Capítulo 24

Cuando la palabra «Elfo» comenzó a propagarse entre sus hombres, peligrosa y maligna como las llamitas que habían saltado entre los haces impregnados de aceite en la pira de los Orcos, el Capitán habló con la brutalidad del miedo, con la crueldad que dicta el terror.

Había ya perdido el control de su armada en la garganta de Arstrid cuando el último de los dragones había llenado la luz de la luna con la magnificencia de su último vuelo, y no quería repetir la experiencia. El odio contra los Elfos era fuerte, arraigado, atávico. Cuando la palabra «Elfo» resonó malévola, incluso el recuerdo de haber cabalgado con el Elfo y haber sentido en el rostro el mismo viento que sentía el suyo, fue abandonando a los hombres. En una multitud de personas armadas el odio puede dispararse de un momento a otro para difundirse y explotar descontrolado, imprevisible, feroz y letal. Solo el pequeño grupo de la primera fila de la caballería ligera presenció lo que había sucedido sobre la pira y Rankstrail ni siquiera estaba seguro de que lo hubieran comprendido. El miedo de que sus hombres pudieran hacerle daño al Príncipe de los Elfos, en un momento en el que parecía completamente desarmado, era real.

Sintió un momento de alivio al ver que el Elfo se alejaba en la oscuridad.

Lo sabía en camino a socorrer a su gente y lejos de las alabardas de sus propios hombres.

El Capitán regresó a las murallas de Varil. Le ordenó a Lisentrail dejar a la mitad de los hombres patrullando la parte externa de la ciudad. Apenas terminó de dar la orden la repitió, pero esta vez le antepuso la palabra «Señor» al nombre del otro y se cuidó de tratarlo de usted, forma de cortesía que hasta ese momento había reservado solo para sus superiores, aunque estos fueran de una cobardía, una crueldad y una estupidez abismales, como Argniolo.

El Cabo lo miró con una dolorosa sorpresa, y mientras se alejaba, Rankstrail lo escuchó resumir la situación explicándoles desconsolado a los otros hombres que el Elfo había hecho uno de sus hechizos. Vencer sí, habían vencido, pero el Capitán se les había embobado.

* * *

Rankstrail entró a través de la puerta medio quemada del Anillo Externo. En el suelo, el agua que había apagado el incendio formaba un pantano espeso, lleno de cenizas. Las puertas del Anillo Intermedio estaban quemadas. Las de la Ciudadela habían resistido. Se abrieron ante el Capitán y este entró entre aclamaciones y gritos roncos de alborozo. Los cuernos de la Ciudadela sonaron.

En una sola mañana hasta el último hombre de la infantería y de la caballería del ejército oficial había sido masacrado; no obstante, la ciudad aún contaba con hombres armados. Habían quedado los arqueros del Príncipe Erik y los soldados de guardia en las murallas. Fueron ellos los que les abrieron las puertas a los recién llegados y los recibieron. Arriba en los bastiones, un grupo de arqueros y civiles con armas improvisadas perseguían a los últimos Orcos. Estos habían quedado bloqueados dentro de la ciudadela por el incendio que ellos mismos habían provocado. El fuego, que debía haber sido un triunfo para ellos, se convirtió en cambio en su propia trampa mortal.

Rankstrail reconoció una buena parte de los civiles que combatían usando los hocinos como alabardas y los cuchillos de cocina como espadas: eran los hombres y las mujeres de la Montaña Partida. Venían de los Confines de las Tierras Notas. Era la gente que él había arrastrado a salvo durante la terrible marcha de acercamiento, la gente a quien le había enseñado a combatir. Ellos les enseñaron a los demás. Gracias a ellos, los pocos arqueros del Príncipe Eric habían defendido la Ciudadela. Lo reconocieron y lo aclamaron. Vinieron a abrazarlo y lloraron de alegría al verlo.

Les lanzaron flores al pasar: eran espigas de lavanda, secas y tiznadas. Era la primera vez que esto le ocurría a la armada de los Mercenarios.

Dos aristócratas con insignias de oro de oficiales, sucias de hollín y de sangre, los vieron en ese momento y los aclamaron.

Seguidos por los gritos de júbilo de un pequeño grupo de personas, se presentaron como el Príncipe Erik, hijo de Erktor el Comandante de la ciudad asesinado por los Orcos, y su primo hermano Paolk.

Rankstrail también se presentó a sí mismo, a su hermana Flama y a Lisentrail, a este, en honor a Yorsh, lo llamó señor Lisentrail, y lo calificó como su oficial superior. El Príncipe Erik los saludó con una pequeña reverencia. Lisentrail se quedó mirándolo durante un largo rato; estaba tan sorprendido que por una vez pudo mantener la boca cerrada. El Capitán se dio cuenta de que con esta extraña presentación había creado una equivalencia entre su armada y la del ejército de la nobleza.

—Señora —le dijo el Príncipe Erik a Flama—, quizá lo ignore, pero usted fue un ángel para los sitiados. No sabíamos si la joven que escalaba los bastiones con un vestido blanco y un arco en bandolera sin rendirse ante los Orcos era una visión o una joven de verdad.

Flama se ruborizó. No sonrió; por un instante su expresión le recordó la del padre. Matar debía ser más doloroso para ella que para Rankstrail y por ello no lograba sonreír, aun cuando el resultado había sido la victoria.

El joven arquero sonrió. Se parecía mucho a su madre, la Dama Lucila, que le había regalado un frasquito de miel a Rankstrail cuando era un niño. Se dirigió al Capitán.

—Señor —dijo—, agradézcale al Juez Administrador el haberlos enviado en nuestra ayuda. Algunos de nosotros, y yo tengo la vergüenza de contarme entre ellos, tuvimos la osadía de dudar de nuestro aliado…

—No fue el Juez Administrador el que nos envió —respondió con dificultad el Capitán. Le estaba confesando una insubordinación a un aristócrata. La tentación de callar fue fuerte, pero la fidelidad hacia Yorsh, reciente y sólida, se lo impidió—. Su duda no debe acarrearle vergüenza porque ninguna orden de socorro llegó por parte del Juez, ni hubiera llegado nunca. Fue el último de los grandes líderes élficos el que nos condujo hasta aquí para salvarlos. Sin él nunca nos hubiéramos enterado del asedio porque había sido ocultado; sin él nunca hubiéramos podido penetrar las líneas hasta aquí. Los cascos de nuestros caballos se hubieran hundido en el fango de los arrozales y nuestras almas se hubieran hundido en la vergüenza de la traición.

Las palabras del Capitán fueron recibidas por un silencio de asombro.

—Nosotros no amamos a los Elfos, Capitán. ¿No le da vergüenza confesar que acató las órdenes de uno de ellos? —preguntó con frialdad el primo del Príncipe, un joven rubio y delgado.

El Capitán lo miró. Era como hablarle a Argniolo: la misma arrogancia, la misma idiotez. La tentación de bajar la mirada y reasumir la posición de Mercenario y harapiento ni siquiera lo rozó: la fidelidad que le juró a Yorsh le señalaba el camino como ya antes lo había hecho la hoja reluciente de su espada.

—La vergüenza grave, incurable, indecente e intolerable es no lograr ni siquiera comprender a quién debemos agradecerle la salvación de nuestras vidas y nuestras tierras. Escriban el nombre del Elfo en los pergaminos, grábenlo en los muros y recuérdenlo, porque sin él esta ciudad se habría convertido en fango, cenizas y arcos despedazados, un montón de ruinas donde los cerdos hozarían y los perros vagarían para descarnar los huesos calcinados por el fuego.

Lisentrail, detrás de Rankstrail, sofocó un gemido. El Capitán vio, por el rabillo del ojo, que Flama se llevaba la mano a la boca para sofocar otro. El Capitán sabía que estaba usando palabras y diciendo cosas que él, un Mercenario del Anillo Externo, nunca se hubiera atrevido ni a pensar frente a los aristócratas. Sin embargo, así como se había atrevido a enfrentar a Argniolo por Lisentrail, por Yorsh estaba dispuesto a enfrentar hasta los mismos Demonios o a los mismos Dioses.

El Príncipe calló a su primo con un gesto brusco y luego le agradeció al Capitán el haber venido a salvar a la ciudad.

No había en él ni la más mínima traza de desprecio o de altivez. Estaba conmovido y no hacía nada para ocultarlo. Hasta el atardecer habían creído que esa sería la última noche de sus vidas; él, el Capitán, había llegado a traerles el regalo de otro amanecer y si lo había hecho gracias a un Elfo, la gratitud de la ciudadanía sería para ambos.

El Príncipe Erik habló de la ciudad asediada, de la llanura invadida, de las aguas del Dogon rojas de sangre y desesperación. La ciudad había sido abandonada. No había quedado ningún ejército para protegerla y ningún ejército había ido a brindarle ayuda. Encerrados en la Ciudadela se estaban disputando los últimos frijoles con gusanos. No había más agua para lavar a los heridos, ni más vendas. No tenían más flechas para lanzar: sacaban de los cadáveres las flechas de los Orcos. No quedaban ni siquiera más lágrimas para llorar a los muertos. Si nadie hubiera llegado en su ayuda, la ciudad hubiera perecido antes del siguiente amanecer. Rankstrail se permitió sonreír. El Príncipe le recordaba a su madre, la Dama. Su sencillez era tan grande que Rankstrail se atrevió a decirle que había tenido el honor de conocer a su madre: ella le había regalado un frasquito de miel la víspera del nacimiento de él, que coincidió con el nacimiento de Flama. Los ojos del Príncipe se llenaron de lágrimas y Rankstrail se excusó por haberle recordado el dolor de no haber conocido a su propia madre, pero el Príncipe lo interrumpió e incluso se lo agradeció. Hasta pocos instantes antes estaba convencido de estar condenado a muerte al igual que su ciudad. Sin embargo, la vida y la salvación habían llegado traídas por un ejército que no esperaba, guiado por un salvador invencible que le relataba un recuerdo de su propia madre y que venía acompañado de una jovencita que compartía el día de su nacimiento.

Erik pertenecía a la aristocracia y parecía además un buen combatiente.

Rankstrail pensó que finalmente había encontrado a alguien que fuera al mismo tiempo capaz y cuerdo.

Estaba a punto de ponerse a sus órdenes, como le correspondía a él, Mercenario y jefe de los Mercenarios, frente a un hombre de la aristocracia, cuando las palabras de Yorsh resonaron en su mente: «Usted es el más fuerte… El que tiene la fuerza y no la usa…».

La llanura estaba invadida, el asedio había sido roto: la guerra apenas comenzaba. En este momento el mando debía quedar en manos del más capaz y, le gustara o no, andrajoso o no, el más capaz era él.

La última armada que quedaba era su mezcolanza de sobrantes de prisión y él era su Capitán.

Quizá el Elfo tenía razón: quizá en ese momento su deber era dar órdenes, no recibirlas de nadie. Se dio cuenta de que gracias a Yorsh, al deseo de no traicionar sus recomendaciones y a la voluntad absoluta de respetar la fidelidad que le había jurado, se había comportado hasta ese momento como un oficial de igual rango y como tal lo habían aceptado. Era el comandante del único ejército existente y era un ejército que no recibía órdenes de nadie, solo de él.

Retomó la palabra.

—La ciudad todavía no es libre —respondió—. No lo será realmente hasta no liberar la llanura. Esta noche despejaremos la Ciudadela y mañana al amanecer saldremos a enfrentar a las bandas de Orcos allá afuera. Reemplacen las armas y los yelmos que puedan ser reemplazados. Reúnan aquí, antes del alba, a todos los hombres que estén en capacidad de combatir para contarlos y determinar lo que haremos.

El joven aristócrata asintió. No se airó, no se indignó; por el contrario, tanto él como los otros arqueros parecían radiantes de alivio.

Por fin había alguien que sabía qué se debía hacer.

Rankstrail estaba tan sereno como cuando jugaba dados con Lisentrail. Tenía que organizar el contraataque y liberar a su tierra de los Orcos.

No parecía una tarea de una dificultad tan insalvable. Por primera vez no tendría que recoger flechas despuntadas para tener algo para arrojar. Por primera vez tendría una cuadrilla de armeros, herreros y carpinteros a su disposición cuyo único objetivo en el mundo sería simplificarle la vida. Al ver las pérdidas sufridas por los Orcos y la armada que estaba congregando, pensó que quizá por primera vez no tendría que pelear contra un enemigo mucho más fuerte, sino solo un poco más numeroso.

—Tenemos que atacar —repitió—, atacaremos al amanecer porque es la última cosa que ellos esperan.

—¡Pero, Señor! —exclamó el primo hermano del Príncipe Erik, pronunciando el «Señor» con una lentitud tal que se hizo evidente su intención irónica—. Creía que era impensable atacar por sorpresa. Entiendo que una verdadera armada siempre anuncia, con la debida anticipación, cuándo dará la batalla, y se forma.

El Príncipe Erik parecía furioso.

Rankstrail no se descompuso.

—Antes de que caiga el sol —explicó imperturbable—, saldré de la ciudad e iré a la llanura donde todavía las cabezas de los hombres, mujeres y niños están en picas de los Orcos y destruiré al enemigo que se divirtió quemando, mutilando y matando. Antes de que salga la luna de mañana la llanura será libre y los campesinos sabrán que ya nadie podrá devastar su vida y sus casas. Si para lograrlo tengo que derramar la sangre de mis hombres, lo haré, y si junto a la sangre de mis hombres lo que queda del honor de ustedes ha de terminar en el polvo, también lo sacrificaré.

—Señor mío —refutó furioso el primo hermano del Príncipe Erik—, creía que hacíamos la guerra para demostrar nuestro valor y conquistar nuestro honor.

—Le informaron mal. Los objetivos de un soldado son demasiado altos como para que pueda perderlos de vista por estar cuidando de minucias tales como el esplendor de su propio nombre. Los objetivos de un soldado son detener a los Orcos porque son ellos los que se divierten degollando, decapitando y matando, son ellos los que masacran a los niños y ríen al hacerlo; y cada instante que no utilicemos para combatirlos y abatirlos nos hace cómplices de crímenes que pudimos haber evitado y no evitamos. La tarea de un soldado es reconquistar los pastos donde las vacas puedan pacer y donde los pastores no sean saqueados ni asesinados. La tarea de un soldado es combatir para que los campesinos puedan tener algo qué cultivar y una tierra dónde cultivarlo.

—La ciudad está sitiada por los Orcos y la época de la cortesía terminó.

—No se combate por el propio honor. La guerra es sin duda la menos honorable de las acciones posibles. El honor radica en morir y luchar sólo para que la guerra se termine y nunca más sea necesario volver a hacerla. El honor radica en comprender cuándo es necesario hacer la guerra y parar cuando es posible detenerla.

—Salgamos y venzamos. El ejército atacará las líneas al norte para liberar las aldeas y las granjas de los arrozales. Llevaremos a los habitantes dentro de las murallas: es muy difícil proteger sus granjas y además, una vez que los campos se inunden, ya no será posible llevar a cabo ninguna labor agrícola. Todas las cabezas de ganado, hasta el último pollo, deben estar dentro de las murallas antes del atardecer; luego abriremos todas las esclusas y aislaremos la ciudad. Los carpinteros deben ponerse a trabajar de inmediato, hay que reconstruir las puertas del Anillo Externo antes de mañana…

—Eso no es posible… —objetó alguien.

—Estoy seguro de que los carpinteros lo lograrán y estoy seguro de que en las pocas horas que nos separan del alba los forjadores fabricarán las flechas que nos falten. Entre tanto, enséñeles a tensar un arco a todas las mujeres que tengan suficiente fuerza para hacerlo. Príncipe Erik, mi hermana le ayudará. Ella sabe pelear y les enseñará a las demás mejor que un hombre. Las mujeres estarán sobre los bastiones y la ciudad no quedará desguarnecida cuando salgamos a la llanura. Quizá no tendrán muy buena puntería debido al escaso entrenamiento, pero harán volumen y será igualmente útil.

—¿No querrá que las mujeres también combatan?

—Combatirá todo aquel que sea capaz de hacerlo.

—Claro, ¿por qué no? —preguntó Paolk exasperado—. ¿Por qué no ponemos también a los viejos y a los niños a tirar piedras y a vaciar agua caliente?

—Buena idea, también lo haremos —repuso el Capitán impasible.

—¿También tendremos que usar corazas hechas con placas de cuero y hierro como ustedes y como… los Orcos? —se oyó una voz.

—Por supuesto —replicó Rankstrail—, por dos motivos. O mejor, ahora que lo pienso, por tres. Tanto nosotros como los Orcos llevamos estas corazas porque no impiden los movimientos: son lo suficientemente livianas para permitirnos marchar durante horas sin cansarnos. El segundo motivo es que, al no brillar bajo el sol, no atraen las flechas y no se vuelven incandescentes. Y hay una tercera razón: no me gustan las armaduras con garabatos de oro y plata. Dan la impresión de que la guerra es una especie de fiesta y esto es un concepto digno solo de Orcos. ¿Alguien tiene más preguntas?

Nadie tenía nada que preguntar.

El Príncipe Erik le aseguró a Rankstrail que respondería con su vida por la seguridad de la espléndida dama cuyo coraje y valor solo podían ser igualados por las hazañas de las antiguas soberanas. El Capitán tardó unos segundos en entender de qué dama hablaba, tan increíble era que usara esa palabra para referirse a su hermana Flama. Por el rabillo del ojo la vio esconder las manos rojas de lavandera entre los pliegues de su falda, pero luego la vio sacudir la cabeza, sacar las manos de nuevo y ponerlas en el arco frente a ella, donde todos las pudieran ver. Entretanto su mirada y la del Príncipe Erik se encontraron.

Después de haber dado las órdenes necesarias para que las disposiciones del Capitán fueran ejecutadas de inmediato, órdenes que todos, incluso Paolk, siguieron sin titubear, el Príncipe les explicó que ahora debían darles refugio a los habitantes del Anillo Externo, desplazados por el incendio, en donde fuera posible: en las casas, en campamentos en las huertas, sobre los techos, en los jardines. Él, el Príncipe Erik, se sentiría honrado de poder hospedar a los parientes del Capitán en su casa de familia. Rankstrail lo miró perplejo: le parecía arriesgado, por no decir idiota, tener a un hombre joven y a una muchacha en la misma casa, sobre todo cuando el hombre pertenecía a la aristocracia y la muchacha era una lavandera, pero no se le ocurrió ninguna manera decente de decirlo.

Rankstrail envió a Lisentrail a la Puerta Externa con la orden de reunir a todos los Mercenarios, buscar los caballos dispersos y pedirle a Trakrail que curara a las personas con heridas leves, mientras que las más graves serían atendidas en la Ciudadela.

Con la ayuda del Príncipe, Rankstrail y Flama pudieron hallar a su padre y a Borstril. Estaban bien: tiznados y con tos, pero en buen estado de salud. El padre lo abrazó un rato tan largo que a Rankstrail le costó mucho encontrar la fuerza para despegarse. Los ojos de Borstril chispeaban de admiración en medio del hollín que le cubría el rostro.

Rankstrail dejó a su familia con el Príncipe Erik y se dirigió hacia el Anillo Externo. Regresó al lugar en donde había estado su casa. Solo quedaba una viga ennegrecida que despuntaba de las murallas. La lápida de la tumba de su madre era apenas reconocible, mientras un cerezo silvestre, que salía oblicuo de las piedras de los murallones, resistía impávido.

Rankstrail se encaminó hacia la Puerta Grande cuyos restos aún ardían incandescentes. Una figura se le paró en frente con un arco en la mano y la flecha ya cargada. Era uno de sus hombres y Rankstrail le preguntó a qué Orco perseguía.

—Te sigo a ti, Capitán —respondió el otro.

En el ardor de la victoria se había olvidado de Siuil.

Olvido grave, dado que había tenido la arrogancia de pensar que podía viajar sano y salvo con un traidor en su séquito.

—El Juez me dijo que saldara cuentas contigo, si lo traicionabas.

—Según tu Juez, ¿vencer a los Orcos es una traición?

El Capitán miró la silueta oscura de Siuil contra la luz argéntea de la luna y la luz dorada de los incendios. No podía hacer nada para evitar la flecha que estaba por clavarse en su corazón indefenso, sin coraza. Sin embargo, extrañamente, no tenía miedo alguno.

Sin estupor vio a Siuil caer al piso.

—Con su permiso, Capitán —masculló una voz.

Era Nirdly el Enano, seguido de Lisentrail. Era el hacha de Nirdly la que se había abatido sobre Siuil. Lisentrail tenía la espada empuñada, pero no había tenido tiempo de usarla.

—Con tu permiso, Capitán —hizo eco—. Sabemos que nadie debe tocar a tus hombres, pero este jamás en la vida fue un hombre —sonrió y añadió—: Además, así finalmente dejó de sufrir.

El Capitán asintió en silencio y se dijo que, tarde o temprano, tendría que hacer las cuentas del número de veces que Lisentrail le había salvado la vida. Miró la figura del muerto y por fin supo cuál era el sufrimiento en el que Siuil se había considerado siempre experto, otorgándoles el rol de diletantes a todos los demás, incluso a los que ya habían conocido las minas o al verdugo o que, como Trakrail, habían visto a su madre morir en la hoguera acusada de brujería, que a menudo era la retribución que se les daba a las mujeres curanderas. La de Siuil era la envidia sombría y voraz, el resentimiento sordo e insanable de los mediocres de por vida contra la injusticia de la existencia. Finalmente comprendió por qué el Juez Administrador odiaba a los Elfos. Finalmente comprendió por qué él mismo había sido entregado al verdugo. El Juez escondía su abyecta mediocridad revistiéndola de crueldad, ya que no sabía cómo más ocultarla. Lo había puesto en las manos del verdugo porque le temía; no lo había hecho matar para no quedarse sin protección contra los enemigos que el Capitán podía combatir en su lugar, o quizá para no tener que confesarse ese miedo ni siquiera a sí mismo.

De repente dos extrañas figuras remontaron los restos de la Puerta Externa. Dijeron llamarse Meliloto y Paladio y haber venido a pelear por la ciudad, pero un poco, probablemente en realidad solo si era necesario, pues eran padres de familia. Y también abuelos. Rankstrail los reconoció como habitantes del Anillo Externo. Recordó en qué punto de la Ciudadela había visto a sus familias y se los dijo.