Moron se quedó en la sombra, dentro de una cueva entre las rocas que se elevaban sobre la garganta. La bruja lo maldijo y se fue en su caballo con las dos criaturas atrás, su hija y el latoso de Jastrin, una Medio-Elfo y un medio-tullido. ¡Bellísima e importantísima compañía!
El hombre miró con vaga desilusión la placa de soldado raso que le colgaba sobre el pecho pegada de una cadena de latón que, con la luz apropiada, también podría parecer de oro. Solo con la luz apropiada, sin embargo…
Los soldados de la caballería se habían marchado. Nunca le había importado mucho que alguien lo quisiera de verdad, estaba acostumbrado a que lo abandonaran, pero…
Lo habían abandonado allí, a pie, con la bruja por un lado y los Orcos por el otro: era muy poco cortés. ¡No faltaba sino el águila! Por suerte, estaba muy ocupada haciéndole arrumacos a la niña y no había venido a arrancarle los ojos del cráneo.
Tal vez no había hecho una buena negociación por el Elfo. Debió haber pedido el cargo de soldado a caballo y no el de soldado raso. Al menos ahora serían los cascos del caballo los que estarían en el suelo tratando de poner la mayor distancia posible entre él y los Orcos, y no sus pies encerrados dentro del calzado de soldado, de metal y cuero, al que no estaba acostumbrado y que a cada paso lo hacía tropezar. La bruja se había ido hacia el este. Lo mejor para él era tomar la dirección opuesta.
Él podía lograr escapar si se dirigía hacia el mar.
Siempre en la sombra, Moron escaló hasta lo alto de las rocas y allí se agazapó. Avanzó arrastrándose, volteándose de vez en cuando para mirar las tropas aterradoras que pasaban por debajo. Las horribles máscaras de guerra lo aterrorizaban. Los gritos bestiales lo ensordecían.
Deseó con todo el corazón que capturaran a la bruja y la hicieran pedazos.
Al menos el Elfo había muerto.
Al menos había logrado esto.
La criatura, sin embargo, todavía estaba viva. No por mucho tiempo si la atrapaban los Orcos. Tampoco sobreviviría mucho si el Juez la atrapaba.
Si, por el contrario, llegaba a Daligar, cabía la posibilidad de que su madre se hiciera dar el puesto de Reina. Era la nieta de ese tipo Ard… algo, ese que, cuando lo oían nombrar, todos se ponían en posición de firmes. Tenía la corona en la cabeza, el collar del Conde en el cuello y en Daligar ya no había nadie que gobernara. Reina. No soldado raso, como él. Esa era capaz de cualquier cosa. Hay gente a la que siempre le sale todo bien. Él no podría llegar hasta Daligar. Era fácil que en Daligar encontrara a Robi ejerciendo como Reina, como dijo el tipo con la barba que le dio el collar, ese sí de oro, no de latón como el suyo. Y con Robi de Reina, si él se presentaba, no le darían ni el rango de soldado raso, sino una hermosa cuerda para colgarlo en la plaza.
El Elfo, sin embargo, estaba muerto.
Siempre reptando, Moron logró entrar en la garganta. Allí se liberó de sus inútiles oropeles de soldado. Soñó toda una vida con ellos, pero ahora podrían acarrearle la muerte. Una muerte bastante fea también, ya fuera que le echaran mano los Orcos o Robi, por no hablar de sus paisanos, los habitantes de Erbrow, porque solo a un Elfo cretino se le podía ocurrir un nombre de esa clase para un lugar donde vive gente.
Una vez, años atrás, mientras trataba de explicarle a Creschio lo despreciable que era el Elfo, él lo miró a los ojos y masculló que si alguna vez lo pescaba haciéndoles daño al Elfo o a los suyos, lo haría trizas.
Era un problema que tuviera que regresar a Erbrow ahora.
El plan no había incluido para nada el tener que regresar a Erbrow. El plan era que el Elfo, Robi y la chiquilla morirían y él se quedaría de por vida en Daligar tomando cerveza y viviendo feliz.
¿Por qué las cosas nunca le resultaban a él como era debido?
Aunque sin embargo, pensándolo bien, también estar en Daligar tomando cerveza y viviendo feliz, aun si hubiera sido posible, y no lo fue, cómo decirlo…
Moron buscó las palabras en la cabeza.
En cierto sentido…
Le hacía falta el Elfo.
Era difícil odiar a alguien toda la vida y luego… nada, nada más.
Era una pérdida, era como sentirse rengo.
De niño, cuando su padre le daba tantas patadas y después no podía caminar, se quedaba acurrucado entre la pila de leña y la chimenea, y si era verano, se pasaba el día capturando moscas y arrancándoles las alas. Solo para pasar el tiempo.
En cierto modo se sentía como una mosca sin alas.
Aunque todo hubiera salido bien, si ahora él tuviera una pinta de cerveza en la mano y el cuartel de los soldados alrededor, tendría la impresión de que algo le faltaba… Además, nada había salido bien… ya no tenía nada.
Paso tras paso se consumaron las millas. El sol salió, luego se puso, luego salió otra vez. La lluvia lo empapó, la brisa lo secó y por fin Moron llegó a la cascada.
Le hubiera bastado con instalarse de por vida en la garganta, en cualquier parte a lo largo del Dogon; arriba, un poco hacia un lado del paso hacia Daligar. Habría evitado tanto a Creschio como a los Orcos. Habría comido castañas, carrizos, petirrojos, babosas, a veces nada de nada, total, ya estaba habituado. Escondido entre los castaños, jamás lo hubieran encontrado.
El hecho era que… en cierto modo… no tenía ganas.
Podía sobrevivir con castañas y hambre, pero no tenía ganas… y tarde… o temprano Robi o Creschio o ambos lo atraparían. Y entonces sería difícil.
Sin embargo, no era solo por el miedo: en realidad era que no tenía ganas. Una mosca sin alas.
Aunque conocía los pasajes y la oscuridad lo protegía, mientras bajaba la cascada tenía que tener cuidado.
Creschio, Caren Aschiol, comandante de Erbrow con las armas que encontraron en las cuevas, al saber que la tierra había sido invadida por los Orcos, había organizado trincheras de centinelas y fuegos para avistar al enemigo.
Moron logró evitar todo. Era bueno para arrastrarse. Era bueno para esconderse. Cada uno es bueno para algo. No hay nadie que no sea bueno para nada.
Moron descendió, cayó, resbaló, pero siempre en silencio: nadie lo vio y la oscuridad lo ocultó. Mucho antes del amanecer llegó a la playa de Erbrow.
El agua del mar estaba fría y lo heló.
Moron se sumergió lentamente y, como no sabía nadar, correteó hasta llegar al Escollo del Orco Tonto, el Último Orco. Se quedó allí a esperar el alba. Con las primeras luces del día vendría la marea alta.
Cuando su hermano menor murió en la Casa de los Huérfanos, Creschio le dijo que él era una especie de Orco porque era capaz de robarle la polenta hasta a su propio hermanito y provocarle la muerte. Pero ¿a él por qué tenía que importarle su hermano menor? Ese se había quedado al lado de mamá un montón de tiempo después de que a él, Moron, lo llevaron a la Casa de los Huérfanos. Hay gente a la que todo siempre le sale bien.
Con el amanecer la marea alta llegó. Moron se estremeció. Su vida terminaba allí. Al menos terminaba cuando él quería: también había logrado esto, por lo menos.
Lo preocupaba morir de frío. Siempre odió el frío. Incluso en verano llevaba consigo esa sensación de frío interno, como una chimenea oscura en una casa.
Moron se encogió de hombros: lo importante era que acabara pronto. De todos modos, donde él moriría no crecerían margaritas.
Pero se equivocó.
Después de que el agua le ahogó la respiración, después de que el mar lo arrastró, cuando la marea bajó y el escollo afloró de nuevo, un puñado de margaritas lo recubría. Eran pocas, pequeñas, deformes y torcidas, pero ahí estaban, como un reclamo mudo, inútil y tardío de una ternura imposible.
Nadie las notó.
La marea siguiente las borró para siempre.