Yorsh sintió un frío a lo largo de las vértebras. Era algo similar a la cólera.
La rabia era por la traición que había dividido al mundo de los hombres, por la victoria que estaba al alcance de la mano y que de nuevo se desvanecía en la nada.
El frío era aún un temor vago: quizá entre las posibilidades del Juez había algo que no había calculado, que se le había escapado.
Se dio cuenta de que ni el Juez ni los suyos tenían miedo.
No tenían miedo de él.
Finalmente, pequeña como una burbujita de aire perdida en el mar, sintió el miedo de Erbrow.
Su hija estaba allí.
Moron, el miserable idiota, los había conducido hasta su familia: he ahí lo que había trocado a cambio del puesto de soldado raso.
En su nuevo orgullo de guerrero victorioso, no había percibido la presencia de Erbrow. La seguridad lo había cegado.
El miedo de Yorsh se convirtió en terror.
Su hija había sido capturada. Estaba allí, a pocos palmos de él. No la veía, pero sabía que estaba allí. Ahora sentía todo su miedo, todo su horror. Se dio cuenta del cuchillo que tenía en el cuello; se dio cuenta de que gracias a esto la habían mantenido en silencio mientras ella luchaba con toda el alma contra las ganas de llamarlo y la de echarse finalmente a llorar.
Podían hacerle lo que quisieran y luego podrían hacerle a ella todo lo que quisieran.
Recordó la torpe arrogancia con la que rechazó la ayuda del Capitán. Lo había mandado a liberar a Varil. Deseó con toda el alma que el Mercenario le hubiera desobedecido, que lo hubiera seguido.
Giró para mirar la silueta de las colinas bajo la luna, detrás suyo, y deseó, como nunca en la vida, ver aparecer la sombra amenazante del guerrero seguido de su lobo y de su ejército de sobrantes de prisión.
La silueta de las colinas permaneció inalterada e inmóvil.
El Capitán se había quedado a liberar a Varil.
Yorsh estaba solo.
—Eso ya lo comprendimos por nuestra propia cuenta —había dicho el Juez—. No somos tan insensatos como para no haberlo previsto.
Lo habían previsto con toda claridad.
—Deje ir a mi hija. Solo tiene dos años. Los hombres de honor no les hacen la guerra a los niños —dijo Yorsh, en voz baja. Logró mantener la calma, no quería que Erbrow sintiera temblar su voz o se asustaría aun más.
—Tu hija no es una niña de dos años, sino una bruja de dos años, ¿no es cierto? ¿Qué sentido tiene dejar viva a una criatura que no puede sino ser maléfica? Lo máximo que puedo hacer es concederte su vida a cambio de la tuya. No será libre, pero quedará con vida. La exiliaré con su madre, la bruja que unió su vida a la tuya, en las Montañas del Norte. Serán llevadas a Alyil, la Ciudad Halcón. Allí la malignidad de ambas será inocua. Se les permitirá vivir. Tienes mi palabra. Quiero tu vida a cambio. Aquí. Ahora. Sabemos que las flechas solo pueden herirte si tú lo consientes, ¿no es cierto? Queremos ese consentimiento. No es difícil. Es un pacto sencillo.
Yorsh sintió rabia, desesperación y odio. Si su odio hubiera tenido el poder de matar, habría ocasionado una masacre. Trató de pensar. Las únicas armas que le quedaban eran el pensamiento y la palabra.
—No es el momento —dijo, tratando de estar calmado. Su voz reveló un destello de inseguridad, pero por lo demás era la de un líder—. Tiene el enemigo encima. Los Orcos…
—El enemigo eres tú, miserable Elfo —lo interrumpió el Juez.
—El enemigo son los Orcos, juntos podemos detenerlos…
—Una vez que tú estés muerto, podré intentar garantizarles a los Orcos mi lealtad y quizá limitaré sus ataques. Y si no pudiera lograrlo, al menos sabré que exterminé a los Elfos. Al menos alcanzaré uno de los propósitos de mi vida.
Lo interrumpió un sonido terrible para Yorsh: Erbrow finalmente había estallado en llanto. El llanto contenido durante días, el miedo sofocado y el horror explotaron en una serie de sollozos. El Juez se echó a reír. El círculo de soldados se abrió y aparecieron Erbrow y Robi… ¡También ella estaba allí! A Erbrow la llevaba en brazos un hombre con el pecho desnudo y la cabeza cubierta por completo con una capucha de cuero negro: uno de los verdugos de Daligar. Habían puesto a su niña en manos de uno de los verdugos de Daligar. Los músculos duros de los brazos enormes contrastaban de forma espantosa con la carita mofletuda y las pequeñas manitas. El hombre tenía la hoja de un cuchillo contra la garganta de la niña. Robi estaba en el piso con las manos amarradas detrás de la espalda. Le habían cortado el cabello del todo. Los rizos negros donde durante años los dedos de Yorsh se habían perdido y que eran lo primero que veía de ella al abrir los ojos en la mañana ya no estaban.
—¡También está la mujer que vive contigo! —dijo la voz del Juez—. Le organizamos el cabello: así es más apropiado para una mujer que tiene por compañero a un Elfo.
Robi levantó la cabeza hacia Yorsh y los ojos de ambos se encontraron. Junto a Robi estaba Jastrin. También él, imitando a Erbrow, se puso a sollozar.
Yorsh buscó algo para decir, algo para hacer. No se le ocurrió nada. El cielo estaba vacío. Yorsh trató de orar, pero los dioses, si los había, no estaban más interesados en él que lo que habían estado antes en su estirpe.
—Libera a mi mujer y entrégale la niña —dijo.
—No digas tonterías —respondió el Juez—. Tal vez no te hayas dado cuenta, último de los príncipes álficos, pero tus posibilidades de negociación se redujeron a nada. No quiero arriesgarme. Tienes demasiados poderes. ¿O no?
Los ojos de Yorsh encontraron de nuevo los de Robi. Quizá podría hacer que el mango de la corta espada que el verdugo tenía contra la garganta de su hija se volviera incandescente y luego…
Y luego… Tal vez… Podría…
Y luego nada.
Sus poderes ya no estaban. Había olvidado que los poderes de los Elfos desaparecen cuando el dolor y el desprecio los circundan. Sobre todo, no sobreviven al dolor. Ahora estaban anulados, aniquilados, destruidos. Su madre había perdido toda la capacidad mágica con la muerte de su padre. Su abuela ya no era ni siquiera capaz de encender el fuego después de que tuvo que sepultar a su propia hija.
Si Yorsh lo había olvidado, el Juez lo recordaba muy bien.
Sus poderes estaban anegados en el dolor de las dos personas que más amaba en el mundo; se habían perdido en el horror de no haber sabido protegerlas. Las constatación de haber causado su desgracia, quizá la prisión de por vida y, aun más probablemente, su muerte, había matado hasta el más pequeño destello de magia.
Moriría.
Yorsh no quería morir. Quería vivir. Quería dormir al lado de Robi, tener a Erbrow en brazos, ver nacer a su nuevo hijo. Su niña bruja lo necesitaba para crecer y vivir. Él estaba a punto de morir, pero quizá el Juez mantendría su palabra. Quizá su muerte no sería seguida por la muerte de las personas que más amaba en el mundo. No tenía ninguna esperanza más, solo esa.
La humillación de Robi, sus rizos negros rapados, era una herida.
¡Hasta el pobre Jastrin había sido arrastrado en esta tragedia!
Si alguna vez tuviera una lápida, podrían escribir sobre ella que había muerto sumergido y arrollado por su inocencia, término refinado para la ingenuidad cuando se quiere evitar llamarla idiotez.
Robi consiguió ponerse de pie.
—Erbrow, deja de llorar —le ordenó con calma—. Ahora. Pronto. Eres la heredera de la estirpe de los Elfos y de la estirpe de Arduin y tú no lloras delante de esta gente.
Se hizo silencio. Alguien soltó una carcajada, pero el nombre de Arduin había sido pronunciado. Robi miró de nuevo en dirección a Yorsh y sus miradas se cruzaron.
—Me llamo Rosa Alba —dijo con voz clara, firme y altiva. La voz de las reinas.
Robi, Rosalba, Rosa Alba.
Yorsh volvió a tomar valor. Asintió.
La profecía de Arduin volvió a su memoria y lo consoló.
El gran rey guerrero y visionario no podía haberse atrevido a mirar a través del tiempo para contemplar tumbas y cadáveres. Robi y su descendencia estaban destinadas a vivir.
Él estaba destinado a morir, pero su hija sobreviviría. Rosalba también: su reina y esposa viviría. Había vencido. El hijo de ellos nacería… Los hijos de ellos nacerían. Finalmente Yorsh logró sentir, pequeñas y diferentes, las dos almas que se estaban formando a salvo en el vientre de una reina guerrera que las protegería y las defendería contra todo y contra todos si era necesario. El pasado y el futuro, decía la profecía… romper el círculo…
El último dragón y el último elfo se habían encontrado: el círculo de la soledad se había roto.
El círculo maligno de lo obtuso, el de la injusticia opresiva, se había roto: un grupo de niños hambrientos, desesperados y solos se había liberado. Erbrow había sido fundada. Aun si la vida de Yorsh estaba destinada a terminar ese día, de todos modos había sido una victoria. Aunque Yorsh no tuviera idea de cómo lo iba a lograr, la existencia de la profecía le daba la certeza de que Robi se salvaría a sí misma y salvaría a sus hijos y al mundo de los hombres. La heredera de Arduin estaba lista para asumir su lugar. Él no había fracasado.
Ahora el círculo que había que romper era el círculo cerrado de la crueldad de los Orcos y la del Juez. Como toda buena profecía, la de Arduin tenía más de un significado.
Robi: Rosalba. Rosa Alba. Robi sabía que era la joven de la profecía, heredera de Arduin, hija del hombre y de la mujer que lo habían amado, desde siempre destinada para él. Por un segundo se preguntó por qué Robi no se lo había dicho antes y de inmediato encontró la respuesta. Quería estar absolutamente segura de que él la quería por ser ella, no porque estaba predestinada a ser su esposa. El deseo de seguir con vida lo abrumó aun más: quería estar junto a Robi, quería compartir con ella los días y las noches, sentir su tibieza al abrazarla, reencontrar su olor cada noche y el sonido de su voz cada mañana. Quería ver nacer a sus hijos. Pero no podía hacer nada para que esto sucediera.
Yorsh no quería morir, pero la idea de morir él solo era infinitamente más soportable que la de arrastrar hacia la destrucción a su adorada mujer y a su adorada hija.
Tenía una última tarea: consolar a su hija durante su propia muerte. Por última vez sus ojos se perdieron en los ojos negros de su esposa y por última vez leyó en ellos, en medio del orgullo, la desesperación y el odio, todo el amor que contenían. El coraje en la mirada de la reina guerrera heredera de Arduin lo tranquilizó. De cualquier modo salvaría al mundo y a Erbrow. Quería decirle algo, una última cosa. Quería agradecerle por todo, por haberlo amado, por existir, por haber dado a luz a su hija. Quería decirle que no lo llorara, que no desperdiciara su vida en el dolor y la congoja, sino que la viviera, que disfrutara hasta la última chispa posible de gozo. Sabía que no tenía más tiempo.
—Sigue viviendo —le dijo.
Yorsh apartó la mirada del rostro de Robi y buscó los ojos azules, aterrorizados y desesperados de Erbrow. La niña había ahogado el llanto y estaba inmóvil entre los brazos horrendos del verdugo. Yorsh le sonrió. El Juez dio la orden de cargar los arcos. Los pocos arqueros obedecieron. Yorsh no apartó la mirada de Erbrow: la sonrisa no fue suficiente para tranquilizar a la niña. Estaba demasiado asustada.
—Ya no tengo ningún poder. Permita que la niña esté en los brazos de su madre y yo moriré sin maldecirlo.
—Si las maldiciones de los Elfos me pudieran hacer daño —replicó el Juez, sereno—, ya estaría hecho trizas, ¿no es cierto?
Yorsh se perdió en el azul desesperado de los ojos de Erbrow. Sabía que quien atraviesa la sombra del sufrimiento y camina en la oscuridad de la muerte, como su hija, obligada a ver la agonía del padre, se corrompe o se vuelve magnífico.
Yorsh recordó a las Erinias. Les había dicho que las esperaban praderas infinitas bajo cielos inmensos, que las praderas se llenarían de flores con la llegada de ellas, que las estrellas aumentarían su esplendor. Había dicho que entre las estrellas aprenderían a volar. Ante la inminencia de su propia muerte, supo que era verdad.
La imagen de las praderas infinitas bajo cielos inmensos se formó dentro de su alma y él encontró paz y consuelo. Vio desaparecer la desesperación de los ojos de su hija. También dentro de ella el verde de las praderas infinitas se extendió bajo cielos inmensos. Erbrow sonrió por un brevísimo instante.
Él no tenía miedo y Erbrow tampoco.
La orden de disparar fue dada.
Yorsh sintió un dolor lacerante en el hombro. Se dio cuenta del riesgo de que Enstriil se asustara y escapara, poniéndolo a él a salvo y dejando a Erbrow en manos del verdugo. Sin apartar la mirada de su hija, descendió del caballo. Todavía era capaz de estar de pie. Por un segundo tuvo la tentación de morir rápido, de detener él mismo su propio corazón para evitar el dolor de las otras flechas; como Elfo, podía hacerlo. Por más disminuidos, abatidos y «anulados» que estuvieran, sus poderes no podían haber desaparecido por completo. Algo quedaba siempre: no lo suficiente para combatir, no lo suficiente para salvar a Robi, a Erbrow y a Jastrin, pero sí lo suficiente para detener su propio corazón o desviar una sola flecha. Había renunciado a la inmortalidad, pero aún le quedaba el don de poder anticipar su propia muerte, escogiendo el momento. Volvió a desechar la tentación para no contagiársela a Erbrow, para que ella entendiera que la vida, cualquier vida, es una ocasión demasiado preciosa como para desperdiciar el más mínimo instante o incluso el último dolor.
Por ello no quiso renunciar a ese abrir y cerrar de ojos, así fuera el último, en el que todavía podía mirar a su criatura.
Yorsh no sintió más miedo, solo tristeza. Su niña crecería sin él. Robi viviría sin él. Los dos niños nacerían sin él. Comenzó a ver mal, como a través de un velo y, con estupor, se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Por un segundo se quedó perplejo, pero después se sintió feliz de haberse comido la media lapa el día de su matrimonio porque así podía llorar como lloran los Hombres.