Capítulo 2

El jefe de los guardias de la Gran Puerta acompañó a Robi hasta el palacio del Juez, que había sido el palacio de los Reyes. Robi conocía vagamente el lugar porque había estado prisionera en sus sótanos cuando era una niña y Yorsh había ido a liberarla.

El palacio era extraño: era curiosamente torcido y asimétrico y tenía unas pocas ventanas espaciadas. Rosalba atravesó salones suntuosos y desiertos, corredores severos y desiertos, habitaciones escuetas y desiertas, un hermoso jardín lleno de flores y, por último, subió por una escalinata llena de glicinias hasta la «Gran Sala del Viejo Trono», como lo llamó el jefe de los guardias. Tres de los lados de la sala estaban cerrados y el cuarto se abría en una galería larga donde estaban, a intervalos regulares, las enormes estatuas en piedra de los Reyes de Daligar: todos tenían una espada entre las manos, los más antiguos llevaban la corona sobre el cráneo rasurado y los dos primeros de la fila, los primeros Reyes de Daligar, tenían un águila en el hombro. La sala y la galería estaban en el primer piso, encima de un patio bordeado por un pórtico con columnas entorchadas que sostenían arcos rampantes, algo completamente diferente al resto del extraño y hostil palacio.

—Segunda dinastía rúnica —explicó Jastrin.

El guardia también se entregó a las disquisiciones arquitectónicas.

—Allá, donde están los arcos y las columnas, es la parte antigua y se remonta a las dinastías rúnicas —explicó—. De eso queda poco porque el Juez hizo demoler todo para reconstruirlo de acuerdo con sus gustos. Todo, menos algunas cosas que se conservaron aquí por ser la galería de los Reyes, el corazón de Daligar, aunque a él no le gustaban. Este no era el trono del Juez —añadió el soldado señalando un enorme trono de piedra, sin ningún adorno—. Este era el de Arduin. El Juez estaba en la «Pequeña Sala del Nuevo Trono»: ese era el suyo.

Rosalba llevaba en brazos a Erbrow que se había dormido y en el hombro a Angkeel que tampoco estaba muy despierto. Jastrin renqueaba detrás de ella.

Mientras atravesaba la larga galería con las estatuas de los Reyes, Rosalba vio venir hacia ellos dos personajes inesperados, los primeros que encontraba en el palacio. Adelante iba caminando un dignatario alto de cara alargada, barba larga y suelta y cabello largo blanco, que vestía ropa lujosa de brocado claro. Lo seguía un hombre también de edad, pequeño, calvo, de cara redonda y barba corta que llevaba un vestido de lino cubierto por una túnica oscura que, por lo refinado, daba la impresión de ser un atuendo de trabajo.

Al llegar a la altura de ellos Robi se detuvo.

—La ciudad está cercada por los Orcos y es necesario salvarla —anunció—. Yo soy Rosalba, heredera de Arduin.

De nuevo se felicitó a sí misma por haber armado un discurso en el cual ninguna afirmación era falsa o rebatible. Se hizo un silencio lleno de asombro. El primero en reaccionar fue el viejo pequeño: el hombre se iluminó y después la recibió con una profunda y sentida reverencia.

—Señora —se presentó—, soy el Jefe de la Casa de los Reyes; le ruego me haga el honor de considerarme a su servicio. Cualquier cosa en que pueda servirla, pídala… Su presencia… el hecho de que esté aquí… —titubeó buscando las palabras—. No estamos solos frente al peligro. Una heredera de Arduin está con nosotros. Usted, Señora, es el único rayo de sol en la oscuridad inminente de esta noche atroz.

La reverencia del otro, el viejo alto, fue mucho menos profunda: de hecho, más que una reverencia fue un gesto con la cabeza.

—Soy el Senescal de la ciudad, Señora, y jamás hubiera pensado que antes de morir, no siendo suficiente ya el doble ultraje del abandono y de la agresión de los Orcos, Daligar, además, tuviera que tener un comandante descalzo.

Robi se quedó desconcertada. Se preguntó si debía enojarse o ignorarlo. El Jefe de la Casa de los Reyes debía ser el que se ocupaba de la cocina, de hacer barrer las escalas, hacer las camas y de todas esas cosas necesarias para que una casa no se convierta en un refugio de cucarachas, murciélagos y ratas. Pero no estaba segura de saber con exactitud qué era un Senescal. Probablemente era algo muy similar a un consejero. Y si el larguirucho con la melena blanca había sido el consejero del Juez, esto era un motivo adicional, siendo el otro su antipatía, para no meterse con él.

En todo caso la había llamado «Señora». Pensó que debía posponer la discusión: tal vez este no era el momento para debilitar su ya bastante escaso frente. Después cambió de idea: era probable que al día siguiente todos fueran asesinados. Era su primera y última noche como jefe de cualquier cosa. Así que mejor hacía su papel de Rey en serio. De nuevo trató de recordar como hablaban los Reyes, los semidioses y los héroes en los dramas y tragedias que Yorsh inventaba para entretener las largas tardes del verano en la playa bajo el acantilado. «Despacio», repetía Yorsh durante los ensayos, «un Rey siempre habla despacio. No tiene que ocuparse de quitar los peces del fuego o de revisar las redes. Los Reyes nunca hacen nada excepto ser Reyes. El tiempo es todo suyo».

—Daligar no morirá mañana —respondió pronunciando las palabras con mesurada lentitud—. No puedo decir lo mismo de usted. Mi paciencia, que ni siquiera en sus mejores tiempos ha sido notable, debe haberse perdido junto con mi calzado. Le aconsejo que lo recuerde.

Que Daligar iba a sobrevivir era la primera afirmación rebatible que hacía. Pasó de inmediato a un tema más práctico: le pidió al Jefe de la Casa de los Reyes un lugar dónde acostar a su hija y que no fuera el lecho del Juez Administrador. El otro se inclinó, con un gesto la invitó a seguirlo y se encaminó hacia el interior del palacio. Jastrin, cada vez más cansado, trotaba a pasos cortos al lado de ella. El Senescal, rígido y con el pecho en alto, cerraba la procesión.

Delante de una puerta historiada estaban, imponentes e inútiles, cuatro soldados de guardia. Entraron en una habitación revestida por completo de seda blanca que llamaron «Pequeña Sala del Nuevo Trono», donde se erguía el asiento de madera taraceada de plata que había sido del Juez. El paño que tapizaba la sala tenía un dibujo de margaritas bordadas en oro. Plegada sobre el espaldar del trono había una capa suntuosa de terciopelo azul muy oscuro con complejos pespuntes de oro y perlas que la hacían parecida al mar cuando centellea bajo la luna. Unos velos blancos creaban alrededor del trono una especie de concha sutil.

Por fin la nueva soberana fue introducida en los que serían «sus aposentos»: una serie de salas grandes en el interior de las cuales había un lecho enorme con dosel y una chimenea.

Robi acostó a Erbrow en el lecho y la cubrió con una cobija de lana clara que la envolvió como una nube. Por fin Angkeel abandonó sus hombros cansados y se acurrucó tranquilo al lado de la niña que, sin despertarse del todo, lo abrazó.

Robi se inclinó para besar a su hija en la frente. Hubiera querido tenderse junto a ella y dormir hasta cuando le apeteciera, pero en ese caso hubieran sido los Orcos los que la despertarían.

—Quédese cerca de la niña y cuídela —le dijo con dulzura al Jefe de la Casa de los Reyes—. Y usted —se dirigió con sequedad al Senescal—, acompáñeme pronto a las escarpas, y veamos si, aunque sea descalza, logro salvar a esta ciudad de imbéciles donde hasta la orden para levantar los puentes levadizos la tuve que dar yo.

Al llegar a la puerta Robi se dio vuelta para mirar otra vez a Erbrow dormida.

—Ahora lucharemos —le dijo al Jefe de la Casa de los Reyes—. Yo. Todos los que puedan combatir. Todos. Usted no. Quédese de guardia —señaló a la niña—. En caso de que yo no pueda regresar a esta habitación, usted tendrá que hacerse cargo de mi hija como si fuera hija suya.

El Jefe de la Casa de los Reyes hizo una profunda reverencia en señal de aprobación.

—Quiero decir —continuó Rosalba combatiendo la náusea y el vértigo que aquellas palabras le producían—, si no puedo regresar y llegan los Orcos… Quiero decir… Si los Orcos llegan hasta donde está mi hija… —siguió titubeando, después concluyó, grave—. No dejen que la apresen viva.

—Ya lo había comprendido, Señora mía —respondió el otro.

* * *

El camino que escogió el Senescal para acompañarla rápidamente a las escarpas pasaba por la parte baja del palacio, el primer nivel de los sótanos. Era una larga serie de pequeñas habitaciones llenas de esferas de vidrios que contenían un líquido transparente.

—¿Qué son? —preguntó Robi.

—Perfume —respondió el Senescal cortante.

—No sé lo que es —reconoció la soberana. Hasta Jastrin, por una vez, parecía corto de ideas.

El Senescal suspiró y por un segundo levantó los ojos hacia el cielo, hacia los Dioses, como para que fueran testigos de semejante barbarie.

—El Juez Administrador —explicó— encontró un sistema para transformar los excedentes de fruta y trigo en fertilizantes para las flores del palacio de Daligar.

—¿Excedentes de fruta y trigo? —preguntó Rosalba furiosa. Los recuerdos de la miseria y el hambre de los años que había pasado en la Casa de los Huérfanos estaban grabados en su memoria, junto con el de los soldados que se habían llevado a sus padres acusados no solo de tener una supuesta amistad con un Elfo, sino además de intentar salvar las cosechas de la aldea de Arstrid que iban a ser confiscadas como excedentes—. ¿Cuáles excedentes de fruta y trigo? ¿Cuándo había sobrado algo en el Condado?

El Senescal no reaccionó ante la interrupción. Suspiró y prosiguió.

—Con las frutas y el trigo se fertilizan específicamente las grandes y perfumadísimas flores de glicinia. Un sistema complejo de alambiques transforma las flores en perfume, un líquido transparente, inflamable, obviamente perfumado, útil contra la propagación de plagas. El perfume se vende en todas partes, incluso en las afueras del Condado. Una gran parte de la riqueza del Juez proviene de allí.

El hecho de que la población de Daligar hubiera sufrido hambre durante años para producir aquella inútil idiotez no parecía impresionar ni escandalizar en lo más mínimo al huesudo cortesano. La simpatía de Robi hacia él no aumentó.

—¿Inflamable? —preguntó al final—. ¿Significa que se quema? ¡Pero el agua no se quema!

Otro suspiro más.

—El líquido transparente no es agua, sino precisamente perfume —explicó el Senescal—. Si se acerca al fuego, arde. Es decir, si una botella cae y se quiebra en una chimenea encendida, la llama es a tal punto violenta que puede desatar una gran explosión.

—¿Una qué? —preguntó Robi.

—Una explosión, Señora: una llama que se expande por todos lados con un ruido parecido a un trueno.

Al salir de los sótanos atravesaron un amplio patio interior. Robi, seguida por Jastrin, llegó arriba a las escarpas y se quedó mirando.

Al atardecer la ciudad estaba completamente sitiada.

Daligar resplandecía bajo el último sol que brillaba por el oeste encima de las Montañas Oscuras, mientras que al este, hacia Varil, el cielo estaba cargado de nubes, oscuro como una lámina de acero; las murallas y la Ciudadela se recortaban contra él como si fueran de oro. Bajo el cielo gris las gaviotas se quedaban inmóviles en el viento y sus alas blancas resplandecían al sol. Por debajo de las escarpas, los estandartes de color carmesí de la ciudad ondeaban en la última luz. El Dogon reflejaba los rayos oblicuos del atardecer y se transformaba en una cinta de luz que centelleaba en la penumbra. El río corría de este a oeste: llegaba de la llanura de Varil y se dirigía hacia las Montañas Oscuras, pero antes se dividía en dos ramas asimétricas que enmarcaban la isla sobre la cual surgía Daligar y constituían el enorme foso. La rama suroriental era larga, de aguas plácidas, casi estancadas; estaba rodeada de cañaverales y la remontaba el monumental puente levadizo que Robi había atravesado como una reina. La rama septentrional era estrecha y rocosa, de aguas impetuosas, y estaba remontada por un puente levadizo corto y pequeño.

Los Orcos ahora estaban acampados sobre las dos riberas del río. Rosalba vio, más o menos a una milla de distancia del lugar donde los dos brazos del río volvían a unirse entre Daligar y las Montañas Oscuras, el antiguo puente de madera que permitía el intercambio entre las dos riberas sin que fuera necesario atravesar la ciudad: la armada adversaria lo había franqueado y había completado el asedio. Los soldados de Daligar, abandonados a su propia suerte y sin órdenes, ni siquiera habían tenido la chispa de inteligencia necesaria para quemarlo.

Como explicó Jastrin, el puente de madera estaba cubierto por un techo historiado y recubierto de bajorrelieves pintados, que representaban las victorias de Sire Arduin.

El solo oír pronunciar el nombre de Yorsh era doloroso y, para pronunciarlo, Robi tenía que hacer uso de todas sus fuerzas; tenía que pensar con todas sus fuerzas en Erbrow y con todas sus fuerzas tenía que recordar el hijo que llevaba dentro. Logró pedirle a Jastrin que le hablara con calma de la estrategia de Sire Arduin, que le repitiera, palabra por palabra, todo lo que él, Yorsh, le había dicho sobre el estilo de combate del Rey victorioso. La verborrea de Jastrin desafortunadamente encalló con respecto a las estrategias de Arduin: de hecho, no sabía nada sobre este asunto. No habían alcanzado a llegar allí aún. Todo lo que Yorsh tuvo tiempo de decirle fueron las dos frases que Arduin siempre repetía: «Yo combato con lo que tengo» y «Yo solo combato para vencer».

Robi se las hizo repetir dos veces para estar segura de que ese fuera realmente todo el mensaje del gran caudillo. No significaba nada y no servía para nada.

—Yo combato con lo que tengo.

—Yo solo combato para vencer.

Parecían ese tipo de frases que se dicen entre sí los jefes de las bandas de chiquillos antes de pelearse a puños en las calles.

Los fuegos de los campamentos de los Orcos se alternaban y creaban geometrías irregulares con las picas sobre las cuales descollaban las cabezas de todos los hombres que no habían escapado a tiempo. Los soldados de las escarpas reconocieron y señalaron las de sus conmilitones, los centinelas que con tanta valentía habían encendido los fuegos para advertir la presencia de los Orcos y que después, por falta de una miserable orden que les permitiera abandonar sus posiciones, se habían quedado para hacerle guardia a su muerte y la de sus braseros. La distancia era mucha, pero Rosalba imaginó las órbitas que ya empezaban a deshacerse bajo las moscas, el cabello manchado de sangre, el último grito cristalizado en las bocas distorsionadas en forma repugnante. Incluso del otro lado del río, bajo la escasa luz del atardecer, todo esto se veía.

Aun desde lo alto de las escarpas se podía sentir el olor de las tropas acampadas, una mezcla de excrementos y carne podrida. Ni siquiera el viento limpio que sostenía las alas de las gaviotas lograba alejarlo o al menos diluirlo.

Las aguas del Dogon ya estaban asquerosas e impotables. Todo lo que le quedaba a la ciudad era el pozo bajo junto al puente levadizo, la zona que probablemente sería la primera en caer.

De acuerdo con las explicaciones de Jastrin, que no sabía nada de nada sobre las estrategias de Sire Arduin, pero que era toda una autoridad en las costumbres de los Orcos, la noche sería tranquila. El ataque no comenzaría antes del amanecer.

Si podían elegir, los Orcos no peleaban de noche, y en este caso podían elegir lo que quisieran.

De noche los miembros destrozados no se veían; el dolor, el terror y el horror de los moribundos no se podía distinguir. Solo quedaban los gritos y gemidos de los agonizantes y de los heridos para alentar el entusiasmo del ataque. De día el sol saldría con toda su luz y esta se reflejaría en la sangre de las alabardas y las hachas y multiplicaría el furor. Las heridas se iluminarían con toda su intensidad: las tripas de los destripados, la sangre de los degollados, los ojos apagados de los decapitados y los ojos carbonizados de los quemados vivos.

Solo en caso de necesidad extrema se podría renunciar a todo esto, pero no había ninguna necesidad.

—La ciudad está a salvo hasta mañana —garantizó Jastrin—. Si somos afortunados y mañana llueve, ganaremos aun otro día de vida.

—¿Cuando llueve no atacan?

—Solo cuando tienen mucha prisa. No les gusta.

En ese momento las nubes comenzaron a abrirse, alejadas, al igual que la esperanza de lluvia, por el viento que hora tras hora se hacía más fuerte.

Una última noche, una sola.

—Los Orcos de los pantanos son buenos nadadores y buenos escaladores. ¿Ven allá abajo? ¿Ese montón de cosas amontonadas que no se sabe bien qué son? Son barcas. Tienen un tipo de barquitas livianas, hechas de cuero y ramas. Las llevan con ellos a todas partes, por docenas; las cargan en pequeñas carretas de madera y de paja entrelazada.

—¿Entonces nuestro foso no sirve para nada?

—Para algo sirve. No pueden usar las escaleras —respondió Jastrin consolador.

Arriba, desde las escarpas, Robi las vio. Cada embarcación podía transportar un par de hombres y eran incontables. El foso solo no era suficiente para detener a los Orcos. Se requería también algún tipo de defensa militar. A poca distancia de las barcas los Orcos habían erigido un palo bastante engrasado que brillaba bajo la escasa luz.

—¿Y eso? —preguntó Rosalba.

Jastrin necesitó un momento para acordarse de la respuesta.

—Es para entrenar a los guerreros saltimbanquis.

Un grupo de Orcos estaba subiéndose por el palo, parecido al árbol de la cucaña que Robi había visto una vez en una feria.

—¿Ves? —dijo Jastrin—. Esos son los guerreros saltimbanquis.

—¿Entonces las barcas los llevan y ellos después escalan los muros?

—Sí, hasta que alguno logre bajar los puentes levadizos: para entonces estaremos acabados.

Rosalba se quedó mirando a los Orcos que subían y bajaban en una serie de complejos espectáculos. Era casi una danza vertical que desafiaba lo empinado del palo y el peso de los cuerpos, que parecía ausente. Robi los miró fascinada y no logró despegar la mirada de allí hasta que Jastrin atrajo su atención hacia las catapultas.

Poco antes del atardecer, después de la caballería, después de los hombres a pie, llegaron las catapultas, grandes, negras y terribles remolcadas por grupos de asnos pequeños.

—Esas son para el puente levadizo. Lanzan los haces incandescentes y el aceite: no creo que logren superar las murallas y alcanzar los techos de las casas. Pero seguramente quemarán los puentes levadizos y sin puentes solo nos quedan las rejas para mantenerlos afuera. Y cuando son muchos, también pueden levantarlas.

Robi sintió que el horror y la desesperación la invadían. No había nadie más para comandar la ciudad y ella no tenía ni la más remota y pálida idea de cuál podría ser la estrategia que tal vez podría solucionar alguna cosa. Se quedó inmóvil en las escarpas, mirando hacia abajo. Jastrin, desconcertado por su silencio, se apartó de ella, probablemente para buscar un oyente más benévolo y atento.

El único plan que tenía algo de razonable era la rendición: pero Jastrin había explicado de manera profusa que, ser razonables no era la característica fundamental de las bandas que los asediaban.

—A los que se rinden los matan de una forma perversa. A los que lo han intentado se las han hecho pagar.

—¿Pagar? ¿Cómo así que pagar? ¿Qué tenían que pagar si se habían rendido?

—El ultraje de haberlos privado del placer de la batallas. Creo que se sienten mal cuando no pueden combatir. Ellos son guerreros, ¿entiendes? Se sienten defraudados si nadie combate. Se irritan.

—¿Se irritan? —preguntó Rosalba. No estaba segura de haber entendido bien. Jastrin se esforzaba por usar un lenguaje esmerado, como Yorsh, con resultados más inciertos.

—Se irritan —confirmó Jastrin.

—¡Me parece que también se irritan si uno trata de combatir o de escapar!

—¡Es verdad! —reconoció Jastrin desconsolado—. Son susceptibles.

—¿Conoces algún método para no dejarse matar de los Orcos?

—Claro, basta con que antes nos matemos entre nosotros. Hubo una Roca en la que todos se mataron. Fue antes de los Reyes élficos. Se mataron unos a otros y, de ese modo, cuando los Orcos llegaron los encontraron a todos muertos y no pudieron hacerle daño a nadie.

—Quién sabe cuánto se habrán irritado —comentó Rosalba—. ¡Tan susceptibles como son!

—Sí —repuso Jastrin sin detectar el sarcasmo—, pero ya no se podía hacer nada más.

Era probable que tampoco el más grande de los Reyes, el más poderoso de los guerreros, hubiera tenido alguna solución además de la de suicidarse antes de la llegada de los Orcos, de cortarse el cuello después de habérselo cortado a los niños para evitar los métodos, sin duda más largos y creativos, a los que serían sometidos los eventuales sobrevivientes después de la derrota.

La idea del suicidio colectivo le pareció la única viable y se entretuvo con ella largo rato mientras el sol desaparecía y las primeras estrellas brillaban al occidente, en un cielo cada vez más libre de nubes.

Después la abandonó porque era una cobardía.

Daligar moriría combatiendo; así retendrían a los Orcos para darle tiempo al mundo libre de armarse y contraatacar. Todos morirían, hasta el último niño, hasta el último perro sarnoso, el último pollo pulgoso; morirían luchando el máximo tiempo posible.

Su adorada hija y el hijo que llevaba en su vientre morirían con ella y la estirpe de los Elfos se extinguiría junto a la de Arduin, Señor de la Luz. Terminaría allí, pero no terminaría por cobardía. No podían escoger si vivir o morir, pero podían escoger entre morir como Hombres o como mosquitos aplastados de un manotazo en una tarde de verano. Cada flecha arrojada, cada Orco abatido, herido, obstaculizado de alguna manera, le daría un día más al Mundo de los Hombres para reorganizarse y contraatacar. Y no sería tiempo la única cosa que le regalarían a ese mundo: le darían coraje y confianza. En las noches sin luna, en los campos de batalla, alrededor del fuego de los campamentos cuando la fe vacila y una muerte indolora se convierte en una tentación irresistible, contarían la historia de Daligar, la ciudad que había perecido luchando, resistiendo calle por calle, casa por casa, combatiente por combatiente y el coraje retornaría, la esperanza renacería.

Robi se alejó de las escarpas y se dio vuelta para encaminarse hacia las escalas, hacia la Sala del Trono. El hijo que llevaba dentro se movió y ella se detuvo conmovida. Era la primera vez que sucedía desde la muerte de Yorsh. Por un segundo los ojos se le inundaron de lágrimas.

Quizá no todo estaba perdido. Quizá el destino existía y quería que este niño naciera.

Jastrin estaba tratando, con mucha valentía, de infundirle a un grupo de chiquillos y chiquillas un coraje que él tampoco tenía: les relataba la historia de Arduin que se había batido contra los Orcos que eran diez contra cada uno de sus soldados, o más bien veinte por cada uno, treinta, ciento cinco… y los había derrotado a todos en una sola batalla, como una tormenta de viento sobre la barcia. Robi interrumpió la narración y les ordenó con una voz muy calmada que se levantaran de inmediato y reunieran en la armería a todo el que pudiera sostenerse bien en pie como para poder empuñar un arma. La orden de la Reina de Daligar, heredera de Arduin, era la de distribuir todo lo que pudiera distribuirse. Reunir a todo el mundo. Incluso a las mujeres. Incluso a los niños. De todos modos no podía pasar nada peor a lo que harían los Orcos después de tomarse la ciudad: muertos por muertos, cualquiera que quisiera tenía derecho de morir con un arma en la mano. Aconsejó también ir de prisa al pozo para llenar los odres que hubiera disponibles, las ollas, las jarras, los barriles y darle una cantimplora de agua limpia a cada uno. Así se evitaría la sed al menos durante los primeros días. «Los primeros días» repitió tranquila: Daligar no desaparecería al amanecer del día siguiente.

Los chiquillos salieron de inmediato en estampida por toda la ciudad. Mientras Robi se dirigía hada sus aposentos a saludar a Erbrow y a pensar, oyó que las órdenes que había dado pasaban de boca en boca. Vio las antorchas encenderse y a la ciudad recuperar el coraje, reanimarse.

Les repitió las mismas órdenes a los cuatro soldados que estaban frente a la Pequeña Sala del Trono, más que todo por costumbre, dado que no había nadie a quien fuera necesario montarle guardia, abrazados como estaban a las lanzas y con la cabeza apoyada en los brazos. Levantaron la cabeza y la miraron. Mientras pasaba a través de las monumentales puertas de madera y hierro, Robi vio que, así no hubiera sido de inmediato, se encogieron de hombros y se fueron. Por lo menos de nuevo había alguien que impartía órdenes. Alguien con un plan, una idea; alguien que asumía la responsabilidad de decidir algo.

—Tenemos un jefe.

—Es mujer.

—Mejor que nada.

—Y además está encinta.

—Mejor que nada.

—Encinta de un Elfo, para colmo. Es ella, la que buscaban. La mujer del Elfo. Y nosotros la hemos adoptado como jefe.

—Con los Orcos a las puertas de la ciudad hay que resignarse. Y además, si está encinta de un Elfo, puede ser hasta una ventaja.

—¿Una ventaja? ¿Pero los Elfos no son seres despreciables?

—Sí, son infames, pero saben hacer un montón de cosas. Alguna cosa también sabrá hacer ella.

—Qué despreciables ni qué nada. ¿No recuerdas los escritos de la pared que el Juez hizo cincelar?

—Decían que era una profecía. Una profecía de Sire Arduin en persona.

—Hablaba de la mujer de un Elfo. Mi cuñada es prima de uno de los escribanos. Él decía que una descendiente de Sire Arduin se casaría con el último Elfo.

—¿Y qué fin tuvo el Elfo?

—El Juez lo mató: lo dijo el chiquillo.

—¿Ese que está medio lisiado?

—Ese. También dijo que el Elfo era el último: su nombre así lo indicaba. Sabes, ellos tenían esos nombres largos que le indicaban a cada uno lo que debía hacer en la vida.

—Si Sire Arduin Vencedor se puso a escribir en las paredes, no fue solo por pasar el tiempo y darles trabajo a los picapedreros.

—Las mujeres encintas, por su misma naturaleza, tienen algo de magas. Los Elfos eran magos. A las mujeres que quedan embarazadas de un Elfo se les dice brujas y es probable que tengan tanta magia como ellos. Quizá la bruja hará alguna magia y les mejorará el carácter a los Orcos. O hará que nosotros nos volvamos valientes y los venzamos.

Rosalba escuchaba. Las palabras «Elfo» y «bruja» resonaban de forma perceptible, aunque en voz baja, y eran pronunciadas sin odio ni rencor; tal vez con un hilo de esperanza, tal vez casi con algo de fe. De improviso la palabra «bruja» sola desapareció y en todas las voces, en todos los susurros, apareció «Reina Bruja». Las voces se hicieron más bajas. La esperanza aumentó.

* * *

En la Sala del Trono no había nadie.

Robi puso las manos sobre la empuñadura de la espada de Yorsh y la desenvainó con mucho esfuerzo. El arma estaba concebida, como era evidente, para un guerrero más alto que ella y que, sobre todo, no estuviera cargando un hijo: el procedimiento fue torpe, enredado y tuvo que llevarlo a cabo en dos etapas, ayudándose con las dos manos.

Finalmente pudo coger la espada con las dos palmas puestas de manera firme sobre la empuñadura.

La hoja relucía. Reflejaba la luz de las antorchas. Reflejaba la cara de Robi, sus ojos negros y brillantes: Robi se miró. El arma era lo suficientemente liviana para que ella pudiera manejarla. Las ranuras que marcaban la línea media de las dos caras le disminuían el peso. Era indiscutible que las largas horas en el agua del mar les habían dado a los hombros de Robi la fuerza de un guerrero. Incluso ahora que el embarazo le quitaba fuerzas, podía sostener la espada y combatir.

Después no pensó en nada más.

Vio al Rey.

La visión apareció con una fuerza tal que casi tuvo la impresión de haber sido golpeada. Vaciló, pero la espada permaneció firme entre sus manos.

El Rey invadió su mente. La miraba desde el interior de la espada. El Rey invadió su alma. Llevaba en la cabeza la corona de oro con la hiedra entrelazada, tenía su misma espada entre las manos y estaba sentado fuerte y seguro en el trono de piedra. Sobre los hombros llevaba una capa de terciopelo oscuro con pespuntes de perlas y oro que caía en pliegues pesados donde la luz y las sombras se alternaban como lo hacían dentro de las olas del mar bajo la luna.

No era un esqueleto sino un hombre vivo, un hombre seguro y fuerte que la miraba desde el interior de su visión. Robi le devolvió la mirada: no lograba ver bien. La imagen del Rey estaba en la penumbra. Tuvo la impresión de que las orejas eran ligeramente puntudas. ¿Un Medio-Elfo? El término, con toda la carga de desprecio que contenía, la exasperó y la molestó. Buscó otro término en su mente, pero no lo halló. Al diablo: Medio-Elfo. Era preciso y expresaba la idea.

Bastaba pronunciarlo con orgullo y no con vergüenza. Un Medio-Elfo: saboreó las sílabas como si fueran gotas de miel. La mente de un Elfo y el coraje de un Hombre. Una mitad con la fuerza de los Hombres y otra mitad con el alma de los Elfos. Medio-Elfo. Invencible como un Medio-Elfo, fuerte como un Medio-Elfo. Se oía bien. Solo había que acostumbrarse. El bebé dentro de ella pateó. El Rey sentado sobre un trono con su espada y su corona era Medio-Elfo. El Rey miró a Robi durante un largo rato mientras ella sentía aumentar su fuerza.

¿Quién era el Rey? ¿Arduin? ¿Quién si no Arduin, el Señor de la Luz, el gran guerrero que había derrotado a los Orcos y reconquistado a Daligar contra todo lo previsto, contra toda lógica, contra todo destello de sentido común que le hubiera aconsejado a cualquiera que lo olvidara y que se ocupara de otra cosa? Arduin también debía haber sido un Medio-Elfo.

—¿Arduin? —preguntó Robi en un susurro.

El Rey asintió y la imagen se diluyó, pero sin desaparecer: se quedó en un rincón de la mente de Robi, como la sombra de un recuerdo.

Él no les había temido a los Orcos. Él había sabido qué hacer. Él le había dejado un mensaje. Las dos frases del caudillo debieron haber tenido algún significado en ese entonces y debían seguir teniéndolo hoy en día.

Él había sido el Señor de la Luz. La luz del fuego. El fuego produce la luz.

El fuego. La solución era el fuego.

Robi dejó de temerles a los Orcos. Sabía qué hacer.

Recogió del trono dorado la capa de terciopelo oscuro pespunteado con perlas y oro y se envolvió en ella. Se cerró en el cuello el pesado botón de oro para fijarla. La capa era caliente y liviana como las alas de un pájaro. No le impediría cabalgar ni combatir. Había pertenecido al Rey y ella necesitaba algo que ocultara sus harapos y aumentara la realeza de su ser.

Ahora el único Rey disponible era ella.

Toda posible batalla dependía de la realeza de su ser.

Realeza. Saboreó la palabra: ella debía ser el Rey. Ella era el Rey. Se lo tenía que repetir constantemente para tratar de convencerse. El Rey es alguien por quien uno puede aceptar morir.

En las tragedias que Yorsh escribía y que ellos representaban en la playa de Erbrow para pasar las tardes de verano, siempre había un papel de guerrero o de Rey. Ahora debía hacer lo mismo: tenía que representar el papel de Rey guerrero y de cierta manera convertirse en uno. Por lo menos así la miserable banda de secuaces que pudiera reunir tendría la impresión de seguir a un Rey guerrero, y esto les daría ánimos. A lo mejor serían capaces de vencer. Por lo menos morirían más contentos. Robi debía reencontrar la imagen del Rey en la memoria y convertirse en uno. Como si hiciera teatro.

Tenía la corona puesta en el cabello mal rasurado y además sucio de sangre y fango. Se miró reflejada en la hoja de la espada. Pensó que no se veía bien: tenía demasiado aspecto de mendiga o de perseguida. Despegó uno de los velos blancos que rodeaban el trono y se lo puso en la cabeza. Lo fijó con la corona de tal modo que su rostro parecía estar suspendido, envuelto en una nube. La mirada del Rey se perdió de nuevo en la suya. El Rey desapareció: había llegado el momento de combatir.