Capítulo 6

A Rankstrail lo atormentaba el miedo. Desde el momento en el que Aurora le había comunicado el terrible mensaje. Después de haber perdido al último de los Elfos, corría el riesgo de no llegar a tiempo a socorrer a la esposa y a los hijos de este.

Rankstrail no había sospechado ni siquiera remotamente cuánto peligro corría Yorsh. De manera apresurada había creído que era invencible y no se había preocupado por protegerlo. Aunque viviera hasta el fin de los tiempos, nunca se perdonaría el no haber evitado su muerte.

Ahora el Mundo del Pueblo de los Hombres había sido privado del único guerrero que era capaz de salvarlo, de guiar un contraataque. Habían abatido como a un perro sarnoso al ser que podía conducirlos a la victoria.

Los pocos instantes en los que había estado en su presencia habían bastado para que Rankstrail decidiera rendirle una fidelidad absoluta. Después de que Aurora le comunicó la muerte del último de los Elfos, Rankstrail juró que protegería a la esposa y a los hijos de este a cualquier costo.

Estaba seguro de que la guerrera que se estaba arrojando de modo temerario contra un océano de Orcos para salvar a los niños amenazados, a pesar de su fragilidad de mujer encinta, no podía ser sino la esposa del último de los Elfos y la heredera del último gran Rey de Daligar.

No solo había reconocido la corona y la espada: había reconocido el valor.

En el arrebato de poder socorrerla no había pensado en nada más.

Solo cuando la Reina Bruja le puso debajo de la garganta la punta de la misma espada que había relucido durante la liberación de Varil, Rankstrail se dio cuenta de su enésimo error: no había pensado que, para ella, él no era más que el asesino del dragón y, peor aún, un siervo del Juez.

En el momento en que la punta de la espada le rasguñó la garganta, el terror se apoderó de Rankstrail.

Los hombres que estaban con él lo habían seguido porque su fidelidad era absoluta e inquebrantable. La mitad más decorosa de su armada, los nacidos en Varil, los que tenían parientes allí y quizá una verdadera familia, se habían quedado bajo el mando del Príncipe Erik. Los que había detrás de él eran hombres sin patria o hijos de patrias innombrables. Eran aquellos sin historia o con historias inconfesables. Eran la escoria, los malditos, los rechazados. Ninguno de los hombres que tenía detrás desconocía la cárcel o el verdugo, a excepción del grupo de los Enanos, armados de hachas, que habían sido retirados del trabajo forzado en las minas para ingresar a la armada Mercenaria. A estos tampoco los habrían querido en las prisiones, para no arruinarlas.

Él, además del odio hacia los Orcos, era el único motivo que mantenía unida a aquella manada de caballeros. Si la Reina Bruja lo mataba, sus hombres la masacrarían. Después de perder a Yorsh, por no mencionar al dragón, Rankstrail sería culpable de causar la muerte de su esposa. Y después de masacrarla a ella, descuartizarían a Aurora, que para colmo era la hija del muy poco amado Juez Administrador, convencidos de que su petición de ayuda había sido solo el señuelo de una trampa mortal.

Rankstrail logró detener con un gesto de la mano a los soldados que estaban acudiendo en su ayuda. Lisentrail por suerte había tenido tiempo de frenar al lobo antes de que alcanzara el cuello de la guerrera. Aurora había descendido del caballo y también se acercaba.

—Señora —comenzó con la voz tranquila—, me llamo Rankstrail, soy el Capitán de los Mercenarios de Daligar. Sé quién es usted. Le juré a su esposo que mi espada le pertenecía y vine a ofrecérsela para protegerla a usted y a sus hijos como pueda. Si considera que debo pagar con mi vida la culpa de haber abatido al último de los dragones, juro que le permitiré tomarla, pero no en este momento sino cuando el asedio haya terminado.

Lisentrail palideció. Tragó y después dio algunos pasos al frente siempre sujetando al lobo por el cogote.

—En realidad al dragón… —comenzó a decir dudoso.

—Silencio —dijo Rankstrail severo.

—¿Conoció a Yorsh? ¿Conoció a mi esposo? —preguntó la Reina Bruja. La presión de la espada en la base de la garganta de Rankstrail disminuyó.

—Cabalgamos juntos. Liberamos juntos la ciudad de Varil cercada por los Orcos… Él… Yo… Nosotros estábamos siguiendo la orden de capturarlo —continuó el Capitán. La presión de la espada aumentó. Un murmullo enfurecido se estaba levantando en la tropa de Rankstrail: de un momento a otro se convertiría en un rugido—. Nosotros estábamos acatando la orden de capturarlo y entregárselo al Juez. Ignorábamos que Varil estaba sitiada, el Juez lo había ocultado, pero su esposo conocía la agonía de la ciudad y nos guio para liberarla. Era nuestro perseguido y se convirtió en nuestro líder… nosotros… juntos.

—¿Junto a usted? ¿El asesino de Erbrow? —preguntó con sarcasmo la Reina. La presión de la espada había casi desaparecido.

—Nosotros, esa vez, cuando el dragón murió, los salvamos a ustedes… —balbuceó tímidamente Lisentrail que intentaba de nuevo participar en la conversación.

La Reina Bruja no brillaba por la afabilidad de su carácter. Apartó con brusquedad la espada de la garganta de Rankstrail, pero solo para ponerla en la base de la del Cabo. Rankstrail por fin respiró: se giró hacia su tropa y con un gesto brusco dejó en claro que no necesitaba ayuda y que no quería que ninguno osara moverse o siquiera hablar.

—¡Cuando el dragón murió! —repitió la Reina—. Hermosa manera de expresarse. Al oírlo decir así parece que le hubieran dado lombrices o un resfriado.

—Soy el único responsable de las acciones de mi armada y soy el único que responde por ellas —retomó Rankstrail—. Si quiere mi vida, se la entregaré, pero después, cuando no haya más Orcos acampados frente a Daligar. En todo caso, Señora —agregó Rankstrail después de una pausa muy breve—, le acabamos de salvar la vida.

—¿Cómo voy a negarlo? —respondió la soberana muy poco impresionada—. Me la salvaron de los Orcos, pero nadie me dice que no haya sido para entregársela, después de algunos días, al Juez, de quien, si se me permite el término un poco crudo, usted es un siervo. Además, a ustedes los llamó la hija del mismo hombre que hizo colgar a mis padres y masacrar a mi esposo. Entre otras cosas, la muchacha en cuestión cabalgó hasta donde ustedes estaban sin que nadie le torciera uno solo de sus encantadores cabellos claros, en una tierra infestada de Orcos y, ¡hablando de coincidencias!, esos mismos Orcos debieron recibir recientemente información muy detallada de los planos de la ciudad porque los tres depósitos de víveres fueron incendiados. Deme un motivo para confiar en usted, Capitán, y démelo deprisa.

La Reina Bruja se quedó inmóvil. El lobo, que Lisentrail todavía sujetaba, gruñó. Por fin al Capitán se lo ocurrió algo.

—Señora, usted tiene un centenar de hombres, pero yo tengo cincuenta mejor armados y a caballo. No combatiré contra usted, pero mis hombres no tolerarán mi ejecución. Si nos masacramos aquí, unos a otros, nadie podrá detener a los Orcos.

—Preferiría entender de qué lado está, dado que yo tengo un centenar de hombres y usted cincuenta, sobre todo con los Orcos acampados delante de casa.

—Su esposo confiaba en mí. Juntos liberamos a Varil.

La soberana se quedó pensando un rato, en un silencio interrumpido solo por el lobo, luego bajó la espada lentamente.

—Es verdad —recordó Robi—. Reconozco que es verdad. Lo nombró cuando trataba de convencer al Juez de que combatiera a los Orcos o, al menos, de que no se lo impidiera hacer… «Su terrible Capitán con su aterradora armada y yo» fue parte de lo que dijo antes de que lo mataran. Es cierto. Él confiaba en usted. Estaba dispuesto a tenerlo como aliado… Esperar a que se levante el asedio para discutir las razones y los errores, dijo… Me parece razonable. En todo caso, no tengo mucho de dónde escoger. Entre tanto ordéneles a todos los miembros de su armada que se mantengan alejados de mí y que mantengan la boca cerrada en mi presencia. La paciencia no se encuentra entre mis numerosas dotes.

La Reina se dio vuelta y se alejó. Pasó cerca de un chiquillo delgado, recién liberado, se inclinó sobre él y se cercioró de que se encontrara bien.

—¿Te hicieron daño, Jastrin? —preguntó.

—No me hicieron nada, Robi, es decir, Señora mía —respondió el chiquillo—. Llegaste a tiempo. Estuviste grandiosa.

—Gracias —respondió la soberana. Ni siquiera entonces sonrió.

—Ey, Ro… Señora mía, ¿sabes por qué escaparon de ustedes? —preguntó el chiquillo triunfante.

—No, pero estoy segura de que tú sí lo sabes.

El chiquillo sonrió complacido.

—Es un asunto de urbanidad, y entre los Orcos esta es muy rígida. Para ellos las mujeres son seres tan inferiores que en la escala jerárquica de su sociedad se disputan el último lugar con los perros. Los callejeros. ¿No lo entiendes? El hecho de que les den asco fue algo que pesó a favor de ustedes. Si un guerrero te hubiera enfrentado y tú lo hubieras derrotado, no solo la vergüenza le hubiera costado la vida, sino que hubiera rondado a su clan y a su estirpe hasta el fin de los siglos. Aun en el caso de una victoria, sin embargo, por el solo hecho de haberse rebajado a pelear contra una mujer, el honor de un Orco estaría perdido para siempre y la pérdida del honor entre los Orcos puede ser una cuestión realmente dolorosa y penosa, incluso mortal.

—¿Y por qué me enfrentaron anoche?

—Porque no te reconocieron. No se dieron cuenta de que eras una mujer. Es tan inverosímil que una mujer encinta vaya a combatirlos que te deben haber confundido con un hombre. Tienes el cabello rapado, ibas al galope en un caballo cubierta por una capa y estaba de noche. Y si alguno se dio cuenta de que eras una mujer, y además encinta, que para ellos es peor, la oscuridad lo protegía de la vista de los otros Orcos. Ahora te han visto bien.

—Interesante —comentó la soberana—. Realmente interesante. Lástima que sus reglas de urbanidad, tan precisas y rígidas, encuentren vergonzoso enfrentar a una mujer con la espada y no pongan objeción en abatirla con flechas.

—Bueno, sabes, es decir, quiero decir, sabe, Señora mía, no se puede tener todo —comentó muy serio y pensativo el chiquillo—. ¿Y sabe qué es lo peor para un Orco fuera de batirse con una mujer? ¡Incluso más que ser derrotado! ¡Ser decapitado! Aun después de morir. La decapitación le impide a un guerrero vagar después decentemente por el Reino de los Muertos. Por eso les gusta tanto poner las cabezas de los nuestros en las picas; así no solo los matan sino que les arruinan la eternidad.

—Déjame entender —preguntó Rosalba—, ¿según los Orcos, si uno muere asesinando, mutilando y decapitando a otros tiene derecho absoluto al Mundo de los Infiernos con tal de que todavía tenga la cabeza pegada al cuello?

—Sí, así es.

—¿Y el mundo de los Infiernos en qué consiste?

Jastrin hizo un gesto vago.

—Más o menos en las cosas que les gustan aquí, pero sin límite, siempre y cuando el Orco haya combatido por los Orcos con coraje y siempre y cuando, aún después de muerto, tenga la cabeza pegada al cuello. Un Orco prefiere morir quemado vivo o torturado, que en su propio lecho si sabe que su cadáver será decapitado.

—¡De veras!

La Reina se alejó hacia el lado opuesto de la plaza donde los dos soldados heridos estaban cerca del pozo. Cuando estaba lo suficientemente lejos como para estar seguro de que no lo escucharía, Lisentrail dejó oír su voz de nuevo.

—¿Esa es la mujer del Elfo? —preguntó—. Entonces es una bruja.

Muchos hombres se habían acercado para tratar de saber qué había sucedido.

Rankstrail asintió y pensó de nuevo, al mirarla, que era un líder innato como nunca antes había habido uno.

—Y ahora sí creo que el Elfo no le temía a nada, con una mujer así. Ey, Capitán, ¿cómo fue que mataron al Elfo? No debió haber sido fácil. Él solo podía enfrentar a un ejército.

—Tomaron como rehén a su hija, una niña pequeña. Él tuvo que dejarse matar, de lo contrario hubieran matado a la niña —explicó el Capitán.

—Eso fue sucio. Realmente sucio. Capitán, ¿tú cómo lo supiste? ¿Te lo dijo la hija del Juez? Yo digo que no murió, que se hizo el muerto.

—No, murió de verdad —respondió el Capitán—. Su cuerpo fue quemado y además, cuando murió, en el lugar en que se derramó su sangre, nacieron margaritas, como con el dragón. Murió de verdad. A ella, a la hija del Juez, se lo contó su padre.

—¿Por eso está tan furiosa? ¿Por qué está tan furiosa con nosotros? Nosotros no le matamos al marido. Al dragón sí, fuimos nosotros, pero con la muerte del marido no tuvimos nada que ver.

—Porque estuvimos bajo las órdenes de un loco criminal —respondió el Capitán—, y el deshonor de haberlo estado nos pertenecerá por siempre, a nosotros y a nuestros hijos.

El deshonor es un anillo que, una vez forjado, nunca se rompe.

—No digas idioteces, Capitán, nosotros somos Mercenarios. Nunca alcanzamos a vivir lo suficiente como para tener hijos, si es que acaso encontramos una mujer que nos quiera. Ey, Capitán —prosiguió Lisentrail—, ¿tienes alguna idea de qué se come y dónde se duerme acá? De todos modos, cuando un Mercenario muere no nacen margaritas, ni siquiera la gente se da cuenta. Entonces es mejor que por lo menos comamos. Hicimos toda una jornada a caballo para abatirnos sobre una ciudad asediada por los Orcos en la que nadie nos quiere, en la que no hay nada de comer y en la que, si no nos degüellan los Orcos, será la bruja la que nos haga ahorcar… La cuñada de mi prima decía que siempre hay que verle el lado bueno a las cosas…

Rankstrail siguió mirando a la soberana. Tenía inteligencia, coraje y rapidez para tomar decisiones. Desafortunadamente tenía también la capacidad de usar la lógica, y la lógica, en ese momento, estaba en contra suya.

Si solo lograra que el dolor y la rabia no la empujaran hacia la injusticia, podría ser una gran Reina.

Aurora había presenciado el enfrentamiento, petrificada. De repente, una niña pequeña de rizos negros, delantal azul y pies descalzos atravesó el patio corriendo para lanzarse en sus brazos: la joven mujer le sonrió feliz y la niña estalló en risas.

La Reina regresó de inmediato hacia ellas.

—No se atreva a tocar a mi hija —masculló.

La sonrisa desapareció tanto de la faz de Aurora como de la de la niña. Los ojos azules de la pequeña y los ojos verdes de Aurora perdieron la luz de tal modo que parecían grises. Aurora bajó a la niña y se dio vuelta para enfrentar a la soberana.

—Señora mía —dijo calmada—. Perdóneme, pero no le permito pensar que podría hacerle daño.

—No se atreva a tocar a mi hija jamás —repitió la Reina después de tomar a la niña en brazos.

El silencio entre los presentes, los soldados, la multitud de los habitantes y las madres con los niños liberados era absoluto. Solo lo interrumpía el cacareo de las pocas gallinas de la ciudad.

—Yo le salvé la vida, Señora mía.

—De los Orcos —reconoció Robi—. Porque sin mí es imposible salvar la ciudad y es evidente que para usted y su padre es difícil renunciar a ella. Será necesario que me explique cómo logró atravesar una tierra infestada de Orcos y por qué estos sabían dónde teníamos almacenados los víveres, y será necesario que me lo explique con mucha calma porque me es difícil entenderlo.

Aurora no bajó la mirada, mantuvo con firmeza sus ojos verdes sobre los ojos oscuros de la soberana.

—Mis vestiduras y mi caballo se confunden: en la oscuridad y en la niebla se ven poco. Pero sobre todo hay un atajo que corta el asa del Dogon. Pasa entre las zarzas y las rocas y es inaccesible para quien no lo conozca. Pasé por ese camino cuando iba hacia Varil y por ese mismo regresamos todos juntos. Los Orcos desconocen el atajo y por ello está despejado. En lo que respecta a los planos de la ciudad, solo pudo ser mi padre quien los entregó. Debe haber hecho un pacto con los Orcos. Traicionó a Varil, cedió el plano de las esclusas a cambio de la paz con Daligar y ahora está trocando a Daligar no sé a cambio de qué. Soy la hija de mi padre, Señora, ¿cómo negarlo? Sin embargo, esto no es suficiente para que usted dude de mí. Yo soy yo, Señora, no mi padre.

—La sangre de su padre le corre por las venas, usted es su hija. Sus manos tienen la misma forma de las manos del hombre que hizo masacrar a mi esposo tomando a mi hija como rehén. Tienen la misma frente, la misma sonrisa. ¿Por qué no habría de temer cuando usted pone esas mismas manos sobre mi hija? ¿Por qué no habría de esperar que, al tenerla a ella como rehén, usted no me masacre a mí y al hijo que llevo dentro? En mi tierra suele decirse que las manzanas jamás caen demasiado lejos del árbol. Como lo anotó su amigo el Capitán, con los Orcos enfrente no hay mucho de dónde escoger, pero no se atreva a acercarse a mi hija, no se atreva ni siquiera a mirarla o haré que la ejecuten.

El rostro de Aurora se tornó cetrino. Su mirada se perdió en el vacío.

—¡Señora! —intervino el Capitán, que ya estaba hasta la coronilla—. La Dama Aurora cabalgó toda la noche para venir a ayudarla. Desafió la buena suerte más allá de los límites. La desafió al llegar a Varil en donde, al menos al principio, fue tomada por un emisario de su padre cuya traición ya se sospechaba. La desafió ahora, Señora, mientras la ayudábamos, cuando evitó que los niños que estaban sobre la pira, los hombres y mujeres que trataban de liberarlos y usted tuvieran una muerte segura y horrenda. Pero ante todo, la desafió esta noche al atravesar ella, una mujer, sola con su caballo y su coraje, una tierra infestada de Orcos. Puso en riesgo mucho más que su propia vida. Por lo que a mí respecta, reconozco mi culpa y estoy dispuesto a responder como usted quiera cuando el asedio termine, pero pido y exijo justicia para mis hombres que dejaron una ciudad donde eran tratados como amigos y libertadores para venir a combatir y quizá a morir aquí por usted. ¿Cómo puede ser tan cruel?

—Ni usted ni nadie más pueden pedirme o exigirme nada. Me ha salvado, es cierto: pero lo repito, sin mí la ciudad está perdida y salvarme simplemente quiere decir que no desea abandonar a Daligar en manos de los Orcos. Vi las flechas atravesar el cuerpo de mi esposo. Mi hija tuvo que verlo mientras moría. ¡Usted proclama ser secuaz suyo! Con secuaces como usted no hacen falta enemigos. Si no hubiera abatido al dragón que lo acompañaba, él hubiera sido invencible. Si hubiera sido su compañero de armas, ¿por qué no estaba con él para protegerlo cuando lo mataron? ¿Cómo puedo ser tan cruel? Me entreno a diario con diligencia —repuso cortante la soberana—. Señores míos, el último guerrero, dotado de una exquisita cortesía además de un infinito valor, fue abatido como un perro sarnoso. Solo me resta mi crueldad para separar a mis hijos de la muerte y les aseguro que no la escatimaré con nadie.

Aurora estaba pálida, pero al oír la voz del Capitán su mirada recuperó la luminosidad. Le hizo a Rankstrail un ademán gentil con la mano para que se detuviera, pues intuyó que estaba a punto de replicarle a la soberana. Sin dejar de mirar a la Reina a la cara, con un leve gesto de la cabeza dio su consentimiento.

—Tiene razón: la crueldad de mi padre fue tal que convirtió todo acto cortés y hasta la más mínima tolerancia en una imprudencia. Evitaré cualquier comportamiento que pueda alarmarla, incluso acercarme a su hija porque comprendo su preocupación y comprendo que mi inocencia no es suficiente para mitigarla.

Apareció un águila con las alas blancas y azules: era la primera vez que el Capitán veía una de ese color. Un murmullo de estupor se elevó entre los soldados de su armada. El águila dio un par de vueltas en el cielo despejado y se posó sobre el hombro de la Reina Bruja. La niña la abrazó con todas sus fuerzas y escondió la cara entre sus plumas.

En las escarpas se oyeron gritos, nombres repetidos, pero no como cuando se llama a alguien, sino cuando se le reconoce. Favolo, Carolo, Airolo… Uno de los soldados se asomó en dirección a la Reina.

—¡Señora mía! —le gritó—. Venga a ver. Ellos han…

—Decapitaron al caballero que murió en el primer ataque. También a los soldados de guardia de los fuegos de alarma. ¡Señora! ¡Venga a ver lo que han hecho con las cabezas!

Lisentrail estaba de nuevo cerca del Capitán y junto a Trakrail.

—Ey, Capitán —preguntó—. ¿Son las primeras que ven que todavía se impresionan tanto?

Desde el fondo de la plaza se elevaron los gemidos. «No», repetían sin cesar, y de nuevo se reconocieron los nombres: Favolo, Carolo, Airolo.

—Esos deben ser los parientes de los decapitados, las madres y las mujeres —comentó Trakrail, y exclamó—: ¡No les permitan subir a las escarpas! ¡No dejen que suban!

La Reina se dio vuelta hacia Trakrail y lo miró por un segundo. Luego se dio vuelta hacia el grupo de mujeres, evidentemente para detenerlas o consolarlas, pero ya era tarde: ya se habían puesto en marcha por las empinadas escalas de piedra. La Reina trató de seguirlas, pero su paso era lento. Tenía a la niña en brazos y al águila en el hombro, y eran pesos que se sumaban a su gravidez. Un viejo dignatario la seguía.

Se oyeron llantos de mujer, quedos y desesperados, sin gritos. La Reina llegó sin aliento al final de las empinadas escalas y tuvo que apoyarse en el muro para retomarlo. Luego se asomó por las escarpas y de nuevo le faltó el aliento: se puso pálida, quizá por las náuseas, mientras gritos repugnantes, cargados de amenazas proferidas de manera tosca en la lengua común, se elevaban desde los campamentos de los Orcos.

La niña se puso a llorar. La Reina la hizo alejar y se la dio en brazos al dignatario que se la llevó. Luego se acercó al grupo de mujeres, las consoló y las alejó de las escarpas.

—Aléjense de aquí, llórenlos lejos de aquí y llórenlos recordándolos en su esplendor de hombres vivos. Señora, ¿recuerda a su hombre el día en que la desposó? Entonces, deje de contemplar los despojos ultrajados por los Orcos y el ultraje dejará de existir. Señora, ¿recuerda la última vez que su hijo le sonrió? Recuerde eso y no mire otra cosa. Ellos no hubieran querido que las miradas de ustedes se posaran sobre sus despojos. Apártenlas de allí.

Las mujeres descendieron, una tras otra. Los llantos se acallaron.

Los Orcos, sin embargo, habían visto a la niña. Ahora sabían que el punto débil de la Reina de Daligar era una niña de delantal azul y rizos negros.

El Capitán deseó que nunca tuviera que lamentarlo.

La Reina estaba lívida: se dio vuelta hacia el Capitán y hacia el líder de sus soldados.

—Hagan decapitar a todos los Orcos que atrapen —ordenó—. Comiencen por los que hoy vinieron a hacerse matar aquí, en la plaza. Ya el trabajo está hecho con uno de ellos: faltan los demás. Hagan con sus cabezas lo que han hecho con las cabezas de los nuestros. De inmediato.

La niña estalló de nuevo en un llanto desesperado que no daba señas de calmarse.

—Decapítenlos a todos —ordenó el Capitán—, y pongan las cabezas en las picas como lo hacen ellos, bien alto, para que se vean.

—Capitán, ellos también les ponen comida, pero nosotros no tenemos.

—Pónganles lo que les parezca, basta con que sea colorido.

Muchos de los hombres de Rankstrail y la totalidad de los Enanos recibieron las órdenes con gritos salvajes.

Lisentrail se quedó en silencio y Trakrail intentó oponerse.

—¡Capitán! —susurró—. Nunca lo hemos hecho.

—Y ahora lo haremos —respondió con sequedad el Capitán—. Si la única forma de infundirles miedo a estas bestias salvajes es haciendo que se sientan ridículos en sus paseos por el Reino de los Muertos, pues así lo haremos.