Rosalba se alejó de la Pequeña Sala del Trono. Erbrow dormía y no se despertó cuando su madre se agachó para besarla. El Jefe de la Casa de los Reyes estaba de guardia en la puerta y se inclinó a su paso.
La Reina Bruja regresó a las escarpas, pero antes pasó por los sótanos e hizo un conteo rápido de las botellas de perfume, el agua mágica de la que nacía el fuego, almacenadas con cuidado: casi dos centenas. En un rincón de su mente su Rey estaba con ella. Volver a envainar la espada era difícil y sobre todo hubiera sido complicado volver a sacarla: decidió sostenerla con las dos manos en la misma posición que los antiguos Reyes de piedra detrás de ella, mientras su mirada vagaba sobre el extenso campamento que los cercaba.
Los soldados se estaban reuniendo, dudosos, asustados, desanimados, pero, por lo menos, con las armas en la mano. Todos la miraban a ella, erguida y vigilante, envuelta en una lujosa capa que parecía el mar bajo la luna, con una corona que brillaba sobre su rostro calmado y severo, tan antigua como la ciudad misma.
La ciudad estaba en peligro mortal, pero ellos tenían un Rey. Su corona resplandecía a la luz débil de una única antorcha, sobre el velo que el viento ondeaba como una bandera, la única de la cual disponían en aquella que podía ser su última hora. Sobre la capa las perlas y las filigranas se alternaban con un centelleo sutil. También la espada resplandecía en la oscuridad de la noche sin luna. El Rey era mujer. El recuerdo de que esto podía suceder estaba casi borrado, pero en los tiempos más remotos las mujeres Reyes habían existido y eran llamadas «Reinas». Algunas reinas habían sido Reinas Brujas.
La ciudad tenía una Reina Bruja.
Una Reina que había sido la esposa de un Elfo era una Reina Bruja.
Quizá la ciudad todavía no estaba realmente perdida.
Robi no quería a Daligar. Quizá sería más correcto decir que la odiaba con toda el alma: era la ciudad que había presenciado con indiferencia el ahorcamiento de sus padres y que en otras circunstancias habría celebrado la muerte de Yorsh. La gente ahora la miraba con la misma devoción con la que habrían recibido a un Dios que bajara del cielo a comprar un par de libras de pimientos en el miserable mercado de la ciudad. Robi sabía que aquella era la misma gente que habría aclamado su ahorcamiento con una alegría auténtica, si la fuga del Juez no les hubiera entregado la ciudad a los Orcos.
De todas las ciudades por las que habría deseado combatir y morir, Daligar era la última.
De todas las personas por quienes habría deseado combatir y morir, esas que la rodeaban eran las últimas.
—Yo combato con lo que tengo —había dicho Arduin. Ella combatiría con la gente de Daligar, pusilánime y estúpida, la que más despreciaba en el mundo.
Robi miró las escarpas. Hasta el último puñado de nubes había sido barrido del cielo, que ahora estaba lleno de estrellas que brillaban vacilantes. Era una noche sin luna, pero los fuegos de los Orcos iluminaban la llanura y las alturas permitiendo que el terreno fuera reconocible, como un gigantesco mapa con luces diseminadas.
Jastrin, a su lado, la ilustraba sobre las diversas tribus de Orcos, con descripciones detalladas que incluían prácticas, costumbres e historia.
Al noroeste, cuarenta pies más allá del pequeño puente levadizo de la puerta septentrional, inmediatamente después del bosque de sauces, había un grupo de Orcos grandes de las llanuras meridionales. En ese momento estaban borrachos hasta las orejas con cerveza de cebada mezclada con miel y excrementos de cabra, una auténtica delicia para ellos. La miel aumentaba la velocidad con la que la cerveza embriagaba y la sal del estiércol de cabra aumentaba la sed, de modo que se embriagaban más y más. Estaban comiendo cabra muy curada, o más bien, realmente podrida; la presencia de gusanos aumentaba su valor gastronómico, según dijo Jastrin. Para evitar quedarse sin alimento y bebida, los Orcos tenían un redil con un rebaño de cabritas que traían desde sus tierras. Para alimentar a las cabras cargaban pacas de heno amarradas de los caballos, que ahora estaban organizadas al lado del redil.
La mirada de Robi se detuvo largo rato sobre el heno. El heno arde con el fuego.
Los Orcos de las Montañas estaban media legua al sur. Eran un poco más pequeños, un poco más pobres y, si acaso era posible, un poco más sucios. Tenían el campamento entre el río, que no arde, y la gravilla de la ribera que tampoco arde, pero justo al lado de esta estaba la hierba árida, amarilla y seca que sí ardía muy bien. También los Orcos de las Montañas habían nublado su juicio con cerveza mala y saciado su sed de sangre con el vino, su sucedáneo más cercano. Los borrachos combaten mal y mal se defienden de los incendios. Sería suficiente incendiar la paja de las cabras; luego el viento de tramontana que soplaba del norte haría el resto. Quedarían atrapados entre las llamas y el río, arrinconados entre el fuego y el agua, sin más consejo que el de la cerveza que tenían adentro.
Mientras más se detenía la mirada de Robi más titilaba la esperanza, que resurgía y danzaba como las chispas de una llama.
Del mismo lado del río, siempre al norte donde estaban los cañaverales, estaba la enorme multitud de pequeños Orcos de los Pantanos inferiores. Tenían corazas de cuero desteñido y verdoso y máscaras y yelmos adornados con dientecitos agudos de depredadores marinos. Cerca de ellos estaban amontonadas las pequeñas barcas hechas de cuero y madera con las que al día siguiente lanzarían el ataque y sin las cuales el ataque sería sencillamente imposible.
Jastrin había dicho que los pequeños Orcos de los Pantanos eran buenos nadadores. Tenían armaduras livianas y en caso de incendio se salvarían en las aguas del Dogon: pero en realidad eran muchos y en ese punto el río era rápido y profundo. No todos se salvarían y de todos modos perderían parte de las armas. Pero el asunto principal era destruir las barcas: sin barcas, la supervivencia de Daligar sería posible.
Acampada de frente, en la ribera meridional, bien atenta a no mezclarse con la escoria, estaba la caballería de los Orcos. Esta por sí sola daba más miedo que todos los demás juntos. Los caballeros no estaban ebrios y estaban comiendo algo que habían cazado, quizá un jabalí, con una sobriedad notable. Cerca de ellos estaban las catapultas que al día siguiente harían arder a Daligar, sin duda, obras maestras de ingeniería militar. Los caballeros estaban en la ribera equivocada: ya que el viento soplaba del norte, era necesario comenzar el fuego desde el río. Alguien o algo debía descender desde la ciudad hacia los Orcos. «Una llama que se expande por todos lados con un ruido parecido a un trueno», había dicho el Senescal. Después de todo no era tan difícil ser general. Bastaba con tener las armas justas y calcular siempre la posición del adversario con respecto a la dirección del viento. Debajo de ella los estandartes ondeaban en la oscuridad. Finalmente Robi se percató de lo largos y ligeros que eran.
El jefe de los soldados vino a darle un informe sobre las fuerzas. En la ciudad habían quedado muy pocos soldados: alrededor de cincuenta infantes y una media docena de caballeros. Era gente de poca y reciente nobleza, a quienes no se les había pedido seguir al Juez en su última empresa, más que todo porque no los habían querido. Por lo tanto había siete caballos incluyendo a Enstriil.
Rosalba ordenó fabricar una serie de balsitas para cargar las ampollas de perfume, una veintena por balsa, y antorchas para incendiar los campamentos al sur del Dogon. De manera simultánea hizo distribuir las ampollas restantes entre los caballeros, siete con ella. Cada uno de ellos tendría diez ampollas, una antorcha y un estandarte empapado en el líquido inflamable. El plan era simple: saldrían desde el pequeño puente levadizo al norte y, con la ayuda del perfume, los estandartes, las antorchas y el viento, incendiarían todo lo que pudieran, sobre todo las barcas. Después llegarían al puente de madera y lo destruirían; así las dos riberas del Dogon, es decir, los dos troncos del ejército enemigo, quedarían aislados. Al mismo tiempo pondrían las balsas llenas de perfume y fuego en el agua para que el viento las empujara hasta los cañaverales y, con algo de suerte, les prenderían fuego. Decidieron poner una balsa cargada de haces de leña empapados de perfume que llevara en el centro una veintena de ampollas llenas, pero sin la tapa de lacre.
Robi explicó que no tenían elección. Tenían que combatir esa misma noche.
Al día siguiente la ciudad caería. No tenían armas contra las catapultas.
No podrían detener las docenas de barcas. No tenían nada para detener la escalada de los Orcos por las murallas.
Al día siguiente la ciudad caería, si esa misma noche ellos no lograban ganar su supervivencia. Saldrían y lo lograrían.
Vencerían, por la ciudad. Por los niños que esa noche se habían ido a dormir pensando que habría un mañana.
Vencerían por todos los que habían abandonado la ciudad como si fuera un trapo viejo. Vencerían. La ciudad viviría. Y ellos vivirían con ella.
Todos los rostros estaban dirigidos hacia ella, no solo los de los caballeros sino también los de los habitantes de Daligar, los soldados, el Senescal. Rosalba se dio cuenta de que debía seguir hablando. Al principio repitió lo que decían los guerreros victoriosos en las representaciones en la playa. En los siglos venideros, cada vez que una tierra se encontrara asediada por una armada de inaudito poder y crueldad, sus habitantes sentados alrededor del fuego recuperarían el coraje al recordarlos a ellos, al recordar su cabalgata en esa noche de viento.
Vencerían.
Cada uno debía recordar que la fe estaba con ellos. ¿O eran ellos los que debían estar del lado de la fe? Mejor que la fe estuviera con ellos. No era claro qué significaba aquello, pero sonaba mejor. Dado que no había ni un alma de parte de ellos, al menos que la fe tomara partido. Rosalba se preguntó si venía al caso especificar la fe en quién o qué, pero luego decidió que cuando dijera algo sería mejor limitarse a las generalidades y no entrar jamás en detalles discutibles.
Después, sin embargo, dejó de repetir las palabras que se había aprendido de memoria. Cuando la tentación del miedo se presentara, cada uno tendría claro en la mente el rostro de la persona por la cual combatía, como ella tenía el de su hija.
* * *
Mucho antes del amanecer el escuadrón estuvo listo. Antes de subirse al caballo Rosalba pensó en ir a besar de nuevo a Erbrow. Quizá sería la última vez. Lo pensó un rato largo, pero renunció a ello. El riesgo de perder el valor era demasiado grande. Se repitió que sería la madre de dos hijos vivos. Tanto ella como Erbrow sobrevivirían esa noche y tendrían toda una vida para abrazarse.
Se preguntó si el galope podría hacerle daño al niño y mientras lo pensaba se dio cuenta de que el que llevaba en el vientre era el hijo de Yorsh. Era como si el último de los Elfos estuviera aún con ella. Era la heredera de Arduin y llevaba consigo al heredero de los Elfos: no podía más que vencer. «Yo combato para vencer», quería decir eso: el que está seguro de la victoria combate sin miedo y el que combate sin miedo obtiene la victoria. La visión del Rey se tornó vivida y clara. El Rey le sonrió.
—¡Yo combato con lo que tengo y solo para vencer! —les gritó Robi, sobre el caballo, a las caras desanimadas de su miserable tropa, que se iluminaron.
Al menos ninguno se había echado a reír.
Trató de recordar qué otra cosa decían las antiguas grandes Reinas de los dramas que Yorsh inventaba, que no sonara tan tonto como «Yo combato con lo que tengo y solo para vencer».
—No soy más que una frágil mujer —recordó con esfuerzo: en ese momento le pareció más cierto que nunca—. Pero yo… pero yo… —¿cómo era esa maldita frase?— pero tengo el estómago de un Rey.
No era el estómago. ¿Qué era lo que decían? A ella siempre se le habían confundido las vísceras: Yorsh era el experto en anatomía, como en cualquier otra cosa. ¿Cuál era la parte en la que según los juglares estaba el coraje?
De todas maneras, a pesar de ser la frase equivocada, les había agradado. La Reina se atrevía a bromear. Fue tan cautivadora como un toque de cuerno. Casi mejor que una de las arengas de Arduin.
—No soy más que una frágil mujer, pero tengo los pulmones de un Rey… —intentó otra vez.
—Sííííí —gritaron todos.
Tampoco esta era la acertada, pero sonaba bien. Era probable que si para ella todas las tripas eran iguales, también lo fueran para la gente de Daligar.
—No soy más que una frágil mujer, pero tengo el hígado de un Rey —esta era la correcta.
Ahora la multitud respondió con un estruendo violento. Esa era la frase exacta. O, incluso mejor:
—¡No soy más que una frágil mujer, pero tengo el corazón de un Rey! —gritó Rosalba, Reina de Daligar—. ¡El corazón de Arduin late dentro de mí! ¡Venceré, venceré por mis hijos, venceré por ustedes! ¡Venceremos!
Y se hizo realidad. El miedo pasó. Los gritos y la fuerza estruendosa de la gente caían sobre ella y la llenaban. Tenía el corazón de Arduin dentro de ella. Y como él vencería.
En ese momento, probablemente empujado por el hambre, Angkeel salió con un grito ronco por la ventana de los aposentos reales, donde Erbrow dormía y levantó el vuelo. Se posó con todo su peso en el hombro de Robi: la gente que estaba presente saludó con entusiasmo su llegada. La Reina Bruja, heredera de Arduin, armada con una espada élfica, cabalgaba con un águila y una corona que resplandecía. Los signos, al menos estos, estaban del lado de ellos. Quizá también la fe, fuera lo que fuera, estaba de su lado. Ellos combatían para vencer.
* * *
Pusieron las balsas incendiarias en el agua y al mismo tiempo el puente levadizo bajó. Contrario al de la puerta meridional, enorme, lento y ruidoso, el puente levadizo de la puerta septentrional, que remontaba la rama veloz, borrascosa y estrecha del Dogon, era pequeño, casi silencioso y se podía maniobrar con rapidez. Para mayor suerte, estaba escondido en la penumbra: no lo iluminaban ni las antorchas de las escarpas ni las de los campamentos.
Los Orcos se percataron de su presencia cuando ya estaban atravesando el puente levadizo. Los guardias tuvieron tiempo para elevarlo de nuevo mucho antes de que el primer Orco se acercara lo suficiente para poner un pie encima. Rosalba sintió que se cerraba a sus espaldas y se dio cuenta, con horror, de que estaba en medio del enemigo, sin salida: el Rey apareció de nuevo y sonrió. Lo lograría. Ella solo combatía para vencer.
Rosalba continuó cabalgando. En la alforja llevaba, al igual que los demás, un estandarte empapado en líquido inflamable y una decena de ampollas. Arrojó una de ellas contra el redil de las cabras, pero erró el tiro y la ampolla cayó al suelo blando sin romperse. Robi lo intentó de nuevo. La antorcha se le cayó. Maldijo en voz baja. A pesar de la borrachera, los Orcos estaban empezando a despertar y a recuperar las armas para detenerlos. La segunda ampolla cayó con gran estrépito sobre el redil de las cabras; el caballero que iba detrás de ella logró encenderla. Simultáneamente, desde la ribera meridional, llegó un estruendo espantoso: al menos una de las balsas incendiarias había provocado una explosión. Las cabritas aterrorizadas comenzaron a escapar en medio del humo y la oscuridad en todas las direcciones, y su balido aterrado se unió al fragor y a los gritos que resonaban por doquier.
El problema ahora era el fuego. No solo los Orcos, sino también ellos iban a quedar rodeados por este.
Rosalba vio a tres de sus caballeros encender las barcas.
Impregnadas de perfume, las embarcaciones de cuero curado se incendiaron como hojas secas. Sin barcas para atravesar los dos brazos del Dogon, la ciudad estaba a salvo. Una nube de flechas abatió a uno de los hombres, pero los otros dos, escondidos por el humo, lograron alejarse.
Rosalba reconoció al caballero abatido: era un joven alto y silencioso. Recordó sus ojos oscuros y cayó en cuenta de que ya no verían nada más. Hasta ese momento, en su cabeza, él había sido una ficha en un tablero, uno de los seis caballeros con quienes debía llevar a cabo el ataque. En el momento en que lo vio caer, la ficha se transformó en un hombre: aquel alto con pecas y ojos oscuros. Con toda certeza tendría un padre y una madre en Daligar; a lo mejor también una esposa e hijos al lado de los cuales nunca más regresaría. Rosalba sintió que el miedo y el horror renacían en su interior. Deseó con todas sus fuerzas estar en otro lugar, junto a Erbrow, a salvo dentro de la ciudad, pero el mismo pensamiento de Erbrow le restituyó la fiereza: su miedo se convirtió en fiereza. Las personas que esperaban al joven caballero abatido sabrían que él había ido a morir por el amor que sentía por ellos.
Robi pensó de nuevo en Yorsh y volvió a jurar que sus hijos vivirían, aunque para ello tuviera que guiar ejércitos hasta el fin de sus días. Endureció su alma.
Tenía que contar con los cinco caballeros que quedaban y que tenían derecho a tener un líder que creyera en la victoria. «Combato con lo que tengo y combato solo para vencer». Mientras más lo repetía más realidad cobraba.
Desde los campamentos de los Orcos los gritos se elevaban. El fuego que ella decidió iniciar en teoría como arma estratégica estaba estallando en forma de llamas que quemaban y destruían de verdad. Algunos de los Orcos no podrían huir de las llamas. Rosalba se preguntaba si en realidad los Orcos nacían del fango, como se decía, o si habían estado en el vientre de una madre, y el horror de lo que estaba haciendo la abrumó; después pensó en el rostro de su hija y de nuevo la voluntad de ser la madre de dos hijos vivos prevaleció sobre todo lo demás. Si tuviera que quemar a todos los Orcos que se le pararan enfrente para que su hija pudiera vivir, lo haría.
Rosalba siguió cabalgando. Enstriil corría como el viento. Los Orcos de la ribera septentrional no tenían caballos: ninguno podía seguirla. Con todos sus hombres detrás, la Reina llegó al puente de madera a una milla al oeste de la ciudad. Tanto ella como los demás lanzaron las alforjas con toda la fuerza que tenían contra los bordes laterales del puente que se empaparon de líquido inflamable. Rosalba levantó los ojos y se quedó viendo el éxito de la empresa: aumentadas por el viento, las llamas estaban devastando los campamentos de los Orcos de la ribera norte y todo lo que encontraban en el camino.
Ella y los otros caballeros no lograrían atravesar el fuego para regresar al punto de partida: tenían que avanzar, remontar el puente en llamas y tratar de ingresar por el lado sur. Del otro lado estaban los caballeros Orcos. Eran guerreros aterradores y, además, provistos de caballos. No había tiempo para pensar. Mientras el puente comenzaba a arder ella pasó y los caballeros que la seguían desenrollaron los estandartes que las antorchas transformaban en lenguas de fuego al viento. En el puente, iluminado como si fuera de día, se veían los bajorrelieves coloreados en todo su esplendor. Representaban las victorias de Sire Arduin: había Orcos heridos, muertos, huyendo; había madres que volvían a abrazar a sus hijos, campos que volvían a florecer. El caudillo nunca aparecía representado. Robi lo lamentó: hubiera querido ver el rostro del antiguo Rey, pero aun así la visión regresó a su mente.
Ahora el fuego y el caos reinaban en la ribera sur. La Reina dejó atrás el puente en llamas, siempre seguida de sus caballeros: de un momento a otro la mortífera caballería de los Orcos saldría de las llamas. Como si obedecieran una orden silenciosa, los caballeros de Daligar, uno tras otro, liberaron en el viento de tramontana los estandartes en llamas que volaron como los Ángeles de la Destrucción contra todo el que se estuviera preparando para combatirlos.
Rosalba se encontró de repente frente a las enormes catapultas de los adversarios que surgieron del humo como monstruos. Eran de madera bien curada y ya estaban cargadas con los haces de leña que debían propagar las llamas en Daligar como una plaga. Ella ya no tenía más ampollas incendiarias, pero sus secuaces sí. Vio las catapultas erguirse sobre ella como gigantes malvados y después, mientras las patas veloces de Enstriil huían, vio a esos mismos gigantes envueltos en llamas que se elevaban y contagiaban la noche con miles de pequeñas chispas y vio las chispas arremolinarse en el viento e iluminarlo. Robi desenfundó la espada con las dos manos, la espada con la hiedra en la empuñadura que había sido de Yorsh. Esta brilló con una luz argéntea en medio de la oscuridad y el fuego. Enstriil corría seguro a través del humo y la confusión: en las tinieblas, el corral de los caballos de los Orcos apareció de improviso frente a Robi, que redujo el paso para mirarlo. Los caballos de la armada adversaria eran todos iguales: muy oscuros, de gran belleza, pelo brillante y crines apretadas en trenzas complicadas fijadas con broches de hierro repujado. El corral había sido construido de prisa durante las pocas horas que habían antecedido la noche después de la llegada de los caballeros. Estaba hecho con gruesas cuerdas de tendones de buey y cáñamo, sostenidas por palos clavados en el suelo. Robi se bajó del caballo y blandió la espada: un solo golpe fue suficiente para abrirlo. Los caballos, enloquecidos por el terror al fuego, salieron en estampida en la noche. La caballería adversaria fue apeada, pero para asestar el golpe Robi había tenido que detenerse. Un Orco enorme se paró delante de ella y agarró las riendas de su caballo.
Rosalba apretó las manos alrededor de la empuñadura de oro con las ramas de hiedra azul. La hoja de la antigua espada de los Elfos se levantó reluciente bajo la luna, al viento, y se abatió contra el cuello del Orco.
La hoja penetró. Robi sintió la sangre del enemigo salpicarle el rostro y las manos, la capa y lo que le quedaba de cabello. Por un segundo el horror de lo que estaba haciendo estuvo a punto de arrollarla, pero lo apartó: si tuviera que decapitar a todos los Orcos entre Daligar y las Montañas Oscuras para que su hijo pudiera nacer, los decapitaría. Si tuviera que amontonar los cuerpos de los enemigos muertos hasta la altura de las copas de los árboles para que la niña con los ojos del último de los Elfos pudiera seguir respirando, lo haría. No sería una Furia, no se convertiría en un espíritu lacerado por la nostalgia de los hijos no nacidos o muertos en la infancia. Sería la madre de dos hijos vivos.
Otros Orcos se acercaron, y otros más. Los cinco caballeros de Daligar apretaron el cerco en torno a ella. La Reina Bruja se quitó la sangre de la cara, levantó la espada en alto en la oscuridad y golpeó una y otra vez. Oyó un grito salvaje y cruel que acompañaba cada golpe y reconoció con estupor su propia voz.
Robi sabía combatir. No solo porque había jugado durante mucho tiempo a batirse a duelo con Yorsh usando pedazos de caña en vez de espadas; sino porque, cuando iba de caza, de alguna manera sabía un instante antes dónde encontraría al enemigo. La sangre de los Orcos que tenía en el rostro se diluyó con el sudor. Los hombros empezaron a dolerle como si estuviera herida. El aliento se le quebró por la fatiga. Le faltó el aire.
Robi miró al último Orco que tenía enfrente y se dio cuenta de que esta vez no sería capaz de levantar la espada.
Pensó en sus hijos.
Pensó en su padre.
Pensó en su madre y en sus manzanas secas.
Pensó en Yorsh.
Sentía que sus hombros eran de plomo. La espada pesaba como el dolor del mundo. Su brazo cayó.
Dos Orcos descollaron encima de ella como gigantes.
Robi pensó que estaba acabada.
Los dos Orcos cayeron al suelo, uno tras otro.
Dos flechas que se sucedieron con increíble rapidez les habían atravesado la minúscula hendidura entre la armadura y la gola. Eran dos flechas muy bellas, elaboradas con una delgadísima asta de acero o quizá plata, balanceadas en el otro extremo con plumas blancas y de color carmesí. Apoyada en la espada, tratando de ponerse de pie, Robi se dio vuelta para buscar a su salvador con la mirada. El arquero montaba un caballo color humo que aun en la oscuridad exhibía toda su belleza: el pelo brillante recubría los músculos perfectos de un cuerpo que parecía esculpido en el viento de la carrera. La puntería del arquero estaba más allá de toda descripción; era comparable solo a la que había tenido Yorsh.
Robi reconoció el magnífico caballo del Juez Administrador.
Por un largo y maravilloso instante pensó, esperó, deseó, soñó el absurdo sueño de que Yorsh se hubiera levantado de la pira fúnebre y hubiera ido a ayudarla después del escarnio de robarle el caballo al Juez.
Las luces violentas de los incendios y el humo hacían que la imagen fuera confusa; o quizá fue por la dificultad con la cual los ojos reconocen lo increíble e identifican lo imposible que Robi no reconoció a su salvador hasta no tenerlo cerca. El arquero tenía la cabeza descubierta y su cabello claro brillaba a la luz del fuego, del mismo modo en que centelleaban las complicadas redes de plata y perlas diminutas que lo encerraban. El cuello de seda clara se asomaba abombado por encima del terciopelo del sayo.
Sin duda alguna era Aurora, la hija del Juez Administrador.
Entre todas las personas del mundo era la última que Robi hubiera esperado ver en un campo de batalla y la última de quien hubiera esperado ayuda.
La Princesa de Daligar conservaba su belleza perfecta, encantadora. Llevaba puesto un atuendo de terciopelo oscuro como la noche, sobre el cual unos sutilísimos bordados de plata emulaban las ondas del cabello. Por debajo del atuendo llevaba unos pantalones del mismo terciopelo y unas botas oscurísimas, de tal modo que ni una franja de piel, fuera de la del rostro y las manos, fuera visible.
Robi sintió de manera aguda el frío del viento y de la noche en el cráneo mal rasurado, en los pies sucios y desnudos y en las rodillas huesudas y rasguñadas, que sus ropas empapadas de sangre y fango dejaban al descubierto cuando cabalgaba.
La Princesa de Daligar detuvo el espléndido caballo color humo. Descendió, se arrodilló junto a los Orcos que había matado y les cerró los ojos a ambos. Se quedó un momento silenciosa y triste, como si los dos hubieran sido parientes cercanos y amados. Toda la escena le pareció a Robi aun más absurda que las que ya había presenciado. Aurora le hizo un gesto rápido con la cabeza y subió de nuevo a su caballo.
Desde las escarpas los habían visto: pronto, enorme y pesado, el puente levadizo comenzó a bajar con un ruido de hierro y cadenas. Rosalba y sus caballeros, de nuevo seis con Aurora, se lanzaron al galope, remontaron el puente y llegaron finalmente al gran espacio abierto donde estaba el pozo. La reja comenzó a bajar de inmediato mientras el puente se elevaba. Cuatro caballos de los Orcos, en desbandada, se les habían unido en la carrera. Tuvieron tiempo de atravesar el puente con ellos antes de que la reja se abatiera con todo su peso a sus espaldas y detuviera, en el último segundo, la carga de un grupo de Orcos apeados. Estos se sostuvieron en equilibrio sobre el puente cada vez más oblicuo, armaron las ballestas y dispararon. Rosalba trató de bajarse del caballo lo más rápido que pudo para alejarse de la trayectoria de los dardos, pero tropezó con la capa y cayó de rodillas al suelo: el dardo destinado para ella le rozó el hombro derecho, que sangró un poco y le manchó el velo claro que rodeaba su rostro. Rosalba se lo quitó y lo usó para taponar la herida. La sangre tiño indeleblemente la tela blanca con un halo oscuro y otros más claros. Lástima, pensó, era tela de buena calidad, pero no había más. Con el velo se quitó la corona y se la puso en el regazo.
Junto a ella estaba la espada con la empuñadura de hiedra entrelazada, la hoja sucia de sangre. El fragor de hierro y cadenas a sus espaldas le dio la certeza de que estaba a salvo. Los Orcos que habían disparado contra ella habían sido abatidos o arrojados al Dogon desde el puente que se elevaba de nuevo, dejando al enemigo por fuera de las murallas, por aquella noche, por la siguiente y la que seguía después.
Alguien se irguió junto a ella.
Era Aurora. Aurora también se había bajado del caballo: sin embargo, en el fango tenía las botas y no los pies o las piernas, y no era lo mismo. Rosalba no lograba dejar de pensar que la fluidez de los movimientos de la otra de alguna manera le recordaba a Yorsh. Se puso de nuevo en pie y se quedó allí, con la espada en una mano y la corona y el velo ensangrentado en la otra.
La Princesa de Daligar la miró con curiosidad. Robi sintió aquella mirada como si fuera un enjambre de tábanos.
Hubiera querido sacudírsela de encima. La otra era la hija del hombre que había hecho matar a Yorsh. Su padre y su madre habían sido colgados por orden suya.
Robi la odió con toda el alma. Sin embargo, recordó que la otra le acababa de salvar la vida.
Aurora era tan hermosa como Yorsh, y este era uno de los motivos principales por los que seguía detestándola. Incluso ahora que Yorsh estaba muerto y que ya era insensato sentir algún tipo de celos. Robi logró acordarse de nuevo de que la otra acababa de salvarle la vida a ella y, por consiguiente, a su hijo aún no nacido y a Erbrow.
Robi intentó ponerse de pie. Tenía un cansancio mortal. Tuvo que apoyarse por un lado en Enstriil y por el otro usar la espada como bastón para no caerse. Los pies se le hundieron en el fango, pero al menos la ropa le cubrió las rodillas huesudas y sucias. Robi se preguntó a dónde habría ido a parar la oscura capa de terciopelo pespunteada de oro; luego la vio en el suelo, cerca de las patas de Enstriil.
Una multitud comenzó a reunirse en torno a ella. Estaban todos: los soldados, las mujeres, los niños, los ciudadanos y los refugiados y obviamente el Senescal. Solo faltaba el Jefe de la Casa de los Reyes, que no debió sentirse autorizado a dejar el lecho de Erbrow ni siquiera ante el grito de victoria.
La Princesa del Condado la contemplaba. Parecía perpleja. Robi seguía pensando que debía agradecerle el haberle salvado la vida, pero que la odiaba demasiado para hacerlo. Por fin Aurora se iluminó.
—¡Robi! ¡Rosalba! ¿Rosa Alba? —preguntó despacio, con el tono alegremente triunfal del que acaba de resolver un enigma.
Robi asintió y en ese momento ocurrió el segundo evento más increíble de la velada. El tercero, si se contaba también la victoria obtenida, porque si se trataba de eventos increíbles, este también lo era.
La Princesa de Daligar se arrodilló frente a ella e inclinó la cabeza, en tanto que el terciopelo de su vestido y de sus pantalones se hundía en la tierra y en el lodo.
—Señora mía —dijo con voz fuerte y levantó la cabeza—. Rosa Alba, heredera de Arduin, la que lleva en el nombre la luz del nuevo día y de la esperanza que renace cada mañana para los Hombres, soberana de Daligar, venida a combatir por la ciudad y sus habitantes.
Rosalba permaneció inmóvil, cansadísima y atónita. No sabía bien qué debía hacer y no tenía fuerzas para hacer nada. Por fin logró asentir. Estaba viva. Una parte del cerco había sido rota. Su hija estaba viva y tal vez lograría salvarla. Había aparecido una aliada, quizá la última que hubiera querido, pero una aliada con una puntería infalible que acababa de usar para salvarle la vida.
Aurora se levantó, recogió la capa azul y dorada y se la entregó con una leve reverencia.
La soberana de Daligar se cubrió los hombros con ella. Sintió su suave tibieza. Cruzó una mirada con los caballeros que la habían seguido y se dio cuenta de que esas miradas habían cambiado. La habían seguido impulsados por la desesperación, como un grupo de niños callejeros que sigue a un líder improvisado: ahora la miraban como se mira a una Reina. La multitud que los rodeaba tenía en los ojos esa misma mirada. Muchos se arrodillaron.
—Señora mía —prosiguió Aurora—, no tengo palabras para expresar la vergüenza por el criminal asesinato perpetrado por mi propio padre. Al matar a su esposo, cometió el más odioso de los crímenes y además dejó desarmado al Mundo de los Hombres que había encontrado en su esposo un protector en estos momentos aterradores en los que nuestra supervivencia es incierta. Mi padre regresó a Alyil y allí se refugió a salvo con la corte y casi la totalidad de nuestro ejército. Me invadió un horror infinito al escuchar a mi propio padre ufanarse por haber abatido a su esposo a quien él consideraba el último obstáculo de su gloria. Igualmente infinita fue la alegría que experimenté al escuchar que se dolía porque usted, heredera de Arduin, había logrado escapar. Comprendí que el Mundo de los Hombres aún no estaba perdido porque todavía tenía una Reina, y vine para alcanzarla y combatir por usted.
Rosalba pensó, una vez más, que debía darle las gracias a Aurora, pero de nuevo fue incapaz de hacerlo.
Se quedó de pie, apoyada en la espada y en Enstriil. Miró el bellísimo corcel color humo. Era el caballo más bello que había visto. Ni siquiera Enstriil podía comparársele.
—Hermoso caballo —logró mascullar. Eran las primeras palabras que le dirigía a Aurora.
Ella asintió.
—El más bello del reino —confirmó.
Cuando las personas reunidas se aseguraron de que el diálogo había terminado, elevaron de nuevo gritos de júbilo. El escuadrón de caballeros se vio abrumado por aclamaciones y flores. Alguien lanzó dulces de pasas y miel. Robi se dio cuenta de que tenía hambre otra vez y tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para recordar que era la Reina y que no podía lanzarse al piso a recoger los dulces entre las patas de los caballos.
La presencia de Aurora le estaba dando ánimos a la ciudad, y la manifiesta sumisión de esta ante Robi aumentaba la fe.
Tenían una Reina de verdad.
No todos los habían abandonado.
Si la hija del Juez estaba en Daligar, era porque Daligar no estaba condenada: y si cabalgaba detrás de la loca con el cabello totalmente rapado, entonces era verdad que no se trataba de una loca sino de la heredera de Arduin.
Mientras las aclamaciones se elevaban, sucedió la tercera cosa más absurda de la velada. La cuarta, si se incluía la victoria.
Aurora se arrodilló delante de una mujer cubierta de harapos que llevaba a sus dos hijos de la mano. Toda la escena era incomprensible; de inmediato hubo silencio, dado que nadie quería renunciar al privilegio de comprender lo que pasaba.
—Señora —dijo Aurora levantándose de nuevo y poniendo en las manos de la mujer una cadena de oro con dos dijes; Rosalba estaba lo suficientemente cerca para ver que estos tenían forma de bellota—. Su esposo era el jefe de los Guardias, Mandrail, acusado de traición de manera injusta hace diez años. Cuando le confiscaron todos los bienes, esta cadena, regalo de su esposo, fue a parar a mis manos. No puedo hacer nada contra la injusticia de mi padre que condenó a muerte a un hombre a pesar de conocer su fidelidad y su inocencia. Solo puedo devolverle esta cadena.
La mujer miraba fijamente la cadena en su mano maltratada por el agua del lavadero.
Irguió los hombros al igual que la cabeza, mientras la mirada se le llenó de orgullo.
Era la viuda de un hombre asesinado por el Juez bajo la falsa acusación de traición: ahora, gracias a Aurora, ya no seguiría siendo considerada la mujer de un traidor.
El honor del hombre que había sido su esposo y el padre de sus hijos había sido restituido.
Nunca más tendría que consolarlos por las pedradas destinadas a los hijos de los condenados.
El tramo más oscuro de su descenso a los Infiernos había terminado.
—Si dando mi vida —prosiguió Aurora, de nuevo de pie, dirigiéndose a todos— pudiera borrar todas las abominaciones que mi padre ha cometido, la daría. Solo puedo decir que el dolor y el recuerdo no me abandonarán jamás y que vine a pedirles el honor de poder combatir y morir por la ciudad de Daligar y por su soberana.
Esto fue seguido por un murmullo perplejo. Rosalba pensó ahora que ya había visto todo lo que era posible ver. Después no pensó en nada, abrumada por la dicha salvaje de estar todavía viva al igual que su hija.
—Debes decir algo. Después de una victoria se dice alguna cosa —susurró Jastrin, que había asomado de la oscuridad como un duende para aparecer de improviso a su lado.
Rosalba no tuvo necesidad de pensarlo. Haber visto a Aurora arrodillada para devolverle el honor perdido a una de las víctimas de la crueldad de su padre le había recordado que el Rey es aquel que decide sobre el honor y el deshonor.
Ella estaba viva todavía, pero no todos compartían la misma suerte.
Con la última brizna de fuerza que le quedaba logró levantar la voz sobre las voces de los demás.
—Las barcas de los Orcos fueron destruidas y las catapultas quemadas. La ribera norte fue despejada por los incendios. Los Orcos que sobrevivieron tuvieron que ponerse a salvo nadando y abandonando sus propias armas. El puente con el que hubieran podido ocupar sus posiciones fue quemado. En este momento la ciudad es inexpugnable: una de sus riberas fue liberada.
Las palabras de Robi fueron recibidas con otros gritos de alegría, pero esta vez ella los interrumpió con un ademán.
—Salí con seis caballeros. Regresé con cinco —prosiguió—. El guerrero que perdimos derramó su sangre para que la ciudad viera un mañana.
Rosalba no tuvo que preguntar quiénes eran los parientes del hombre que había perdido. Unos sollozos ahogados guiaron su mirada: una mujer anciana, una joven, un niño atónito en brazos de la madre. La mirada de todos siguió la suya. Robi no sabía qué decir. Se preguntó qué se dice cuando un hombre muere y trató de pensar en algo que no sonara demasiado inútil ni demasiado estúpido. Volvió a recordar al hombre, vio sus pecas, sus ojos oscuros.
—Él murió por ustedes —dijo con dificultad. No estaba segura de estar diciendo algo inteligente. La tentación de quedarse callada era muy fuerte—. Fue su manera de amarlas —añadió.
El grupo la miraba, pendía de sus labios. Robi pensó que entre las habilidades de un Rey estaba la de dar consuelo.
—Sin su sacrificio la ciudad no estaría a salvo —agregó incierta.
También esto debió haber sido lo justo porque, aunque el dolor no pudiera disminuir, en las miradas de los tres aparecieron el orgullo y el consuelo. Y aquellas palabras, que para ella habían sido inciertas, para todos fueron fuertes, lentas, solemnes.
—Los Reyes de verdad dan condecoraciones —susurró Jastrin—. Algo que le dé honor a la familia generación tras generación.
Rosalba bajó los ojos hacia el collar de oro que el Conde de Daligar le había entregado. Sus manos cansadas lograron separar las láminas. El Senescal se zafó una de las cintas de sus mangas y se la entregó. Robi la ensartó en el gancho libre de la lámina. Luego se acercó a la mujer y al niño, puso el collar improvisado alrededor de la viuda del caballero muerto y la saludó con una leve inclinación que la otra respondió con una leve reverencia.
Muchos de los presentes se pusieron a llorar.
Robi regresó junto al Senescal, recuperó la espada y, sin más fuerzas para volverla a envainar, se encaminó hacia sus aposentos.
El velo blanco manchado de sangre cayó al suelo. Era demasiado fatigoso recogerlo: el hombro ya casi no le sangraba. Robi lo dejó donde estaba.
* * *
El Jefe de la Casa de los Reyes se inclinó cuando ella entró en la habitación.
—Señora mía —murmuró y luego desapareció.
Cuando ella llegó, Angkeel ya estaba acurrucado al lado de Erbrow.
—Hazme lugar, especie de gallina —susurró Robi y después se desplomó en el lecho, todavía con la espada en la mano. La dejó caer, abrazó a Erbrow y se durmió.