Capítulo 7

Cuando Rosalba se alejó de las escarpas y volvió a descender al patio, tenía náuseas.

En la cima de una alabarda estaba la cabeza del caballero abatido. Rosalba había visto los ojos abiertos de par en par y vacíos y las pecas que la muerte había desteñido hasta dejarlas de un desolado color amarilloso. Alrededor de él, sobre otras astas idénticas, estaban las cabezas de los centinelas de los fuegos de alarma, que en la criminal ausencia de órdenes habían permanecido en sus puestos y habían muerto allí. Con respecto a la noche anterior las picas habían sido cubiertas de manera indecente con festones de alimentos, cebollas y salchichas, quizá para burlarse aun más del hambre de los asediados, o quizá para hacer alarde del desprecio que sentían por la muerte, de la indiferencia que sentían ante el horror, pues ni siquiera este impediría que los Orcos se atiborraran de alimentos que los tábanos habían compartido con las órbitas vacías de los hombres muertos.

Los Orcos la estaban esperando y la habían reconocido de inmediato. Rosalba tenía la corona en la cabeza, así que era reconocible y, lo que era peor, había tenido a Erbrow en brazos, lo que hizo que también ella fuera reconocible. Era como si hubiera gritado que en Daligar había alguien que comandaba y que ese alguien sentía un amor sin límites por una niña pequeña de delantal azul y rizos negros.

Rosalba había comprendido por los gestos, que habían sido dirigidos más hacia la niña que a ella, cuán pequeños eran los pedazos en los que habrían desmembrado a su hija y cuánto se habrían divertido haciéndolo. De nuevo le había dado vértigo pensar que la niña, el bien más preciado para ella en el mundo, no era para ellos más que una cucaracha que había que destruir en el menor tiempo posible.

Algunos de los hombres de Rankstrail estaban siguiendo sus órdenes. Al atravesar el patio Rosalba se encontró frente al cuerpo decapitado del último agresor al que había mirado a los ojos antes de que lo mataran y de nuevo sintió náuseas. Para que estas no la abrumaran le dio una patada al escudo redondo del Orco. Era pesado y se limitó a voltearse: era de madera con un tachón de hierro central y estaba completamente taraceado. Rosalba se sorprendió. Se agachó para mirar el complejo juego que formaban las figuras geométricas ensambladas unas con otras, repitiéndose siempre iguales y siempre diferentes. Su bebé pateó.

Rosalba le dio al jefe de los soldados la orden de establecer controles severísimos sobre los hombres de guardia. El más mínimo descuido podría acarrear la destrucción de la ciudad y debía ser castigado con absoluto rigor. Cualquier enemigo que se acercara a menos de diez brazas del río debía ser señalado. Antes del anochecer se colgarían linternas de los postes de protección para iluminar las murallas y hacer imposible cualquier ataque.

Rosalba habría deseado con toda el alma correr donde Erbrow, no solo para consolarla de las groseras amenazas de los Orcos, que la niña había escuchado y probablemente entendido, sino también para consolarla por toda su descortesía, para usar una palabra apreciada por Yorsh, hacia Aurora que, por algún misterioso motivo, quizá su semejanza con Yorsh, parecía fascinar a la niña.

De nuevo no pudo hacer lo que quería. La urgencia era otra. El Senescal se le paró enfrente. La ciudad era inexpugnable, pero tenía hambre. Tenían víveres para una docena de días. Si los racionaban de modo estricto, quizá alcanzarían para un mes, pero no sería un mes placentero. Las reservas de aceite, cereales, fríjoles, garbanzos y harina de polenta habían sido quemadas. Solo quedaban las pequeñas reservas que cada ama de casa tenía en su hogar —cerdo salado, uvas pasas, miel, harina—, pero era poca cosa. Si convertían a los caballos de los recién llegados en estofado, quizá llegarían al mes y medio, pero la idea causaría una discusión con los propietarios que no parecían haber venido al mundo para recibir lecciones de espíritu conciliador.

La Reina dio la orden de contarlos a todos y a las familias de todos, incluyendo a los desplazados, especificando el número de hijos en edad infantil; censar las ocas, las palomas y los pollos que hubiera en la ciudad, hasta el último pollito implume. Acabarían con todas las reservas. Se comerían las mariposas, los murciélagos y las arañas. Toda madre de familia que tuviera algo de miel debía aprender a caramelizar cucarachas, que cuando son grandes, constituyen en todo caso algo de comer, y las de Daligar eran enormes. Por lo que recordaba, las ratas pululaban en los calabozos y estaba segura de que rellenas de castañas secas serían todo un manjar. Los peces rojos que la corte había olvidado llevarse estaban en las fuentes de los palacios nobiliarios y los insoportables papagayos estaban olvidados en las pajareras. Había que distribuir arcos para que todos los ciudadanos aptos aprendieran a dispararlos. Esto sería conveniente si las defensas de la ciudad cedían, o en todo caso serviría para enriquecer la despensa casera con gaviotas. El asedio del lado norte había sido roto. Los recién llegados, la caballería del Capitán, harían pequeñas salidas de patrullaje por la ribera norte para impedir que fuera asediada de nuevo y para cazar cualquier cosa. Por el aspecto que tenían no parecían personas que se perdieran en un bosque, que se amedrentaran ante un jabalí o que necesitaran la ayuda de una abuela para encontrar el camino de regreso a casa.

—Señora —retomó el Senescal—, lo peor es que no tenemos agua. La del pozo ya casi se acaba y los Orcos han ensuciado de tal modo la del río que bebería podría causar enfermedades.

Rosalba se quedó sin palabras: el agua era un problema insoluble. No era casual que los Orcos se empeñaran tanto en contaminarla.

Jastrin dejó oír su voz.

—El agua se puede limpiar —explicó—. El agua se limpia con fuego.

Lo sabía porque Yorsh se lo había explicado. Le dibujó en la arena unas cosas extrañas que se usaban y él las había reconocido cuando pasaron por el lugar donde se fabricaba el perfume.

—¿Las retortas? ¿Los alambiques? —preguntó el Senescal.

—Sí, exacto, alambiques, retortas, esos eran los nombres.

Rosalba le agradeció al cielo por Jastrin, por su memoria, su valor, su coraje. También él combatía con lo que tenía. Tenía las piernas frágiles, pero su espíritu era formidable: Yorsh tenía razón, valía la pena luchar por Jastrin como si fuera hijo suyo.

Rosalba pasó el resto del día con el Senescal y con Jastrin. Antes de que cayera la noche del todo habían logrado comprender cómo funcionaban los alambiques y las retortas: así fuera con lentitud y a expensas de toda la leña disponible, estaban en capacidad de limpiar el agua del río. Con mucha parsimonia, algo de suerte y de lluvia, podrían también estar a salvo de la sed.

Cuando Rosalba por fin logró llegar a sus aposentos hacía rato que Erbrow estaba dormida y no pudo saludarla. El Jefe de la Casa de los Reyes le anunció que la niña había comido y le sirvió la cena, algo que él definió como: «liebres de los cielos con uvas pasas y piñones, servida sobre un lecho de cebollinos». El plato era blanco con detalles dorados; al lado había un pequeño cuchillo y un minúsculo tenedor de plata que Rosalba, al llevarse la comida a la boca con las manos, miró con curiosidad. Se preguntaba para qué diantres podría servir eso. Hasta ese momento no se había percatado de lo hambrienta que estaba: era el hambre insaciable de las mujeres encintas.

Las «liebres del cielo» era quizá lo mejor que había comido en la vida y se lo dijo al viejo señor que sonrió feliz.

—¿Dónde atrapó los murciélagos? —preguntó con la boca llena—. ¿Cómo hace para caramelizar las alas?

—Los sótanos están llenos, Señora mía —repuso complacido el viejo señor—. Para caramelizar las alas mezclamos miel y limón: quedan deliciosamente crocantes. Es la misma receta que usamos para los pétalos de rosa y en las mismas proporciones. Sabe, Señora mía, estaba desesperado: nuestras despensas están más limpias que una cáscara vacía. Se salvaron de los incendios de hoy, pero no se salvaron de los cortesanos que huyeron y que se llevaron consigo todo lo que podían cargar. Por fortuna, la Dama Aurora me recomendó los murciélagos de los sótanos. Nunca se me hubiera ocurrido pensar en un alimento tan raro; sin embargo, cuanto me dijo era verdad: tienen un sabor incluso más delicado que el conejo y la liebre.

—¿La Dama Aurora? —preguntó Rosalba.

¿Y Aurora qué podía saber de eso? Debió haber sido criada a punto de exquisiteces en el jardín florido de su alegre infancia, sin tener nunca que ir a cazar animales más o menos repulsivos en los lugares más absurdos para no morir de hambre.

—Sí —retomó el viejo señor—. También abatió con el arco los animales necesarios para la cena y me aconsejó colgarlos en agua con sal, porque así es más fácil despegarles la piel. Es curioso que una joven que siempre vivió no solo en la abundancia sino en el derroche disponga de una información tan insólita.

La información disminuyó bruscamente el placer de Rosalba por la cena y de repente el sabor de todo le pareció menos grandioso, lo que sin embargo no fue razón suficiente para no seguir descarnando los huesillos, uno por uno. Mientras comía con los codos puestos sobre el mantel bordado y las alas de murciélago entre las manos, el Jefe de la Casa de los Reyes le puso al lado una espada corta en forma de media luna con un pesado mango de piedra y cobre, y un dije hecho con una esfera de jade en el cual estaba grabada la imagen del sol naciente, sostenido por un lazo de cuero muy viejo y gastado, como lisa y gastada era la vaina de la extraña espada. La espada y el dije, en cambio, cualquiera que fuera su edad, habían atravesado el tiempo intactas.

Rosalba miró los objetos y sintió una curiosa alegría ante la idea de poseerlos, como una sensación de pertenencia. Era como si hicieran surgir en ella el deseo profundo de tocarlos, unas ganas jamás experimentadas de tenerlos entre las manos.

Miró al viejo señor con aire interrogador.

—Pertenecían a Sire Arduin, Señora mía —respondió el otro a su pregunta silenciosa—. Es todo lo que queda de él. La espada y el resto de la armadura fueron sepultadas con él. Estas son las únicas cosas suyas que aún quedan en nuestro poder. Me alegra que usted se sienta tan feliz de tenerlas. Pensar que si no hubiera sido por Dama Aurora, no se me hubiera ocurrido ir a buscarlos para entregárselos.

Por último, antes de irse a la cama, Rosalba dio la orden de vestir a Erbrow con cualquier cosa que no fuera azul y de cubrirle el cabello. El Jefe de la Casa de los Reyes se acordó de que había conservado todos los vestidos y las túnicas de la Dama Aurora cuando era niña. Las cofias eran blancas y los vestidos de color carmín. La idea de que Aurora se hubiera puesto a hacer las veces de su ángel guardián exasperó a Rosalba, pero con tal de que su hija fuera menos reconocible estaba dispuesta a aceptar sus viejos vestidos.

Finalmente Rosalba llegó al lecho y se acostó bajo la cobija blanca al lado de su hija; esta se despertó y la abrazó. Rosalba se quedó despierta un largo rato, saboreando la dicha y besando repetidamente los rizos oscuros de su hija, como su madre hacía con los suyos y como luego había hecho Yorsh. Erbrow se durmió sin soltarla y también Rosalba cerró los ojos y comenzó su corta noche de un sueño interrumpido y agitado donde los recuerdos y las pesadillas se alternaban con visiones incomprensibles.