas se levantaba de los vivaques y llenaba de dolor y de nostalgia a los habitantes de Daligar por los hermosos y alegres tiempos pasados, cuando solo la miseria cercaba la ciudad y era posible encontrar todavía uno que otro pollo.
El ejército enemigo dejó en claro, más allá de cualquier duda razonable, que el transcurso lento y perezoso del tiempo era el último de sus problemas. Se tomarían todo el tiempo que fuera necesario para que la ciudad cayera.
Rankstrail y los suyos habían sido alojados en los viejos establos donde habían permanecido sus caballos durante el tiempo en que estuvieron presos. Rankstrail se volvió a encontrar con Rocío. Justamente ella era la encargada de limpiar el lugar y no solo para el Capitán fue un placer el reencuentro: también el lobo lo celebró con saltos y aullidos de alegría. Rocío le reveló al Capitán que durante su cautiverio y el de sus hombres en las prisiones del Juez Administrador, el lobo se había convertido en padre. Ella lo había puesto en la misma jaula donde estaba la loba de la ciudad. La pequeña señora acompañó a Rankstrail. Detrás de una encina, una reja viejísima cerraba una especie de madriguera que albergaba en su interior a una loba con un solo lobezno, un hermoso cachorro de color marrón claro.
Rankstrail rompió a reír mientras su lobo aullaba. Le pareció un buen augurio. La vieja le aconsejó tener cuidado con la madre: era un animal que nunca había sido domado ni adiestrado, era salvaje, rencoroso y huraño; el Capitán prometió recordarlo. El cachorro, alegre y juguetón, se acercó y le lamió la mano a través de la reja.
Cada mañana el Capitán y sus hombres salían por la puerta septentrional seguidos por los dardos de los Orcos desde la orilla opuesta. Para defenderse de ellos, les habían distribuido los pesados escudos de la armada regular que habían quedado abandonados en las armerías de la ciudad. Los caballeros se dispersaban entre los cañaverales y los bosques de castaños, de los cuales salían con algunas liebres o codornices y a veces con un jabalí. No se trataba de excursiones campestres: desde el primer día se habían encontrado pequeñas bandas de Orcos que cruzaban el río gracias a la rápida reconstrucción de las barcas. Estas bandas eran las que hacían impensable el sueño de la fuga que a menudo era acariciado, preparado y abandonado. No era posible, ni en grupos pequeños ni todos juntos, dejar Daligar, que era refugio y trampa a la vez para llegar a Alyil y a las Montañas del Norte. Estaban allí, demasiado numerosos para escapar y demasiado desarmados para combatir.
Rankstrail lograba de todos modos, así fuera siempre al borde del hambre, alimentar a la tropa de tal forma que no fuera una carga para los exiguos recursos de los ciudadanos. El patrullaje de la orilla del río les permitía además tener a los caballos en lugares donde había hierba, dado que dentro de la ciudad no había heno. El lobo corría libre sin aterrorizar a los ciudadanos. Y una última ventaja: las caras feas e inquietantes de sus hombres permanecían alejadas de las plazoletas donde las mujeres cultivaban pocas y raquíticas berenjenas y los niños jugaban rayuela después de haber dibujado en el suelo empedrado, usando piedras de diferentes colores, la casa del Orco de donde había que escapar.
Los hombres del Capitán tenían una procedencia heterogénea y todos estaban inclinados a tener espíritus vivaces.
Desde que habían combatido junto al último de los Elfos, Rankstrail había cambiado la forma como les hablaba.
El Elfo no había mentido.
Ni mentido ni exagerado.
Él había cambiado el lenguaje y sus hombres habían cambiado.
En aquel mundo de voces duras, de frases entrecortadas, de insultos, de obscenidades esperadas y repetidas, el patrimonio de palabras de Rankstrail y el respeto que les mostraba como si fueran Príncipes o Reyes fueron una riqueza nueva que se recubría con toques fabulosos. Las riñas disminuyeron. Los comentarios sobre las respectivas madres, en los que cada uno vomitaba sobre el nacimiento de los otros el desprecio que había oído derramar sobre el propio, se habían atenuado, se habían vuelto menos coléricos, menos feroces. Entre ellos había quedado un parloteo ininterrumpido de insultos inverosímiles y descabellados, que casi tenía una alegría sutil.
Como era necesario que comprendieran las órdenes escritas, el Capitán llenó las horas vacías de los patrullajes tratando de que sus hombres aprendieran a leer. Ya lo había hecho antes en la Roca Alta, pero los hombres que estaban con él desde ese entonces, a excepción de Lisentrail, Trakrail y Nirdly, se habían quedado en Varil.
Dado que tenían nombres, le enseñó a cada uno a escribirlo. Las letras fueron grabadas de manera tosca, torcida e insegura con puñales empuñados por manos enormes que hubieran destripado una mula de un solo golpe. Muchos lo escribieron en las piedras o en la corteza de los árboles, y el Capitán se dio cuenta de que, día tras día, los hombres regresaban a releer su propio nombre en el lugar donde lo habían escrito, como una huella en el mundo. Alrededor de los fuegos de los campamentos donde cocinaban los animales cazados, los hombres comenzaban a contar sus historias. Era la primera vez. El Capitán no sabía si era por el peligro real de una muerte inminente o si el haber dejado su propio nombre en el mundo hacía que fuera más fácil también dejar su propia historia. Eran historias duras en las que el narrador no se conmovía, salvo quizá al principio, cuando por lo general había una madre sin un hombre cerca, en algún lugar de los Confines de las Tierras Notas.
Los enfrentamientos entre los hombres de Rankstrail y las bandas de los Orcos aumentaron tanto las cabezas sobre las escarpas de Daligar como las que había alrededor de los fuegos de los campamentos enemigos. Cuando uno de sus hombres caía y su cabeza terminaba sobre una de las picas de los Orcos mirando hacia Daligar, frente a la puerta meridional, el Capitán reencontraba el sitio en el que el muerto había escrito su nombre y pasaba la mano sobre la inscripción para recordarlo. Algún otro agregaba adornos o alguna palabra de conmemoración. Sobre la piedra o la madera quedaban palabras como «un buen hombre» o «lástima que haya muerto».
Por suerte los Orcos no podían transportar los caballos sobre sus cascarones de nuez y esto les concedía a los Hombres una ventaja considerable.
En el interior de la ciudad también había pérdidas. Los Orcos habían fabricado una media docena de ballestas grandes. Tenían que maniobrarlas en parejas y no era posible apuntar bien, pero podían disparar dardos sobre las escarpas donde los soldados montaban guardia con la obligación de asomarse con frecuencia para proteger a la ciudad de un posible y nuevo ataque por parte de los guerreros acróbatas. Incluso la guardia de las escarpas dejó de ser un oficio de bajo riesgo y dolor como había sido hasta entonces. Los dardos llegaban hasta el interior de la ciudad: llegaban de repente, donde fuera, y aunque se cuidaban de caminar lo menos posible, solo bajo los pórticos y protegidos por escudos improvisados, algunas personas habían resultado heridas.
En el interior de los patios, Aurora entrenaba en el uso del arco a todo aquel que fuera capaz de sujetar uno. Cuando los tiros eran buenos, las flechas golpeaban las grandes dianas de paja y la deshilachaban. Cuando no estaba en los patios con su arco, Aurora había enrolado a las mujeres de la ciudad con el objetivo de crear en el palacio puestos de enfermería comunes en donde los heridos que no tenían familia, y por lo tanto también los Mercenarios de Rankstrail, pudieran ser curados. Al principio, la idea de que las mujeres no solo se acercaran a los Mercenarios sino que los tocaran fue considerada inapropiada, pero luego fue tolerada. Los menos entusiastas siguieron siendo los Señores del Pueblo de los Enanos que hubieran preferido que los dejaran en paz, en manos de las vendas sucias y de las hierbas masticadas de Trakrail que no pretendía ni limpiarlos ni separarlos de los caballos. Arkry, Señor de los Enanos, el más viejo de los Mercenarios, tenía una herida superficial en el abdomen. Se lo encomendaron a la Princesa de Daligar que trató de mantenerlo acostado y suspenderle por lo menos un día el pan duro con ajo, pero él se escapó y se fue para los establos donde se quedó por cuenta suya un par de días hasta que Rocío lo descubrió entre los abrevaderos y decidió encargarse de la herida.
Después de las primeras dos lunas de asedio el entusiasmo se había perdido del todo y el esplendor se habían extinguido por completo.
Poco a poco, día tras día, la ciudad perdió sus sonidos. El silencio comenzó a descender cuando el arrullo de las tórtolas y las palomas, hasta entonces alojadas en los numerosos palomares, se apagó: los pájaros se acabaron junto con las últimas patatas que quedaban en las despensas. El silbido de los mirlos y el gorjeo de los gorriones se extinguió antes que el cacareo de las gallinas, que fueron dejadas de últimas por los huevos. Cuando el maullido de los gatos desapareció, la pérdida de la alegría veló la mirada de los hombres y cuando el ladrido de los perros desapareció, la pérdida de la inocencia la ensombreció. Los únicos que quedaron para surcar el silencio fueron los relinchos de los caballos y los gritos de las gaviotas que volaban por debajo de las nubes, muy por encima del viento, más allá del alcance de cualquier flecha, dardo o golpe de honda.
Un hambre sórdida y una desesperación opaca se tragaron a Daligar; la envolvieron como una niebla espesa desde sus cimientos, donde las ratas habían desaparecido, hasta las tejas y canalones, donde ya no había más nidos de golondrinas.
El verano estalló con un sol implacable que expulsó del cielo hasta la nube más pequeña. El agua no alcanzó más.
El penúltimo sonido que se acalló fue la risa de los niños. Cuando la ciudad llegó al límite, incluso el llanto de estos se acalló. Las cigarras desaparecieron doradas a la brasa y solo quedó el tamborileo ininterrumpido de los Orcos para marcar el paso de la noche hasta el amanecer y para recordar que en ninguna parte estaba escrito que habría uno más.
Entre la gente nació un sordo rencor hacia los hombres del Capitán que comían codornices y faisanes entre hermosos cañaverales donde brotaba el agua de los arroyuelos, a la grupa de sus caballos, cada uno de los cuales tenía libras y libras de carne buena, fresca y sin gusanos.
Una mañana ya sofocante, si bien el sol acababa de levantarse, Rocío le dijo al Capitán que el respeto por la memoria de Arduin, sobre todo en estos momentos de abatimiento, mantenía por ahora a la loba a salvo de las miradas demasiado hambrientas, pero que el lobezno corría el riesgo de tener un terrible final junto a una de las últimas cebollas que aún quedaban en la ciudad.
Rankstrail, por respeto a la nueva condición de padre de su viejo compañero de armas que le había salvado la vida al menos una docena de veces, prometió que le encontraría otro alojamiento al animalito.
La jornada fue abrasadora. En los cañaverales el agua estaba inmóvil y pútrida, cubierta por nubes de zancudos. Antes del mediodía los Orcos los atacaron. Era un escuadrón insólitamente numeroso y aguerrido, pero, sobre todo, con caballos.
—Ey, Capitán —le gritó Lisentrail mientras buscaban un refugio para contraatacar—, estos malditos, además de las catapultas, seguro que también reconstruyeron el puente. Los caballos no caben en las barquitas que tienen.
—Sí —dijo algún otro—, más al sur, entre los cañaverales, donde no se ve.
—Capitán —le informó uno de los Enanos—, tienen a algunos Hombres.
—Sí, vi las insignias: pertenecen a la caballería de Daligar. Están amarrados a los caballos de los Orcos.
—¿Por qué no los han matado todavía?
—Seguro lo harán esta noche.
—Capitán, si no los liberamos, es mejor que los matemos. Si no hacemos que lleguen vivos a la noche, es mejor matarlos.
—Entonces tratemos de liberarlos, Nirdly. Me molesta matar a mis conmilitones, aun si estos se ofenden cuando decimos que son conmilitones nuestros. Lisentrail, pasa entre los cañaverales y sorpréndelos desde atrás. Llévate contigo a los Señores del Pueblo de los Enanos, salvo a Nirdly. Trakrail, tú eres el mejor arquero: quédate aquí con los hombres. Nirdly, ven conmigo y haremos un divertimento estratégico.
—¿Qué cosa haremos usted y yo, Capitán?
—Escaparemos haciendo algo de ruido. No demasiado, porque parecería hecho a propósito. Para seguirnos, dejarán a los prisioneros con algunos guardias y Lisentrail los rescatará. Cuando estén en el claro, al descubierto, llegarán las flechas de Trakrail y los demás. ¿Alguien tiene alguna pregunta?
—Yo, Capitán: ¿si capturamos alguno de los caballos de los Orcos, nos lo podemos comer? —averiguó Nirdly—. Me gustaría tener la panza llena por lo menos una vez antes de morir.
Por primera vez, desde que estaba con ellos, Rankstrail perdió muchos hombres en el enfrentamiento. Sin embargo, logró liberar una media docena de hombres armados del ejército oficial que los Orcos habían apresado y que arrastraban amarrados a los caballos. Se trataba, como los mismos desafortunados lo revelaron, de un grupo de guerreros que desde Alyil, la Ciudad Halcón, trataba de retornar a Daligar donde estaban sus familias. Hasta las Montañas del Norte había llegado el rumor de que en Daligar combatía una Reina Bruja, heredera de Arduin, y de que la ciudad aún resistía.
Esa misma tarde al regresar, Rankstrail decidió pedir una audiencia con la Reina.
Le dejó el lobo a Lisentrail y se puso en camino. En uno de los pasajes subterráneos de la ciudad se cruzó con una madre que iba acompañada de un chiquillo obstinado.
El chiquillo era realmente insoportable: se tiró al piso, escupió a su madre y trató de patearla. Ella lo halaba y no se dio cuenta de que los Mercenarios se acercaban.
—¿Sabes qué les sucede a los niños malos? Si no dejas eso ya, llamaré al Capitán de los Mercenarios para que te coma crudo.
—¡Ey, pueblo de Daligar! —intervino Lisentrail indignado y sarcàstico—. Tienen un centenar de Orcos puros, de óptima calidad, acampados frente a su casa, y teniendo tanto de dónde escoger solo se les ocurre decirles tonterías a sus hijos, y ni siquiera son capaces de educarlos bien…
El Capitán se limitó a encogerse de hombros. La madre y el hijo callaron y escaparon.
Cerca de los establos, Rocío lo detuvo. A la luz del último sol, los mechones blancos que asomaban por debajo de su cofia parecían brillar. La vieja guardiana tenía el lobezno entre sus brazos, salvado por un pelo de un destino como estofado: no estaba segura de que el milagro se pudiera repetir una segunda vez. Rankstrail, sin saber qué hacer, se llevó al animalito consigo. Al llegar al palacio del Juez, que ahora todos habían vuelto a llamar «Palacio de los Reyes», pasó delante de los soldados y entró por la puerta secundaria, la que daba a la calle. Se hallaba en el mismo jardín en donde, diez años antes, había encontrado a Aurora. Las glicinias estaban marchitándose y la sequía había dejado el pequeño estanque reducido a una capa de pantano en la que todavía agonizaban algunas ranas a la espera de que desde las cocinas alguien viniera a ponerle fin a su pena. El suntuoso columpio plateado se mecía perezosamente por encima de la maleza. Rankstrail amarró el cachorro al tronco de una glicinia, y este, vencido por el cansancio, se durmió de inmediato.
El Capitán salió de la penumbra y atravesó el jardín bañado por la última luz del atardecer. Solo entonces se dio cuenta de que no estaba solo. Sentada en el piso, cerca del estanque, estaba la hija de la Reina Bruja vestida con ropa de color carmín, sucia de fango, y una cofia pequeña hecha de complicados encajes entrelazados. Era evidente que esta le molestaba ya que trataba continuamente de apartársela del cuello con la manita. Rankstrail pensó que debía ser una norma: en aquel jardín tenía que estar siempre la Princesa de Daligar de turno, siempre vestida de color carmín y siempre con algo incómodo y elaborado en la cabeza. Se alegró de que le hubieran cambiado el vestido a la pequeña para hacerla menos reconocible, pero no se hizo demasiadas ilusiones. Los Orcos ya sabían que la Reina Bruja tenía un punto débil y ellos definitivamente no eran tan estúpidos como los describían las leyendas. Arriba, en una rama de encina, dormitaba el aguilucho. Esto también tranquilizó al Capitán: un guardaespaldas más para la niña.
La pequeña estaba sentada en el piso con una muñeca y una barquita de madera entre las manos. Cuando sus ojos se encontraron, el Capitán sonrió y la niña se ruborizó hasta las orejas. Sus ojos azules brillaron como estrellas.
El Capitán se conmovió: estaba en presencia de la hija del último de los Elfos; por sus venas corría la sangre del único Príncipe que él había aceptado como comandante y que hubiera seguido hasta el Cielo, o hasta los Infiernos.
—Tienes los mismos ojos de tu padre —susurró en un impulso.
Se maldijo de inmediato. Entre todas las frases posibles que hubiera podido dirigirle a una niña que había tenido que presenciar la muerte de su propio padre, había escogido sin lugar a dudas la más idiota. En los ojos de ella apareció una lágrima, luego una más y luego otra. Las lágrimas se juntaron lentamente y se convirtieron en un llanto desconsolado. El Capitán duplicó las maldiciones: como si ya no fueran suficientes todas las culpas que sentía, la mayor de ellas no haber protegido a Yorsh, para colmo había hecho llorar a su hija. En un intento desesperado por tratar de consolarla, el Capitán la tomó entre sus brazos y la estrechó contra él. El llanto no dio señas de atenuarse; más bien se sacudió en sollozos.
El pensamiento de que la Reina Bruja lo haría despellejar vivo si lo pescara con las manos sobre su hija desecha en llanto probablemente lo angustiaba menos que la desesperación de la niña y la idea de haberla ocasionado. Angkeel se despertó y descendió con un vuelo lento hasta una rama baja del castaño para estar cerca de ellos. El pico quedó exactamente a la altura de los ojos del Capitán, que deseó que el aguilucho no decidiera hacerle pagar con creces aquel llanto desesperado. Los sollozos aumentaron: entre las sacudidas se hicieron reconocibles las sílabas de las palabras «mi papá».
—También lo extraño, ¿sabes? —susurró Rankstrail—. Estuve con él solo una vez, pero no dejo de sentir su ausencia. Si él estuviera aquí, ya habríamos ganado esta guerra y ya se habría acabado. Te dejó para venir a salvar mi ciudad, ¿sabes? Sin él todos hubieran muerto, incluso los niños. Todo hubiera quedado reducido a cenizas y minas. Él te dejó para salvarnos. Aunque solo lo vi una vez, tuvo tiempo de hablarme de ti y de lo mucho que te quería… «Mi adorada hija» dijo…
La idea era que si lograba hablar en un tono calmado ella se tranquilizaría. No se había dado cuenta de cuán atroz era para él recordar a Yorsh. Le había jurado que su espada le pertenecía y después lo había enviado a morir solo. Con él el mundo estaría a salvo; por culpa de Rankstrail el Juez había destruido sin dificultad alguna la salvación del mundo. Rankstrail abrazó fuertemente a la pequeña y, con enorme vergüenza, no logró contener un llanto leve. La niña lo percibió y sus sollozos aumentaron. Rankstrail deseó que se lo tragara la tierra: no solo no había conseguido calmarla, sino que había exacerbado su pena. El Capitán no supo hacer otra cosa más que sostenerla entre sus brazos y maldecirse mientras el tiempo pasaba y la tarde terminaba.
Mientras el sol caía detrás de las Montañas Oscuras, los sollozos se fueron calmando lentamente, pero la niña no dejó de llorar. Siguió llorando de forma desconsolada con los brazos alrededor del Capitán y la carita en el cuello de su sayo que quedó mocoso y húmedo.
Rankstrail pensó que era evidente que su destino era consolar a las Princesitas de Daligar vestidas de color carmín y dejar que se soplaran la nariz en los pedazos de su ropa. La ternura que la niña despertó en él lo abrumó. Hubiera dado cuanto poseía por poder consolarla: pero lo único que poseía era Garrapata, una espada que le había robado a un Orco y una armadura que se caía a pedazos y que emparchaba periódicamente.
Se atrevió a acariciarle el cabello: había dado resultado con sus hermanos. Sus manos enormes y ásperas se enredaron en los encajes de la cofia que se deshilachó: los rizos se salieron por todas partes. El Capitán hubiera dado cualquier cosa por volver a poner todo como estaba: los rizos dentro de la cofia y las lágrimas dentro de la niña. Con un gesto rabioso la niña le quitó la pequeña cofia de las manos y la arrojó al suelo. Agarró el dobladillo de su vestido de color carmín y trató de romperlo.
—¡Fuera! ¡Boto! —gritó, después se abrazó otra vez al cuello del Capitán y comenzó a llorar de nuevo.
—Es feo, ¿no es cierto?, ni siquiera a mí me gusta ese color —aprobó el Capitán—. No es el color para vestir a una niña. Recuerda la sang…
Por fortuna logró detenerse a tiempo.
Había criado tanto a Flama como a Borstril: sabía lo espantosas que pueden ser para los niños algunas cosas que para un adulto parecen insignificantes.
Para la hija de la Reina Bruja, que había visto morir a su padre, debía ser terrible verse obligada a usar un vestido que en su mente estaba teñido de sangre.
En el llanto de la niña se reconocían las sílabas de «papá» y de «casa».
El Capitán retomó la palabra y siguió hablando por mucho rato; le explicó de nuevo la forma como Yorsh había salvado el mundo y después le explicó que no podía usar el delantal azul porque era peligroso. Los Orcos sabían que era el vestido de ella. No se lo habían quitado porque la odiaran y si la hacían usar ese color tan feo que no era que estuviera coloreado con s… sí, en definitiva con sangre sino que ese color se sacaba de una concha, él lo sabía porque su madre se lo había explicado, por eso era tan preciado, venía del mar como ella, también ella había nacido en el mar, ¿cierto? Su casa estaba en el mar y si no la llevaban de regreso a casa, no era porque no la quisieran sino porque había Orcos en el camino.
El llanto se calmó muy despacio. La noche comenzó a descender. Por fin la niña levantó la mirada hacia el Capitán que le secó la cara con la manga. No sabía qué más hacer: era demasiado pequeña para enseñarle a usar un arco.
—¿Ves el perrito? —preguntó al final el Capitán—. Un hermoso perrito, pueden jugar juntos, ¿lo quieres? Así no estarás tan sola. Además si un Orco viene a hacerte daño, el perro lo muerde.
La niña lo miró. Un destello de interés iluminó su mirada, como una única luciérnaga perdida en una noche de desesperación.
—¿Verá? —preguntó en voz baja, arrugando la frente.
El Capitán se preguntó qué diantres quería decir «verá» y no se le ocurrió nada.
Con un gesto leve de negación le indicó a la pequeña que no había comprendido. La pequeña se señaló primero a sí misma, después la muñeca de madera y de nuevo a sí misma.
—¿Verá? —volvió a preguntar.
—De verdad, sí, un perro de verdad, no es un juguete de madera.
—¿Guau? —averiguó más la niña, dudosa.
—No, para ser precisos, este no ladra, aúlla. Pero está bien, tal vez es mejor, ¿sabes? Los perros que aúllan son mejores que los que ladran: no te mantienen despierta toda la noche. Quizá a veces, pero solo cuando hay luna llena. Y si llega un Orco, los perritos que aúllan hacen más daño que los que ladran. Yo también tengo uno, sabes: mi perrito es el papá de este. Este lo traje especialmente para ti —mintió por último el Capitán.
Rankstrail atravesó el jardín hasta la parte que estaba más en penumbra. El lobezno se había despertado, volteó la cabeza y miró a la niña. El Capitán se arrodilló en el suelo: la niña se agachó, el cachorro le puso las patas en el dobladillo de su vestido y sus dos naricitas se encontraron. La niña se cubrió la boca con las manos y finalmente comenzó a esbozar una sonrisa, un principio de consuelo.