Capítulo 1

Robi tuvo suerte. Los Orcos, al llegar a la que había sido la pira fúnebre de Yorsh, probablemente habían decidido acampar allí. Oyó su algarabía y se dio cuenta de que no la estaban siguiendo. Cabalgó durante una noche y un día. Bebió agua en los riachuelos. Saqueó cerezos, robó zanahorias y manzanas secas de las granjas abandonadas y solo se detenía el tiempo necesario para que a Enstriil no lo venciera el cansancio. Abrumada por la fatiga, se adormecía con frecuencia y caía en un sueño breve que las pesadillas entristecían y del cual se despertaba con un doloroso sobresalto. Delante de ella estaban Erbrow, silenciosa y como envuelta por el sueño, y Jastrin que había seguido llorando hasta medianoche y hubiera continuado si Robi, enardecida, no lo hubiera obligado a parar.

Una vez calmado, Jastrin volvió a empezar con su verborrea. Robi añoró los sollozos. Jastrin conocía la profecía de Arduin: hacía parte de sus fragmentarios pero considerables conocimientos históricos. Apenas se secó los ojos, comenzó a hablar sobre esta: ¿era cierto que ella, al igual que su antepasado, veía el futuro?

La otra mitad de la noche alabó sin cesar la clarividencia de Robi.

—… Es una suelte saber el futuro. Así siempre sabes qué hacer, qué decir, y no te pasa como a nosotros que somos tipos comunes… ¡Siempre sabes cómo vas a acabar! Todo está en tu cabeza. Basta con cerrar los ojos y ya está. Todo es fácil… ya todo se sabe…

Jastrin era tenaz y no desistía. Cuando encontraba un tema de conversación podía seguir adelante desde el brillo de las primeras estrellas vespertinas hasta el brillo de la aurora, y de nuevo desde esta hasta el atardecer sin ninguna interrupción, excepto la estrictamente necesaria para respirar.

Robi trataba de pensar, pero la voz del otro, imparable, le llenaba los oídos.

Lo odió y lo maldijo en su cabeza: no con el odio rabioso ni con la maldición áspera que se reserva para los enemigos, sino con ese gentil y quedo con el que inevitablemente se ataca a los fastidiosos.

Solo un cretino sin remedio podría pensar que sus visiones fueran una bendición. En realidad eran parciales, caóticas, imprevisibles, casi siempre incomprensibles y contradictorias y, a veces, absurdas. La habían protegido y ayudado durante la difícil fuga con Yorsh cuando era una niña. Por lo demás, siempre lograba descifrar su sentido solo cuando ya era demasiado tarde. Le parecían cada vez más inútiles, molestas y ruidosas como moscas en una tarde de verano. Cuando Yorsh se había marchado para ir a morir, la única cosa que había ocupado su mente impidiéndole pensar cualquier otra cosa era la visión de una manada de lobos que corría.

Después del horror de la muerte de su esposo, las visiones se esterilizaron, se espaciaron y perdieron cualquier característica reconocible. Yorsh solía decir que el dolor acababa con la magia de los Elfos. Algo por el estilo debió sucederle a ella: desde que su marido se había perdido en los reinos de la muerte, lo único que le quedaba en la cabeza eran sombras indiferenciadas, manchas coloreadas que se intersecaban en una niebla opaca y oscura.

Aunque los días eran templados, Robi sentía frío en el cráneo afeitado. Probablemente, aunque la estación no fuera rigurosa, necesitaría tiempo para acostumbrarse a estar sin cabello. Seguía llevando en la cabeza la corona suntuosa y refinada en la que las ramas de hiedra se entrelazaban y el oro de los repujados se alternaba con los azules de los esmaltes. La corona brillaba como con luz propia. El collar de oro del Conde de Daligar que llevaba al cuello sobre sus andrajos tenía un brillo más tranquilo y discreto.

Por todas partes encontraron prófugos del Condado. Los Orcos estaban llegando. Era imposible escapar: se decía que el camino hacia las Montañas del Norte ya estaba bloqueado.

El Juez y la armada de Daligar ya estaban a salvo.

La corte, avisada por los fuegos y provista de armas y equipaje, también se había precipitado hacia Alyil, la Inaccesible, la Ciudad Halcón en las Montañas del Norte.

La decisión de ir a Daligar seguía pareciéndole a Robi la más absurda de todas y la única posible. Confundida por la voz de Jastrin y por su propio aturdimiento, seguía dándole vueltas.

El cansancio era tan terrible como el hambre y ninguno de los dos era comparable a su desesperación. La jornada transcurrió con lentitud. Robi hablaba de vez en cuando, en parte para tranquilizar a su hija, en parte para tranquilizarse a sí misma y en parte para escuchar su propia voz.

Repetía siempre la misma frase:

—Seré la madre de dos hijos vivos.

* * *

A veces Robi se bajaba del caballo y caminaba para dejar reposar a Enstriil. Las cabezas de Jastrin y de Erbrow se mecían por el sueño y la suya hubiera deseado hacer lo mismo. Tenía un caballo, una corona en la cabeza. Toda esa gente sin esperanza debió haber tenido la impresión de que ella era una guía. Se dio cuenta de que la seguían a ella, a falta de algo mejor.

Cada vez que cerraba los ojos solo veía sombras indiferenciadas.

Quizá el futuro aún no estaba escrito. Quizá todavía estaba por decidirse. Quizá, simplemente, su clarividencia había muerto junto con Yorsh.

No tenía miedo. Quizá este también había muerto ahogando por la desesperación.

Por fin la odiada ciudad de Daligar estaba a la vista. Por fin Robi se encontró fuera de los bosques. Detrás de ella se engrosaba el torrente de prófugos. Los rumores de estos confirmaron que la noche anterior habían brillado fuegos de advertencia. Muchos los habían visto y, al igual que ellos, la ciudad había sido advertida de la llegada de los Orcos. Por lo menos todavía había centinelas.

Pero no todos habían sido advertidos. Otros prófugos, de hecho, hablaban de un Elfo Maldito que, después de haber sublevado a los Orcos, había tenido la indecencia de burlarse de ellos. Robi escuchó cómo aquella indecencia había sido la salvación de ellos, pues les había permitido escapar.

Robi tuvo que hacer un esfuerzo para no maldecir. Tuvo también la tentación de echarle mano a la espada y saldar con sangre la cuenta de aquella cruel imbecilidad.

Recordó la grandeza y la generosidad de su esposo muerto que había salvado la vida de toda esa gente aprovechando la animadversión que sentían por él. El recuerdo de Yorsh le laceró el corazón, pero lo desechó de nuevo porque ahora debía combatir por sus hijos y no podía hacerlo con el corazón herido.

* * *

Daligar estaba rodeada de personas desesperadas que se iban organizando cada vez mejor a medida que uno se acercaba a las murallas de la ciudad.

Debió haber habido varias oleadas de prófugos en el lugar. La más reciente todavía estaba en marcha y comenzaba a establecer un campamento. Los minúsculos refugios nacían como hongos; se construían poniendo capas sobre palos de madera enterrados en la tierra. Eran más bajos que la estatura de un hombre y, por supuesto, había que estar a gatas en su interior. Por todas partes se cocinaba alguna cosa en hogueras improvisadas. Encima de los fogones se ponían a secar hileras de camisitas en cuerdas extendidas.

La más antigua, junto a las murallas, estaba ya organizada en casuchas y huertas diminutas delimitadas por hileras de tomates entre las cuales correteaban algunos pollos escuálidos, tan preciados que las bandas de chiquillos gruñones, armados de cañas y bastones, no les quitaban el ojo de encima. Robi le pidió de comer a una señora que estaba cocinando un pedazo de pan en una planchita abollada y sucia. Se lo pidió por caridad: el hambre era insoportable y no tenía nada que darle a cambio. Solo llevaba encima una túnica sucia y rota y estaba descalza. Dentro de la calamidad había un ínfimo motivo de consuelo: la noche del secuestro, Erbrow se había acostado con la túnica y el delantal con los juguetes dentro de los enormes bolsillos bordados. La niña estaba descalza, pero la ropa que llevaba puesta era suficiente para protegerla del frío; además, era una bendición que tuviera sus juguetes porque ahora, anonadada, silenciosa y atónita, al menos podía seguir apretando la barquita y la muñeca entre las manos.

La mujer se levantó con una sonrisa airada. La sola idea de que alguien le pidiera su pan sin tener nada que darle a cambio era un insulto y una burla.

—Tienes ese collar de oro que te cuelgas al cuello, belleza. No sé a quién habrás timado, pero si me das un eslabón, podemos discutirlo —dijo despectiva.

La desesperación abismal y el cansancio sobrehumano que la embargaban habían hecho que Robi se olvidara tanto del collar como de la corona. Reconoció lo difícil que era pasar inadvertidos al presentarse a caballo luciendo aquellas cosas o pasar por una mendiga mientras estaba bañada en oro. No había nada que hacer. Se obligó a sacudirse y a comenzar a pensar de nuevo.

El collar estaba hecho de láminas separadas, enganchadas una con otra. De hecho, no sería difícil desarmarlo. Fue entonces cuando Angkeel, que hasta ese momento había estado dormido en el regazo de Erbrow, se despertó y levantó el vuelo con un grito ronco: dio una vuelta lenta y luego se le posó en el hombro. Robi levantó de nuevo la vista hacia la mujer, pero no la encontró. Tuvo que escuchar la voz de esta para encontrarla de nuevo, arrodillada frente a las patas de Enstriil.

—Señora mía —dijo la mujer—. Señora mía, perdón. Le pido perdón. Se lo suplico. No se enoje: soy una mujer pobre. Nosotros somos gente pobre, nosotros no sabíamos. No la había mirado. No había visto la corona ni la espada. No había visto el águila. Usted es uno de los antiguos Reyes, ¿no es cierto? ¿Vino para salvarnos? El Juez escapó. Estamos solos. La corte, los soldados: todos escaparon. Solo quedamos nosotros para hacerles frente a los Orcos. Señora mía, solo está usted… se lo suplico… Señora mía, ¿quién es usted? ¿Es usted real o es un fantasma que ha atravesado el tiempo?

Robi se quedó perpleja.

—Me llamo Rob… —se interrumpió: no era eso lo que debía decir—. Soy Rosa Alba, heredera de Arduin —logró articular por fin. Después el hambre prevaleció sobre lo demás—. El pan… —murmuró.

La mujer se apresuró a ponérselo aún demasiado caliente entre las manos y luego se alejó con una reverencia.

Jastrin se precipitó a explicarle en un susurro:

—Los antiguos Reyes están en el antiguo palacio de Daligar. No, no ellos: las estatuas de ellos. Yorsh me lo dijo, es decir, Yorsh me lo había dicho cuando estaba vivo. Sabes, los antiguos Reyes llevaban las coronas sobre la cabeza rasurada. Fueron tiempos algo, como decía Yorsh, bastos, tiempos algo bastos. Creo que lo que quería decir era que todos eran una manada de palurdos, campesinos y vaqueros que se ponían una corona en la cabeza cuando había que combatir; eran personas honestas pero de todas formas combatientes hábiles. No se contaba con una gran habilidad para fabricar cosas y mucho menos yelmos. Las uniones de las celadas eran tan toscas que el cabello se les quedaba atascado en ellas; entonces se lo afeitaban para ir a la guerra. Había que combatir. Sabes, con la corona puesta sobre la cabeza rasurada, es probable que te asemejes a las estatuas de los antiguos Reyes. Y además tienes a Angkeel. Los Reyes se distinguían de los otros guerreros por el águila. Cada Rey tenía un águila: debe estar también en las estatuas. Angkeel te está haciendo dar una excelente impresión. Lástima que no tengamos también un lobo. Arduin tenía un lobo. Sé todas estas cosas porque Yorsh me las explicó. Es increíble cuántas cosas sabía Yorsh y lo bien que las contaba. Ah, perdona, olvidé que me pediste que no lo nombrara.

Para Robi oír pronunciar el nombre de Yorsh era como una puñalada, pero logró contenerse para no callar al chiquillo. Tenía que endurecerse más si quería que los hijos de Yorsh vivieran. Tenía que hacer que su propio corazón fuera más duro que el diamante y que el acero.

Robi hizo saltar el pan entre las manos y lo sopló para enfriarlo un poco y luego lo compartió con Jastrin y Erbrow. Otros mendigos se acercaron y, con timidez, hablando todos a la vez, le contaron que casi toda la corte, advertida por los fuegos tal vez, quién sabe, o incluso por algún mensajero enviado por el Juez, se había marchado el día anterior hacia Alyil, la Ciudad Halcón, en las Montañas del Norte.

—Todos se fueron, sabe. ¿Quién es usted, Señora? ¿Vino a ayudarnos?

—Señora, perdone, sin ánimo de ofenderla, si se trata de gente extraña, usted es asaz extraña. Pero aquí en realidad no quedó nadie más. ¿Ahora el jefe de la ciudad es usted?

—Señora, no nos abandone, por el alma de sus muertos y por la de los nuestros. La mayor parte de los soldados se fue de la ciudad: escoltaron los caballos y los palanquines.

—Solo quedaron los soldados de las puertas y los de las escarpas.

—¿Entonces quién nos va a defender?

—Daligar está vacía…

—Desarmada…

—Sola. Dejaron sola a la ciudad. Señora, acá solo quedaron las murallas y usted. ¿Es usted una guerrera? ¿Sabe hacer alguna cosa?

—Señora, perdone, nos puede dejar entrar a la ciudad también a nosotros, porque si llegan los Orcos, estaríamos mejor al otro lado de las murallas…

—Señora, por el alma de sus muertos y por la de los nuestros…

Con la boca llena de pan, Robi se acercó al foso. Abajo, el agua estaba estancada y cenagosa. Estaba verde, recubierta por una capa tupida de algas que daba la impresión de ser un prado. Estaba alta. Podía detener a la armada enemiga. El majestuoso puente levadizo bajó y ella lo atravesó.

La puerta de la ciudad estaba cerrada por una enorme reja que bajaba desde arriba y que era manipulada por un grupo de guardias con un sistema de cuerdas tirado por un cabrestante.

Robi miró a los guardias y los guardias la miraron a ella.

Robi pensó que si se los pedía con suficiente cortesía, si se los suplicaba, quizá los convencería de dejarla entrar y, al menos por esa noche, su niña estaría a salvo.

Mientras todavía estaba buscando las palabras, dejó vagar la mirada sobre los otros refugiados: había una nube de niños harapientos y una multitud de madres desesperadas. Era difícil que ella pudiera encontrar palabras más entristecedoras, suscitar miradas más piadosas que aquella humanidad doliente.

Robi se tragó el pan, descendió del caballo, levantó la cabeza altiva sobre los hombros, puso una mano sobre la empuñadura y la otra en la reja. Trató de entender por los adornos de las armaduras quién era el jefe y se dirigió a él.

—Soy Rosa Alba, heredera de Arduin. Las insignias de la ciudad me fueron encomendadas. Levanten la reja.

Se hizo un silencio desconcertante. A las espaldas de Robi se estaba reuniendo la pequeña multitud de refugiados.

La desesperación tenía que haber echado raíces entre los soldados. El nombre de Arduin resonó de nuevo como el toque de un cuerno. Las cabezas se levantaron. Las miradas se animaron. Robi recuperó el coraje: había dicho la frase justa. Esta gente solo quería un jefe y un rayo de esperanza en estos momentos en los que el jefe en el que habían creído se había marchado y la confianza los había abandonado. Años y años de adiestramiento en la más ciega obediencia, años y años de soportar la más siniestra crueldad, le habían quitado a Daligar cualquier rastro de inteligencia y de coraje. La estupidez y la cobardía reinaban sin resistencia alguna.

Sin un jefe que les dijera qué debían hacer se dejarían masacrar como mosquitos.

Ni siquiera les habían dado refugio a los prófugos ni habían levantado el puente levadizo. Debía existir algún decreto que nadie se atrevía a violar, dados los aterradores métodos con los que el Juez castigaba la insubordinación, y por esta razón iban a morir sin siquiera intentar resistir.

—Ejem —comenzó con esfuerzo el líder de los guardias—. Doña Rosa Alba… es decir… Señora… Yo… No es culpa mía… Verá… No tenemos la llave de la ciudad… Es necesario ir a pedírsela al Senescal… No es posible pedirla sin la autorización…

Robi pensó que no era necesario.

Podría lograr su objetivo al haberlos tomado por sorpresa con la corona en la cabeza, las insignias de oro al cuello, el nombre de Arduin en la boca y la magnífica águila blanca y azul en el hombro.

Se habían quedado encallados en las reglas.

Se necesitaba demasiado tiempo para obtener la llave: la autorización para pedirla, la decisión de usarla.

Para ese entonces el momento mágico habría pasado. La emoción se habría diluido y la disciplina habría prevalecido. De un momento a otro alguien relacionaría que Rosa Alba podía ser abreviado como Robi y recordaría que sobre su cabeza pesaba una condena a muerte: sería el fin.

Erbrow, se había quedado en la grupa de Enstriil, junto a Jastrin. La niña estaba exactamente a la altura del enorme pestillo de hierro repujado. Puso encima de este la manita rolliza que ni siquiera hubiera tenido la fuerza para levantar la llave.

Clank.

El pestillo se abrió con un ruido fuerte y seco que resonó en el silencio.

Robi logró impedir que el rostro delatara su estupor. Fulminó a Jastrin con la mirada para que no delatara el suyo y permaneciera callado por una vez. Se juró recordar que su hija tenía poderes que habían sobrevivido a todo, incluso al dolor.

Impasible, inamovible, repitió la orden. En este momento no cabían medias tintas.

—Soy Rosa Alba, heredera de Arduin. Las insignias de la ciudad me fueron encomendadas. He venido a combatir por Daligar —de hecho, nada de lo que dijo era falso—. Suban la reja de prisa y déjenla abierta hasta que la totalidad de los refugiados que acampan en el exterior de la ciudad haya entrado. Después de que todos estén a salvo, bajen la reja y suban el puente levadizo.

Las órdenes fueron acatadas de inmediato.

* * *

Robi entró de primera, a pie, llevando a Enstriil de las riendas. Jastrin y Erbrow miraban a su alrededor con los ojos abiertos de par en par: era la primera vez que veían una ciudad. Daligar estaba miserable, desconchada y plomiza por el descuido y la miseria, pero de todos modos la maravilla se dibujó en las expresiones atónitas de ambos.

Angkeel seguía encima del hombro de Robi. Era un peso considerable, pero tranquilizador. Era evidente que la nueva soberana de Daligar le debía en buena parte su éxito.

Cuando el último carromato de prófugos entró, la reja se bajó con un estruendo seco. Mientras tanto el puente levadizo se elevó con un largo chirrido que se intercalaba con el ruido de las cadenas.

En ese momento aparecieron los Orcos: una armada tras otra, pelotones y pelotones fueron saliendo de los bosques todos a la vez.

La caballería que los precedía se exhibió en una carga tan inútil como cómica que arrasó con las huertas y las hileras de tomates y luego se detuvo en desorden contra el foso.

Los enemigos elevaron gritos bestiales que fueron respondidos con imprecaciones desde las escarpas.

—Señora, el puente levadizo del lado norte está todavía abajo —vino a comunicarle uno de los alabarderos—. Para llegar hasta allí los Orcos tienen que atravesar el Dogon. Hay un puente de madera a media legua. ¿Debemos levantarlo también?

—Por supuesto —respondió Robi—, después de que haya entrado la gente que esté acampada en los alrededores.

De nuevo la sorprendió que hasta para una acción tan obvia se necesitara una autorización o la aprobación de un perfecto desconocido que había aparecido de la nada y declaraba ser el líder.

Estaba atrapada en una ciudad que hasta un instante antes hubiera estado dispuesta a colgarla y donde la estupidez y la cobardía de los defensores solo eran equivalentes a la crueldad y al coraje de los que la asediaban.

El torrente de prófugos que ahora se hallaba agolpado en torno al pozo en la plaza baja, justo después de la entrada de la ciudad, elevó plegarias de agradecimiento.

Arduin había mandado a un ser extraño que los había salvado.

En ese momento Angkeel decidió que ya había pasado mucho tiempo en su real inmovilidad y abatió a un enorme cerdo que habían dejado descuidado; de todos modos, ahora el poder real de la nueva Reina se había establecido y ya nada hubiera podido lastimarlo.