Capítulo 4

Erbrow se despertó mucho antes de que el alba naciera. Al otro lado de una ventana, alta y estrecha, dividida en dos por una columnita, la luna se elevó e iluminó la noche ventosa. Erbrow miró a su alrededor con la esperanza de ver el brillo del cabello de su padre o las alas verdes del dragón, pero solo estaba el blanco austero e intimidante de unas paredes desconocidas para ella.

La noche debió haber sido terrible: el aire estaba lleno de humo y olores atroces, como de furor y dolor. Nunca sabía lo que estaba sucediendo.

Ya no tenía a su papá que le explicaba las cosas.

Lo había visto marcharse en las alas del dragón y ahora ella también sabía qué se siente al volar. Eso había sido hermoso, pero extrañaba terriblemente a su papá. Tenía muchos deseos de poder llorar, pero mamá le había dicho que no debía. Si hubiera podido llorar, tal vez esa especie de piedra fría que tenía por dentro se hubiera disuelto. Hubiera deseado que su madre la tuviera entre sus brazos, donde se oían los corazones de los dos hermanitos: entonces tal vez la piedra se hubiera disuelto de igual manera, al menos un poquito, pero mamá ya no podía cargarla en sus brazos porque siempre tenía otras cosas que hacer.

Cuando estuvo despierta del todo, Erbrow se dio cuenta de que su mamá dormía junto a ella. Por un segundo se consoló, pero después la luz de la luna llenó la habitación y vio la sangre. Mamá la tenía en el rostro, en la ropa, en el cabello, o más bien, en lo que le quedaba de este. Estaba herida. La niña puso la mano en el hombro de su madre. Allí, por debajo de la ropa rota, una pequeña herida todavía fresca dejaba salir algunas gotitas de sangre, y la curó. El cansancio la agobió y tuvo ganas de ponerse a llorar. Logró tragarse las lágrimas y volvió a desear con toda el alma que su papá estuviera junto a ella.

Tenía que hacer pipí. En su casa, donde había nacido, solo tenía que salir e ir a la playa. Erbrow se preguntó por dónde llegaría a la playa en este extraño lugar en el que se encontraba. Mamá con seguridad sabía, pero estaba durmiendo. Aun así Erbrow sintió cuán abismal era el cansancio que tenía y no osó despertarla.

Se deslizó de la cama. La luz de la noche clara había invadido la alcoba: al lado de su madre vio la espada de la hiedra donde solían cocinar las tortillas, y que estaba llena de sangre coagulada. Erbrow abrió los ojos de par en par y escapó porque no quería ver aquello. Mientras buscaba la playa, se preguntó cómo cocinarían las tortillas si acaso lograban encontrar de nuevo nidos de gaviotas.

Vagó al azar: no encontró ninguna playa. Su casa era un lugar fácil que se acababa con las paredes: adentro estaba la casa y ahí se dormía, y afuera estaba la playa y allí se podía hacer pipí incluso de noche, sin tener que alejarse demasiado de papá y mamá que dormían. Su casa era el lugar donde la espada de la hiedra estaba limpia y se usaba para hacer tortillas, donde su papá le contaba historias y le cantaba canciones cuando la oscuridad llegaba y le daba miedo.

La casa donde se encontraba era una casa extraña que siempre continuaba, puerta tras puerta, y que nunca terminaba. Erbrow se preguntaba dónde habrían puesto la playa. Llegó a un jardín lleno de hierba verde y flores grandes que centelleaban con el rocío de la noche, y por lo menos resolvió el problema del pipí.

La niña se dio cuenta de que estaba perdida. Por horrible que fuera la idea de regresar junto a la espada ensangrentada de su mamá, la idea de no ser capaz de regresar era peor.

Erbrow cada vez tenía más ganas de ponerse a llorar, pero mamá le había dicho que no debía. Se sentó en el suelo, se abrazó las rodillas y puso la cabeza encima. Sacó su muñeca y la sostuvo entre las manos pasando los dedos por la madera descortezada, pero esto tampoco la consoló. Su papá se había marchado con el dragón y ella estaba sola. No sabía lo que estaba sucediendo. Todo le daba miedo. Todo era horrible. La espada de las tortillas estaba empapada de sangre. También su mamá estaba llena de sangre, y además ella, Erbrow, estaba perdida. Todo era frío.

Mamá había dicho que no debía llorar.

Mamá había dicho que quería ser la madre de dos hijos vivos.

Los hermanitos eran dos y vivirían.

No tenía necesidad de ella: Erbrow podía irse de allí.

Acurrucada en el suelo, Erbrow soñó que su padre venía por ella en las alas del dragón. Pensó que si detenía su corazón, esto sucedería. De todos modos mamá tenía a los hermanitos y ella estaba perdida… Erbrow sabía cómo detener por sí misma su propio corazón. Su papá no lo había hecho, pero mientras la miraba con los ojos perdidos en los suyos, él lo había pensado y ella lo había comprendido.

Alguien la tocó. Erbrow levantó la cabeza y entrevió en la escasa luz una figura alta con un cabello que brillaba sutilmente, y por un instante pensó que su padre por fin había regresado para llevarla consigo, pero el dragón no estaba.

No era él sino una joven vestida como un hombre, con un arco en bandolera y una complicada red de plata y perlas que le sostenía el cabello. La mujer puso una rodilla en el suelo para poder mirarla a los ojos.

—¿Puedo serle útil de algún modo, mi Pequeña Señora? —preguntó.

Erbrow se quedó perpleja. Era una pregunta difícil. Mientras trataba de comprender cómo debía responderla, la desconocida habló de nuevo.

—Mi nombre es Aurora —se presentó con una venia.

La niña asintió. Se tragó rápidamente la desesperación y trató de nuevo de entender qué debía hacer. Se preguntó si debía corresponder: se sentía muy intimidada, pero no quería parecer descortés. La cortesía era muy importante para papá. Se señaló a sí misma.

—Ebbou —logró decir en un susurro.

—Es un nombre bellísimo, mi Pequeña Señora; es un verdadero honor conocerlo —comentó Aurora.

Erbrow asintió.

—Dago —se sintió en la obligación de especificar, y de nuevo se señaló a sí misma.

—Es el nombre del dragón. Comprendo. Lleva el nombre del último de los dragones, el que su padre, en sus años mozos, acompañaba a volar.

Erbrow asintió y luego escudriñó a Aurora un largo rato a la luz incierta de la antorcha.

—Oa —susurró.

—¿Ahora? Ahora… ¿Quiere decirme que su padre y el dragón ahora se han reunido y vuelan juntos?

Erbrow asintió. Por fin había encontrado a alguien que entendía algo.

—¿Me permite abrazarla? —preguntó Aurora de forma inesperada.

Erbrow aceptó y se encontró rodeada por un cuerpo tibio y blando envuelto en telas que se sentían suaves contra la piel. Acomodó la cabeza junto al cuello de Aurora que tenía un olor a aire y viento que le recordó de manera vaga a su papá. Aurora le acarició largo rato el cabello. No era la misma cosa que poder llorar, pero al menos había alguien que la abrazaba mientras ella hablaba de su papá. Eso ya era algo. La piedra de frío y de oscuridad que tenía por dentro cuando vio a su papá morir comenzó a disolverse un poco. Si hubiera podido llorar en los brazos de alguien que hubiera llorado con ella, quizá esa piedra se habría disuelto aun más y el recuerdo verde de las alas del dragón sería más fuerte que el del rojo oscuro de la sangre, pero mamá había dicho que no debía llorar y Erbrow no se había atrevido a hacerlo.

—Su muñeca es muy bella —le dijo Aurora—. Debe ser hermoso tener una muñeca así: con ella uno jamás se puede sentir solo.

Erbrow casi logró sonreír. Le gustaba que Aurora le hablara a ella, que era pequeña, del mismo modo como oía hablar a los adultos.

—Espero, si alguna vez tengo una hija —agregó Aurora—, que pueda tener una muñeca hermosa como la suya. Así jamás estará sola.

Esta vez Erbrow se sonrió realmente complacida, pasando los dedos sobre su muñeca de madera tallada.

—¿Está perdida? Este palacio es muy grande y es fácil perderse. Si me permite, puedo acompañarla. ¿Puedo llevarla en mis brazos? Sé dónde duerme su madre —agregó.

Erbrow aceptó. Estaba cansada. Fue bello sentirse en los brazos de Aurora. Todo era dulce y tibio en su abrazo. Erbrow posó la cabeza en el hombro de ella y pensó que si hubiera llorado la muerte de su padre allí, en ese momento, la piedra fría que tenía por dentro se habría disuelto del todo. Deseó con todo el corazón poder hacerlo, pero no estaba segura de que su madre se lo hubiera permitido y se contuvo. Cuando estuvo en una extraña habitación donde había una enorme silla de oro, Aurora la bajó.

—Derecho, en esa dirección, está su madre. Quédese junto a ella: ella la necesita muchísimo en este momento. Recuerde que no puede perderse: tiene que estar junto a ella. La ciudad está asediada por los Orcos, pero su madre le ha traído una magnífica victoria y ahora la ciudad es inexpugnable. Esta noche hubo dolor, pero gracias a su madre, a su valor y a su coraje, se pudo evitar un dolor infinitamente mayor. Gracias a su madre y a la sangre que se derramó, los niños de esta ciudad podrán seguir diciendo la palabra «mañana». Su madre no puede estar con usted ahora, porque debe protegerlas a usted y a la ciudad de la muerte y de la destrucción; solo ella puede hacerlo. Nadie tiene su fuerza. Nadie tiene su valor. Mi Pequeña Señora, usted es la persona más importante de la ciudad. Sin usted su madre estaría perdida, y sin su madre todos nosotros estaríamos perdidos. Mi Pequeña Señora, no se pierda más, se lo ruego. Ahora debo irme. El viento se calmó y la niebla se está levantando. Dentro de poco la luz de la luna será devorada y todo se volverá confuso como en un sueño. Con la oscuridad podré salir de la ciudad. Mi caballo es el más veloz del reino y su color se confunde con la sombra y con la niebla, al igual que mi atuendo. Yo conozco todos los atajos, en la oscuridad solo yo puedo encontrarlos. Puedo pasar a través de las Colinas de la Luna Nueva que nos separan de Varil. Debo ir a llamar a un guerrero muy fuerte que combatirá en lugar de su madre, y ella podrá estar a su lado.

Erbrow asintió aliviada. Por fin había encontrado a alguien que la entendía cuando hablaba y que le explicaba lo que estaba sucediendo. Si alguien le explicaba lo que estaba sucediendo, el mundo no era solo furor y salía de la oscuridad de lo incomprensible: era como si un rayo de luz hubiera atravesado la niebla. Sabía también que, si tan solo hubiera podido llorar a su papá junto a alguien que llorara con ella, la piedra que llevaba por dentro se volvería menos negra y menos dura. Aurora tenía una voz calmada que le recordaba el susurro de las cañas cuando no había viento en el mar. Era una voz dentro de la cual se podía acurrucar, una voz dentro de la cual su cabeza se podía recostar y los ojos se podían cerrar y se podía soñar que la muerte de su padre ya no sería dolorosa.

Por fin había encontrado a alguien que hacía y decía alguna cosa sensata.

—No daño —le aconsejó alarmada.

—Claro —la tranquilizó Aurora—, tendré cuidado para que no me pase nada malo. Ahora váyase. Su madre la necesita: podría despertarse y sería terrible para ella no encontrarla a su lado —le hizo una reverencia.

La niña asintió de nuevo en señal de despedida y se fue corriendo. Hubiera querido despedirse mejor de Aurora y pronunciar su nombre, pero era un nombre particularmente lleno de eres, que entre todos los sonidos era el más huidizo y caprichoso.

—Aoa —susurró en voz baja. Sin los sonidos caprichosos se volvía como un suspiro de brisa en los días sofocantes.

Atravesó tres habitaciones y finalmente llegó al lecho de su mamá.

Pasó rozando la pared de la chimenea y recortó el camino hacia la cama; así no tenía que ver la espada ensangrentada.

Se ovilló como un gatito, tuvo cuidado de no tocar la ropa de su madre donde estaba sucia de rojo oscuro y de no mirar las manchas tampoco.

Todo estaba tibio y se sentía el latido de los hermanitos.

En la noche, a punto de convertirse en amanecer, estaban apareciendo nuevos olores: aromas tenues del pan que se horneaba, tortillas que se freían y esperanzas que de nuevo cobraban vida. Se oyó el canto de un gallo.

Erbrow se deslizó en el sueño y su mente se perdió en los sueños como un copo de nieve en el mar.