Capítulo 25

Yorsh cabalgaba como el viento. Los arrozales se apartaban bajo los cascos de su caballo.

Los garzones levantaban el vuelo a su paso y luego se posaban. Amaneció.

Pese a que solo paraba lo necesario para que el cansancio no hiciera estallar el corazón de Enstriil y a que sostenía la carrera de sus cascos con toda la fuerza de su voluntad, Yorsh tardó un día y una noche en avistar la garganta de Arstrid. La campiña a su alrededor estaba llena de muerte. Atravesó Olearia, una gran e ininterrumpida extensión de viñedos que bordeaba la región al occidente y que reconoció por lo que había leído. Eran vides singulares, bajas, casi acurrucadas en el suelo para crecer protegidas del viento: le daban al paisaje un aire doméstico como una gran extensión de cestos verdes dispuestos en hileras de manera ordenada. Así, protegidos, se dejaban marchitar los racimos en la planta para poder producir un vino particular, precioso y dulce que era el orgullo de este territorio.

Las granjas habían sido quemadas. Las casas de campo estaban atestadas de Orcos, pero ninguno de ellos pudo capturarlo ni tampoco obstaculizarle el paso: por lo general estaban dormidos, casi siempre ebrios u ocupados tratando de matarse entre ellos. Nadie se percataba de su presencia con la anticipación suficiente para organizar cualquier cosa que no fuera lanzarle algún dardo inútil o un insulto igualmente inútil en una lengua áspera que hasta para él era oscura.

Luego, de repente, se acabaron los Orcos. Como antes se lo subrayaron Meliloto y Paladio, en la llanura de Varil había Orcos por doquier, mientras que en el Condado de Daligar no había ni uno: se acababan bruscamente en los límites.

El sol estaba alto y los campos se alternaban con las huertas de frutales. Las únicas desgracias que parecían haberse abatido sobre las tierras del Condado eran el descuido y la miseria habitual. Niños demacrados acompañaban algunas pocas e infelices cabras; sobre la llanura se levantaban cabañas miserables de troncos y barro. Cada vez que Yorsh veía a alguien se detenía para dar la alarma sobre los Orcos y su inminente invasión: a lo largo de la frontera no vio ninguna patrulla para avistar al enemigo ni tampoco un solo hombre armado; de hecho no había ni un alma. Era un milagro que los Orcos no hubieran llegado ya.

La mayoría ni le respondió. Los que lo identificaron como Elfo le arrojaron una que otra pedrada aun menos peligrosa que las flechas de los Orcos y una serie de injurias, esta vez en una lengua inteligible.

Un viejo leñador se encogió de hombros y fue lo suficientemente cortés para comunicarle que ya los heraldos del Juez Administrador habían pasado para explicarles que los Orcos no eran un peligro, porque se había empleado la doplaramia, que significa que se habían puesto a hablar juntos…

—¿Diplomacia? —preguntó Yorsh.

Sí, esa era la palabra. Quería decir que habían hablado con los Orcos, que en el fondo eran buenas personas como lo había dicho el Juez, y que ahora los Orcos se habían vuelto incluso más buenos y no le arrancarían ni un pelo a nadie.

—¿Buenas personas? —preguntó Yorsh, perplejo.

Claro, buenas personas; naturalmente, si uno les hacía la guerra, ellos también se enojaban, pero el Condado tenía la diplo… doplo…

—Diplomacia —sugirió Yorsh de nuevo. Ya no le cabía duda alguna sobre quién y a cambio de qué les había vendido a los Orcos Varil y sus habitantes, entregándoles a sus comandantes los planos de las esclusas y las instrucciones para manejarlas.

—Diplomacia, sí, esa es la palabra. Nosotros los de Daligar no somos gente que nos guste hacer la guerra como a los demás. Nosotros hablamos con los Orcos y los Orcos ahora son buenos y ya no hay ningún peligro y nadie tendrá que escapar. Es más, también obtuvimos los viñedos como ganancia.

—¿Cuáles viñedos?

—Los de Olearia. Siempre han sido de Varil, pero ahora serán nuestros, del Condado. Cosa nuestra, ¿entiendes? Es justo que también nosotros los del Condado comencemos a tener un poco más de espacio. En una época fuimos mucho más grandes: lo dijo el Juez que sí ha estudiado historia. Los de Varil siempre han sido unos pretenciosos y siempre nos han mirado como si fuéramos cucarachas. Con esto se calmarán y se les bajarán los humos. Los viñedos serán nuestros. Ya basta con eso de nunca tener nada. Ya se están organizando las familias que vivirán allí. ¿Ves qué buena persona es el Juez? Así seremos más grandes y más ricos, ya era hora. ¿Has entendido? Bien, ¿te quieres ir por las buenas o tengo que agarrarte a golpes de hacha?

Yorsh había comprendido; el Juez Administrador, en su abismal maldad, en su infinita pusilanimidad y en su ilimitada imbecilidad, había intercambiado la muerte de Varil por la incolumidad del Condado, y había adicionado además una discreta ganancia territorial: los viñedos que bordeaban los arrozales por el occidente. Los granjeros masacrados no iban a ser reemplazados por los Orcos sino por hombres del Condado; así comenzarían a ponerse en marcha la grandeza y el esplendor que el Juez siempre había prometido y que hasta el momento se había dispersado en una miseria profunda.

El tratado de alianza que desde hacía siglos ligaba a Daligar y a Varil había sido pisoteado, y hasta un niño podía comprender que si las dos ciudades juntas podían resistir cualquier invasión, separadas estaban perdidas. La caída del Condado solo se postergaría, era cuestión de tiempo. Después de haber destruido la Ciudad Garzón, sin prisa, con toda comodidad, los Orcos irían a masacrar la Ciudad Puerco Espín. Se preguntó en qué libro de historia habría estudiado el Juez Administrador, pues parecía ser el único en el mundo que no sabía que los Orcos jamás, en toda la historia, habían respetado un tratado.

Yorsh se dio cuenta de que la liberación de Varil sería interpretada por los Orcos como un rompimiento del acuerdo. Expulsados por el terrible Capitán Rankstrail, el ejército de los Orcos no vacilaría en agredir a Daligar. De un momento a otro se sublevarían. Tenían solo unos pocos días para que la gente dejara las casas, los campos, las huertas tísicas y fuera a refugiarse con sus raquíticas cabras dentro de las murallas de Daligar o, por lo menos, justo afuera, a la sombra de los murallones compactos como rocas, plagados de espinas y de hombres armados que los defenderían.

Antes de irse, Yorsh le informó al leñador que él, el Elfo Maldito, digno de su fama, había hecho trizas la diplomacia del Juez. Había hecho que los Orcos volvieran a ser malvados y los había azuzado en su contra. Malvados era poco decir. Los había enfurecido, sublevado. Todos debían escapar, rápido, lo más deprisa posible ahora que tenían tiempo, ahora que tenían piernas para escapar y aliento para correr, porque de un momento a otro no lo tendrían más.

El leñador lo miró con todo el odio que la faz de un hombre puede contener; luego, sin siquiera perder tiempo para maldecirlo, se precipitó a llamar a los demás para reunidos. Después de algunos pasos se detuvo y se dio vuelta.

—¿Cómo hago para saber que no mientes? —preguntó, desconfiado.

Buena pregunta: era innegable que tenía cierta lógica elemental. Yorsh hizo que se le ocurriera alguna cosa, rápido.

—Los Elfos nunca mienten. Pueden hacer cualquier cosa menos mentir —respondió con garbo.

No era del todo una mentira, sino una verdad aproximada. Para un elfo, como para cualquier criatura que tenga un vínculo más directo con la mente de otras personas que el que une a las almas de los hombres, mentir era un esfuerzo penoso, pero en caso de que fuera absolutamente necesario, eran capaces de hacerlo.

—Ah —dijo el leñador todavía no muy convencido—. ¿Y ahora cómo hago para saber que no mientes?

—Un hombre que mintiendo afirma que no puede mentir está diciendo la verdad, y por consiguiente no es un mentiroso —respondió Yorsh.

Las palabras le salieron mecánicamente, sin pensarlas. Pertenecían a un diálogo de una de las historias, más o menos insulsas, que le había leído y releído a Erbrow el Viejo durante los interminables años de la incubación. Esa historia también le gustaba a su hija: para la pequeña dormirse sin una historia era tan grave como renunciar a la cena. El recuerdo de Erbrow lo embargó y con él el miedo, el afán de irse y la impaciencia por el tiempo que tardaba el leñador en convencerse.

—¿Y qué diablos quiere decir eso? —preguntó el hombre—. Decir mentiras o no decirlas no es una cosa que sea siempre igual, como el nombre o el color del cabello. ¿Qué tiene que ver? Uno dice mentiras o no, según le convenga o no. Uno no miente siempre. Mi vecino, el de la casa del lado, dice que no es cierto que sus malditas cabras se comen mis tomates, pero la verdad es que precisamente son sus malditas cabras las que se los comen; sin embargo, ayer dijo que hacía un día muy bonito y era cierto.

Era un hombre intransigente. Tenaz. O sencillamente un hombre dotado de muy poco cerebro.

—Según tú —preguntó Yorsh, exasperado—, en vista de que somos más poderosos y más malos que ustedes, ¿cómo hicieron para destruirnos?

—No lo sé —replicó el otro, pensativo.

—También nosotros tenemos un punto débil. No podemos mentir. Cuando le haces una pregunta a un Elfo, él debe responder. Por ejemplo, si le preguntas si está armado o dónde están los otros Elfos, él debe decírtelo. De otra manera, ¿cómo hubiéramos podido sucumbir?

El leñador se quedó pensando un rato largo, luego pareció convencido. Le lanzó algunas piedras y algunos insultos a Yorsh y después, por fin, se precipitó a dar la alarma. Mientras espoleaba su caballo, Yorsh oyó el sonido de los cuernos y el eco que se difundía de aldea en aldea.

Lo había conseguido.

Cuando los Orcos llegaran los estarían esperando solo cabañas vacías y quizá alguna que otra gallina incauta que se hubiera perdido entre los arbustos de saúco.

Yorsh corrió más y más, hasta el final del día y durante la primera parte de aquella noche interminable, en la cual la oscuridad y el miedo en su interior eran aun más tenebrosos que los del cielo.

El corazón de Enstriil pudo resistir. Mucho antes de las primeras luces del alba, la garganta de Arstrid apareció ante su vista iluminada por innumerables antorchas que brillaban en la noche. La caballería de Daligar, la de los guerreros de armaduras centelleantes y espadas de acero que no se partían, lo estaba esperando. Yorsh no se angustió mucho al verlos; de hecho su presencia fue casi un consuelo. Si estaban allí, significaba que no habían localizado la aldea ni invadido la playa.

Cuando estuvo lo bastante cerca del imponente despliegue, Yorsh entrevió a Moron bajo un árbol de nogal que había resistido el deslizamiento. Llevaba puesto el uniforme de tela y cuero de soldado veterano por el cual evidentemente lo había vendido o, mejor, rematado. La larga lanza le daba un aspecto aun más encorvado. Al fin el pobre Moron había logrado convertirse en un soldado. Lástima que la hazaña hubiera ocurrido justo cuando los Orcos estaban encima: todo lo que había podido obtener, a juzgar por la ausencia total de cualquier tipo de oropel, era el puesto de soldado raso. De otro lado, no es que el pobrecillo hubiera sido de mucha utilidad para contraatacar. Al pararse frente a Daligar, a la vista de todo el que se tomara la molestia de levantar la cabeza y mirar en dirección suya, Yorsh tuvo que haberle restado fuerza a la posibilidad de Moron de obtener algo más a cambio de la información de que el Último Elfo estaba en el Condado.

Yorsh se detuvo cerca y le sonrió. El otro lo miró aterrorizado y escapó, tropezándose en la lanza.

La garganta estaba cerrada por completo. Los caballeros estaban dispuestos de un extremo al otro. Ni una rata hubiera logrado pasar y él no era una rata. Yorsh remontó la formación hasta el centro, a paso lento. Como ocho años atrás, cuando en aquella misma garganta su hermano dragón había sido abatido, la luna salió detrás de las Montañas Oscuras e iluminó el mundo con su luz dulce y espectral. El recuerdo del último vuelo de Erbrow cobró tanta fuerza que se convirtió en dolor. Yorsh volvió a ver las alas verdes que se abrían y por un segundo inclinó la cabeza para que ninguno de los soldados que tenía delante percibiera su pena. No debía pensar en su hermano dragón. Tenía que salvar al Condado.

En el centro de la formación estaba el Juez Administrador en persona, sobre un caballo color humo con toques de negro sobre la crin, tan bello que parecía el paradigma mismo tanto de la equinidad como de la fuerza.

El Juez lucía una armadura completa de un metal claro, que quizá era plata o acero; encima de su yelmo se levantaba un suntuoso penacho color humo con toques de negro que replicaban la crin de su caballo. La celada estaba levantada sobre su rostro bello y viejo, iluminado tanto por el azul de los ojos como por la blancura de la barba y el cabello. El caballero junto a él tenía la celada abajo. Yorsh pensó que su penacho multicolor le daba un parecido extraordinario con los papagayos de los circos de saltimbanquis.

Yorsh se paró delante del Juez y lo miró durante un largo rato. El otro le sostuvo la mirada. La persona del Juez tenía algo de incomprendido e incomprensible. Yorsh pensó que era como encontrarse frente a un libro al que le habían arrancado tantas páginas que era imposible reconstruir la trama.

—De un momento a otro su tierra será invadida por los Orcos —le informó secamente, con voz calma y decidida—. La ciudad de Varil, que usted les vendió a los Orcos a cambio de su salvación, ha roto el asedio. Los atacantes fueron repudiados y de un momento a otro vendrán a buscar una presa más fácil y me temo que esa presa será usted.

—¿Varil? —repitió el Juez atónito. Calló, al parecer, incapaz de comprender—. No es posible que Varil haya roto el asedio. ¡No puede ser posible!

—Es la verdad —le aseguró Yorsh—, Varil es libre. Llora a sus hijos muertos, cuenta los arcos destruidos por el fuego, enfrenta a los Orcos acampados en los arrozales, pero ha comenzado a repudiarlos y no tiene intención de detenerse. Ahora la presa será usted.

El rostro del Juez se ensombreció. Las arrugas profundas que se le formaron al fruncir el entrecejo resquebrajaron la belleza austera de su frente; su voz resonó velada de dolor.

—Hermanos de armas, llegamos demasiado tarde —se lamentó con una voz que se elevó con fuerza en la noche clara—. El Elfo, el Maldito, llevó la guerra a nuestra tierra amada. Demasiado tarde. No podemos hacer nada…

—Pueden combatir —dijo Yorsh—. Pueden aliarse con Varil. Usted y su terrible Capitán con su ejército aterrador…

—El Elfo, el Maldito, llevó la guerra a nuestra tierra amada —repitió el Juez Administrador con una mezcla de congoja y dureza—. ¿Combatir? ¿Sabes qué significa una guerra, joven inmundo y estólido cruel?

La pregunta golpeó a Yorsh.

No logró responder.

Sintió dentro de sí el horror por la muerte de los Orcos que había matado.

Recordó a los que habían sido decapitados.

Le había encomendado la guerra al Capitán de los Mercenarios. Sabía que liberaría las granjas y sanearía los arrozales, pero sabía también que no tomaría prisioneros, que exterminaría hasta el último de los Orcos que se encontrara en el camino. Los enemigos heridos que quedaban en los campos de batalla serían exterminados como se exterminan las ratas en un granero. Su sangre se mezclaría con la tierra y se transformaría en fango; no lavaría el dolor de los inocentes exterminados; y la crueldad del universo se aumentaría hasta hundir para siempre al mundo de los Hombres. El Capitán, por cada Orco que combatía, por cada Orco que abatía, o peor aún, que mataba, perdía un pedazo de su alma.

Al final, de un modo u otro, la crueldad vencería: la de los Orcos o la de los Hombres que se habían vuelto similares a ellos para destruirlos.

Negociar y discutir. Los Orcos no eran Demonios. Eran personas. En su interior el dolor se transformaba en violencia; pero una vez que esta comenzaba se incrementaba de matanza en matanza para aumentar el dolor.

Era verdad que la violencia del Capitán era cien veces mejor que la vileza del Juez, pero… quizá… quizá si él lograra limitar esa violencia, canalizarla… de tal modo que venciera a los Orcos sin aplastarlos, sin dejarlos sumidos en la humillación incubando más cólera…

Yorsh se dio cuenta de que en ningún caso se hubiera podido quedar en la playa y dejar que Rankstrail se las arreglara solo contra los Orcos ni que los hombres y las mujeres del Condado se las arreglaran solos contra un déspota loco. Lo que le había dicho a Rankstrail era válido también para él. Quien tiene la fuerza para impedir las injusticias y no la ejerce se convierte en responsable de esas injusticias. Con mayor razón era válido para él. El más grande y el más poderoso, el último, no podía regresar a su playa a cazar lapas, recitar sonetos, componer comedias y contemplar la reluciente blancura de su alma mientras el Capitán y sus sobrantes de las minas, la vida y la prisión condenaban la suya, hundiéndola en la guerra como Sire Arduin en su época había condenado la suya.

Tenía que asumir el mando. Rankstrail había dicho que estaba dispuesto a combatir por él, a seguir sus órdenes; por consiguiente, incluso la orden de tomar prisioneros y cuidarlos.

El alma de los combatientes se salvaría y en los prisioneros tendrían el primer núcleo de embajadores involuntarios para comenzar las negociaciones.

El Capitán seguiría sus órdenes, incluso la orden de detenerse aun cuando estuviera ganando, para no humillar ni acabar al enemigo, sino solo obligarlo a pactar.

El Capitán y él serían capaces de vencer no solo a los Orcos sino a la crueldad misma. Los guerreros del mundo de los hombres nunca llegarían a competir por quien cuenta el mayor número de enemigos muertos.

El Capitán pondría el coraje y él el poder. Juntos serían invencibles como nunca lo fue nadie, ni siquiera Sire Arduin, ni siquiera el mismo Dios de la Guerra, si en realidad existía uno, porque el Dios de la Guerra ganaba las guerras haciéndolas y Yorsh las ganaría evitándolas.

Los Hombres eran capaces de hacerlo si él los guiaba. Lo harían juntos. El odio contra los Elfos se extinguiría, desaparecería ante la victoria y sus hijos podrían vivir en un mundo donde la palabra Medio-Elfo ya no sería más un ultraje. Mientras soñaba con una guerra que podría interrumpirse, Yorsh recordó los viñedos de Olearia donde los granjeros habían sido masacrados por los Orcos para que hombres del Condado fueran a recoger las uvas de las hileras de vides que no habían sembrado.

Miró a la cara al hombre que tenía en frente y recordó que, mientras el Juez estuviera en el poder, el mundo tendría un Orco de más para enlodar su inocencia.

—No trates de vender la traición como amor por la paz y la vida —dijo cortante. Ni siquiera frente a los verdugos de Daligar había experimentado un desprecio semejante.

—No vine a convencerte —lo interrumpió el Juez, ácido—. Vine a matarte.

Yorsh suspiró.

—¿De veras? ¿Cómo? —preguntó con paciencia—. ¿De qué medios se valdrá para matarme? —añadió con una arrogancia no muy velada—. Soy capaz de incendiar la hierba, desviar las flechas y hacer incandescente la empuñadura de cualquier arma. Ningún hombre puede hacerme daño, salvo que yo decida permitírselo.

—Eso ya lo comprendimos por nuestra propia cuenta —replicó el Juez—. No somos tan insensatos como para no haberlo previsto.