Capítulo 5

Rosalba se despertó cuando el sol brillaba. Como en cada despertar, la desesperación por la pérdida de Yorsh la asaltó y, como siempre, la alejó. Ya llegaría el momento de poder llorar y arrancarse las vestiduras y el cabello, pero no era este. Ya tenía la ropa hecha jirones y el cabello rapado. Además tenía un ejército de Orcos acampado frente a la puerta meridional de una ciudad de cobardes e idiotas que habían celebrado durante años el honor de ser los súbditos del Juez Administrador.

Erbrow dormía serena a su lado y la herida que tenía en el hombro ya se había sanado. Rosalba lo interpretó como un buen augurio, besó a su hija en la frente y así fuera con esfuerzo, se levantó.

El amanecer había surgido cargado de júbilo y de comida. Una cesta de pan y manzanas puesta en la Sala del Pequeño Trono saludó el despertar de la soberana. Sobre el trono había un extraño vestido de telas superpuestas. Los faldones de la falda no tenían costuras y por debajo había unos pantalones de verdad; así podría cabalgar sin que nada se levantara. Era negro y el cuello estaba bordado en oro. El paño que quedaba más adentro, el que estaría en contacto con la piel, era de lino, mientras que el que estaba en el exterior era de terciopelo, cálido y resistente. En el suelo había varios pares de calzado negro de diferentes medidas para que ella pudiera encontrar la suya. En el fondo de la cesta, Rosalba encontró un pequeño pedazo de queso que miró emocionada, pues desde la muerte de sus padres no lo había vuelto a comer. Lo puso con un pan y una manzana al lado de Erbrow para que ella lo encontrara al despertar. Luego, vistiéndose con una sola mano, porque con la otra se llenaba la boca de pan, reemplazó la túnica sucia y hecha jirones. Regresó a la Sala del Trono.

Un ruido de pasos le advirtió la llegada del Jefe de la Casa de los Reyes que la miró feliz.

—Debo agradecerle —empezó Robi, mientras la mirada del otro se llenaba de orgullo—. Estas vestiduras son realmente bellas y cómodas. ¿Cómo se le ocurrió la idea de algo que fuera a la vez el atuendo de un caballero y una túnica?

—Fue la Dama Aurora —respondió el otro—. Ella me explicó cómo mandarla a hacer y yo di las órdenes. Anoche hicimos la primera y hoy haremos una segunda. Trabajamos de noche y con mucha alegría, Señora mía. Pero debe sobre todo agradecerle a la Dama Aurora —se escudó el hombre—: sin ella nunca se me hubiera ocurrido la idea de los pantalones que parecen un vestido. Ella me mostró los suyos y nos permitió tomar las medidas…

La poca alegría desapareció del espíritu de la soberana. Pero por más que no soportara a Aurora, la ropa que llevaba era demasiado cómoda como para renunciar a ella.

En compensación, recibió una buena noticia.

Se había quitado a Aurora de encima. Así como había llegado, se había marchado. Había hecho bajar el puente levadizo, contraviniendo cualquier norma de sentido común, con el riesgo de que le cayeran encima todos los Orcos y, peor aún, de permitir que algunos entraran a la ciudad, y después se había ido en la oscuridad y en la niebla. No se sabía a dónde.

Robi recordó que no había dado la orden de no bajar los puentes levadizos por ningún motivo en el mundo, dando por descontado que nadie haría una bestialidad de ese tipo, pero se dio cuenta de que había subestimado la imbecilidad de todos: en Daligal nunca se podía estar seguro de nada.

Se preguntó si Aurora ya habría caído en las manos de los Orcos y sintió un vago dolor ante la idea, porque la otra, después de todo, le había salvado la vida. Recordó con horror su maldición, pero ahogó el pensamiento: no era el momento de dejarse debilitar por las supersticiones…

Ella no la había expulsado: no era responsable de su destino.

Robi se aseguró de que alguien se ocupara de su hija y después se encaminó hacia las escarpas. La misma niebla que había protegido la fuga de Aurora envolvía al mundo y hacía que todo fuera confuso. Como le explicó el Jefe de la Casa de los Reyes, incluso en esa estación de principios de verano, seca y sin lluvia, el valle del Dogon, hundido debajo de las Montañas Oscuras, se cubría de nieblas fugaces e impenetrables que llegaban de improviso y hacían que todo fuera confuso y que de la misma manera se levantaban, barridas por el viento repentino que aparecía del norte.

Los Orcos estaban tratando de abatir de mala manera el gran puente levadizo y la puerta meridional. Habría sido posible con un puente móvil y un ariete, pero no contaban con ninguno de los dos. Todo lo que habían logrado hacer era fabricar dos balsas minúsculas que atravesaron el Dogon cargadas de hombres armados con hachas en vez de espadas y que tratarían de abatir las pesadas vigas de madera de la puerta, si solo hubieran podido llegar hasta ella. Las balsitas avanzaban bajo nubes de flechas, perdían el equilibrio por los huecos o se volteaban con la corriente. Hasta al mítico Srakkiolo, el Orco tonto de los relatos y de las baladas, se le hubiera ocurrido algo menos tonto.

Las burdas tentativas continuaron durante toda la jornada. Cuando alguno de los agresores golpeado por los arqueros caía al río y teñía las aguas con su propia sangre, el entusiasmo de los daligarianos estallaba, mientras los Orcos, absolutamente impasibles, lo sustituían con otro y volvían a empezar. Rosalba estaba tranquila: si alguno lograba alcanzar la puerta, las ampollas incendiarias y el fuego se encargarían del resto.

En la tarde el viento se levantó y barrió la niebla. La sabiduría retornó y los Orcos desistieron.

El ataque había sido largo, absurdo y fallido.

Rosalba se tranquilizó.

De repente, de las escarpas orientales se elevaron gritos y volutas siniestras de humo.

Rosalba comprendió.

El ataque había sido largo, complejo, bien articulado y no había fallado. Había subestimado a los Orcos. Había cometido dos errores: no se había percatado de que las órdenes del ataque a la puerta meridional eran de una estupidez excesiva e improbable, y no se había preguntado, cuando vio a los Orcos subirse por el palo engrasado de la cucaña, cuál era la estrategia para la cual adiestraban a los guerreros acróbatas.

Rosalba se precipitó hacia las escarpas, acompañada de los soldados. Llegó a tiempo para ver a los agresores escapar bajando como ardillas por las paredes exteriores de las murallas.

Dos soldados yacían en el suelo, degollados: se habían distraído tanto rato mirando el falso ataque que permitieron que los otros se subieran a los bastiones.

El objetivo no era romper las defensas de la ciudad, sino simplemente distraer la atención hacia la parte meridional, de tal modo que un pequeño escuadrón de soldados con armas ligeras, los guerreros acróbatas, remontara el agua en una de las barquitas que había sobrevivido y escalara los bastiones septentrionales sin ser visto, para raptar a media docena de niños.

Los palos que constituían las espinas de Daligar, creados para desalentar los asedios, pues por allí se arrojaba brea hirviendo sobre el enemigo que asediaba, podían sin embargo favorecer una escalada. Rosalba había subestimado de nuevo la idiotez abismal de su ejército. El duro adiestramiento para que no pensaran había persistido durante tantas generaciones que había dado frutos: como ella no les había ordenado a los soldados de guardia que permanecieran en sus puestos y miraran hacia abajo, los idiotas no lo habían hecho.

Habían incendiado los tres depósitos de provisiones que quedaban en la ciudad.

Había sido una maldita mala suerte, comentó el jefe de los soldados, que fueran esos precisamente los edificios escogidos para incendiar, ya que no estaban ni junto a las murallas ni detrás de ellas.

Robi pensó que si fuera mala suerte sería demasiada para ser casual. La idea de que alguien les hubiera entregado a los Orcos los planos de la ciudad le cruzó por la mente.

Un grupo de madres desesperadas y llorosas le obstruyó el paso. Alguien le informó que Jastrin también había sido raptado.

A las voces de los otros se unió la voz calma del Jefe de la Casa de los Reyes, superada de inmediato por la voz gélida del Senescal. Le informaban que los Orcos estaban construyendo una pira de madera para los rehenes: o la ciudad se rendía o los quemarían.

En el primer caso, irrealizable, la ciudad moriría. En el segundo, deplorable, los gritos de los rehenes y el olor de su carne carbonizada, serían, como decirlo… desmoralizadores.

—¿Desmoralizadores? —repitió Robi, tratando de luchar con valor contra la tentación de estrangularlo.

—Desmoralizadores —confirmó el otro y sacudió la cabeza— tanto para la totalidad de la ciudadanía como para la especificidad de la parentela directa.

—¿Para la especificidad de la…?

El Senescal señaló con un gesto vago el grupo de madres. Robi se preguntó por qué el Juez Administrador no se había llevado a este insoportable cortesano. La única respuesta que se le ocurrió es que él tampoco lo soportaba.

El grupo de madres había dejado de llorar y se estaba armando. Aparecieron cuchillos para asados y pequeñas hachas para decapitar pollos.

—Señora mía —dijo una mujer casi tan alta como ella, vestida de yute gris. Tenía un rostro bello, bien delineado, iluminado por unos ojos oscuros y un cabello castaño que se entreveía por debajo de un chai de lana roto—. Señora mía, la hemos visto combatir. La hemos visto vencer. Nosotras también combatiremos. Nuestros hombres siguieron al Juez porque su deber como soldados era seguir las órdenes de este, pero pronto retornarán para combatir por nosotras y por nuestros hijos. En su ausencia iremos nosotras.

Robi la miró y asintió. Nunca le podría pedir a esta mujer que se quedara viendo arder a su hijo. Tampoco era capaz de ver que la madre iba a hacerse masacrar y luego ella, Robi, se quedaría para verlo arder. Tenía un hijo dentro al que debía proteger, pero en ese momento, frente a los ojos de esta otra madre, no quería que su hijo naciera en un mundo donde la gente se quedaba viendo arder a los niños vivos. Era preferible que muriera quedamente en su vientre sin experimentar jamás el dolor de venir al mundo.

Además estaba Jastrin.

Como si fuera tu hijo, había dicho Yorsh.

—Por supuesto que iremos. Iremos todos. Ensillen mi caballo, reúnan a los soldados.

—Señora —protestó el Senescal—, ¡es una locura!

—¡Cómo negarlo! —coincidió Robi—. Los cuerdos pusieron su seguridad a salvo en las Montañas del Norte junto a la augusta redondez de sus traseros. Pero aquí solo quedamos nosotros, las mujeres, los niños y los locos para discutir con el ejército de los Orcos el significado de la vida y de la muerte. En conclusión, si vamos todos juntos a discutirlo, será más divertido que si van solo unos pocos a quemarse vivos en las piras, mientras que los otros permanecen en las escarpas viéndolos arder.

* * *

Salieron de inmediato. El puente bajó y la reja se cerró pesadamente detrás de ellos.

De un momento a otro terminarían de hacer la pira y le prenderían fuego. La puerta occidental se abrió. Robi, los cinco caballeros, cuatro soldados que montaban los caballos que les quitaron a los Orcos y todos los demás a pie se precipitaron al exterior. A las madres se les habían unido otras mujeres, abuelas y tías y todos los hombres que quedaban. Eran un ejército improvisado armado con lo que hubiera a mano, cuando no desarmado por completo, pero que tenía una ventaja: fue una sorpresa para los Orcos. Los planes completamente absurdos tienen el valor de ser imprevisibles. Robi vio huir a los Orcos. La horda se abrió frente a ellos.

El haber desperdigado los caballos de los Orcos le daba a la armada de Daligar, por miserable que fuera, la indiscutible ventaja de ser la única que disponía de una caballería.

Rosalba se dio cuenta, con una alegría perversa, que los Orcos no habían calculado ni la rapidez ni la furia del contraataque.

Luego comprendió que, aun teniendo en cuenta la sorpresa y la furia, el éxito de la acción era excesivo. Frente a ellos los guerreros estaban en realidad escapando como si hubieran visto un Demonio o a las Erinias en persona. Emitían insultos extraños y roncos, maldiciones curiosas lanzadas en un tono agudo y repetían a menudo un gesto incomprensible como cuando se está tratando de ahuyentar algo.

Rosalba y los otros cinco caballeros llegaron a la pira. El aceite aún no había sido vaciado: el ataque no lo había permitido. Uno de los Orcos tiró una antorcha, pero solo se produjo un chisporroteo y un poco de humo. Sin aceite, el fuego no se propaga. Las llamas encendidas bajo los cuerpos vivos no estallaron.

El Orco que arrojó la antorcha fue atacado desde arriba: hubo un grito ronco y dos enormes alas blancas y azules se abrieron. Finalmente Angkeel había regresado de cazar. Después de Erbrow, Jastrin era la persona que más amaba en el mundo. El Orco gritó y cayó. La sangre manchaba su máscara de guerra desgarrada.

Rosalba espoleó a Enstriil para que subiera a la pira y logró llegar hasta Jastrin: un solo golpe de la espada de Yorsh hizo saltar las cadenas con las que estaba amarrado al primero de los palos y lo liberó. Para hacerlo tuvo que agachar la cabeza; por suerte, el gesto hizo que esquivara por un pelo una flecha que se clavó en el palo de la hoguera. Robi lamentó el tiempo que no había perdido para buscar un yelmo y ponérselo en la cabeza que ahora sólo estaba protegida por la corona. De un momento a otro una nube de dardos oscurecería el cielo claro de ese día luminoso. La niebla había desaparecido por completo con el viento cálido. El cielo estaba alto, inmenso y surcado por las gaviotas del Dogon. Robi pensó que si había de morir, hubiera preferido una granizada o por lo menos un temporal.

Se precipitó con su espada sobre las cadenas de los otros niños. Los otros caballeros atacaron a los arqueros Orcos para ganar tiempo; pero estos no huyeron ni lanzaron maldiciones incomprensibles, sino que atacaron ferozmente. Dos soldados quedaron heridos. El grupo de las madres se dio cuenta de que los Orcos no combatían con ellas sino que las evitaban. Se lanzaron contra los arqueros con sus ridículas hachas y sus cuchillos hechos para descamar pescados y destripar gallinas, y esto también les permitió ganar algo más de tiempo.

De repente el sonido de un cuerno atravesó la llanura.

Robi levantó los ojos y vio un grupo de caballeros que llegaba por el este. ¡Varil estaba mandando ayuda! ¡El Mundo de los Hombres estaba decidido a erguirse en pie, batirse y reconquistar el derecho a la vida para sus hijos!

El sol estaba en lo alto. El primer caballero no llevaba yelmo. Aunque no hubiera reconocido el magnífico caballo color humo y crin negra, el brillo del cabello no dejaba lugar a dudas. Aurora había regresado y, para su mérito imperecedero, había tenido la simpática idea de traer consigo unos cincuenta soldados a caballo. No tenían estandartes y aun en la distancia se distinguían las corazas hechas de placas sostenidas como mejor se podía, las grebas disparejas y los yelmos abollados de la caballería ligera. No obstante, cuando se trataba de combatir, combatían. Al lado del que debía ser el jefe, corría un perro. ¿Un perro?

—¡Pero si es un lobo! —dijo el jefe de los soldados que acudió junto a Rosalba para protegerla.

Después de haber identificado rápidamente el punto de menor resistencia, el lado occidental de las líneas enemigas, el de los Pequeños Orcos de los Pantanos, el grupo de caballeros comenzó a abrirse paso para ayudarlos. Un centenar de grandes Orcos de las Montañas, con escudos en forma de hocico de lobo y alabardas en forma de colmillos, trató de formar de manera veloz una segunda barrera, pero los caballeros la rompieron de nuevo con un ímpetu invencible. Ya habían visto la pira con los niños y su furia era incontenible. Su grito de guerra se elevó furioso como un rugido:

—Ahora. AHORA. ¡AHOOORAAA!

El grito se repetía cada vez más feroz. Robi reconoció su propia voz unida a la de los demás.

Reconoció la vocecita de Jastrin, las voces de las madres.

—¡Ahora! ¡AHORA! ¡AHOOORAAA!

Resurjamos ahora. Combatamos ahora. Liberemos nuestra tierra ahora. El terror termina ahora. Ahora.

El escuadrón de los caballeros se interpuso entre la batería de los Orcos y Robi para darle tiempo de reunir a los suyos y llevarlos a salvo dentro de las murallas. Todos los niños habían sido rescatados. Después de ellos, poco a poco, entraron los caballeros; Aurora entró de penúltima sobre su corcel del color de la niebla y de último entró el que sin duda era el Capitán del escuadrón. Era un guerrero muy alto y montaba un jamelgo vergonzoso, que apenas se sintió al seguro paró de una forma tan brusca que por poco derriba al caballero: el gigante imprecó por debajo del yelmo.

El lobo, jadeante de tanto correr, llegó y se detuvo a su lado.

Uno de los grandes Orcos, uno de los caballeros apeados, había logrado saltar sobre el puente levadizo mientras lo estaban levantando y logró rodar por debajo de la enorme reja antes de que bajara estruendosamente. Era un guerrero espantoso: tanto el yelmo como la máscara de guerra estaban recubiertos de colmillos de lobo. Se arrojó sobre Rosalba, pero chocó contra el lobo que se había abalanzado sobre él dándole tiempo al Capitán de los recién llegados para enfrentarlo; este lo decapitó de un solo golpe con su espada de Orco, sin empuñadura, fundida en una sola pieza con esta. Robi pensó que, aunque pocas cosas eran tan horribles como el odio hacia alguien que está por matarnos, había algo insoportable en la decapitación. Volvió a preguntarse si los Orcos tendrían una madre o un padre y si alguna vez habrían sido bebés. Cerca de ella yacían los cadáveres de una media docena de enemigos que evidentemente habían ingresado durante los pocos instantes en los que la reja había quedado abierta a sus espaldas y habían sido abatidos por los soldados arqueros que defendían la ciudad.

Robi tenía ganas de arrodillarse y agradecerle al Cielo o a quien fuera que actuara en su lugar. No solo todos estaban vivos sino que había aparecido un primer grupo de refuerzos. El Capitán del escuadrón se había quitado el yelmo y Robi levantó los ojos para verle la cara. El alivio se transformó en furor.

Reconoció al Capitán de la caballería de Daligar.

Lo había entrevisto solo una vez, ocho años antes, a la salida de la garganta de Arstrid, pero había sido suficiente para que esa cara se le quedara grabada en la memoria.

Era el hombre que había matado a Erbrow. El hombre que hubiera querido masacrarlos a ellos, hasta al último niño harapiento, y que no había logrado hacerlo porque el último y magnífico vuelo del último y magnífico dragón que el mundo había creado había cerrado la garganta de Arstrid tras la fuga de ellos.

Con los ojos de la memoria, Robi volvió a ver las grandes alas verdes abiertas bajo la luna y las flechas que las abatían. Recordó la gran mancha verde que había ocupado y aquietado sus sueños de niña desesperada. Su odio por el Capitán solo era inferior al que experimentaría si estuviera frente al Juez Administrador en persona.

El Capitán era en todo y por todo una emanación del Juez.

El Capitán de la caballería de Daligar la vio y la reconoció, o quizá, como habían pasado muchos años como para reconocer sus facciones, no la reconoció sino que la identificó. Descendió del caballo y se le acercó.

Robi seguía sosteniendo la espada en la mano: la hoja de luz de los Elfos brilló mientras la apuntaba en la garganta del otro. Era un guerrero muy alto, muy fuerte; realmente parecía invencible. Robi sintió una satisfacción infinita al ver el terror en sus ojos. El gruñido del lobo se elevó amenazante.

—Detén al lobo —dijo Robi intimidante.

—Lisentrail, detenlo —dijo el Capitán. De nuevo Robi, con una dicha salvaje, le vio el miedo en la cara.