Capítulo 29

Robi siguió esperando y esperando: que él se levantara, que resurgiera.

Él curaba las heridas de los demás.

Él curaría también las propias. De un momento a otro se levantaría de nuevo.

No sucedió nada.

Robi siguió esperando. Tenía que ser un truco. Solo podía ser un truco. En el momento en que ellos menos se lo esperaran, él se levantaría y los pondría de rodillas.

Él era él.

Robi recordó su primer encuentro con él: Yorsh había sanado la mano mutilada de Cala.

Él podía hacer cualquier cosa.

Había detenido a las Erinias.

Cuando lo conoció, cabalgaba un dragón.

Solo podía ser un truco.

Yorsh se quedó tendido al pie de Enstriil en un pozo de sangre que se extendía cada vez más y del que comenzaron a nacer millares de pequeñas margaritas.

—¡Ey, miren —dijo alguien—, las margaritas!

—¡Las margaritas! —repitió alguien más—. Cuando el dragón murió también se llenó de margaritas. Entonces sí se murió de verdad.

Robi sintió que el vértigo se apoderaba de ella: por primera vez pensó que, tal vez, había llegado el final.

Se quedó perpleja e incrédula, con la sensación de precipitarse en la nada.

Hizo un esfuerzo sobrehumano para quedarse de pie.

Lo único que deseaba era caer de rodillas y llorar hasta morir, pero no lo haría. No delante de ellos.

Como en un sueño, vio que los hombres del Juez hacían una pira fúnebre y ponían el cuerpo de su esposo encima. Vio la antorcha encender el fuego. Vio las llamas elevarse.

Querían asegurarse de que ninguna magia, ningún truco, podía devolverle la vida al último de los Elfos.

El humo se levantó en la luz del amanecer y subió a rozar el cielo que continuaba cerrado y mudo.

Una y otra vez, en contra de cualquier lógica, Robi siguió esperando que sucediera cualquier cosa que interrumpiera la pesadilla; una y otra vez esperó oír la voz de Yorsh, verlo reaparecer entre las llamas como un malabarista o un funámbulo.

Robi esperó que el cielo se agrietara y se tragara la tierra, pero eso tampoco sucedió.

La pira ardió lentamente. El sol salió y luego se levantó vertical sobre el mundo. Durante toda la jornada Robi permaneció inmóvil, de pie, con todo el peso de su futuro hijo que parecía una roca y con una sed que la torturaba.

Alguien tuvo un gesto de misericordia y le dio algo de beber a Erbrow y le permitió dar algunos pasos. Jastrin, acurrucado en el suelo, seguía gimiendo sin cesar.

El fuego se apagó después de quemar todo lo que podía quemar.

Estaba acabada.

No había sucedido nada.

Robi sintió que las náuseas la arrollaban: temió caer.

Uno de los hombres del Juez, armado con una gran hacha, puso la espada de Yorsh sobre una enorme roca y la golpeó con toda su fuerza. La roca se astilló y el hacha se hizo pedazos. La espada quedó intacta y su resplandor se incrementó y brilló gélido en la luz del nuevo día. Igual suerte corrió la corona que, a su vez, fue golpeada con un mazo: no sufrió ni un rasguño, mientras que el mazo se hizo añicos y la hiedra centelleó con su delicado brillo azul como las primeras estrellas de una tarde de verano. El hombre miró al Juez, desconsolado. La espada de Yorsh y la corona de Robi quedaron abandonadas sobre la roca.

El ruido hizo que Robi volviera en sí. Las náuseas habían desaparecido. La rabia la invadió y la sostuvo en pie.

Los exterminaría.

Su ira se agigantó.

Los exterminaría, a todos, desde el primero hasta el último, y a sus amigos Orcos junto con ellos.

Los aniquilaría.

Los exterminaría, desde el primero hasta el último: escucharía sus súplicas de piedad solo para reírse de ellas.

—Yo los maldigo —dijo Robi con calma. Su voz resonó helada. Se hizo silencio—. Yo, Rosa Alba, descendiente de Arduin, los maldigo a todos ustedes. Su carne caerá, su pensamiento se pudrirá marchito por el terror. Sus huesos yacerán fuera de las tumbas y serán descarnados por los perros.

Robi buscó largo rato a Moron con la mirada antes de dar con él, escondido bajo la sombra de las rocas que cerraban la garganta por el oriente.

—No sé si crees en algún Dios. En tal caso, pídele que te ayude a huir y que te conceda la muerte antes de que yo te encuentre —le aconsejó.

Por último se dio vuelta hacia el Juez, y le habló con gran calma:

—Yo te maldigo —dijo, y recalcó cada palabra—. Morirás aterrorizado. Tu progenie morirá en el dolor: suplicará piedad y no la encontrará, como no la encontró mi hija hoy…

Un gemido de Erbrow la interrumpió. Robi se distrajo y giró para mirar a su hija. Tenía que calmarse. Tenía que ocuparse ele su hija.

—No eres sabia, mujer —dijo el Juez—. No son las palabras apropiadas para motivarme a perdonarte la vida.

—Jamás tuvo ninguna intención de perdonármela, vil usurpador —respondió Rosalba—. La palabra parroña, si se usa para describirlo a usted, se arruina; la palabra gusano se mancilla, la palabra cerdo se ensucia de estiércol.

—Yo soy el Rey, el más grande que ha habido en la tierra, amable en la paz, terrible en la guerra, comparable solo conmigo mismo —aulló el Juez, irritado, pero luego recobró el control—. Por otro lado, reconozco que nunca tuve intención de dejarte vivir. Ni a ti, ni a tu mocosa. No eres propiamente un ejemplo de sumisión, y si te perdonara la vida, dentro de unas pocas semanas tendríamos otro representante de la estirpe que fundaste al lado de un Elfo, ¿no es cierto? En cuanto a los poderes de tu hija, siempre y cuando los tuviera, después de ver lo que vio, debieron haber sido aniquilados. Como ahora bien lo sabes, el dolor anula los poderes de los Elfos. Sin embargo, prefiero no arriesgarme. El mundo puede arreglárselas sin una media-sangre que lleva mitad de tu sangre y mitad de la de un Elfo.

—Mejor que la tuya: una parte de ratón, una de piojo y el resto se la disputan por partes iguales las garrapatas, las cucarachas y los gusanos.

Robi escuchó, como en un sueño, que el Juez daba la orden de matarlas, pronto, tanto a ella como a Erbrow. No tenía miedo. Cerró los ojos y ninguna imagen se formó. De igual modo, la ausencia de miedo era absoluta. No tenía idea de lo que iba a suceder, pero tenía la certeza de que ni ella ni su hija morirían ese día. Se repitió que ella era la heredera de Arduin y que Arduin había hecho grabar la profecía porque había visto victorias y criaturas vivas. Ella y sus hijos sobrevivirían. Ella iba a vencer.

Un caballero anciano, de barba y con un pesado collar de oro en láminas, se le acercó. La tomó del brazo y luego, de repente, le dio vuelta y de un golpe le cortó las cuerdas que le apretaban las manos. El hombre apuntó la espada hacia la garganta del verdugo que soltó a Erbrow de inmediato. Robi se abalanzó sobre su hija y por fin pudo tenerla en sus brazos. La niña temblaba, pero reprimió las ganas de llorar.

El caballero estaba entre ella y los demás.

La voz aguda del Juez pudo mantenerse fría y calmada.

—Folio, Conde de Daligar, ¿recordaste un poco tarde que eras un traidor, no es cierto?

—Un poco tarde, es verdad —confirmó el hombre—. Demasiado tarde. Horriblemente tarde. Repugnantemente tarde. Ahora mi alma está perdida, como mi honor, y será una liberación perder una vida que usted transformó en un río de fango y sangre inocente. Cada mañana que se convierte en un hoy no trae la esperanza de un nuevo día, sino solo la cercanía de una muerte que tampoco traerá alivio. Anegado en la desidia, en la bellaquería, en la estólida esperanza de estar evitando un daño mayor, de estar ayudando a construir un mundo mejor donde al fin apareciera una brizna de justicia, lo he visto cometer crimen tras crimen sin intervenir, siendo su cómplice. Me he hundido en el fango y en la sangre por seguirlo, y mientras más me hundía más difícil era detenerme. Para evitar confesarme a mí mismo haber sido el cómplice de un criminal me convencí para seguir creyéndole mentira tras mentira, locura tras locura. Lo vi asesinar de manera innoble al último de los Elfos sin hacer nada para detenerlo, porque negar la maldad de su estirpe habría significado afirmar la de la mía al haber sido cómplice de su exterminio. No me quedaré viéndolo mientras usted asesina a una mujer que espera un hijo y a una niña que no llega a los tres años.

—¿Fue el nombre de Arduin el que te indujo a hacer esta estupidez, no es cierto?

El hombre se detuvo a pensar antes de responder.

—Sí —confirmó—. Fue el nombre de Arduin.

—¿De veras crees en la sandez de que la bruja sea descendiente suya?

—Nada me ha parecido más verosímil, pero, aunque no lo fuera, el solo oír pronunciar el nombre de un hombre de honor fue suficiente para recordarme que el honor existe, que el valor no es solo un cuento de hadas que se les relata a los niños antes de llevarlos a la cama, que la decencia no es un sueño que debe ridiculizarse por su ingenuidad. Salvaré a esta mujer y a esta niña o moriré en el intento.

Una flecha partió: el caballero del penacho multicolor, el mismo hombre que mató a Yorsh, disparó otra vez. El Conde había sido golpeado en el cuello. Se desplomó frente a Robi que logró recuperar su espada. A diferencia de la de Yorsh esta era pesadísima. Robi había estado en pie desde por la mañana; ahora sostenía con un brazo a Erbrow y con el otro debía sostener la espada.

Fue el Juez en persona el que espoleó su caballo hacia ella. Levantó la espada y Robi pensó que su brazo no tendría la fuerza suficiente para desviar el golpe.

De nuevo, no sintió miedo.

El cielo cambió de color de repente; algo blanco y azul lo llenó. Robi tardó algunos instantes en comprender que un águila marina había atacado al Juez. Angkeel había llegado.

La joven águila debía haber terminado su aprendizaje y se había precipitado sobre el rastro de Erbrow, luz de sus ojos y afecto supremo de su vida. Robi vio que el rostro del Juez sangraba. Deseó con toda su alma que el aguilucho le arrancara los ojos, pero Angkeel no parecía todavía demasiado experto en el vuelo. El Juez, con ayuda de dos de sus hombres, logró liberarse.

A lo lejos sonaron gritos bestiales y feroces.

La silueta de las colinas se ennegreció.

Los Orcos, anunciados con antelación por Yorsh, habían llegado.

No parecían tener una idea demasiado clara de que el Juez fuera su aliado. Una horda de Orcos comenzó a precipitarse hacia la escuadra de caballeros.

El Juez dio la orden de huir, de inmediato, pronto. Espoleó su magnífico caballo color humo lejos de los Orcos y del águila que no lo persiguió sino que fue a posarse en el hombro de Robi, junto a Erbrow. En pocos instantes la caballería de Daligar subió a la grupa y se marchó al galope.

—Al norte —gritó el Juez.

—¿Al norte? —preguntó alguien—. ¿No vamos hacia Daligar?

—Es demasiado arriesgado: al norte. Vamos a Alyil, en las montañas. Es inaccesible. Es la Ciudad Halcón. Mi hija Aurora ya está allí, a salvo. Daligar se las arreglará. Trataremos de recuperarla cuando los canales diplomáticos con los Orcos se hayan reabierto. Al liberar a Varil, el Elfo Maldito sublevó a los Orcos contra nosotros… Hay fuegos de alarma y con ellos le avisaremos a Daligar a tiempo para que la corte la abandone.

La voz del Juez se perdió en lontananza.

Los caballeros lo siguieron. Alguien trató de llevarse a Enstriil, pero este se encabritó y se liberó para regresar al lado de la pira. Alguien le arrojó un par de flechas a Robi, que de repente había sido olvidada, y ella se dejó caer sobre Erbrow para protegerla y para fingir que la habían herido. Alrededor de ellos ya no había nadie. En el afán único de ponerse a salvo, les dejaron a los Orcos la tarea de ejecutarlos. Tenían el tiempo necesario para huir.

Robi dejó caer la espada del Conde de Daligar, que era demasiado pesada. Se inclinó sobre él. Jastrin se precipitó a abrazar a Erbrow. Angkeel batió las alas de alegría.

—Gallina estúpida —susurró Robi mientras rechazaba las lágrimas de rabia y dolor que le anegaban los ojos de nuevo—. ¿No pudiste llegar antes?

Era una tontería. Angkeel no habría podido salvar a Yorsh. En compensación, la había salvado a ella. Robi se tragó las lágrimas que asomaban a sus ojos y acarició la cabeza de la joven águila. La llegada de Angkeel debía haber tranquilizado a Erbrow que abrazó a su amigo con todas sus fuerzas; luego miró a Robi e hizo un gesto extraño: señaló primero las alas de Angkeel y luego el paisaje que los rodeaba. Lo repitió más de una vez. El Conde aún estaba vivo. A pesar de la flecha y de la sangre perdida todavía podía hablar.

—Señora, le pido perdón… Yo le pido perdón… Le ruego… Si puede… Usted… heredera de Arduin… Salve a Daligar… salve a mi ciudad… Estos criminales, estos locos la han abandonado… Daligar, al igual que yo, se manchó de mezquindad, pero no merece morir… Tenga, tome mi collar… son las insignias del Condado… le ayudarán a ser reconocida…

El hombre murió. Robi le cerró los ojos. Una vez más experimentó la tentación de ponerse a llorar, de sollozar hasta morir, y una vez más, la última, la repudió. No lloraría.

Ahora tenía que salvar a sus hijos.

El tiempo de las lágrimas llegaría. Quizá después. Al terminar la guerra.

Hasta entonces sus ojos permanecerían secos y su alma de piedra.

Ahora tenía que regresar a la aldea de Erbrow. Tenía que regresar a su casa en la playa donde el sonido de las olas se fundiría con el recuerdo de Yorsh y tampoco entonces podría llorar. Quizá después. Al terminar la guerra.

Tenía que recobrar las fuerzas, tener a su hijo y preparar su guerra.

Combatiría. Reconquistaría el mundo para que sus hijos tuvieran un lugar dónde vivir. Cambiaría las reglas de tal modo que sus hijos pudieran vivir sin ser perseguidos. No tendría piedad. Yorsh no la había obtenido.

La piedad había muerto con la estirpe de los Elfos.

—Robi —gimoteó Jastrin—, ¿vamos a casa?

Robi levantó la mirada. La armada de los Orcos se estaba desbandando hacia el oeste y ahora las alas occidentales de la formación estaban demasiado cerca de la entrada de la garganta de Arstrid.

Su corazón, cansadísimo, titubeó de horror.

No podía escapar al descubierto en esa dirección, eso sería un suicidio. La única forma en que podrían pasar sin ser vistos ni perseguidos era escalar hasta la cúspide, quedarse en la oscuridad de las rocas y pasar por el arrecife alto, pero era impensable para ella con su barriga. Y era aun más impensable para Erbrow tan pequeña, por no mencionar las piernas de Jastrin. Además era difícil no llamar la atención cuando un águila gira a pocos palmos por encima de tu cráneo.

No podía regresar a casa.

Las palabras seguían dando vueltas en su cabeza como un estribillo. No podía regresar a casa.

Robi miró alrededor. Solo podía escapar hacia el este: hacia Daligar, la ciudad que odiaba, que había visto colgar a sus padres y por poco a ella también. Si los Orcos habían invadido la llanura, la única cosa que podría salvarlos a ella, a su hija y a Jastrin era poner las murallas de Daligar entre ellos y los Orcos.

El Juez no estaba en Daligar para ordenar que la vida de los niños también fuera destruida.

Quizá la matarían a ella si la reconocieran, pero con seguridad a los niños no.

—Ahora no podemos —respondió con dulzura—. Los Orcos están entre nosotros y nuestra casa. Tarde o temprano regresaremos. Ahora te pondré a ti y a Erbrow sobre el caballo. Tú la cuidarás a ella y yo te cuidaré a ti, y verás que nos las arreglaremos.

Robi no levantó los ojos hacia la pira fúnebre. No podía llorar y no debía sentir la tentación de hacerlo. La idea de que nunca más escucharía la voz de Yorsh, de que nunca más se dormiría oyendo su respiración, de que nunca más encontraría sus ojos la golpeó como un tajo de espada.

Las dos palabras «nunca más» resonaban en su cabeza como los toques de una campana fúnebre y las desechó. Después, más adelante, habría lugar para la desesperación y para esas palabras.

Se colgó al cuello las insignias de oro de la ciudad de Daligar. Pensó inclinarse sobre la hierba donde había muerto su esposo y arrancar un terrón cargado de pequeñas margaritas con pétalos manchados de rojo oscuro: podría ponerla en el bolsillo secreto de su vestido, donde estaba la honda, la que su padre le hizo de niña y que ya más de una vez le había salvado la vida, pero no se atrevió. El riesgo de ponerse a llorar era demasiado alto. No debía. No podía. Si le abría paso a la desesperación, se sumergiría en ella y sus hijos estarían perdidos.

Rosalba recogió la espada de Yorsh. Sentir la empuñadura en la palma de la mano le devolvió el coraje. Con frecuencia la había usado para cocinar las tortillas de huevo de gaviota que se doraban largas y delgadas y que le recordaban la hierba secada al sol en verano; y que también había utilizado para partir la leña que calentaba su casa y la piedra con la que la habían construido. La espada no se ennegrecía, no se astillaba. Por el contrario, su resplandor aumentaba.

El orgullo de ser utilizada para combatir contra los enemigos atávicos del frío y del hambre no debía ser inferior al de batirse contra enemigos armados.

Robi pasó por encima de su hombro derecho la hebilla del cinturón que la sostenía, de tal modo que la espada le quedara sobre el flanco izquierdo y nada presionara su vientre redondo ni le impidiera respirar.

Se puso la corona en la cabeza, no solo porque el bolsillo secreto era muy pequeño, sino porque sentía frío en el cráneo terriblemente rasurado.

A poca distancia de ellos, tan indiferente ante los gritos de los Orcos como lo había estado ante el galope de la caballería, Enstriil esperaba, inmóvil. Robi se le acercó, le puso en la grupa primero a Erbrow y luego a Jastrin. Por último, con un esfuerzo indescriptible que le arrancó un gemido, subió también ella. Angkeel se acurrucó adelante de Erbrow, apretado contra ella.

—Vamos, cariño, ánimo, hacia el este —lo espoleó—. Vamos deprisa, escondidos entre los castaños, y ellos no nos verán. Ellos van a pie. Lo lograremos. Mañana estaremos todavía con vida y también al día siguiente.

El caballo se quedó por unos instantes con los ojos fijos en la pira. Después, muy lentamente se movió.

Robi buscó entre las sombras con la mirada para tratar de localizar a Moron, pero no lo consiguió. No podía haberse ido con el Juez porque iba a pie. Tenía que estar en algún lado, cerca, bajo la sombra de algo lo suficientemente oscuro para esconderlo. Robi le deseó, y recalcó bien las palabras para asegurarse de que las oyera, que lo encontraran los Orcos. Le recordó que de todos modos eso le convendría más que si ella lo encontrara.

Después se encaminó hacia Daligar.