Su papá no dejó de mirada ni por un segundo. Erbrow vio praderas infinitas bajo cielos inmensos. Dejó de sentir miedo. Le quedó adentro una tristeza grande como las praderas y los cielos que vio.
Nunca más posaría la cabeza sobre el hombro de papá. Nunca más oiría su voz que le cantaba canciones de cuna y le relataba cuentos de hadas para que ella pudiera deslizarse en el mundo de los sueños sin temer a los monstruos que viven en las sombras y que solo los niños pueden ver cuando llegan la noche y la oscuridad. Nunca más reconocería su olor en el cabello de mamá en las mañanas.
Le gustaría poder llorar, pero mamá había dicho que no debía. El jefe de los hombres malos dio de nuevo la orden y esta vez el soldado que estaba a su lado, el del penacho de todos los colores, disparó. La flecha golpeó a su papá en el corazón y ella sintió un dolor terrible. El deseo de llorar se volvió angustioso. Jastrin, que era incluso más grande que ella, sollozaba.
Su papá cayó al suelo y se quedó allí, inmóvil. La sangre se esparció sobre la tierra y se convirtió en fango.
Erbrow se dio vuelta hacia el hombre que la tenía en brazos, lo miró a los ojos que se veían a través de las aberturas de su capucha de cuero y luego señaló a su mamá. Era un hombre particularmente lleno de oscuridad, pero entendió el pedido. Tardó un poco en decidirse, pero luego se encogió de hombros y aceptó. Se acercó a Robi; así, al menos, Erbrow podía estar cerca de ella.
—Ahora tu papá volverá a ponerse de pie, ya verás —murmuró su madre—. Ellos no lo saben, pero tu papá tiene un montón de poderes. Ahora sucederá algo…
Erbrow sabía que no era verdad, su papá no se levantaría de nuevo. En su interior, en el lugar donde antes estaba su papá, había un agujero negro y helado.
El mundo se tornó verde.
Los hombres siguieron riéndose. Jastrin siguió sollozando. Su mamá siguió inmóvil mirando a su papá en el suelo, al lado de Enstriil.
El mundo se tornó verde y nadie se percató de ello. Solo ella.
Era un verde bellísimo con arabescos dorados que se entrelazaban y filtraban la luz del sol.
Praderas infinitas y cielos inmensos.
Dos alas verdes como las praderas, grandes como los cielos…
Alguien con grandes alas verdes había venido por su papá y él ya no estaba solo.
Donde antes había un agujero negro y helado se produjo una sensación extraña de viento de primavera, flores y agua de mar.
Era la sensación que experimenta el que cabalga un dragón.
Alrededor de las patas de Enstriil, donde estaba su papá en el piso, el prado se llenó de florecitas. Eran muchas, como las estrellas del cielo. Eran flores con pétalos blancos y un botoncito amarillo en el centro. Finalmente Erbrow recordó el nombre: eran margaritas.
—No daño —dijo en voz baja a su mamá.
En ese momento Erbrow añoró el uso de la palabra como nunca antes. Cuanto más giraba su mente fuerte y ligera, más se tropezaba su lengua en las pocas sílabas que podía pronunciar.
—No daño —repitió para consolar a su madre, pero era tarde.
Su mamá ya no podía escucharla.
Su papá transformaba el dolor en aflicción, y por esa aflicción había sido derrotado.
Su mamá transformaba el dolor en fuerza y furor.
Su mamá era y sería invencible.
Su furor era incontenible.
Solo después de que el cuerpo de su padre quedó reducido a cenizas, todos estuvieron realmente seguros de que ya no podía hacer nada más: el hombre que la tenía en brazos le dio algo de beber y la puso en el suelo.
Su madre comenzó a hablar y nadie le prestó más atención a Erbrow. Ella se inclinó y cogió un puñado de florecitas, algunas con pétalos blancos, otras con pétalos rojos oscuros por la sangre. Las escondió en el bolsillo más grande. Los pétalos secos se deslizaron hasta el fondo. Los mojados se adhirieron a lo que tenía en el bolsillo: el barquito y la muñeca que habían sido de su mamá.
Después el hombre de la máscara la agarró de nuevo.