Capítulo 23

Después de que la muchacha en traje de novia le devolvió la espada, Yorsh se quedó acurrucado en el pantano. Trataba, al parecer en vano, de recuperar el aliento. Tenía la vista nublada. Vio como en un sueño el grupo de Orcos que los rodeó. Rankstrail no tuvo tiempo de enfrentarlos porque una flecha golpeó al más cercano: la joven con el traje de novia había cargado su arco con las flechas del carcaj del gran Orco tuerto y estaba interviniendo en la batalla.

Rankstrail comenzó de nuevo a combatir. Por suerte se limitó a matar a los enemigos sin decapitarlos y el dolor no alcanzaba a llegar hasta Yorsh.

El clamor, los chisporroteos y los reventones de la pira que ardía fueron superados por unos gritos brutales. Llegaban de arriba, de la parte más interna y más alta de los tres anillos de murallas, de aquella que aún no estaba en llamas y aún resistía. También allí había prisioneros, pero no se necesitaba ninguna hoguera para matarlos; bastaba con arrojarlos al fuego que estaba abajo. Los prisioneros eran hombres y casi todos llevaban armadura; sin duda, eran guerreros de la armada de Varil que habían tenido la incauta idea de dejarse capturar con vida y ahora la pagarían muy cara. Estaban uno al lado del otro en una única y larga fila. Tenían las manos amarradas sobre la cabeza y sus muñecas colgaban de una viga. Los Orcos los soltaban de allí uno por uno, para arrojarlos al vacío.

Yorsh hizo de tripas corazón para recuperar la fuerza. Se puso de pie y obligó a su vista a salir de la niebla. Tomó el arco y una flecha y abatió al Orco que estaba más cerca de la fila de prisioneros. La flecha atravesó la garganta del otro y de nuevo Yorsh tuvo que sentir la respiración anegada por la sangre, el corazón que se paraba, mientras su mente era invadida por recuerdos repugnantes y oscuros como un mar de cieno. Logró cargar otra vez el arco y golpeó y rompió la cuerda de los dos prisioneros más cercanos y los liberó, pero luego se desplomó de nuevo con la espalda contra el árbol y la frente bañada de un sudor helado.

Uno de los dos prisioneros liberados se armó con la espada del Orco abatido y enfrentó a los otros.

El otro liberó a los compañeros uno tras otro y el enfrentamiento se reanudó.

El paso entre los bastiones eran tan estrecho que obligaba a los Orcos a pasar uno a la vez y esto facilitó la tarea de los guerreros que rápidamente obtuvieron ventaja.

—No es posible hacer un tiro así, ningún hombre puede hacerlo —dijo la joven novia atónita.

—Él no es un hombre —explicó Rankstrail—. Es un Elfo.

—¿Un Elfo?

—Un Elfo —confirmó Rankstrail.

—¡Es el prisionero! ¡Lo atrapamos! —gritó contento el lugarteniente de Rankstrail—. ¡Es el prisionero! ¡Capitán, lo atrapamos! ¡También atrapamos al prisionero!

—No es el prisionero, Lisentrail —dijo Rankstrail apagando bruscamente el entusiasmo del otro—. Ese es nuestro jefe. Está dirigiendo el ataque contra los Orcos y nosotros lo seguimos.

—Capitán, bromea, ese es un Elfo: nosotros nunca recibimos órdenes de un Elfo.

—Preferiría morir —dijo alguien más, pero el Capitán no se volteó para identificarlo.

—¡El próximo que abra la boca y diga idioteces será ejecutado! ¡Que no los oiga articular una palabra, manada de perros! —le gritó a su tropa con todo el aire que tenía en la garganta, que no era poco. La voz resonó por encima del incendio y opacó los cuernos de Varil—. ¡Que nadie se atreva ni siquiera a pensar poner en duda mis órdenes porque lo hago pedazos con mis manos! ¡No me hagan arrepentir de no haberlo hecho antes, y no me hagan repetir más lo que pienso de ustedes y de las madres que desperdiciaron la vida trayéndolos al mundo!

Los hombres enmudecieron. Ninguno hubiera abierto la boca. Ninguno hubiera hecho un gesto sin una orden suya. El Capitán se calmó. Su voz se suavizó.

—Hemos recibido todas las órdenes de un Elfo y el resultado no solo es que no nos mataron, sino también que ganamos una batalla que no era posible ganar contra un ejército contra el cual no era posible batirse. Por lo tanto, seguiremos recibiéndolas. Apenas logre ponerlo en pie de nuevo —dijo.

Yorsh estaba postrado en el suelo. A pesar de las insoportables oleadas de calor que llegaban de la pira en llamas, comenzó a temblar de nuevo. Los recuerdos de los Orcos que había matado lo atormentaban: volvió a ver hasta los instantes más antiguos de los que ellos habían tenido memoria. Comprendió por qué solamente eran fragmentos de un ejército: un hombre solo puede aprender el sentido de la propia individualidad gracias a su madre, en caso de que ella lo posea. Los Orcos, hijos de madres esclavas, no estaban libres de nada, ni siquiera de la crueldad.

Rankstrail decidió dejarlo en paz y se ocupó de su hermana.

—¿Qué diantres haces aquí fuera? ¿Por qué diantres no estás dentro de las murallas? ¿Y por qué diantres llevas esa ropa puesta? —preguntó furioso.

Aunque el aspecto del Capitán fuera de casillas era aterrorizante y petrificaba de golpe a los soldados, su hermana no se amedrentó.

—Nos capturaron dentro de las murallas —explicó con calma, después de haberse sentado en el suelo, agregándoles pantano a la sangre, al hollín y a todo lo que había sobre el vestido blanco.

Era una muchacha delgada, que no tenía nada del aspecto macizo del hermano, aunque sí había cierta semejanza en la forma arrogante de llevar la cabeza en alto y mirar al interlocutor directo a los ojos. Tenía el cabello castaño recogido en dos trenzas envueltas alrededor de la cabeza. Apoyó la cabeza en un árbol y trató de recuperar fuerzas para seguir hablando, a pesar del cansancio que debía ser enorme como el horizonte de un día sin nubes. Tenía los labios agrietados por la resequedad y su hermano, antes de que continuara, sacó la cantimplora y le dio de beber; luego les pasó el agua a los otros prisioneros liberados.

—Los Orcos llegaron a través de los arcos que comunican los tres anillos de murallas —prosiguió apenas tuvo aliento—. Llegaron a la Ciudad Vieja donde estábamos todos refugiados y quemaron el Anillo Externo. Nos capturaron esta mañana y nos llevaron afuera antes de que las escaleras fueran intransitables por las llamas. Ahora la Ciudadela está aislada. Los Orcos están sobre las murallas, pero el interior de la ciudad aún resiste.

—¿Cómo es posible que Varil haya caído? ¿Por qué no fueron abiertas las esclusas? ¿Por qué la armada de Varil no repudió a los Orcos? ¡Es una armada formidable! ¡La armada más bella del mundo!

—Si de belleza se trataba, eran bellísimos —recordó la muchacha—. Se hicieron masacrar en medio día. Quedaron muertos casi todos, pero eran muy bellos. Solo quedamos las mujeres, los niños y los heridos para defender la ciudad. Alguien nos entregó a los Orcos. La vanguardia llegó de noche, como lobos: se tomaron los molinos y mataron a los soldados que custodiaban las esclusas antes de que pudieran abrirlas. Tenían los planos y sabían lo que tenían que hacer. Luego sitiaron la ciudad. La caballería trató de romper el asedio. Duró una carga. El hecho es que, después de todo, así bellísimos como eran con sus tachones de plata y de oro, no sabían combatir, nunca lo habían hecho. Era un ejército para hacer paradas y ganar torneos. La formación se hizo con base en la antigüedad de las familias a las que pertenecían. Al lado de Sir Erktor, con la primera carga de la caballería estaba Sir Gaimir, su primo hermano. Él, sin embargo, comandaba la infantería ligera que tenía que estar detrás de la caballería. El frente de los caballeros estaba interrumpido por un regimiento de infantería y fue por ahí por donde penetraron los Orcos, rompiendo la carga de la caballería en dos. Los escuadrones de los alabarderos hubieran podido hacer barrera y detener la carga de los Orcos, pero estaban detrás de todos los demás porque la nobleza de su comandante era reciente y ningún soldado de nobleza más antigua lo quería cerca de la primera fila. El Príncipe Eric, el hijo de Sir Erktor, y sus arqueros ni siquiera hacían parte de la formación. Su padre lo había expulsado, no solo porque le había dicho que una formación basada en la antigüedad de los blasones era un suicidio, sino porque las flechas eran un arma… espera, cómo dijeron, poco elegante. Cosa de bandidos y cazadores furtivos, buena para la caza de jabalíes. Una flecha puede ser tirada de lejos por cualquier andrajoso, y el primero de los caballeros muere ni más ni menos del mismo modo que el último de los alabarderos, que es algo poco elegante. A uno no le sirve para nada pasarse la mitad de la vida aprendiendo a usar la espada en combate sencillo si después le clavan una flecha en la garganta a treinta pies de distancia: esto también es poco elegante. En cambio prefieren perder la guerra, pero después de que la guerra se pierde, los Orcos juegan a los bolos con las cabezas que cortaron y no es que esto sea muy elegante tampoco. Lástima que las reglas de urbanidad de los Orcos no les hayan prohibido sus malditas ballestas: sus dardos oscurecieron el cielo. No hubieran sido tan mortíferos si los nuestros no se hubieran quedado rígidos como estatuas para recibirlos. Las reglas de la armada de Varil prohíben arrojarse al piso para salvarse. Eso equivale a la fuga y se castiga con la pena de muerte. Entonces se quedaron de pie. Hubiera bastado con que se agacharan detrás de los escudos para quedar vivos y contraatacar. Se quedaron de pie, no todo el tiempo, sino hasta que estaban demasiado heridos para no poder tenerse en pie. Sir Erktor fue capturado y colgado de inmediato. Para que la muerte de este no fuera tan dolorosa, su hijo, el Príncipe Erik, arrojó un montón de monedas de oro desde los bastiones, y se limitaron a colgarlo. El Príncipe Erik arrojó todo el oro de la ciudad desde los bastiones por los otros prisioneros, pero no alcanzó para todos y entonces…

—Sí, lo sé. Lo sé —la interrumpió su hermano—. Sé lo que hicieron.

La muchacha estalló en lágrimas, pero se recuperó pronto y preguntó si alguien tenía algo de comer. Rankstrail y su lugarteniente repartieron su pan.

—¿Por qué llevas esa cosa encima? —preguntó el Capitán y señaló el traje de novia, una túnica blanca llena de bordados y pequeñas cintas. Había bajado la voz, pero Yorsh tenía el oído de los Elfos, y aun con el estruendo de la pira que ardía, escuchó cada palabra—. Era el vestido de nuestra madre. ¿Cómo se te ocurrió? ¿Y qué te vas a poner cuando el hijo del panadero pida tu mano?

—El hijo del panadero no pedirá mi mano. Jamás. La arpía de su madre quiere por lo menos veinte piezas de oro como dote y nosotros no las tenemos. Y jamás las tendremos. Y aunque las tuviéramos, por nada del mundo quiero casarme con uno que me quiere solo si tengo dote y que para escapar más de prisa me dejó sola frente a los Orcos. Si no hubiera tenido el arco que me hiciste, si no me hubieras enseñado a usarlo, hace un día y medio que habría muerto. Me puse este traje porque estaba segura de que no viviría hasta mañana. No quería morir con los harapos de costumbre y de todos modos nadie jamás pedirá mi mano: entonces, quise lucir esto por primera y última vez. No había ninguna esperanza de que alcanzara a vivir hasta mañana.

La muchacha empezó a llorar de nuevo.

—Pero ¿por qué se demoraron tanto? —preguntó.

Luego se calmó y siguió hablando del vestido, probablemente para buscar consuelo en un tema menos cruel que la guerra y los Orcos. Bajó más la voz, pero de nuevo Yorsh alcanzó a escuchar.

—¿Sabes que estaba nuevo? ¡Nunca antes había sido usado! Creía que nuestra madre lo había usado en su boda, pero no fue así. Los bordados no estaban bien hechos, ¿sabes?, mamá no era muy buena para bordar y no veía tampoco muy bien; al bordar cosió la tela de adelante del corpiño con la de atrás. Tuve que descoserlo para ponérmelo.

Rankstrail se quedó petrificado.

—¿Estás segura? —preguntó finalmente.

A Yorsh le pareció una forma cuestionable de imbecilidad esta de ponerse a discutir sobre el vestuario en una ciudad que ardía y en una batalla en buena parte aún por combatir, y se sorprendió porque hasta ese momento el Capitán Rankstrail le había parecido todo, menos imbécil.

Trató de ponerse de pie con un esfuerzo considerable. Rankstrail lo tomó por el brazo y lo haló hacia arriba.

El joven Elfo recordó quién era el hombre que tenía en frente.

Hasta ese momento había visto a un hombre desesperado por su tierra masacrada, un gran guerrero, un combatiente sin miedo, capaz de hacerse asesinar para salvar la vida de los rehenes capturados.

Ahora recordó que ese que tenía en frente era el jefe de la caballería de Daligar. La rabia lo sostuvo de nuevo. Se zafó bruscamente del contacto con aquella mano grande y oscura: su cansancio se disipó.

—Usted hizo abatir al último de los dragones —masculló furioso, con desprecio—. Usted hizo masacrar a Erbrow.

Hubo un largo silencio. Rankstrail parecía avergonzado, pero no bajó la mirada.

—Yo te salvé —respondió con ardor—. Los salvé a todos. A ti y a los otros harapientos. Tenía orden de acabarlos, de hacerlos pedazos y los dejé escapar. Retrasé la orden de ataque para darles tiempo de ponerse a salvo en la garganta. Ataqué con retraso para darte tiempo de refugiarte. A ti y a los demás. No quería cargar en la conciencia a un puñado de andrajosos y les di tiempo de escapar… Tú me debes la vida.

—Usted no nos salvó la vida. Se limitó a no quitárnosla. Eran ustedes mismos quienes la estaban poniendo en peligro. Me parece que fue el último dragón el que salvó nuestras vidas. Por su culpa nunca más se abrirán las alas de un dragón sobre la tierra.

Yorsh se sintió abrumado por la ira y el desprecio. El recuerdo de Erbrow lo invadió. Hubiera querido golpear al Capitán, hacerle daño. El lobo lo percibió, había sentido el odio y la rabia en su voz y gruñó amenazante, pero el Capitán lo calló con una orden tajante. Hubo un largo silencio.

—Creo que tienes razón —dijo el Capitán.

Yorsh no esperaba esto.

—Creo que tú tienes razón —repitió Rankstrail, que al apartarse el cabello del rostro con una mano lo ensució aun más de sangre, hollín y barro.

El Capitán tenía una herida en la muñeca de la que no se había percatado; no pareció muy interesado en el asunto. Vio también que estaba herido en el hombro y arriba de la rodilla y tampoco se preocupó por ello. En todas sus acciones había una cierta sensación de descuido por sí mismo y por su propia vida.

—Sé que tienes razón —continuó—, y lo peor es que también en ese entonces, esa noche, lo sabía. Decidí trabajar como Mercenario porque necesitaba el dinero y eso era todo. No había pensado en que estaba vendiendo mi espada y que eso puede significar vender el alma. Aquella noche no sabíamos qué hacer. Nos habían dicho que ustedes eran el enemigo. La orden era exterminarlos y no acatar las órdenes implicaba perder la vida de mis hombres. Pero eran niños, un montón de niños, una niña con una corona en la cabeza, mendigos, harapientos, viejos… No sabíamos qué hacer. Abatimos al dragón y dijimos que todos habían quedado sepultados por el deslizamiento… Parecía una idea sensata… Nunca los persiguieron porque dijimos que todos estaban muertos. Tú no entiendes: no era solo la vida de mis hombres la que estaba en juego. También estaba en juego la de los hermanos y padres de algunos de los soldados que vivían en Daligar, la de las mujeres y los hijos de algunos soldados, así fuera prohibido tenerlos, que vivían en el Condado. El Juez podía ponerles las manos encima a todos ellos. Había que salvar a los parientes de los hombres que provenían de Daligar.

—Capitán —lo interrumpió Yorsh, sin amargura, casi con dulzura—, precisamente porque las mismas familias de sus propios hombres fueron tomadas como rehenes… ¡Capitán! Usted pelea para un monstruo.

El Capitán parecía gesticular con dificultad, como si por un segundo le hubiera faltado el aire.

—Lo sé —respondió al final—. Desde hace diez años lo sé y diez años son demasiados, pero los Orcos son peores que el monstruo para quien peleo, ¿y de qué otra forma podría detenerlos, sino combatiendo por Daligar?

El lobo ladró bajito y posó el hocico contra la mano del Capitán, que lo acarició.

Rankstrail y Yorsh se miraron.

Yorsh tuvo que hacer un esfuerzo para no conmoverse frente al otro, el asesino de Erbrow.

Quien asume la responsabilidad del mundo no merece ser despreciado, nunca. El Capitán se había equivocado, quizá el suyo había sido un trágico error o quizá solo la elección de un mal menor… Quizá el dolor que había evitado en los años en los que había sido el único defensor de los desesperados era un valor único…

Yorsh recordó que en la torre sobre el mar, que albergaba buena parte del conocimiento y de la memoria de los seres vivos, había una historia sobre la vida de Sire Arduin escrita por él mismo: al ver al Capitán se dio cuenta de que probablemente los dos se asemejaban. Para Yorsh fue una prueba dura no conmoverse ante la desesperación del Capitán, ante su barbarie y en un momento dado ya no resistió más.

—Bien —prosiguió cortante, pero amable—, dado que usted está en ánimo de recapacitar, ¿podría tener la cortesía de no seguir tratándome como si fuera su caballo o su perro?

El Capitán se quedó perplejo. Sus ojos siguieron vagando en los de Yorsh sin que ningún destello de comprensión viniera a iluminarlo. Finalmente entendió.

—Tú… es decir… usted. Yo… usted. Excuse, es la costumbre. Yo les hablo así a mis hombres… por supuesto tiene razón… es la costumbre, pero usted tiene razón: usted conoce el nombre de su padre y no es un Enano salido de una mina, ni un condenado bajado del patíbulo…

Yorsh lo interrumpió.

—Perdóneme, Señor, si tengo la descortesía de adoptar la posición de maestro, pero nadie en el mundo, excepto los niños cuando están muy pequeños, o aquellos que son nuestros amigos o nuestros hermanos, merece que uno se dirija a ellos sin que nuestro discurso demuestre el respeto absoluto que les tenemos. Con mayor razón si se trata de alguien que piensa que no merece ese respeto. Cada quien es lo que piensa que es, y como no es sencillo saber lo que somos, lo deducimos por la mirada del otro, por la entonación de quien nos habla. Lo que excluye a sus hombres de la nobleza que le corresponde a su existencia no es la miseria de sus orígenes, la tragedia de su nacimiento, los estigmas horrendos que los verdugos les dejaron en la carne, sino las palabras que se dirigen entre ellos, al igual que las palabras que ellos esperan que les sean dirigidas. Los Enanos, todos, descienden de los antiguos y magníficos señores de las entrañas de la tierra, y aunque ahora los han reducido a la esclavitud y la miseria, siguen siendo los herederos de estirpes insignes. Los Hombres, todos, descienden de un hombre y de una mujer que en el amor o en el odio, en la ternura o en la crueldad, fueron unidos por los Dioses que lo permitieron, y también ellos, todos, son sagrados. Los que desconocen el nombre del padre podrían, por lo tanto, ser hijos de un Rey o, más fácilmente, de un dios. Existen creencias arcaicas, antiguas historias que narran que cada vez que Aquel que generó el universo y la vida desea hablar le encomienda el mensaje a un hijo sin padre, porque los hijos sin padre son hijos de la vida misma. Hábleles a los harapientos y a los réprobos con la misma cortesía y con las mismas palabras con la que le habla a un Rey y el mundo reencontrará la justicia por sí mismo, sin necesidad de ensangrentarlo. Las palabras pueden ser más importantes que las cosas que nombran y pueden modificarlas. Entiendo que su reprimenda la generó el temor de que mi vida pudiera peligrar, pero nunca más trate a sus soldados de brutos o mezquinos y jamás llegarán a serlo.

Yorsh levantó los ojos hacia Varil. Al parecer el lugarteniente de Rankstrail había logrado abrir una de las esclusas y el nivel del agua, aumentado bruscamente, estaba apagando el incendio de la parte externa de la ciudad. Grandes volutas de humo comenzaron a velar la luna. Se sentía partido en dos. Debería sentir odio por el asesino de Erbrow, pero no conseguía odiar al Capitán. Era insoportable. Tenía que irse de allí. Quería regresar a casa.

—¿Los familiares de sus hombres aún son prisioneros del Juez? —preguntó con preocupación.

El Capitán sacudió la cabeza. Casi sonrió.

—Están a salvo. Tuvimos años de tiempo.

—¿Todos?

—Todos.

Luego el Capitán perdió la sonrisa y una angustia sombría le atravesó la mirada.

—Yo detendré a los Orcos —prometió Rankstrail—. Los detendré, los destruiré. Los arrojaré dentro de las tierras inmundas de donde vienen, a todos, hasta al último. Yo los aplastaré. Los haré pedazos, cada uno más pequeño que un huevo. No tendré piedad. Jamás.

—No —dijo Yorsh.

—¿No?

—Ellos, los Orcos, quiero decir, son personas.

Rankstrail lo miró largo rato. Luego su mirada dejó el rostro del joven Elfo y divagó por las empalizadas de los Orcos con las cabezas amputadas encima.

—No es fácil explicarlo. Yo creo que la crueldad de ellos comienza con el destino miserable de sus madres. En el mundo de los Orcos una madre es solo el medio que usa un guerrero para fabricar otro guerrero. El dolor que experimentan las madres se transforma en la crueldad de los hijos.

Yorsh se interrumpió. La mirada del Capitán estaba totalmente extraviada. De hecho, todo el discurso que estaba articulando carecía de sentido. Lo único que el Capitán podía hacer era enviar a los Orcos a sus tierras nuevamente, y ya eso sería una grandiosa hazaña.

El Capitán tragó, extendió los brazos.

—Combatiré por usted y moriré por usted cuando me lo pida… —garantizó con seriedad.

—Gracias, no es necesario que se moleste —respondió Yorsh—, no tengo intención de hacer ninguna guerra. Basta con que continúe la suya y así yo podré regresar a casa.

—Sí, pero ustedes ya están en guerra, todos —dijo el Capitán—. Usted y su gente están en peligro. Dijimos que habían muerto bajo el derrumbe. Ahora saben que no es verdad. Usted regresó para salvar la ciudad. Salvó a mi gente, y sin embargo con ello puso en peligro a la suya. Al venir a salvarnos de los Orcos le demostró al Juez que está vivo. Esa especie de asqueroso individuo que lo denunció…

—¿Moron?

Yorsh estaba casi anonadado. No se le había ocurrido que podía poner en peligro a Robi y a su hija. En su abismal ingenuidad, por no decir imbecilidad, la idea no se le había cruzado por la mente.

—Moron habló de una aldea que prospera… irán a destruirlos…

—Pero ¿por qué? No le hemos hecho mal a nadie… Solo escapamos…

—Lo sé, lo sé, pero hasta que no lo hayan atrapado no se detendrán. Váyase ahora, regrese con los suyos. Protéjalos. Nosotros nos encargaremos de esto. Gracias a usted hemos vencido.

El Capitán se dio vuelta y llamó a uno de sus hombres para que recuperara el caballo de Yorsh. Enstriil no estaba muy lejos: estaba pastando entre los almendros.

Yorsh miró al Capitán.

—Capitán —le dijo con serenidad—, es una leyenda que los Elfos pueden leer los pensamientos de los hombres y es una de las causas por las que estos los odian. No puedo leer los pensamientos, pero siento las emociones cuando son fuertes: siento el miedo. Esa noche, cuando huimos y mi hermano dragón fue abatido, había dos tropas: una, que ahora sé que era la suya, y otra, mucho más numerosa, detrás de usted, conformada por caballeros con corazas centelleantes, montados en caballos muy bellos. Le aseguro que estos estaban aterrorizados… El miedo era tan fuerte que parecía un olor…

—¿Sentían terror de usted? —preguntó Rankstrail—. ¿Del dragón?

—No, de ustedes. La mezcolanza de armada que tiene es aterradora. Esta noche lo vi combatir. Nadie puede oponerles resistencia; con toda certeza, no esos caballeros que tenían a sus espaldas en la garganta de Arstrid, así fueran numerosos y estuvieran bien armados. Lo sé por el miedo que tenían. Capitán, el que tiene la fuerza para impedir las injusticias y no la ejerce se convierte en el responsable de esas injusticias. No le perdonaré la muerte del último dragón porque esa noche nadie podía obligarlo a hacer nada, porque esa noche nadie era más fuerte que usted. No haberse dado cuenta de ello es su deshonra. No lo repita.

Se quedaron mirándose. Más que ofendido o airado, el Capitán se sentía atónito y adolorido.

—Ahora voy a salvar a mi familia y a mi gente —agregó Yorsh—. La niña de la corona, como usted la llamó, ya no es una niña y hace tres años es mi esposa. La peor pesadilla para mí es que ella y mi hija puedan correr peligro. Capitán.

Se despidió y subió a la grupa de Enstriil.

—No puede irse solo. Creo que hay bandas de Orcos por toda la llanura. Lo harán pedazos.

—¿Cómo? —preguntó Yorsh con un vago destello de cortés arrogancia—. Soy capaz de prenderle fuego a la hierba, de desviar las flechas y hacer incandescente la empuñadura de cualquier arma.

El Capitán lo miró, luego asintió y finalmente lo saludó con una ligera reverencia.

Yorsh se alejó en la noche.

Había vencido.

Estaba desesperado.

Tenía que regresar con su gente lo más pronto posible.

Mientras se alejaba sintió todavía la voz del Capitán:

—Si alguna vez necesita mi espada, ahí estaré.

Lo había dicho en voz baja. A pesar del galopar de Enstriil y el ruido de los incendios, Yorsh de todos modos lo escuchó y, después de escucharlo, por un segundo se le ocurrió que quizá el otro, en la garganta de Arstrid, también había pensado cambiar el cargo de Capitán de la caballería ligera por el de condenado al patíbulo con tal de salvarlos, y que no lo había hecho para no dejar las tierras atormentadas sin la protección de los únicos guerreros que podían defenderlas.

No podía reprocharle al Capitán el crimen, el deshonor de no haber atacado a la Caballería Oficial de Daligar; de no haber tomado el mando del Condado, dejándolo en manos de un loco.

El Capitán era un Mercenario. Sus hombres eran guerreros formidables, pero también eran renegados, sobrantes de prisión extraídos de los patíbulos, Enanos sacados de las minas e hijos sin padres, acostumbrados al desprecio.

Para un hombre que no pertenecía a la aristocracia era demasiado alto el riesgo de desencadenar él solo una guerra civil aterradora y devastadora que hubiera debilitado adicionalmente el frente de los Hombres en un momento en el que los Orcos estaban encima.

El jefe de los Mercenarios no era ni indigno ni vil.

El sacrificio de Erbrow los había salvado a todos. Los había salvado tanto a él como al Capitán, a los fugitivos y a los Mercenarios que, por lo menos, los habían dejado escapar.